viernes, 25 de marzo de 2011

La edad de los nunca

Entre finales de los 30’s y comienzos de los 40’s inicia la fase de la vida que en México se conoce como la edad de los nunca. Físicamente se manifiesta de manera inequívoca: un problemita de columna, algún piquito de presión, un pequeño ataque al hígado (una cosa de nada), un dolor de cabeza muy tolerable (nada serio). Los diminutivos fungen como verdaderos conjuros contra males mayores y como irracionales muros de contención que pretenden detener el inevitable paso del tiempo.

Ilustración Margarita Nava

Cuando uno comenta consigo mismo, con la familia, con los amigos o con el médico (de acuerdo al grado que alcanza la molestia y al de inhibición del paciente) el leve quebranto de salud, invariablemente lo acompaña de un “nunca ante me había pasado”, “es la primera vez”, “jamás me había sucedido algo así”. En lo dicho: es la edad de los nunca.

Por supuesto que los síntomas deberán ser disimulados si se presentan cuando uno está en el escenario, ya sea en un partido de fútbol con los hijos, en el trabajo, en una comida con los amigos o al estar bailando (bueno, es un decir) algún ritmo de actualidad.

Todos los síntomas se agravan cuando en la cola del banco, sin que nos percatemos, al abrir la billetera se nos cae una tarjeta y la chica -de inmoderada juventud- que está detrás nuestro nos toca el hombro y con solemnidad inglesa nos dice “Señor, se le cayó esto”. Una variante de esto último tiene lugar cuando al estar en casa de amigos llega un conocido del hijo de nuestras amistades y luego de saludar confianzudamente a los dueños de casa, a nosotros nos estira la mano y nos espeta un “mucho gusto señor”.

Bastante peor es cuando pasa -como me sucedió hace algún tiempo- que estando en la playa rodeado (es una metáfora, podemos añadir como innecesaria explicación) de mujeres jóvenes y hermosas, se sienta al lado mío una señora fea y longeva que saca tema de conversación a partir del original “¡qué calor hace!”. Avanzado el diálogo y sin previo aviso me dice: “fíjese que casualidad: usted es igualito al señor que era mi marido y del cual me divorcié hace cinco años. Me hace acordar tanto a él...”

Después de eso no me quedó más que tomar mis cosas y huir. Mientras caminaba contrariado por lo sucedido pensé que el destino fue benévolo conmigo, ya que la señora podría haber concluido el símil diciendo: “¡pobre de mi ex!, aunque tuviera sus cositas como todo mundo ¡era tan bueno! Dios se lo llevó hace unos meses, y bueno... sí, ya estaba un poco mayor”

viernes, 18 de marzo de 2011

La vida es viaje

Ilustración: Margarita Nava


 fragmento del libro "La persona y sus desafíos" Gerardo Mendive 2006  ©03-2006-051611133000-01
 
La vida es viaje, lo cual queda de manifiesto en la inscripción del escudo de Bremen: Vivir no es necesario; navegar sí es necesario.[1] Es un viaje que tiene sus peculiaridades, ya que permanentemente estamos recomenzando. "Debemos bus­car. Cada hombre debe emprender el cruce de su puente. Lo importante es comen­zar. 'Un viaje de mil kilómetros comienza con menos de un metro'. Pero recuerde, emprenderlo no garantiza por sí mismo tener éxito. Hay que empezar, pero tam­bién hay que perseverar, es decir, empezar una vez y otra y otra."[2]

Hay viajes de encuentro con la interioridad, pero también existen aquellos en que se quiere huir de las propias circunstancias. No obstante resulta imposible esto de escapar totalmente de uno mismo y del mundo en que se vive, ya lo decía Sor Juana Inés de la Cruz: "trájeme a mí conmigo". En relación con ello, Jaime Barylko refiere que una vez alguien le comentó que había decidido no viajar más a ningún lado ya que adonde iba se llevaba a sí mismo, y eso le parecía terrible; por ello en opinión de Séneca: "hay que cambiar de alma, no de clima".

Es posible aprender de los aciertos y errores propios así como de los ajenos. De ahí la importancia que reviste la búsqueda de la sabiduría que, contrariamente a lo que muchos suponen, no se circunscribe a un conjunto de conocimientos de carácter estrictamente especulativo sino que puede ayudar a mejorar las condicio­nes de vida. "[Tener experiencia de vida] no impedirá que tengamos que seguir los altibajos de la fatalidad, pero ayudará a que los superemos mejor con las lecciones aprendidas por uno mismo. Visto de otra manera, hará que el destino tropiece con nosotros tantas veces como nosotros con él."[3] Pero no es sencillo adquirir expe­riencia en el momento adecuado ya que, como sostiene el aforismo, la experiencia es algo que se adquiere justo después de haberla necesitado.


[1]  citado por Fryda Schultz de Mantovani, en A. Bioy Casares, Dejardines ajenos, p. 132.

[2]  S. Kopp, Secretos de la liberación personal, p. 20.

[3] N. Bilbeny, Ética para la vida. Razones y pasiones, p. 226.

viernes, 11 de marzo de 2011

De quienes viven en otro mundo


Quino
Cuando el artista es más necesario que nunca, paradojalmente se le presentan mayores dificultades para dedicarse a su oficio. La realidad tan dramática, tan urgente, lo convoca. Así hay quienes por responder a los llamados de la hora abandonan su trabajo. Otros se blindan ante la historia de sus días defendiendo la pureza del arte. Hay quienes, felizmente, no dan la espalda a su tiempo pero se abstraen de él cuando el trabajo así lo requiere.

De los tiempos de la infancia recupero la expresión “vive en otro mundo” aplicada a quienes eran muy introvertidos, distraídos o protagonistas de un monólogo que transcurría en claves propias; tal el perfil de los artistas. 

Muchos son los artistas que dan clases a aprendices que aspiran a seguir sus pasos así como también hay quienes pretenden conocer las diversas fases que constituyen el proceso de creación. No obstante, estas aspiraciones de enseñar a crear por lo general resultan intentos fallidos. 

Y es que ello no puede ser de otra manera ya que, de acuerdo con Stefan Zweig, ni el propio protagonista es consciente de su propio camino de creación. Para dejarlo en claro recurre a una comparación con acontecimientos procedentes de la crónica roja.  
El artista no es capaz de observar su propia mentalidad mientras trabaja, como no es capaz de mirarse por encima de su propio hombro mientras escribe.
(...) el artista se parece más al culpable de un crimen pasional, es decir a aquel tipo de asesino que comete su acción en un arrebato de ciego apasionamiento y que luego dice la pura verdad cuando ante el juzgado depone: "En realidad no sé por qué lo hice, ni puedo describir cómo lo hice. Vino sobre mí repentinamente. No estaba con mis cinco sentidos. No estaba en mis cabales."
(...) me explico mejor diciéndoles que no está con sus propios sentidos, que no es dueño de su propia razón, pues toda creación verdadera sólo acontece mientras el artista se halla hasta cierto grado fuera de sí mismo, cuando se olvida de sí mismo, cuando se encuentra en una situación de éxtasis. Y permítanme ustedes recordarles en esta oportunidad que la palabra griega ekstasis no significa otra cosa que "estar fuera de sí mismo".
Y entonces cabe la cuestión: si cuando crea está “fuera de sí mismo” entonces ¿dónde se encuentra el artista? El mismo Zweig responde. 
Está en su obra. Mientras crea, no está en su mundo, en nuestro mundo, sino en el mundo de su obra, y por esto mismo es incapaz de observarse a sí mismo. Un poeta, por ejemplo, que en un sombrío día de invierno describe, apoyado en el recuerdo, en sus versos, un paisaje primaveral iluminado por suaves rayos de sol y con árboles verdeantes, no se halla en ese instante con su alma dentro de sus cuatro paredes, ni junto a su mesa de escritorio. Ante su ojo no hay invierno, sino que ve con su mirada espiritual la clara primavera y siente sus vientos cálidos.
Las fronteras entre el tiempo real y el de la creación son un tanto difusas. Así, el escritor en sus sueños se reencuentra con los personajes de la novela que está culminando, el historiador con el personaje al que está siguiendo sus huellas, el director de orquesta con el compositor de la obra que le espera en su próximo concierto, etc. Una vez más recurro a Stefan Zweig quien nos ofrece un claro ejemplo de esta confusión entre los dos mundos en que habita el artista.
Cierto día, un amigo de Balzac entró sin anunciarse en el estudio de éste. Balzac, quien a la sazón estaba trabajando en una novela, dio media vuelta, se levantó de golpe, tomó al amigo del brazo en un estado de suprema exaltación, y exclamó con lágrimas en los ojos: "¡Qué horror! La duquesa de Langeais ha muerto." Su visitante lo miró perplejo. Conocía bien a la sociedad de París, pero nunca había oído mencionar tal duquesa de Langeais, y en realidad, tampoco existía una duquesa de ese nombre; no era sino una de las figuras de la novela de Balzac, quien, en el instante de entrar el amigo, describía la muerte de aquélla. Tenía esa muerte tan presente como si la hubiera visto con sus propios ojos, y aun no había despertado de su sueño productivo. Sólo cuando se apercibió de la sorpresa de su visitante, se dio cuenta que se hallaba nuevamente en el otro mundo, en el de la realidad.
Siendo que en el desarrollo de su oficio el artista se encuentra fuera de sí y lejos de su tiempo, sería improcedente pedirle precisión en la descripción de l proceso de creación cuando él mismo -según Zweig- abriga dudas acerca de su paternidad.
A causa de ese ensimismamiento absoluto, resulta luego incapaz de describir el proceso de la creación artística. En efecto, él no sabe de qué modo ha procedido, incluso hay veces que ni siquiera sabe lo que ha producido. El artista no miente cuando alguna vez se pregunta a sí mismo, asombrado ante su propia obra perfecta: "Realmente ¿fui yo quien creó esto? ¿Cuándo hice esto? ¿Cómo lo hice? No es posible que yo mismo haya hecho todo esto." Y pueden ustedes creerlo: muchas veces el artista realmente ignora lo que en ese instante le ha venido a la pluma o al pincel.
En estos tiempos que vivimos es deseable que, aunque la realidad de a momentos lo desalentara, haya quienes sigan escribiendo, pintando, componiendo, soñando y construyendo otras realidades más amigables y que  tengan la delicadeza de mantenernos al tanto de ello.

viernes, 4 de marzo de 2011

Cortesía comercial

De unos años a la fecha se han puesto de moda diversas manifestaciones de cortesía comercial a las que por lo general respondo con automatismos del mismo calibre. Así cuando la cajera del super me pregunta: "¿encontró todo lo que buscaba?", me limito a contestar: "sí señorita, muchas gracias". No creo procedente en ese momento en que encabezo una nutrida cola, entrar en consideraciones como de que por lo general busco más que lo que encuentro o bien que en ocasiones encuentro aquello que no andaba buscando.

Ilustración: Margarita Nava
Algo similar acontece cuando el encargado de piso del restaurante pregunta con marcada ingenuidad : "¿no le hace falta nada?" y me limito a responder "no señor, muchas gracias", porque ni modo de reconocer ante un desconocido la larga lista de mis carencias.

No tengo nada en contra -¡faltaba más!- hacia quiebes acosan con tanta amabilidad. Sí lo tengo hacia los diseñadores de estas modas que en sus inicios pudieron haber tenido su parte amable pero que con el paso del tiempo han devenido en ritual acartonado, tan molesto para el empleado como para el cliente.

 En ese entorno de tanta amabilidad planificada (y que siempre procura ganarle a la competencia) se presentan situaciones de humor negro involuntario.

Tal como me sucedió hace unos meses al concurrir al cine a ver la película " El infierno" y que se reiteró hace unos días con "Presunto culpable". En ambas ocasiones, al pedir la entrada el empleado en turno deseaba en forma mecánica pero no exenta de cordialidad "¡que se divierta!", lo que reafirma la forma impresa del boleto de entrada "disfrute su función"

En verdad, y lamentando contrariar tan gentiles deseos, ni me divertí  ni disfruté. Entiendo que sería un tanto extraño sustituir las formas en uso por otras como que a la entrada se nos pregunte "¿está seguro que quiere ver esta película?", mire que es muy dura...", o al salir: " a nosotros también nos duele todo esto, comprendemos su aflicción".

No obstante sugiero a los diseñadores de la cortesía comercial repensar algunos procedimientos previstos en los protocolos y en ciertos casos simplemente optar por el silencio.