domingo, 26 de septiembre de 2010

Entre el vicio y el oficio: compilador-armador de crónicas y anécdotas

Compilar anécdotas parece cosa del pasado; actividad propia de aquellos entonces en que algunos aficionados se dedicaban a publicar anecdotarios temáticos. Hoy día ello suele ser catalogado como un simple pasatiempos, asunto de coleccionistas a quienes atrae el hecho por encima del concepto; lo micro antes que lo macro. Sin negar la parte de verdad que contienen dichas objeciones, no nos parece conveniente llegar al extremo de ningunear el género dado que tanto la historia como la Historia se van construyendo a partir de lo singular, de pequeños acontecimientos.

“Claro -se podrá argüir- éste defiende su oficio” y quien así piense no anda tan errado. Con un entusiasmo digno de actividades más nobles, nos hemos dedicado a reunir anécdotas de muy diverso origen, tiempo y tema. Ahora sí que, como dice el tamalero, hay de todo: de chile, de dulce y de manteca. 
Ilustración: Margarita Nava

La labor se divide en dos momentos. En primer lugar buscar, en tanto pepenador de textos, aquellos fragmentos que nos parecen interesantes. Hay que admitir desde el arranque que la subjetividad se hace presente a la hora de la selección. El segundo momento se centra en armar pequeños artículos a partir de algunas crónicas y anécdotas que tienen cierta afinidad temática; en realidad no se trata de escribir sino de armar textos intentando establecer relaciones entre ellos. Octavio Paz subraya tanto la importancia del fragmento como el riesgo de caer en la atomización. “Creo que el fragmento es la forma que mejor refleja esta realidad en movimiento que vivimos y que somos. Más que una semilla, el fragmento es una partícula errante que sólo se define frente a otras partículas: no es nada si no es una relación.” De cualquier manera, cabe acotar, en muchas ocasiones el solo fragmento (crónica o anécdota) provocará la reacción del lector y allí ya se construye la relación.

Ahora bien, la tarea de armado que procura vincular diversos fragmentos tiene mucho de otros oficios artesanales como por ejemplo el de sastre: hay que hilvanar, coser y cortar los textos. Son muy pocas las ocasiones, verdaderas excepciones, en que el artículo sale sin citas al tratarse de una narración personal.

Por otra parte, Eduardo Galeano se refiere a la existencia de fábricas de discursos
En Bogotá hay varias fábricas de discursos, aunque sólo una de las empresas, la Fábrica Nacional de Discursos, tiene teléfono registrado en la guía [directorio]. Estas plantas industriales han discurseado las campañas de numerosos candidatos a la presidencia, en Colombia y en los países vecinos, y habitualmente producen discursos a medida para interpelar ministros, inaugurar escuelas o cárceles, celebrar bodas o cumpleaños o bautismos, conmemorar próceres de la historia patria y elogiar difuntos que dejan vacíos imposibles de llenar:
-Yo, el menos indicado quizá...
Aquí no tenemos ni fábrica ni discursos, pero sí un gran depósito de crónicas y anécdotas que constituyen la materia prima de esta propuesta. 

Finalmente, aclaremos que la debida cita del autor primigenio nos evita caer en un tipo de plagio pero no totalmente en otro, al que aludía Manuel Buendía en una conferencia a estudiantes de periodismo. “Quizá a estas alturas alguien […] estará pensando que yo trato de inducirlos al plagio. Tanto como eso, no; pero si alguna vez fuésemos acusados de tal, recordemos la frase de aquel poeta que, tildado de plagiario, se defendió diciendo: ‘Yo tomo lo mío donde lo encuentro’.”

Pues sí, reconozco que este oficio tiene mucho de ello.  

jueves, 23 de septiembre de 2010

Las fiestas del centenario de la Independencia

A inicios del siglo XX el general Porfirio Díaz y su gobierno percibieron en los próximos festejos del centenario de la Independencia, la posibilidad de consolidar el sentimiento nacionalista y  la oportunidad de presumir los  avances modernizadores alcanzados. Había que demostrar al mundo civilizado que México ya no respondía al estereotipo de país con grupos indígenas reacios al trabajo, de costumbres bárbaras y desprovistos de toda cultura.

Ilustración Ulises Culebro para La Jornada
Con ese fin se repartieron invitaciones hasta en remotos lugares para que las representaciones extranjeras comprobaran in situ las modificaciones que colocaban a México junto a las  naciones civilizadas. 

Así fue que, según Ricardo Orozco, representaciones de lugares muy distantes llegaron a la cita. 

Diplomáticos de 31 naciones se unieron al regocijo de México. 20 misiones especiales, tres delegaciones y un comisionado especial que, sumados a los diplomáticos acreditados en el país, formaron un contingente numeroso [que] requirió de un ejército de acompañantes, traductores, servidumbre, guardaespaldas, etcétera.

Durante todo septiembre de 1910 se realizarían desfiles militares, ceremonias patrióticas y bailes populares acordes con la celebración. Muchas obras de beneficio social estarían a punto de inaugurarse para inicios de septiembre (aquellas que no lo estuvieran igual podrían inaugurarse, ya luego habría tiempo de hacer los ajustes necesarios). Una lista no exhaustiva de las obras realizadas en este contexto, siempre de acuerdo con Orozco, debe incluir necesariamente
El reloj de Pachuca, el mercado Hidalgo de Guanajuato, el Palacio Municipal de Ixmiquilpan, la escuela Miguel Ahumada y la Presa de ese mismo nombre en Guadalajara, el mercado de Cuernavaca, el Palacio municipal de Córdoba, la Columna de la Independencia, el Hospital de la Castañeda, el edificio de la Escuela Normal para Maestros, el Parque Balbuena, El Hemiciclo a Juárez, etc., […]. Pero otras mejoras fueron alumbrado eléctrico, creación de bibliotecas públicas, kioscos, líneas de tranvías, portales, presas, diques, etc. Según los funcionarios de la Secretaría de Hacienda el costo de las celebraciones ascendió a millón y medio de pesos, que para entonces era una real fortuna.

Una ceremonia solemne atrajo la mirada de todos los intelectuales de México: la inauguración de la Universidad Nacional de México, hoy Universidad Nacional Autónoma de México, el 22 de septiembre de 1910.
Entre tanto ceremonial, protocolo y oropel algunos detalles podrían deslucir el entorno y no era cuestión de que lo más se viera opacado por lo menos; nos referimos a los numerosos  mendigos y desheredados que abundaban en las ciudades. No faltaron las voces que propusieran alternativas para limpiar la casa (cuando menos mientras duraran las celebraciones). Veamos lo que manifiesta el mismo Ricardo Orozco a ese respecto.
El diario más influyente del país, El Imparcial, propuso que durante las festividades de septiembre se recogiera a todos los mendigos o niños de la calle a efecto de que no dieran “mal aspecto” ante los invitados. En respuesta doña Sofía Osio de Landa, esposa del gobernador del Distrito Federal, formó un comité de damas que presidió doña Carmen Romero de Díaz, para hacer un donativo de 5 mil trajes de color caqui, sombreros, zapatos, dulces, etc., para que los chicos lucieran bien vestidos. Así mismo, organizaron diversiones especialmente para los pequeños menesterosos.
Más allá de sus condiciones de vida, estaba mal vista la vestimenta de los grupos indígenas (salvo a quienes participaron en los desfiles oficiales) en una evidente contradicción entre la recuperación de la herencia indígena y la exaltación de su pasado, con las acciones encaminadas a la “desaparición simbólica del indio”. No era novedosa la confrontación  entre gentes de calzón y de razón (de pantalones). Para mejorar la imagen se impulsó –tal como lo describe Verónica Zárate Toscano- un acelerado proceso de pantalonización.
Desde finales de la octava década del siglo XIX se buscó […]  evitar que se hicieran muy notorios y dañaran las altas sensibilidades con su presencia física. Así, por ejemplo, se [dispuso] civilizarlos en su vestimenta al “pantalonizarlos”, imponiendo penas a quienes siguieran usando calzón de manta […]. Más adelante, con la visita de un secretario de Estado estadunidense, el gobierno de Díaz “repartió gratuitamente 5 mil pantalones entre los indios de la ciudad. Se trataba de que el vestuario indígena no hiriera la sensibilidad ‘civilizada’ del ilustre huésped”. Estos actos de “beneficencia” se repitieron cuando se formó un comité de damas que reuniría fondos para adquirir vestuario decente para evitar que circularan por las calles “mendigos o niños de la calle, a efecto de que no dieran mal aspecto ante los invitados”. Y por si fuera poco, los responsables de las garitas recibieron la orden de impedir el acceso a la Ciudad de México a todo aquel que no vistiera pantalones.
Este choque entre tradición y modernidad también se manifiestó en la oposición entre comida mexicana popular y la francesa refinada.  José Luis Martínez analiza esta polarización culinaria.
La época del porfiriato fue también para la comida de México una de sus épocas más oscuras. En la coquinaria reinó un ideal culinario francés al que se llamó civilizado. Para ascender a éste fue preciso que se regularan ciertas costumbres.  […]
La cocina mexicana estuvo siempre a la sombra en fondas […] o en la intimidad de la casa pero no se exhibió, de ninguna manera, como una cocina de la cual los privilegiados y el pueblo pudieran estar orgullosos.

No es  difícil adivinar cuál se impondría, en el contexto afrancesado de la administración porfiriana,  a la hora de elegir qué servir en los banquetes del centenario. El mismo José Luis Martínez aclara el punto. 
Incluso el máximo evento social de las postrimerías del porfiriato, los festejos del Centenario de la Independencia en 1910, y en su interior los llamados Banquetes del Centenario, fueron atendidos por [Sylvain] Dumont. [Allí] no se sirvió cocina mexicana. Sólo se dieron tamales, barbacoa y atole durante los ágapes dados a la gente del pueblo. […] Para éstos sí eran apropiados el caldo, el arroz, el mole de guajolote, las enchiladas y los frijoles.
La afrenta, tanto en su dimensión social como nacional, quedó sembrada.

Esta demostración para  impresionar a propios y extraños hubo que pagarla; Alberto Barranco Chavarría realiza un inventario del derroche así como el cálculo aproximado  de la factura.   
El avituallamiento fue de escándalo: 13 mil platos de servicio, 1 500 platones, mil saleros, 11 mil copas de diferentes tamaños, 20 400 cubiertos de plata, 350 meseros o camareros, 16 primeros cocineros, 24 segundos y, por último, 60 ayudantes.

“Para hacer el consomé y las salsas –se asienta en el folleto Recuerdo gastronómico del centenario-, se van a emplear tres reses y tres terneras; para la sopa, cien tortugas de mar remitidas por las pesquerías de la isla de Lobos; mil 50 truchas salmonadas traídas de Lerma.”

Además, se reclamaron dos mil filetes de res, 800 pollos para rissoler, 400 pavos, 10 mil huevos, 180 kilos de mantequilla, 600 latas de espárragos franceses, 90 de hígado de ganso, 400 de hongos, 300 de trufas, 200 de amaranto (crestas y mocos de pavo) y 400 latas de chícharos, 60 kilos de almendras, 160 litros de crema y 380 de leche, 2700 lechugas, de las cuales solamente se utilizarían los cogotes, un furgón de ferrocarril entero con toda clase de legumbres y diez toneladas de hielo. Además, se compraron 240 cajas de jerez, 275 de Poully y otro tanto de Mouten Rotschild, 50 de champaña Cordon Rouge, 250 de coñac Martell y 700 de anís.

La cuenta: 126 mil pesos.
Es posible que en este entorno de autocomplacencia el gobierno haya subestimado el poder de la Revolución en ciernes pues mientras esto sucedía en la cúpula del poder, debajo se cocinaban profundos descontentos contra el régimen porfirista, que llegaban hasta los actos conmemorativos. David Alfaro Siqueiros relata el primer golpe recibido como respuesta a su rebeldía
[…] un día, cuando se estaban preparando las festividades del centenario y habían empezado a llegar ya diplomáticos extranjeros [y a]l pasar por el costado norte de la Alameda, la avenida Hidalgo, frente a un hotel que se llamaba Lascuráin […] vi parado un elegantísimo carruaje con cocheros de librea […]. Los caballos, naturalmente de pura sangre, aquellos troncos gemelos impecables por el color y la alzada, que detenían a los transeúntes para observarlos […]. Yo, que tenía entonces 14 años, me paré delante de ellos para observarlos bien y después, con voz casi imperceptible, casi con el simple movimiento de los labios y mirando fijamente al elegante cochero, le dije: “Muera don Porfirio”. El cochero, algo sorprendido me dijo: “¿Qué?” Y yo, con la misma voz atorada repetí: “Muera don Porfirio”. Entonces aquel miserable lacayo aristocratizado, […] con su elegante fuete me animó un chicotazo tan pavoroso en las nalgas que me fui dando gritos por toda la Alameda. Se acababa de producir mi primer sufrimiento por la causa.
En ese entonces se  gestaba la primera revolución del siglo XX. ¿Cuán advertidos de su inminencia estarían quienes se movían en las altas esferas del poder? Tal vez no sólo las delegaciones extranjeras se hayan creído esa belleza artificial resultante de la cosmetología social y el despliegue de una cuidadosa escenografía que, tal como lo señala Alberto Barranco Chavarría, incluyó la instalación de cincuenta mil foquitos para iluminar el Zócalo y más de treinta mil en la Alameda. Tanta iluminación no ayudó a ver claro lo que vendría.
* * *
Con el triunfo de la Revolución se darían cambios significativos en la cultura vigente y el concepto de “pueblo”.  Este proceso de revalorización condujo a que al inicio de la segunda década del siglo XX -de acuerdo con el comentario de Daniel Cosío Villegas citado por Ricardo Pérez Montfort- “no hubo casa en que no apareciera una jícara de Olinalá, una olla de Oaxaca o un quexqueme chiapaneco”. Y concluye afirmando: “En suma, el mexicano había descubierto a su país y, más importante, creía en él”. Substancial transformación, más allá de que pueda circunscribirse a los sectores medios urbanos, pues en los populares, particularmente en los rurales, seguramente la identidad de lo mexicano haya tenido una presencia muy diferente.

Este proceso hará que la cocina mexicana abandone la clandestinidad. Antojitos, tortilla, mole y pulque experimentaron un rápido ascenso social al ser reconocidos dentro de los platillos de la cultura nacional y, tal como se podía esperar, tomaron su debida revancha. El desagravio oficial tuvo lugar en los festejos del centenario de la Consumación de la Independencia en septiembre de 1921. “El mismísimo general Obregón –señala Pérez Montfort- ordenó que el banquete principal  consistiera en sopa de tortilla, arroz a la mexicana y mole poblano, como un homenaje a la comida del pueblo”.
* * *
De las fiestas del centenario de la Independencia han pasado otros cien años y se aproximan los festejos del bicentenario. Muchas son las voces que se alzan preguntando si estamos como para festejar.

Fuentes:
Barranco Chavarría, Alberto. Crónicas de la Ciudad de México. México, Clío, 1999.
Martínez, José Luis. Nacionalismo culinario. La cocina mexicana en el siglo XX. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2008.
Orozco, Ricardo. “El centenario de la fiesta del Centenario”. En: Relatos e historias en México. No. 10, junio 2009.
Pérez Montfort, Ricardo. “Aproximaciones a la Revolución de 1910 y su cultura”. En: Proceso. Bi-Centenario, No. 10, enero 2010.
Siqueiros, David Alfaro. Me llamaban el coronelazo. (Memorias). México, Grijalbo, 1977.
Zárate Toscano, Verónica. “Los pobres en el Centenario”. En: Proceso. Bi-Centenario, No. 6, septiembre 2009.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Presencia de la muerte

Tengo la impresión de que la presencia de la muerte en México es diferente a la que tiene en otros países. Pero no puedo avanzar mucho más porque al quererme explicar a qué se debe, me encuentro con expresiones muy difundidas con las que no estoy de acuerdo; me refiero a afirmaciones del tipo de: “la vida no vale nada”, “el mexicano se ríe de la muerte”, “en México la muerte es una fiesta”, etc. 

Ilustración: Guadalupe Posadas


Tal vez la diferencia estriba en la familiaridad que se tiene con la muerte, pero ello no quiere decir que no importe, que no se le tema, que no duela. Andrés Henestrosa, citado por Martha Chapa, comenta el sentimiento de su madre ante la muerte de su marido.

 “Ese mismo día (el 11 de junio de 1911), a las cinco de la tarde, murió mi pobre padre. Aquí tengo —dice llevándose una mano al pecho y otra a la cabeza— las palabras con que Martina Henestrosa, Tina Man [su madre], lo enterró.” Y al llegar aquí Andrés suspira y solloza y repite palabra por palabra el lamento materno: “¿Por dónde iré para encontrarte? Yo no sé por dónde nace el sol, ni por dónde muere. Tú lo sabías y me guiabas. ¿Con quién dejaste, Arnulfo, las prendas que tanto amabas? Mañana sólo quedará de ti el recuerdo, el dulce nombre. Y comeré mi pan húmedo en llanto”.

Comenta Eulalio Ferrer que la conciencia del carácter efímero de la vida hay que buscarla en el pasado remoto y como prueba de ello cita versos atribuidos al rey poeta, Nezahualcóyotl ("Coyote hambriento"):

Lo de esta vida es prestado,
que en un instante lo hemos de dejar. […]
            Aquí sólo venimos a conocernos,
sólo estamos de paso sobre la tierra.

Mientras que para las creencias judeo-cristiana la vida en el más allá tiene que ver con el comportamiento que tuvo la persona durante su existencia, para muchos pueblos indígenas la situación es muy distinta ya que el lugar a donde se va tiene que ver no con la forma en que se vivió sino en como se murió. En este entorno tener una muerte ordinaria no era buena cosa. 

Hace mucho comencé a seguir los artículos de Germán Dehesa que en aquellos entonces se publicaban, si no me equivoco, en el Ovaciones. Con el paso del tiempo fui atestiguando y celebrando sus triunfos. Asistí a sus obras de teatro; en cierta ocasión participé en los desayunos que organizaba y allí fuimos presentados por una alumna común. Mis cursos no serían los mismos (serían mucho peores) si en ellos no hubiera incluido lecturas de los artículos de Germán. Hace unos cuantos años tuvo problemas cardíacos de consideración; superado el trance publicó su libro “Fallaste corazón”.

El 25 de agosto de 2010 en su columna cotidiana en el periódico Reforma comenzaba diciendo

Creo que no les he contado que estoy enfermo, seriamente enfermo. Tengo cáncer, pero hasta ahora la enfermedad no me ha producido ningún dolor insoportable. Trato de vivir sobre las puntitas de los pies, pues en mis delirios, imagino que si casi no hago ruido, la enfermedad no se va a percatar de mi presencia y me permita colarme a la vida que es a donde me gusta estar. Como quien dice, mi vida es casi secreta y su único nuevo rasgo que yo detecto es la impaciencia. Así pues, no tiene ningún sentido que me saluden de lejecitos, ni que me saquen la vuelta, ni ninguna patochada de ésas. Nadie tiene idea de cuándo será la terminación cronológica de mi vida, pero calcula la ciencia médica que esto ocurrirá hacia los finales de este año.

No es fácil hablar de la muerte con los familiares más cercanos, me imagino que aún menos es hacerlo con ese gran público que somos los lectores de Dehesa. Pero ni aún en el trance de dar tan mala noticia pudo prescindir de su agudo sentido del humor, por lo que continuaba diciendo

Espero distribuir generosamente entre el personal médico billetes de muy alta denominación, de modo que este plazo se vaya ampliando, por lo menos, hasta 2020. Si se puede obtener más, ahí lo dejo en manos del gobierno. Tengo mucha confianza en que nuestra burocracia acuse recibo de la solicitud en 2018, lo cual nos da margen para seguir resollando. Lo que desde ahora les puedo asegurar es que, mientras pueda yo menear la pluma y no comience a decir puros despropósitos y marihuanadas, aquí me tendrán siempre a sus canijas órdenes y a sus pies, si no les rugen, como solía decir la inmortal Borola Tacuche de Burrón.

Un poco más adelante agregaba: “No me estoy despidiendo. Yo espero que falte mucho como para que ocurra algo tan ingrato. Como en el teatro, esto es apenas la primera llamada, primera.” 

Lamentablemente la segunda y la tercera llamada vinieron muy de prisa y Germán Dehesa murió el 2 de septiembre. México en tiempos tan difíciles y cuando más requerimos de pensadores incisivos e irónicos el destino nos juega chueco dado que desde hace unos meses comenzó esta triste secuencia de pérdidas: Carlos Montemayor, Carlos Monsiváis, Germán Dehesa. Seguramente los estudiosos podrían señalar diferencias de consideración entre ellos, pero algo les era común: formaban parte del reducido grupo de escritores de primera necesidad.

Dudo que haya otro país en que existan tantas maneras de referirse a la muerte. Eulalio Ferrer, retomando los estudios de Juan Miguel Lope Blanch, hizo una recopilación de estas expresiones.
Grabado de José Guadalupe Posada

En él se encuentran entre otros, los siguientes sinónimos de la palabra "muerte": parca, calaquita, pelona, calva, caneca, canica, cabezona, mocha, copetona, segadora, tolinga, jedionda, apestosa, dientona, la huesuda, la sin dientes, la mera dientona, la tembeleque, la sonrisas, la tostada, la flaca tilica, la fláutica, la dama de la guadaña, la danza del alba, doña osamenta, doña huesos, María Guadaña, patas de catre, patas de alambre, patas de hule, patas de popote, patas de ixtle, patas de araña, la lengua de hilacha, la pepenadora, la afanadora, la enlutada, la dama del velo, la impía, la novia fiel, la bien amada, la amada inmóvil, la cutacha, la siriquisiaca, la pesteada, la hora de la verdad, la hora, la hora de la hora, la mera hora, la pálida, la blanca, la polveda, la triste, la catrina, la llorona...Y la chingada, explicada por Octavio Paz en su conocida obra El laberinto de la soledad. Sin olvidar que, por una extraña referencia a la farsa inglesa estrenada por Brandon Thomas, en 1892, Charley's Aunt, en México también se conoce a la muerte como "la tía de las muchachas". Para muchos escritores mexicanos el mejor sobrenombre de ella pudiera ser "la fría", en tanto que el español Luis Carandell prefiera por su lado, llamarla "la cierta".

De una riqueza comunicativa sin igual, los dichos populares mexicanos concernientes a la muerte han convocado el interés de no pocos investigadores de la lengua. Algunos de estos dichos constituyen originales eufemismos mortuorios: "durmió el sueño de la tierra", "ya se peló", "ya se lo cafetearon", "colgó los tenis", "estiró la pata", "se petateó", "se le acabó la gasolina", "le falló la maquinaria", "quedó fuera de circulación", "entregó el equipo", "salió con los tenis por delante", "se puso la pijama de madera", etc. Expresiones en algunos casos muy cercanas a los eufemismos creados en otros países hispanoamericanos, como "fulano no volverá a ir en tranvía", "colgar los guantes" y "se olvidó de respirar" de Chile; "zutano pasó a la indiferencia" de Bolivia; "crepar" y "cantar para el carnero" de Argentina; "parar los tarros" de Colombia; "quebrar" y "raspar" de Venezuela; "cantar flor" de Uruguay; "tistear" y "volar" de Nicaragua; "patear la cubeta", "diñarla" y "espicharla" de Guatemala.

Sobre el mismo tema, Francisco Padrón también hizo una recopilación de las maneras de referirse a la muerte.

El poco respeto que infunde la muerte se deja ver en las denominaciones de que se dispone popularmente para llamarla. […]

Para indicar que alguna persona ha fallecido, existen infinidad de expresiones populares, no pocas de ellas muy vulgares. Las siguientes equivalen a haber muerto: Estiró la pata, dejó el pellejo, entregó la pelleja, entregó el equipo, entregó la herramienta, alzó los tenis, levantó los tenis, volteó los tenis, estiró la chancla, clavó el pico, se quedó serio, se quedó frío, se quedó tieso, se espichó, dio el changazo, ripió (de R.I.P.), cerró los ojos, acabó, mordió el polvo, entregó el alma, se noquió. Otras formas de decir lo mismo: ya estuvo pepe, se lo llevó la enlutada, se lo llevó candingas, se lo cargó la flaca, se lo cargó la pachona, se peló con la huesuda, le llegó la raya, se lo fildeó la pelona, se lo llevó la tía de las muchachas. […]

Queriendo decir que alguien murió, hay estas otras maneras de expresarlo: pegó botones, ya ahuecó, ya ahuecó el ala, peló gallo, se peló de casquete, se peló, mascó el freno, metió reversa, metió los frenos, salió de pies, se torció, se entiesó, se lo llevó el tren, se fue pa California, se fue p’al otro barrio, ni adiós dijo, se quedó vano, se lo llevó la tolinga, se amorteció, o se quedó toditito amortecido.

Para otros, todo esto se puede expresar indicando que ya cargó con su equipaje, que ya cargó con sus petacas, que ya levantó el puesto, que se petateó, que levantó su petate, que ya sacudió su petate, que perdió la zalea, y que estacó la zalea.

El mismo Francisco Padrón también reúne las maneras de expresar ya no la muerte, sino el asesinato.

No todos mueren de “muerte natural”, en su cama, rodeados de los suyos, y con tiempo para “arreglarse” con Dios y con el Notario, ni todos tienen muerte de ruco, como se dice de los que mueren de edad avanzada; no, hay otros que mueren a manos, o con la intervención, de otras gentes; es decir, no mueren en su petate, sino en forma violenta y criminal. La manera de morir se puede indicar por la forma que convenga al caso eligiendo entre las expresiones siguientes: se lo venadearon, se lo escabecharon, le dieron chicharrón, se lo madrugaron, se lo jumaron, lo cazaron, lo dejaron serio, se lo tronaron, se lo cafetearon, lo clarearon, le dieron a comer plomo, le dieron sus plomazos, le sonaron, se lo doblaron, se lo sembraron, lo enfriaron, le dieron su pasaporte, le sacaron su pasaje, se lo ripiaron, se lo soplaron, le sonaron la campana, lo despellejaron, le dieron su despelleje, se lo despacharon, lo mandaron p’al otro barrio, le picó la cócona (cuando es muerto por ametralladora), lo asilenciaron, lo quitaron de padecer, le dieron en la mera chapa, le dieron en la torre, le dejaron la boca fría, lo hicieron comer tierra, le dieron sus dos metros de tierra, le sacaron su boleto, le metieron sus píldoras (balas), le sonaron la matraca (ametralladora), le desconchinflaron el menudo (cuando el difunto recibió herida penetrante de vientre, con arma blanca), le dieron su chocolate, le dieron a guardar un fierro, comió fierro, le dieron su carbonato, le dieron pa’ su chíquete, le dieron la puntilla, le dieron el descabello, le metieron su alfiler (puñal), le dijeron adiós, lo mandaron p’al otro barrio, le tendieron su cama, le dieron su medicina, le dieron su atole, le dieron su merecido, le sacudieron el petate, le levantaron el puesto, le dieron su cloroformo, se lo almorzaron, le dieron su matarile, le dieron su agüita, lo amortecieron, le consiguieron su mortaja, le dieron mastuerzo.

Comenta Joaquín Antonio Peñalosa que según el licenciado Luis Cabrera, morir es el verbo más irregular que conjugamos en México: “Yo muero, tú falleces, él sucumbe, nosotros nos restiramos, vosotros os petatiáis, ellos se pelan”. Por otro lado están los refranes que aluden a la muerte, Eulalio Ferrer cita algunos:

El muerto y el arrimado a los tres días apestan.
Para cadáver el de Benito Juárez, todos los demás son puros muertos.
Primero muerto que cadáver.
Sobre el muerto las “Coronas” (en relación a la cerveza).
Sólo el que carga el cajón sabe lo que pesa el muerto.

Hay quienes afirman que lo que más les entristece de la posibilidad cierta de morir es no poder satisfacer su curiosidad en tanto a saber cómo siguen las cosas en este mundo. Un caso paradigmático de ello fue el de Luis Buñuel pero también es posible citar a Emilio García Riera: “me gustaría poder salir de la tumba que me aguarda sólo para comprar el diario y saber quién ganará el campeonato mundial de fútbol en el año 2022 (si es que todavía hay campeonato, y fútbol y mundo) o para enterarme de que los Estados Unidos se han vuelto socialistas y la URSS democrática”.

Tengo la impresión que los momentos que estamos atravesando y de los que da cuenta la prensa que ellos desearían poder consultar, dejarían muy tristes tanto a Buñuel como a García Riera.