martes, 25 de octubre de 2011

Las resistencias al cine

A los seres humanos mucho nos cuesta adaptarnos a los cambios e innovaciones que traen los nuevos tiempos. Cuando se inventó la imprenta algunos sectores eclesiales vieron en ello un peligro de consideración, expresión de la decadencia social y religiosa de la época. Mucho después, al empezar a circular el ferrocarril había quienes sugerían que las mujeres embarazadas debían abstenerse de utilizar ese servicio porque las altas velocidades que alcanzaba (aproximadamente 30 kilómetros por hora) ponían en riesgo la gestación de la criatura. No faltó quien advirtiera del riesgo de que las vacas que se encontraran pastando tranquilamente en los campos sufrieran mareos al ver pasar los trenes. En el caso de México, comenta el historiador Luis González y González, al ver pasar por primera vez el ferrocarril con su majestuosa presencia sobre el riel, a algunos paisanos les temblaron las corvas y otros directamente echaron a correr.

Este temor a las innovaciones no es cuestión del pasado remoto: no hace mucho se daba a conocer que las computadoras que llegaron a diversas escuelas permanecieron guardadas en una bodega durante un largo lapso ante el temor de algunos maestros de ser sustituidos por ellas.

No todo lo que llega es conveniente por lo que hay resistencias muy legítimas, pero en muchos casos se basan en la ignorancia, el miedo a abandonar lo conocido y a experimentar lo nuevo así como también a intereses que se ponen en riesgo con el advenimiento de los cambios.

Uno de estos cambios tiene que ver con la aparición cine en la vida cotidiana de México, tal como lo señala Alejandro Rosas.
Desde 1896, el cinematógrafo estaba presente en la vida cotidiana y después de la Revolución, la gente pudo ver, en la comodidad de una butaca, la historia del México reciente con las vistas que filmaron Salvador Toscano, los hermanos Alva o Jesús H. Abitia. Para el público resultaba atractivo ver a los principales jefes de la Revolución, escenas de los combates, las entradas triunfales de los ejércitos. (…) Durante las dos primeras décadas del siglo XX, el cine silente se ganó su lugar en el gusto popular.

En 1927, la incorporación del sonido al cine, con la película The Jazz Singer, revolucionó a la industria cinematográfica en todo el mundo. (…)

La primera cinta sonora mexicana fue una nueva versión de Santa, basada en la novela de Federico Gamboa, con la actuación de Lupita Tovar. Fue filmada en 1931 y estrenada al año siguiente. La llegada del sonido y la incorporación de muchos artistas que se habían formado dentro del teatro en los años anteriores y a quienes nos les era desconocido el cine, significaron un impulso definitivo para el séptimo arte en México que se tradujo en la época de oro del cine mexicano.

De inmediato comenzaron los éxitos El prisionero 13 (1933), El compadre Mendoza (1933) y Vámonos con Pancho Villa (1935) de Fernando de Fuentes; La mujer del puerto (1933) con Andrea Palma, de Arcady Boytler y Raphael J. Sevilla; Janitzio (1934) de Carlos Navarro y Redes (1934) de Fred Zinneman. 1936 marcó el inicio de la internacionalización del cine mexicano con el estreno de la película Allá en el Rancho Grande de Fernando de Fuentes.
Pero no todo fue fácil para esta nueva forma de entretenimiento que generó una serie de resistencias. En la primera línea, la que es más conocida, se ubicaron los censores y moralistas que lo identificaron como un medio destinado a corromper la armonía social y las buenas costumbres, por lo que amenazaban con el fuego eterno a los empresarios así como a quienes asistieran a la proyección de películas. Los besos exhibidos en pantalla escandalizaron a una parte de la sociedad tal como lo expresa La hoja del buen cristiano, México 15 de enero de 1922, citada por Paco Ignacio Taibo I.

El cinematógrafo ha venido a resultar un vehículo de costumbres muy alejadas de nuestra educación y sentimientos cristianos. Ya no se puede ir a un salón de cinematografía sin toparnos con situaciones que se proyectan en la pantalla y que las gentes de bien sólo admitíamos, antes, en nuestra vida privada. Los besos han dejado de ser una muestra de afecto, de respeto filial, de amor sano y limpio. Los besos que ahora vemos en el cinematógrafo, están premeditadamente expuestos para excitar nuestra más triste condición animal y para alejarnos de costumbres que fueron distinción de la sociedad mexicana durante años. Cuando los films provocadores se exhiben en salones propiedad de gentes cristianas, se cortan las escenas inconvenientes o se impide por alguna otra manera que pasen a la pantalla. Pero esto es las menos de las veces, ya que los propios empresarios de los salones cinematográficos procuran atraer a sus clientes con el señuelo de estas escenas no convenientes. Los católicos tienen que ser quienes se impidan a sí mismos la contemplación de besos inadecuados, escenas que signifiquen malos ejemplos o letreros que revelen sentimientos lascivos en los actores y actrices.
El cine desplegó su enorme influencia por lo que vestidos, peinados, y actitudes de actrices y actores, comenzaron a ser emulados por importantes sectores de la población. Los grupos más conservadores veían en ello la imposición de comportamientos exóticos (que las mujeres fumaran, se cortaran el cabello, tomaran cocteles, nadaran en el mar, anduvieran en bicicleta, etc.) destinados a corromper los grandes valores de la mujer y la familia mexicana e identificaban a quienes hacían las películas, los peliculeros, como responsables de tamaña tragedia.

Desde aquellos entonces hasta hoy no ha cesado la polémica acerca de la incidencia que el cine tiene en algunas manifestaciones violentas que se presentan en la vida cotidiana. Paco Ignacio Taibo I cita a La Tribuna del 18 de marzo de 1914 que enuncia su queja en cuanto a que algunas películas son verdaderas escuelas del crimen. “A diario nos exhiben películas de índole criminal, y resulta que respirando ambiente tan viciado, excitada la curiosidad de tales aventuras, no hay más remedio que aceptar los hechos consumados.”

A comienzos del siglo XX también se expresaron resistencias frente a los espectáculos que combinaron el cine con el teatro de variedades y que incluían la exhibición de tiples que, para los criterios de la época, se presentaban casi desnudas.

No se hizo esperar la reacción contra el atentado al pudor que ponía de manifiesto el cine que, para colmo de males, cada vez alcanzaba mayor difusión. Jesús Flores y Escalante se refiere a esta cuestión.

Fueron las situaciones amorosas, el erotismo sugerente, los besos apasionados algo que para 1936 era común admirar, no sólo en el cine francés sino en el de todo el mundo. Por ejemplo, Jean Renoir en Tony (1936) exhibió una situación amorosa entre Charles Blavette y la actriz mexicana Celia Montalbán, protagonista de la cinta.

Por esta clase de películas de contenido erótico protestó el Vaticano. Y como el papa Pio XI no tenía acceso a las pervertidas películas de todo el mundo, promulgó el 29 de junio de 1936 la encíclica “Vigilanti cura”, promoviendo comités para todos los países de América y Europa con el fin de censurar las producciones cinematográficas. Así se creó “La Legión de la Decencia” a nivel internacional, con el ánimo de crear un cine asexuado. [...]

La Liga en México entró en acción casi de inmediato, aunque su época de mayor influencia fue el sexenio avilacamachista (1940-1946), con el apoyo de doña Soledad Orozco de Ávila Camacho, imbuida de una amplia y poblana religiosidad.

[...] Por estos años, la Iglesia también sugirió que la película Blanca Nieves y los Siete Enanos era inmoral: ¿Cómo una jovencita iba a vivir con seis adultos y un adolescente?
En este entorno se fortalecen las instancias burocráticas encargadas de autorizar o rechazar, según sea el caso, las películas que pretenden ser exhibidas. De esta manera los censores desempeñan una función de vital importancia con criterios muy estrictos. Al respecto, comenta Jorge Ibagüengoitia

Hace años tuve oportunidad de entrevistar al director de una de esas ligas que tienen por objeto defender la moral cristiana y fomentar el decoro y las buenas costumbres. Una de sus ocupaciones consistía en ir todas las tardes al cine y escribir después sus apreciaciones sobre la película que acababa de ver; por ejemplo: "Contraria a la moral cristiana por expresar conceptos aprobatorios del divorcio y por contener escenas de violencia. Desaconsejable para toda clase de público".

-Todas las películas -me dijo durante la entrevista- son, en esencia, nocivas. Esto es un hecho comprobado. Porque aunque los maleantes sean castigados y siempre triunfe la ley, no falta entre el público alguien que al ver la película diga para sus adentros: sí, a éstos los agarraron, pero yo soy más listo que ellos y a mí no me van a agarrar.

La organización que él dirigía, me explicó, no tenía ningún poder para prohibir la exhibición de una película. Se limitaba a enviar personas de costumbres intachables y de amplio criterio (o mejor dicho, firme criterio) a ver las películas, para después, cuando esto fuera necesario, aconsejar al público no verlas. Esta actividad, me dijo; él la consideraba como el menor de dos males; lo ideal sería que no hubiera ni películas ni cines.
En ocasiones la familia acusaba a los censores de ser demasiado amplios de criterio por lo que era necesario hacer algunos cortes extras. Guillermo Sheridan comenta que “[...] desde niño me he acostumbrado a ver cine de tajadas. Mi abuelo nos tapaba los ojos cuando creía que iban a suceder cosas atroces, como un asesinato o un beso”.

Menos difusión tuvo otro tipo de resistencia en el que militaron algunos doctores de innegable prestigio en la sociedad de su época ya que –en su opinión- el cine no sólo podía llevar al infierno sino también a la invidencia; Paco Ignacio Taibo I cita una nota del diario El Imparcial del 21 de diciembre de 1908 que alerta acerca de ello.

México no es ya solamente la ciudad de los palacios, sino la ciudad de los cinematógrafos. Por todas partes abundan las salas de proyecciones, espectáculos cultísimos que dejaríamos en su auge, si no fuera para llamar la atención acerca de sus defectos que dañan la vista. [...] Los enfermos de lesiones ligeras, como conjuntivitis, leparitis, exacerban sus males en el cinematógrafo. Las señoritas estiman en más su belleza, que el afearla con los espejuelos, y aún les es más llevadero tolerar jaquecas y neuralgias que subscribir una crisis de la estética. Hace poco una señorita de Tacubaya tuvo una ceguera de un minuto, ocasionada por la concurrencia al cinematógrafo, lo cual la llenó de terror.
Sin embargo, y como suele ocurrir, estas campañas anunciadoras de los perjuicios que causa un producto o espectáculo resultaron contraproducentes al convertirse en una invitación a su consumo. Así poco después de publicado el artículo citado, comenta el mismo autor, en la Academia Metropolitana se cantaba un cuplé con el siguiente estribillo: “Te veo, te veo. Al cine y no me mareo”.

Como no era posible dejar de considerar una colisión de intereses, los impulsores del negocio del cine denunciaron que la campaña llevada a cabo por dichos médicos había sido promovida en realidad por los empresarios de teatros de comedia y zarzuela así como de otros espectáculos que veían sus ganancias en riesgo. Esta confrontación del cine con el teatro clásico, considerado apto para todo público, así como con las más populares salas donde se exhibían obras del llamado género chico, no estuvo exenta de momentos críticos. Al respecto citamos una vez más a Paco Ignacio Taibo I.

Como un símbolo del sufrimiento de los teatros ante la nueva competencia se muere un personaje famoso entre bambalinas: “A la edad de 87 años murió ayer el señor Francisco Pérez Aguilar, que era el decano de los representantes teatrales en México. Más de veinte años trabajó al lado de don Eduardo Orín, quien a últimas fechas le había concedido una pensión. El anciano, con su barba blanca y patriarcal y sus temblores emanados de la senectud, trabajó con fe y constancia hasta lo último. Fue un luchador heroico y digno” (El Heraldo, 24 de junio 1907).

Un reportero afirma que en el entierro se dijo que “el condenado cinematógrafo nos terminará matando a todos”. Así fue; aunque, hay que aceptarlo, el paso del tiempo también ayudó.
Cuando surgen los rumores de que el cine dejaría de ser mudo para transformarse en sonoro, no faltaron quienes dijeron que sería imposible. Una vez que ello se hizo realidad, las películas habladas en inglés incluían subtítulos en español lo que para la amplia población analfabeta resultaba más un obstáculo que una ayuda en la comprensión de la trama. La película que el espectador veía era muy diferente a la exhibida en la pantalla (lo que cabe acotar no ha dejado de suceder hasta nuestros días).

Como hemos visto la llegada del cine significó una verdadera conmoción que se manifestó no sólo en hábitos culturales sino también en cuestiones técnicas y de lenguaje cinematográfico. Rosario Castellanos refiere algunos curiosos acontecimientos que tuvieron lugar en su natal estado de Chiapas.

Las películas llegaban, de “más allá de México”, claro, y venían divididas en rollos. Mientras el operador efectuaba el cambio del rollo proyectado por el que seguía, la pantalla se ocupaba con un letrero que decía: “Favor de esperar un momento”. Cuando el momento se prolongaba se decretaba automáticamente un intermedio que las muchachas aprovechaban para coquetear y sus pretendientes para echarles miradas incendiarias.

No siempre se guardaba el orden de los rollos y su alteración volvía incomprensible la película. Pero, ¿a quién podía importarle semejante cosa? Después de todo nos eran bastante incomprensibles ya esas historias que se desarrollaban en los bajos fondos de Chicago, en las aglomeraciones neoyorquinas o en las vastas residencias sureñas de los Estados Unidos.

Las relaciones del público con el espectáculo al que acudían eran muy confusas. Les parecía un juego sucio el hecho de que el protagonista que moría en una película, acribillado a tiros, apareciera en la película siguiente bañado en agua de rosas. Pero lo soportaban, como soportaban todas las arbitrariedades de las que los hacían víctimas las gentes de razón.

Y aun se dio el caso de una mujer, vendedora ambulante de dulces, a la que le hicieron la broma de que su vida aparecería proyectada en el cine. Trató, por todos los medios, de evitarlo y cuando lo consideró imposible comenzó a divulgar episodios que hasta entonces habían sido ignorados. Se había vuelto loca y nunca recuperó el juicio.

Para desarrollar sus argumentos el cine tomaba prestadas historias de la realidad pero cabe acotar que, en un acto de reciprocidad, la realidad se vería modificada por el cine.

Las resistencias cambian de actores pero no desaparecen, de tal manera que por aquellos entonces se estaba muy lejos de suponer que años después los propios empresarios de cine serían quienes pasaran a situarse en la línea de resistencia haciendo frente a los grandes proyectores de carrete primero y a los sofisticados aparatos de video después, que comenzaron a llevar las películas de las grandes salas al domicilio familiar.