viernes, 31 de diciembre de 2010

En torno a los exvotos

Los retablos constituyen una antigua tradición religiosa en la que por medio de pequeñas pinturas sobre madera o lámina se deja constancia de un acontecimiento milagroso con final feliz que pudo tener lugar gracias a que el protagonista al enfrentar una situación extrema se encomendó con devoción a Dios, a Cristo, a la Virgen o –con menos frecuencia- al santo de su preferencia. Según Rafael Barajas, El Fisgón “La palabra ‘retablo’ viene del latín y significa ‘detrás de la tabla’. Los primeros retablos de la Europa cristiana contenían imágenes sacras que representaban escenas de un suceso generalmente milagroso, ya que la Iglesia se valió de ellos para divulgar la vida y los milagros de los santos.” Es frecuente utilizar como sinónimos las expresiones retablo y exvoto (que procede del latín Ex voto: ofrendas que los fieles dedican a los santos, la Virgen o Dios).
Ilustración: Margarita Nava
Su origen hay que rastrearlo en el pasado remoto y es posible que haya tenido lugar en la Edad Media cuando los nobles encargaban a sus pintores preferidos la reproducción de alguna situación milagrosa. Tiempo después, cuando dejó de censurarse la salida del anonimato, se pedía al artista que agregara en la obra el retrato del donante. En el Renacimiento, de acuerdo con Noel Clarasó, la primera obra de Rafael Sanzio fue precisamente un exvoto que se conserva en el Museo de Liverpool y que lo pintó cuando sólo contaba con doce años de edad. 

Cuando la conquista, los misioneros trajeron consigo esta tradición que se fue difundiendo durante la colonia y que, de acuerdo con Rafael Barajas El Fisgón, habría de tener algunas modificaciones en territorios de la Nueva España. 
[...] los misioneros que viajaron de Europa para convertir a los habitantes del Nuevo Mundo al catolicismo encontraron en el retablo una muy eficaz forma de propaganda, y fue así como esta manifestación de la cultura católica se difundió en la Nueva España. Sin embargo, los milagros que se narraban en los retablos de las fachadas y los altares de las iglesias barrocas mexicanas se referían a hechos que poco o nada tenían que ver con la vida de los nativos de las tierras de América.
Román Calvo ilustra el proceso mediante el cual se hacía el exvoto y en el que participan la persona beneficiada por el milagro y el artista que con su peculiar interpretación plasma el acontecimiento.
Nuestro pueblo, puesta siempre la fe en un ser superior, después de recibir un favor divino, ha acostumbrado encargar un retablo y llevarlo a los pies del santo benefactor.
[...] la señora beneficiada corría con el pintor del pueblo, el cual era casi siempre analfabeta, y le narraba con emoción el suceso; el artista fantasioso, sensible, dueño de ese espíritu artístico tan propio de nuestra raza, lo imaginaba a su manera y luego lo plasmaba en una tabla, o en un pedazo de lámina, dándole expresión y color muy particulares. Luego, "como un notario que diera fe de algo que hubieran atestiguado ante su mesa", escribía o hacía que esculpiesen al pie del cuadro la narración del milagro. Descripción hecha con muy mala letra y con deliciosas faltas de ortografía.
En ciertos casos estas imágenes han sido realizadas con maestría por algún pintor de oficio, por lo que es posible que haya existido un floreciente mercado de exvotos hechos bajo pedido por pintores de disímil calidad. No es de extrañar que los mismos pintores valoraran estas obras, tal es el caso del Doctor Atl -quien citado por Rafael Barajas, El Fisgón- describió a los exvotos como "obras pictóricas de un gran interés por su increíble ingenuidad y porque representan más que ninguna otra manifestación, la fe popular". Sea por su valor devocional, artístico o histórico los exvotos concitaron la atención de artistas y escritores.

Muchos exvotos han pasado de los templos a  manos de coleccionistas dado que por una parte, estas muestras de religiosidad popular no han sido suficientemente valoradas por el llamado arte sacro, mientras que por otro lado no hay que olvidar la incesante labor de los comerciantes. Román Calvo es categórico al respecto.  “Las iglesias, fuente de riqueza artística colonial, se ven despojadas de todos sus bienes. Quién colecciona cruces, quién santos, quién retablos; y los comerciantes, bandoleros del presente, saquean los templos en aras del arte. Y cuando no se puede conseguir un santo entero, se le despedaza; hay quien colecciona manos, cabezas, pies, patéticos cristos sin cruz; o solitarias cruces sin Cristo.” De esta manera muchos exvotos han ido desapareciendo de los templos y ahora forman parte de colecciones particulares. 

Algunos personajes destacados de la vida cultural han sido coleccionistas de estas piezas. Tal es el caso de Frida Kahlo y Diego Rivera, por lo que actualmente en la casa azul de Coyoacán existe una muestra de ellos. 

De los que aún se conservan en los templos hay que destacar los exhibidos en la antigua Basílica de Guadalupe donde existe una valiosa colección de exvotos, algunos de ellos muy antiguos.  

Ahora bien, ciertos retablos adquieren rasgos de humor involuntario. Hace algunos años, una maestra de Ojinaga, Chihuahua me comentaba que en un templo de esa localidad había uno de ellos que agradecía a la Virgen de Guadalupe “por proteger a mi hija de la epidemia de partos que hay en este pueblo”.

Más de un escritor ha registrado exvotos sorprendentes descubiertos en diversas regiones; Jorge Ibargüengoitia relata su experiencia en el Estado de Guanajuato.

[...] hay dos, que vi en la Cata, precisamente, que me parecen admirables.
Uno de ellos representa el interior de una habitación: un hombre está saltando hacia afuera por la ventana, una mujer tiene las manos juntas y alza los ojos hacia la imagen del Cristo de Villaseca, y otro hombre está entrando por la puerta. La leyenda dice así: "estando yo, Fulana, en compañía del señor Zutano, ocurrió que mi marido, Mengano, regresara a la casa antes de lo que se esperaba. Al verme en aquella angustia, me encomendé a Cristo de Villaseca y éste me hizo el milagro de que el señor Zutano pudiera brincar por la ventana antes de que mi marido lo viera”. Nótese que el exvoto, con tantos detalles, anula el efecto del milagro.
Hay otro que me gusta todavía más. El donante afirma en el texto que una tarde entró en una tienda en donde se encontraba otro parroquiano, el señor Fulano de Tal, quien, al verlo llegar, sacó un verduguillo y le dio una tajada en la panza. Pero esto no es más que el principio. El donante perdió sangre y después el conocimiento. Cuando volvió en sí se llevó el susto que lo hizo encomendarse al Señor de Villaseca: "... cuando abrí los ojos me di cuenta de que estaba en el hospital y que entre varios doctores me habían sacado las tripas y las estaban examinando".
Comprendió que su fin se acercaba y se encomendó al Cristo de Villaseca, quien hizo el milagro de sanarlo. El retablo nos presenta al destripado en la mesa de operaciones rodeado de ocho figuras de blanco, que tienen entre las manos algo que parece una rosca de Reyes. A través del techo del quirófano puede verse la figura esplendorosa del Cristo de Villaseca.
 Por su parte Eduardo Galeano también ha registrado el texto de algunos exvotos que no tienen desperdicio.

“El 15 de junio de 1790 un asesino se arrepintió ante la prodigiosa imagen del Señor de Plateros y así fue resucitado el hombre a quien él había dado muerte con una grande piedra. Y para testimonio del milagro, el resucitado trajo la piedra sobre su cabeza a este santuario, al día siguiente de cometido el crimen.”
“La señora Margarita Canales de Gutiérrez da gracias a la Virgen Nuestra Señora de Guadalupe porque el 10 de enero de 1914 las tropas de Pancho Villa entraron en Ojinaga y violaron a su hermana y a ella no.”
“El señor Pablo Estrada, decepcionado por la muerte de su madre, apeló al suicidio, pegándose seis veces con un martillo, dándole gracias a la Virgen de San Juan por haberle quitado ese mal pensamiento.”
“Doy infinitas gracias al Santo Niño de Atocha por librarme de una pena de 40 años de prisión y sólo pagarla con ocho días. José Guadalupe de la Rueda, Penal de Barrientos.”
“Doy gracias al Santo Niño porque tengo tres hermanas y yo soy la más fea y me casé primero.”
“Infinitas gracias doy a la Virgencita de los Dolores porque antenoche mi mujer se juyó con mi compadre Anselmo y con eso él va a pagar todas las que me ha hecho.”
“Doi grasias al Dibino Rostro de Acapulco porque maté a mi marido i no me isieron nada. Rosa Perea.”
En esta relación no pueden faltar algunos seleccionados por el sacerdote Joaquín Antonio Peñalosa de los rumbos de San Luis Potosí.
“Le doy gracia al Señor del Sausito, que habiendo caído mi hijo a un poso, no murió ogado sino del golpe”.
“Doy gracias a San Caralampio por el milagro tan grande que me iso de que cuando me iva a comer un lión, desperté”.
Lo anterior es una pequeña muestra de los sorprendentes relatos del que dan cuenta los exvotos, por lo que Román Calvo sostiene que ciertas historias son “tan irreales que pudieran ser verdaderas y otras tan reales que nos parecen increíbles”.

En ciertos casos se percibe claramente el sentimiento que tenía quien lo hizo con sus propias manos o lo que pudo trasmitir el interesado al artista popular (reconocido o no tanto pero cuyos honorarios estaban a su alcance) al que encargó la obra. Pero existen también los que dejan abierto un abanico de posibilidades. Al respecto señala Calvo: “¿Qué hay detrás de las palabras: Doi Gracias a la birgen de Zapopa por aver echo que mi josedejara deve ver? ¿Ignorancia?, ¿tragedia?, ¿angustia?, ¿fe...?, ¿fe, que es el pan de los pobres?”

Esta tradición, como ha acontecido con otras, ha ido desapareciendo en forma paulatina y el cambio hacia nuevas formas de expresar el agradecimiento, en opinión de Calvo, ha sido francamente desfavorable. “Nuestro pueblo se ha actualizado mucho, de manera que ahora sólo vemos un pequeño inserto en el periódico que escuetamente dice: ‘Doy gracias a San Martín de Porres por haberme ayudado en mi necesidad’. ¡Qué frío y qué poco artístico resulta!” 

Hace unos cuantos años Jorge Ibargüengoitia compartía la opinión de que los exvotos clásicos habían pasado de moda pero advertía la irrupción de una nueva variante que podríamos identificar como exvotos laicos.

[...] Pero si los retablos exvotos pasaron de moda, no ocurrió lo mismo con el proceso del que formaban parte: los atribulados piden y cuando se les concede el favor, agradecen. Igual que antes.
Los nuevos exvotos son las "cartas abiertas" al Presidente de la República, y los "telegramas urgentes", que aparecen en plana entera, en los periódicos.
Como arte son todavía inferiores a los retablos. Si de éstos se salvaban pocos, del nuevo género no se salva ninguno. Son carísimos e ilegibles. En cuanto a eficacia, yo la veo dudosa.
Han pasado los años, los peligros que enfrentamos a nivel comunitario suelen ser de magnitud superior a 7 en la escala Richter del riesgo social. Muy larga es la lista de motivos que invitan a reeditar esta tradición de los exvotos al invocar ayuda y protección para salir con bien de esta encrucijada (a elegir): “cuando pensábamos que los daños del calentamiento global serían irreversibles…”, “cuando la corrupción se había generalizado y parecía no haber esperanzas…”, “en tiempos en que creíamos que la delincuencia organizada y desorganizada se adueñarían de nuestras vidas…”; “en circunstancias de suponer que la inequidad y la desigualdad social eran realidades inevitables…” y sigue una lista larga de etcéteras.

Ojalá vengan tiempos propicios y si así fuera –tal como espero-  tendremos motivos para agradecer de acuerdo con la fe de cada quien o bien en variante laica, porque “cuando nos iva a comer un lión, despertamos”. Así sea.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Rey

Ulises quien me lo contó. En la localidad de San Andrés, un poblado indígena en la sierra norte de Puebla, el maestro promovía que niñas y niños de primaria se expresaran a través del relato de narraciones orales.

Ilustración: Margarita Nava
San Andrés se encuentra en una zona extremadamente seca en que la sobrevivencia resulta complicada, al provenir de los escasos frutos de la agricultura. En aquel entorno de pobreza –y tal como suele suceder en las comunidades indígenas- la participación de los niños se centraba en historias acerca de sus antepasados, así como en relatos protagonizados por animales propios de la región. Sin embargo al momento de su intervención, un niño modificó este estado de cosas al emprender una narración que transcurría en torno a un rey. Mientras el cuento se desarrollaba, el maestro observaba por la ventana del salón aquellos desoladores parajes y se preguntaba a dónde iría a dar el citado monarca. Pues bien, el desenlace no presentó ningún tipo de inconvenientes para el pequeño cuentista que concluyó diciendo: “... y entonces el rey se levantó, dobló su cobija, se puso su sombrero y se fue a trabajar la tierra”.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Una cultura a manos llenas

En la vida cotidiana la mano ocupa un lugar muy importante. En diversas ocasiones he visto a algún conferenciante ilustrar el tema de la diversidad cultural con el ejemplo del brazo (el tronco común) y los dedos (la pluralidad dentro de la unidad). 
Ilustración: Margarita Nava

Los protagonistas de la Revolución también se referían al tema. El general Emiliano Zapata alude a los nulos resultados de andar pidiendo justicia con el sombrero en la mano lo que los llevó a empuñar las armas. “Mis antepasados y yo, dentro de la ley, y en forma pacífica, pedimos a los gobiernos anteriores la devolución de nuestras tierras, pero nunca se nos hizo caso ni justicia [...] por eso ahora las reclamamos por medio de las armas, ya que de otra manera no las obtendremos, pues a los gobiernos tiranos nunca debe pedírseles justicia con el sombrero en la mano, sino con el arma empuñada.” Por su parte, el general Felipe Ángeles se refiere a que el propósito del movimiento era colocar el gobierno en las manos del pueblo. “[...] la Revolución se hizo para librarnos de los amos, para que vuelva el gobierno a manos del mismo pueblo y para que éste elija en cada región a los hombres honrados, justos, sensatos y buenos que conozca personalmente y los obligue a fungir como sirvientes de su voluntad expresada en las leyes, y no como sus señores.”

Por otra parte Edmundo González Llaca, muy buen cronista de la vida diaria, demuestra con diversos ejemplos los múltiples significados que se atribuyen a la mano.
Nuestra cultura igualmente, por medio del lenguaje, llena de significados infinitos a la mano. Esta es saludo, asombro, matrimonio, poder, igualdad, colaboración, exceso, triunfo, amenaza, etcétera, etcétera.
Para quien lo dude: ¡Hola mano!, ¡jijo mano!, pedir la mano, hecho a mano, dame una mano, salió con la mano en alto, de antemano, como caer en sus brazos y no caer en sus manos, con las manos llenas, con las manos en la masa, se le cai la mano, el destino en sus manos, al alcance de la mano, de segunda mano, tiene buena mano, no le amarraron las manos, tan diferentes como los dedos de la mano, fuera manos, mano dura, arriba las manos, a mano, más vale pájaro en mano, manirroto, uno le da la mano y toma el pie, les faltan manos, se le pasó la mano, manos a la obra, se le seca la mano, lo conozco como la palma de mi mano. Y no resisto poner lo que decía mi abuelita a mis tías cuando las veía sentadas y ociosas: “Me choca verlas mano sobre mano”.
Es el saludo una de las más hermosas funciones de la mano. El darla es manifestación de paz, de identificación personal, de búsqueda de conocimiento del otro, de afirmación y exploración. Al coincidir las manos, en pocas palabras al tocarnos, somos meta pero también punto de partida. Vamos al encuentro, abrimos para recibir y al mismo tiempo penetramos. Damos e integramos. Nos relajamos para dar acceso y luego tensamos para envolver. Es un acto humano de reciprocidad por excelencia.
Cuando termina el saludo, la mano se escapa a su irremisible singularidad; algo deja y algo se ha llevado. No sólo la textura, la temperatura, la fuerza, sin duda que algo más. Un gajo de lo que somos, una lección sintética y efímera de lo que son las constantes de la vida: la separación, la soledad.
 En relación a esto último, todavía me causa asombro ese saludo tan peculiar entre varones que consiste en darse la mano, luego un abrazo con el palmoteo respectivo para luego concluir nuevamente dándose la mano. De tal manera que el abrazo queda dentro de sendos apretones de mano. No creo que esta forma de saludar exista en otros lugares y me gustaría saber cómo y cuándo surgió.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Juan Rulfo y su bajo perfil


Cuando sus obras son bien recibidas, los escritores se engolosinan por lo que su obra suele ser prolífica, en ocasiones excesiva. Son pocos los autores que eluden esta tentación. Al respecto Noel Clarasó cita el caso de Eliot.  
El poeta T. S. Eliot (nacido en los Estados Unidos y nacionalizado inglés) ha escrito relativamente poco. Le preguntaban por qué no escribía más y daba esta razón:
-Para dar ejemplo.
Y explicaba el ejemplo así:
El principal enemigo de la buena literatura es que los escritores tengan necesidad de ganarse la vida con lo que escriben. Porque el resultado de esta necesidad es que todos sucumben a los tres demasiados: empiezan a escribir demasiado pronto, escriben demasiado aprisa y escriben demasiado.
Posiblemente el caso más representativo de quienes integran esta rara estirpe en México, sea el de Juan Rulfo autor de dos obras muy reconocidas: El llano en llamas y Pedro Páramo. Al respecto comenta José Agustín. 

En 1954 el Fondo de Cultura Económica publicó El llano en llamas primer libro del jalisciense Juan Rulfo, y un año después su legendaria novela Pedro Páramo [...] Sólo hasta fines de la década esta novela fue reconocida como un libro espléndido y, después, como la obra maestra que es. Como es sabido, Juan Rulfo ya no volvió a publicar otro libro, al punto de que se convirtió, como se decía después, en el único autor que cada vez se volvía más famoso con cada obra que no publicaba.
Juan Rulfo
Un caso curioso es la confusión que en diversas ocasiones se presentó entre Rulfo y su personaje Pedro Páramo. Al respecto comenta Vilma Fuentes
[...] La aparición de esta nueva traducción [al francés] de Pedro Páramo ha ocupado las secciones de libros de los diarios franceses, así como los programas de radio y televisión consagrados a la literatura. Los elogios ditirámbicos abundan. Incluso de parte de algunos presentadores que no tienen tiempo de leer. Uno de éstos confundió el nombre del autor con el de Pedro Páramo. No es la primera vez que tal quiproquo le sucede a Juan Rulfo. Recuerdo su tímido orgullo cuando me enseñó una carta proveniente de un país de Europa oriental que el cartero supo entregarle y en cuyo sobre estaban escritos el nombre: Pedro Páramo, y la dirección: ciudad de México.
Foto "Polvo eres" de Juan Rulfo
Contrariamente a lo que sucede habitualmente, muchos le cuestionaron por lo reducido de su obra. Ante ello, sus respuestas solían ser tan parcas como contundentes; en una de estas oportunidades, comenta Luis Fernández Zaurín, una estudiante le preguntó:
-Maestro, ¿por qué no escribe usted más libros?
A lo que Rulfo contestó sencillamente:
-Porque no me da la gana.
Augusto Monterroso describe una situación muy similar en la fábula del Zorro. Como dicen algunos programas televisivos, “cualquier parecido con la realidad es simple coincidencia”. 
Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.
-Pero si ya he publicado dos libros –respondía él con cansancio.
-Y muy buenos –le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo.
Un caso extremo lo constituye –de acuerdo al análisis de Gabriel Zaid- un trabajo que hace un relevo de la obra de escritores mexicanos y que omite una, de las dos, publicaciones de Rulfo.  
Hay que decir que los escritores mexicanos parecen estar salados con los diccionarios. El Diccionario Porrúa no incluye sino a los muertos, o a los que decide dar por muertos, como Efraín Huerta. Si se toma en cuenta que una gran parte de los buenos escritores que ha habido en México todavía no cumplían el requisito último para ser admirables cuando se publicó el Diccionario, se entiende que las ánimas del panteón Porrúa, impacientes porque aún no llegaba la mayor parte de sus huéspedes, se hayan precipitado en el caso de Huerta. En el Diccionario de escritores mexicanos, algún otro caso de ánimas (en este caso desaparecidas), sumado a un mal de ojo del corrector de pruebas, fue quizá la causa de otro desaguisado: Pedro Páramo no figura en la lista de (dos) obras de Juan Rulfo. Eso se llama exagerar...
Foto: Juan Rulfo
Por otra parte es frecuente que se identifique a los escritores famosos con actitudes arrogantes. No ha sido el caso de Rulfo, dado que quienes lo conocieron relatan que era muy humilde. El mismo Fernández Zaurín proporciona un ejemplo a ese respecto. 
Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948), autor de entre otros libros El lenguaje de las fuentes, por el que recibió el Premio Nacional de Literatura, cuenta que Juan Rulfo, el autor de Pedro Páramo, se encontró una vez en el aeropuerto de México con un pintor compatriota suyo, José Luis Cuevas, que por lo que se ve
no era lo que se dice una persona humilde.
Cuevas llevaba una maleta muy grande y Rulfo una muy pequeña. El escritor conocía al pintor, pero éste ignoraba quién era aquel hombre pequeño como su equipaje. Aún así el autor de El llano en llamas se dirigió a él:
-¿Por qué no intercambiamos maletas, yo le llevo a usted su maletón y usted lleva mi maletita?
El arrogante pintor dudó un poco, pero al fin aceptó el trueque. Al término del trayecto en el aeropuerto, durante el cual Rulfo llevó la carga más pesada, Cuevas le dijo:
-Soy José Luis Cuevas, caballero, ¿y usted?
-Yo no, yo soy tan sólo Juan Rulfo.
Una vez que lo verificó en persona, le espetó:
-¿Es cierto que escribió Pedro Páramo?
Rulfo explicó que sí, que esa novela la escribió quitando palabras.
Su humildad se complementaba con cierta timidez sino que reserva para el encuentro con los demás. Mario Benedetti comenta cómo lo conoció. “Con Juan Rulfo fue muy curioso. Íbamos Luz y yo en un ómnibus, y él se acercó a mi mujer: ‘Señora, ¿me deja sentarme al lado de su marido, que creo que es Benedetti?’ Empezamos a hablar de mil cosas, y ahí empezó mi amistad con Rulfo, en un ómnibus. No se daba fácil, pero cuando se daba, se daba con todo.”
Aún con su bajo perfil, Rulfo es uno de los pocos escritores cuya obra es indispensable. Paco Ignacio Taibo I evoca su reacción al enterarse de la muerte del escritor. 
En la noche comenzaron a llegarme llamadas: que Juan [Rulfo] se había muerto. Me levanté de la cama y me fui en busca de sus libros. No encontré ninguno de los dos en la biblioteca. Son esos libros que se regalan a todo recién llegado al país.
-¿Nunca estuvo usted antes en México? ¿No? Bueno, entonces lea a Juan Rulfo.
Y se llevaba el libro.
En esto yo siempre tuve razón; era como entregar un trozo memorable, candente, de este México nuestro.

Y sí, los libros de Juan Rulfo resultan indispensables para quien quiera aproximarse a la realidad mexicana. 

viernes, 3 de diciembre de 2010

Los héroes y sus dificultades para mantenerse en el monumento

(una versión resumida de este artículo se publicó en La Jornada Semanal )

A toda gran ciudad, villa, poblado, localidad, puede faltarle cualquier cosa pero no héroes. Durante mucho se pensó que plaza sin monumento no era plaza de a de veras. Por aquello de las buenas relaciones internacionales siempre es bueno tener la estatua de algún prócer extranjero, pero lo que en realidad no puede faltar es el héroe paisano, el que haya nacido en ese mismo lugar o de menos siendo natural de otro sitio haya tenido algún gesto digno de mención en la localidad de que se trate.

Ilustración: Margarita Nava
Y es aquí donde empiezan a surgir las dudas porque o la heroicidad se encuentra repartida en forma muy democrática y da para todos o bien existe la necesidad de apropiarse de un héroe a como de lugar. Jorge Ibargüengoita no descarta esta última posibilidad.
 No hay que titubear ni dejar la tarea para mañana. Hay que lanzarse a revisar los archivos, consultar con los eruditos, determinar el lugar histórico, adquirirlo, reunir las reliquias dispersas, mandar hacer placas conmemorativas, construir una hornacina en la que arderá un fuego eterno que se encenderá en los momentos oportunos, etc. La cosa es urgente.
Al que me diga que en su pueblo nunca ha pasado nada, le respondo que por cálculo de probabilidades eso es imposible. Nuestra historia está repleta de héroes y todos han tenido una vida muy agitada. No hay pueblo por donde no haya pasado alguno de ellos, o triunfante o huyendo. En donde no se firmó un tratado se firmó un plan político o una sentencia de muerte. En donde no se dio una batalla, alguien fue fusilado, vio la luz por primera vez, o formó gobierno provisional. En el peor de los casos, alguien pasó la noche.
Cuando por indiferencia pública el suceso se ha perdido en la noche de los tiempos, hay que recordar que la cultura es un filón riquísimo. Nunca falta un pintor desconocido, un poeta oscuro, un historiador olvidado. Hay que rescatarlos. Hay que buscar la casa donde vivieron y trabajaron, adquirirla, limpiarla, pintarla, ponerle una placa y abrirla al público. Si es un pintor, buscar al coleccionista, pedirle que done la obra al pueblo y darle crédito. Si es poeta o historiador, buscar sus manuscritos en el baúl de la nieta.
Después, conviene visitar a los parientes del difunto ilustre y pedirles fotografías. Ir al cuarto de triques y rescatar la levita pasada, el sombrero de copa, la mesa donde trabajaba, la silla que usaba, el manguillo con que escribía.
Por otra parte, y tal como lo señala Juan Villoro, los héroes deben tener en su haber, entre otras muchas cualidades, alguna frase digna de recordarse y en su carácter de seres extraordinarios es aconsejable que las palabras que hayan empleado también lo sean.  
Los héroes, además de estimular la escultura y el culto a los laureles, mantienen activo un segmento del lenguaje. Nada más adecuado para resumir sus vidas que las églogas donde se conjugan verbos que rara vez salen del diccionario. Y es que los paladines viven en gramática de gala: cuando no arrostran se prosternan; ya subyugan, ya son subyugados. Luego sueltan su frase célebre: “Los valientes no asesinan" o "Si tuviéramos parque... no estarían ustedes aquí". Los Beneméritos, los Libertadores, los Padres de la Patria no pueden vivir sin Palabras Mayores.
No son pocos los dichos que han pasado a la Historia con tal énfasis que para muchos ciudadanos la información sobre cierto personaje se limita a repetir su frase identificatoria. Carlos Monsiváis ofrece algunos ejemplos.
Las frases, los apotegmas del siglo XIX provienen de la historia y se difunden con tal de forjar el espíritu cívico o patrio. Al demandarle a su padre la incorporación al bando español, el héroe insurgente Vicente Guerrero contesta: “Señor, usted es mi padre, pero la patria es primero”; Guadalupe Victoria, en la batalla, lanza al río su arma y grita: “Va mi espada en prenda, voy por ella”; el liberal Guillermo Prieto, ante la traición del destacamento en Guadalajara que va a fusilar a Benito Juárez, se precipita y lo cubre con su exclamación: “Soldados, los valientes no asesinan”; Juárez incluye en un discurso la frase que lo acompañará para siempre: “Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”.
¿Qué distingue a estas frases? Inequívocamente, su origen político y épico. ¿Y qué las exceptúa del olvido? Desde luego, el hambre de hazañas que al transmitirse en la educación básica se vuelven expresiones abstractas; en segundo lugar, el gusto por las señas de identidad colectiva que son o quisieron ser instrucción cívica; finalmente, una certeza: a la historia, la experiencia totalizadora, se le puede encapsular en unas cuantas sentencias brillantes.
Respecto a alguna de las frases asociadas a los héroes existen dudas acerca de su verdadera paternidad.  Alejandro Rosas da un ejemplo de ello.
No falta en Guelatao el sitio público donde se lee: “El respeto al derecho ajeno es la paz”. Cada letra de la frase más célebre de la historia mexicana está escrita en el muro que, en la plaza, mira hacia el sabino, y ve de frente al monumento oficial —donde ya no queda rastro alguno de la casa de [Benito] Juárez—, pero que, año tras año, sirve de altar en los homenajes realizados por el gobierno y los miembros de la masonería.

Aunque la conocida máxima es original de Emmanuel Kant —premisa fundamental en su obra La paz perpetua (1795), Juárez la inmortalizó casi un siglo después, en el emotivo discurso que leyó el 15 de julio de 1867, al regresar a la capital del país luego del fusilamiento de Maximiliano. Una breve frase —perdida entre párrafos intensos que hablaban de la guerra, de la patria y de la legalidad— trascendió el espíritu del documento por una razón: era una moraleja para los derrotados el reconocimiento de un principio universal de convivencia entre las naciones.
Por otro lado y una vez que el héroe recibe el nihil obstat laico por parte de los guardianes de la historia oficial, hay que encontrar una imagen de él (hasta tiempos recientes fue más que improbable que se tratara de ella) que permita identificarlo sin ningún lugar a dudas. Sería impensable que frente a una imagen hubiese que discernir si se trata de Hidalgo, Morelos, Allende o Aldama. Para ilustrar este punto citamos nuevamente a Ibargüengoitia a quien mucho interesó el tema.
Hay que conmemorar al prócer en un momento determinado y siempre con la misma ropa, al fin no tiene por qué cambiarse. Hay que tener en cuenta que la calva del cura Hidalgo, la levita de Juárez y el pañuelo de Morelos son más importantes para identificar a estos personajes que su estructura ósea. Supongamos que vemos la imagen de un militar de mediados del siglo pasado. No nos dice nada. En cambio, si vemos que está rasurado y trae anteojitos, sabemos que es Zaragoza. [...]

La historia que nos han enseñado es francamente aburridísima. Está poblada de figuras monolíticas, que pasan una eternidad diciendo la misma frase: “la paz es el respeto al derecho ajeno”, “vamos a matar gachupines”, “¿crees tú acaso, que estoy en un lecho de rosas?”, etcétera.

Los héroes, en el momento de ser aprobados oficialmente como tales, se convierten en hombres modelo, adoptan una trayectoria que los lleva derecho al paredón, y adquieren un rasgo físico que hace inconfundible su figura: una calva, una levita, un paliacate, bigotes, y sombrero ancho, un brazo de menos. Ya está el héroes, listo para subirse en el pedestal.

Todo esto es muy respetuoso, ¿pero quién se acuerda de los héroes? Los que tienen que presentar exámenes. ¿Quién quiere imitarlos? Yo creo que nadie. Ni los futuros gobernadores.
Ahora bien, permítaseme un paréntesis (en algunos casos estas representaciones no son demasiado felices tal como se dice aconteció con una imagen de José Artigas, prócer en mi tierra de origen, frente a la cual un extranjero de visita en el país cometió la irreverencia de preguntar: “¿y quién fue esta viejita?”).

Ahora bien, existiendo héroes, efemérides, necesidad de fortalecer la identidad en la memoria compartida así como instituciones, no pueden faltar las ceremonias cívicas. Las escuelas no son el único, pero si el más importante, recinto en el que tienen lugar. Por cierto en estos actos no deja de llamar la atención la existencia hasta la fecha de las llamadas bandas de guerra, como que estas nos hiciesen falta (me refiero a las guerra, no a las bandas). 

Claro que existe quien se rebela ante los tiempos marcados por las efemérides; es el caso de Guillermo Sheridan. “Siempre me he rebelado contra la tiranía de los ritmos emocionales consagrados por alguna efeméride que debemos adoptar sin cuestionamiento. Eso se lo debo a los maristas, que nos querían dulces y devotos en mayo y marciales y belicosos en septiembre, sensuales en verano y místicos en abril.”

Es posible que algún potencial lector -en el supuesto caso de que exista- sospeche ante el tono que se va perfilando en este artículo, de mi adhesión a los Testigos de Jehová por aquello de sus resistencias a las ceremonias cívicas y a los símbolos patrios. Ante ello me apresuro a declarar que no pertenezco a esa congregación. 

Lo cierto es que –de acuerdo con Ibargüengoitia- cuando de fiestas cívicas hablamos resulta muy difícil poder innovar y hasta cierto punto es mejor que no se haga.
Unos buenos festejos cívicos son la cosa más difícil de inventar, si se pretende que sean originales, solemnes –sin llegar a ser soporíficos- y que afecten positivamente a todas las capas de la población, sin provocar divisiones ni enemistades. 

Generalmente lo primero que se le ocurre al comité encargado de formular el programa de los festejos es hacer un monumento. [...]

Si el conmemorado fue hombre de paz, no hay problema. Si, por el contrario, se trata de un hombre que cambió el curso de la historia con una matanza, hay que tener cuidado para no poner a la nación en peligro de que, a consecuencia de los festejos, el curso de la historia vuelva a cambiar. Si, por ejemplo, el prócer murió frente a un pelotón de españoles, es evidente que la conmemoración más adecuada debería ser una matanza de españoles. Esto sería llevar las cosas demasiado lejos. [...]

Otra tarea importante del comité organizador consiste en establecer claramente qué clase de personaje fue el festejado.

Supongamos que se trata de conmemorar a un general que después de una larguísima carrera opaca, le tocó perder gloriosamente una de las batallas decisivas en la historia de México.

¿Qué hacer? Desde luego inventarle una frase célebre, que ponga de manifiesto la entereza de su ánimo ante la derrota total. Decir que le dijo al enemigo algo así como “nos ganaron, pero no nos vencieron”, “mañana será otro día”; o bien algo que demuestre que nuestro héroe no fue responsable de la derrota. [...]
Para poder fortalecer el sentimiento de identidad así como el de unidad nacional, por lo menos tal como se los concibe habitualmente, es necesario contar con una versión oficial de la Historia que avale los diversos rituales laicos en los diferentes países.  Al respecto conviene recordar que naciones con divergencias políticas, económicas, religiosas, culturales, etc. recurren a ceremonias cívicas muy similares. 

Es importante tener presente que un cambio de régimen político puede, y suele ser, acompañado de un cambio en los libros de texto (no puedo dejar de citar a Germán Dehesa: “a los libro de texto los detexto”). Por supuesto que en la conformación de esa versión oficial se dan encontronazos que dificultan la labor. Sara Sefchovich se refiere a ello.
Los liberales del XIX pretendieron borrar todo lo que tuviera que ver con la Colonia a la que detestaban porque "sólo sabíamos de impuestos, alcabalas y una humillación de esclavos" decía Fernández de Lizardi, pero los conservadores hicieron exactamente al revés y aseguraron, como dijera Lucas Alamán, que de España nos había llegado lo mejor que teníamos, que eran la religión, el idioma y en una palabra, la civilización. Esta lucha que alguien caracterizó como entre "Cuauhtémoc y Cortés", para autores como O'Gorman no tiene sentido pues lo mexicano dice, es producto del encuentro entre ambas civilizaciones y esa división tajante o "forcejeo ontológico" "convirtió al proceso forjador del ser nacional en una lucha de dos tendencias, de dos posibles maneras de ser trabadas en mutuo intento de afirmarse la una en exclusión de la otra".
Pero será necesario llegar a consensos y acuerdos que permitan construir la versión oficial porque sería impensable carecer de ella. Sara Sefchovich profundiza en este concepto.

La idea de reconocer "una misma historia" (o como se dice hoy un mismo "relato" o una misma "narrativa" sobre el pasado) fue entonces fundamental para el proyecto de nación. De allí la importancia que se dio a su creación, así como a la obligación de inculcarla a todos los mexicanos a través de la educación ("fomentar la religión cívica del patriotismo a través de la educación" decía Justo Sierra). [...]
Una historia en fin, en la cual se incluyeron y excluyeron, recordaron y olvidaron, acomodaron y cambiaron, acentuaron, mutilaron, o de plano borraron, acontecimientos, personajes, situaciones. Y a la que se le dio un determinado sentido, se privilegiaron ciertas cuestiones y se pasaron por alto las contradicciones. El resultado ha sido una versión (demasiado definitiva decía Henríquez Ureña) en la que parecería no existir ninguna "disgregación ni ruptura del orden" como quiere Jesús Martín Barbero.
Con ese discurso se hicieron las arengas y los panegíricos, se construyeron las mitologías, se levantaron las estatuas y los monumentos, se hicieron las rotondas de los hombres ilustres, se cantaron los himnos, se decretaron las fiestas a celebrar, se escribieron los libros de texto y se creó toda una estética y una simbología. Ésta es la historia que se nos inculcó, con su panteón de héroes y su calendario cívico-laico, con su idea de Patria con mayúscula, "augusta y querida" como escribió Díaz Mirón, a la que se saluda "con el alma en los labios".

Claro que después de doscientos años de uso y repetición, esta construcción se ha reificado hasta quedar convertida en un discurso de piedra, tan sólido, que todavía en los años ochenta del siglo XX, el secretario de Educación Pública, Jesús Reyes Heroles, se negaba a que se mencionara la existencia de cualquier personaje ajeno a ese panteón y censuraba a quienes pretendían convertir a los "héroes" en seres de carne y hueso (nada de sacar a la luz la vida familiar de los abogados que hicieron la Reforma o las parrandas de los generales borrachos y matones que hicieron la Revolución y a los que la historia oficial refinaba a golpe de palabras pretendiendo que no tenían más vida que la de servir a la patria).

Hoy, en pleno siglo XXI, se siguen haciendo ofrendas, guardias, monumentos, discursos patrióticos y elogios a los héroes y es la hora que no existe todavía ninguna otra manera de concebir al pasado. Incluso se sigue el modelo en el caso de los que quieren darle la vuelta a las cosas, cambiando los libros de texto gratuito que hicieron los gobiernos priístas, por unos en les cuales los héroes no son laicos sino religiosos y los próceres son de derecha en lugar de liberales. Porque no se concibe otra manera de pensar el pasado, en la cual figuraran otros personajes o colectividades políticas, ideológicas, étnicas o culturales, o se entendieran los procesos que llevaron a los acontecimientos o se diera cabida a eso que Carlos Aguirre ha llamado "las múltiples contramemorias alternativas".

Sin embargo, y como suele ocurrir, no falta el prietito en el arroz (y aprovechemos a denunciar el carácter marcadamente discriminador manifiesto en este dicho), aquél historiador que anda hurgando y husmeando en donde nadie lo llama y afirma que su investigación -devenida en revisionismo histórico- le permite concluir que tal héroe pudo no haberlo sido o cuando menos no tanto como se lo considera. José Alvarado es quien abunda en esta cuestión. 
Con el jabón de la verdad, los miembros de la Academia de Historia se disponen a lavar las manchas de la pasión sobre los hechos y los hombres. Pero, ¿si la pasión equivoca los juicios, qué otra cosa si no pasión por la verdad es lo que mueve a los señores académicos?
No es fácil tarea. Algunos héroes, hoy de cutis terso, resultarán con verrugas, y ciertos ángeles históricos serán despojados de sus alas. Próceres barbados vendrán a quedar lampiños y heroínas de impoluto rostro descubrirán sus pecas o, en un descuido, se revelará que fueron cacarizas.
Puede ser, en cambio, que hombres ignorados suban a nuevos pedestales y será posible el caso de que algunos que hoy arrastran las cadenas del denuesto, se vean a las puertas de la gloria. A lo mejor, batallas fragorosas resultan vulgares tiroteos y tempestades famosas no son sino remolinos en una jarra con agua. Caerán de muchas manos las espadas; las Tablas de la Ley, sostenidas hasta ahora por unos, pasarán a las manos de otros. [...]
Mas ¿a dónde conduce buscar verrugas en los rostros de los héroes, quitar las alas a los ángeles o encontrar cicatrices de viruela en las caras de las heroínas? Tarea vana y, acaso, perniciosa, porque ya ningún cacarizo aspirará a ser héroe y nadie ganará batallas para que luego su vida privada se convierta en bocado de académicos o sustancia de chisme malicioso.
Y hay también un peligro, cuyas dimensiones no han sido aún consideradas. ¿Qué pasaría si los héroes, ofendidos, formaran una Academia de Héroes para investigar la verdad sobre los historiadores? Quizá algún breve Herodoto, con apariencia de sereno, justo y equilibrado, aparezca con complejo de inferioridad, dispepsia, eczema o, simplemente, tedio de la vida. [...] Y en una turbulenta Academia de Héroes puede quedar muy mal parado cualquier historiador. Pues si, como se sabe, hay héroes con verrugas, también las pecas manchan a los historiadores y no hay académico que pueda salvarse de ser un día cacarizo.
Los héroes, por otra parte, al fin son héroes y su trabajo les costó. Y nadie duda que es más difícil hacer la historia que ponerse a escribirla a la luz de una vela.

A resultas de lo anterior llama la atención que ante la divulgación de un hecho que contradiga la imagen que se tiene de alguno de nuestros próceres, nos gane una sensación de enojo contra el personaje en cuestión.  
¡Pobres de nuestros héroes!, que permanecen cautivos en nuestro deseo de idolatrarlos como tan adecuadamente lo describió Manuel Gutiérrez Nájera. “Queremos héroes invulnerables como Aquiles e inmaculados como el armiño. No sabemos perdonar.” Andrés Henestrosa ilustra maravillosamente este punto al narrar sus andanzas junto a José Vasconcelos y recordar su exhorto para que el prócer no dejara de serlo.
[...] Nuestra solución resultó un desastre y Vasconcelos derrotado viajó a Mazatlán. Esa noche, la del 17 de noviembre [de 1929] platiqué con él en Mazatlán. Le dije que tenía que morirse en la contienda, porque los héroes tienen que morir. ¿Qué hacemos con un héroe que queda vivo? Nada. Él tenía que morirse.
Yo le dije: usted tiene que morir maestro. Si usted muere, queda redondeada su vida ejemplar. No correrá el riesgo de contradecirse [...]
En síntesis, como nos cuesta aceptar que los seres humanos no nos llevamos bien con tanto bronce, porque tarde o temprano todos –aún los héroes- terminamos mostrando el cobre del que también estamos hechos.