martes, 24 de abril de 2012

Para ser un buen anfitrión


En tiempos en que las reglas de urbanidad y los manuales de buenas costumbres prescribían hasta en sus mínimos detalles los comportamientos sociales adecuados, el término “anfitrión” vivió sus mejores momentos. Actualmente la expresión se utiliza con menos frecuencia pero aún así no ha pasado al olvido si bien cabe reconocer que ha cambiado su campo de significación. De acuerdo con Ricardo Soca

Anfitrión fue un personaje de la mitología griega, hijo de Alceo y de Astidamia, que se casó con su prima Alcmena, hija de Electrión, rey de Micenas. Habiendo matado por error a su suegro, fue expulsado de la ciudad y, antes de consumar el matrimonio, marchó con su mujer a Tebas, donde fue purificado por Creonte.
Su esposa se negó a hacer el amor hasta que Anfitrión no hubiera vengado a sus ocho hermanos, asesinados por los hijos del rey de la isla de Tafos. Una vez que nuestro héroe hubo partido hacia la guerra contra Tafos, Zeus se presentó ante Alcmena asumiendo la forma del marido ausente y ordenó al Sol que detuviera su curso por setenta y dos horas para permitirse una larga noche de amor con ella, quien creía estar amando a Anfitrión.
A su regreso, al enterarse de lo ocurrido por el adivino Tiresias, Anfitrión intentó quemar viva a Alcmena, pero Zeus no lo permitió, y el marido engañado optó por una alternativa más sosegada: vivir su postergada luna de miel. De tantas noches de amor, Alcmena engendró dos hijos: Herakles (o Hércules), hijo de Zeus, e Íficles, hijo de Anfitrión.
El dramaturgo Plauto, en el siglo II antes de nuestra era, y Molière, en 1668, escribieron sendas comedias en las que mostraban a Anfitrión guerreando contra sus enemigos mientras Zeus hacía el amor con su mujer.
Desde entonces se llama anfitrión a aquel que recibe invitados en su casa, aunque no necesariamente de la manera como Zeus fue recibido en la casa de nuestro personaje.

En la Francia del Antiguo Régimen el arte del buen vivir tuvo un periodo de máxima sofisticación y la gastronomía uno de sus momentos más destacados, pero con el estallido de la Revolución los usos y costumbres del pasado atravesaron por circunstancias críticas. Hubo quienes, como es el caso de B.A. Grimod de la Reyniére, protestaron ante ello. “La Revolución ha acabado de tal forma con los anfitriones que pronto habrá que regenerar la especie.”

Ahora bien, no cualquiera podía convertirse en un buen anfitrión. Retomando las huellas de Grimod de la Reynière, verdadero especialista en el tema, Xavier Domingo establece un perfil pormenorizado del oficio.

(…) un circuito social y económico en cuya cima se sitúa, por su saber profundo y goloso, el Anfitrión. Un especialista, ante todo. En cabeza de un pequeño ejército de profesionales a su servicio, cocineros, maîtres, pinches y mayordomos, posee a la perfección el arte combinatorio de la comida, da la norma, reúne a la sociedad y, en definitiva, mueve todo el tinglado del «círculo nutritivo» al que aporta hallazgos, añade nuevos productos y reforma constantemente gracias a su comedido afán de novedades golosas y a su voluntad de que las cosas de la cocina adelanten y progresen, siempre dentro de un orden, claro está. El Anfitrión, políticamente, pertenece a la rara especie de los «conservadores progresistas». Su casa es un centro social y el centro de su casa, la cocina y el comedor. Un laboratorio y un gabinete de trabajo y placer.

Las amenazas y riesgos propios del oficio no eran pocos y Xavier Domingo se refiere a esa cuestión.

En el ejercicio de su importante función, el Anfitrión goza de un cierto número de derechos y de privilegios, pero también asume graves, rígidas, perentorias obligaciones. El menor fallo puede costarle el lugar en la casta. Un lugar que hay que defender a toda costa, y no es cosa fácil. El Anfitrión vive rodeado de trampas, de envidias, de seres empeñados en destrozar su buena fama y en hacerle perder crédito. La vida del Anfitrión es un juego peligroso y el mayor castigo, que un día no se responda a sus invitaciones, que los comensales desprecien su mesa. Si eso ocurre, sus colegas, los demás Anfitriones, le señalarán con el dedo, será la irrisión, el objeto de los comentarios más crueles, y su nombre aparecerá en la prensa especializada (los Almanaques de Grimod) lleno de estigmas y de vergüenza.

Para que eso no ocurra, el Anfitrión ha de poseer conocimientos enciclopédicos en cocina y ciencias complementarias, física, química, medicina (para mantener a su cocinero en forma, por ejemplo), además de dominar a la perfección la compleja estrategia de la mesa y sus servicios, de ser diplomático dotado de la más fina psicología humana y una capacidad notable en diversos dominios culturales.

Los requisitos que se debían cubrir eran muchísimos. El mismo autor, siempre retomando a Grimod de la Reynière, da cuenta de algunos de ellos.

Por fin, su propia forma física y moral ha de ser perfecta. El progreso de la cocina y de la comida son el centro de su vida. Todo el horario de su día ha de funcionar alrededor de los momentos de ingestión y de digestión, a los que se tiene que presentar en plena aptitud. Se imponen pues una serie de prácticas gimnásticas, atléticas, deportivas, destinadas todas al buen funcionamiento de los jugos gástricos, de los músculos abdominales y de las vísceras especializadas. La caminata es altamente preconizada. Un poco más, y Grimod inventa el footing mañanero...

Rico, estratega a lo Clausewitz, diplomático a lo Tayllerand, sportman, entendido en letras, pintura, música, dotado de un gusto exquisito para la elección de mobiliario, vajillas y cuchillería, administrador a la vez consecuente y generoso, el Anfitrión de Grimod de la Reynière es un modelo ideal para los hombres del Primer Imperio, un modelo que será válido durante la Restauración y la Segunda y Tercera Repúblicas y que sigue siendo una especie de utopía cotidiana cuya realización no exige la subversión de la sociedad burguesa, sino su perfecto acabamiento.

Para poder apreciar la sofisticación que supo alcanzar la función del anfitrión, basta con citar un solo ejemplo. Para ello recurrimos al propio Grimod de la Reynière quien expone las tres maneras posibles de servir la sopa y las virtudes e inconvenientes de cada una de ellas.

La primera que, según creemos, es la más antigua consiste en que los comensales pasan sucesivamente los platos al anfitrión y éste los devuelve servidos.

Pero estas idas y venidas de platos, sea en diagonal o en paralelo (todo depende del número de camareros) exponen a más de un accidente, retrasan el servicio y hacen que una parte de los invitados haya terminado ya la sopa mientras otra aún no la ha recibido, ponen en peligro la vajilla e incluso la sopa y provocan mil distracciones en el momento en que el apetito exige la máxima atención. Las disculpas que prodigan los invitados acrecientan la confusión. Se olvida que, si las ceremonias son en general enemigas de la buena mesa, lo son doblemente en el caso de los platos calientes como es el caso de la sopa.

Además, el anfitrión se siente bastante incómodo, con dudas sobre a quién servir antes. La costumbre impone que se le sirva a las damas primero, ¿pero a quién servir después y cómo asignar los rangos? ¿Cómo satisfacer, o conciliar, todas las espectativas? ¿Cómo recordar en qué orden se ha servido la sopa para respetarlo en los siguientes servicios, ya que así lo impone la etiqueta? La verdad es que es un auténtico laberinto.

Veamos lo que acontece con la segunda posibilidad que, como se podrá advertir, también presenta limitaciones.

Según la segunda manera habitual en nuestros días, se sitúa una pila de platos, tantos como invitados hay, entre la sopera y el anfitrión. Éste llena cada plato y lo pasa a derecha e izquierda alternativamente. El que lo recibe se lo queda o se lo pasa al vecino, hasta que llega a los últimos, de forma que, el más cercano a la sopera es el último en ser servido.

Este método resulta sin duda más cómodo, pero no invalida el inconveniente de hacer circular platos calientes y llenos. Por otro lado, si los vecinos del anfitrión se consideran servidos al recibir el primer plato, no podrán tomarlo en paz, ya que están obligados a pasar platos. Si, por el contrario, van pasando todos los que reciben, sufrirán un auténtico suplicio de Tántalo y, como premio a su cansancio, tendrán menos cantidad que nadie, a poco que la sopa escasee, lo que ocurre a menudo en los banquetes multitudinarios.

Algunos de estos inconvenientes se alivian duplicando las soperas. Pero, colocadas en los dos bordes de la mesa, ya no pueden ser servidas por el anfitrión, lo cual, en principio, supone un notable inconveniente, superior incluso a los que se han querido evitar. Dos extraños, en efecto, cuya habilidad y celo no siempre son de fiar, asumen la función, una de las más penosas, delicadas y menos lucidas de las que exige el servicio de la mesa. Y, como ya se sabe que es una lata, todos se las arreglan para escabullirse, aun cuando es difícil lograrlo si hay varias soperas en la mesa.

Por último, Grimod de la Reynière expone lo que sucede con la tercera opción.

El tercer método es bastante distinto a los anteriores. En realidad, no tiene nada en común con ellos. Consiste en colocar (antes de que se sienten a la mesa) el plato de sopa bien lleno en el lugar de cada invitado, de tal forma que sólo hay que sentarse y tomarla. Así, se evitan las ceremonias, la circulación de platos verdaderamente incómoda para el anfitrión o sus suplentes, y la mesa gana el espacio que ocuparía la sopera.

Este método que presenta tan grandes ventajas tiene también algunos inconvenientes, siendo el principal la posibilidad de que se enfríe la sopa si alguien se retrasa en sentarse a la mesa. Pero es fácil de prever, calentando la vajilla y abreviando los cumplidos. Si los lugares están marcados con el nombre de cada invitado, pueden estar sentados en un abrir y cerrar de ojos y tomar la sopa tan caliente como si acabara de salir de la sopera. Hay que contar con que haya sólo una clase de sopa, si no ¿cómo intuir el gusto de cada uno? A pesar de todo, pensamos que este método es tan superior a los anteriores que no hay que dudar en adoptarlo, como está ocurriendo ya en París, en varias mansiones donde cuidan con celo todo lo que pueda contribuir a la gloria y aceptación de una mesa bien servida, según los principios del arte.

¿Por qué atribuir tanta importancia a la sopa? El mismo Grimod de la Reynière aborda el tema. “La sopa es a la comida lo que la fachada al edificio; no sólo es lo primero que se toma, sino que debe sugerir el carácter del banquete, al igual que la obertura anuncia el tema de la ópera.” Y concluye revelando que las mejores no se sirven en las grandes mansiones. “Raramente se toman buenas sopas en las grandes mansiones, porque continuamente se saca caldo de la olla para los guisos, reemplazándolo con agua. En las casas medias, sin embargo, se cuida mucho la sopa. Una buena sopa es la gran comida del pobre, una gozada que a menudo el rico le envidia.”

Los años han pasado y el mundo ha cambiado; la geografía del uso de los tiempos se ha visto modificada en forma drástica así como las prioridades del hombre contemporáneo. El tiempo para la comida se ha acortado y las formalidades no cuentan con buena prensa. No quiero ni pensar lo que podría decir B.A. Grimod de la Reynière en caso de entrar en uno de nuestros tan conocidos locales de comida rápida.

miércoles, 11 de abril de 2012

El automóvil, una historia en marcha

El automóvil hace su aparición a fines del siglo XIX generando temores y resistencias de todo tipo que cuestionaban la viabilidad del invento. De acuerdo con Héctor de Mauleón, fue un junior porfiriano -Fernando de Teresa- quien en 1895 importó un automóvil desde París y cuando salió a las calles de la ciudad de México para probarlo “se armó tal escándalo que el ministro de Gobernación, Manuel Romero Rubio, hizo acto de presencia y se convirtió en el primer copiloto del automovilismo mexicano”. Según de Mauleón “los voceadores anunciaron al día siguiente la aparición de ‘¡El coche del diablo!’: una máquina que se movía sin necesidad de ser tirada por caballos.”
Una década más tarde, el tema seguía siendo muy controversial y a ello se refiere Ángel de Campo en el periódico El Imparcial el 10 de diciembre de 1905.

No hace muchos días, un caballero adquirió un automó­vil; recibió varias lecciones para dirigirlo del chauffeur de la agencia vendedora; se creyó bastante hábil para mane­jar el cetáceo, se lanzó en él por esos mundos, y cuando quiso detenerlo, no pudo; trocó los frenos, perdió los bártulos, equivocó las llaves, hizo marañas de las palan­cas, extravió la moral y optó por dejar que la máquina anduviera hasta agotar la gasolina; total: cerca de doce horas de rehilete involuntario.
En estos momentos siembran el pánico en las calles de esta capital ciento veinte automóviles, y no existe, que yo sepa, un instituto, un gimnasio, una escuela elemental siquiera, donde los suicidas aprendan el manejo de todas las tretas que esos monumentos poseen.
Un automóvil tiene más llaves que una locomotora y más caprichos que un caballo mañoso; y sin embargo, lo tri­pula cualquier aficionado sin título y sin fianza preventiva.

Sin embargo, continúa Ángel de Campo, el automóvil también tiene sus ventajas y haciendo números no parece ser tan mala opción.

Pero he aquí las razones que me dio un agente para que rematara yo un coupé de medio uso, sus caballos y guarniciones, para hacerme de una bonita máquina y vo­lar con los once puntos que la civilización requiere.
—Ciertamente, un automóvil de bandera amarilla cues­ta, cuando menos, tres mil pesos; pero en cambio, supri­me las distancias y borra de una plumada el costo de una caballeriza; la manutención de los caballos; la iguala con el veterinario; los sueldos del caballerango, lacayo y cochero; las velas de los faroles; la esponja y cubetas y ayates y almohazas para la limpieza del vehículo y de las bestias de tiro, y suprime de un golpe el desembolso de enormes cantidades para pasturas. ¡Con sólo las “sisas” de la paja, cocheros hay que visten a sus mujeres en el París Charmant, van a la sombra de los toros, poseen su predio en la colonia Americana y le hablan de tú al Nuncio!
“El automóvil, Míster, independiza a uno; subido en él se siente uno amo; no hay caballo que se le arme ni ti­rante que se le reviente; y se economiza el tiempo: Time is money.”

En el transcurso del siglo XX los automóviles fueron ganando terreno, no sólo como medio de transporte sino en tanto indicadores de prestigio social. Dime qué marca y modelo manejas y te diré quién (crees que) eres.
Por otra parte, para muchas personas los vehículos constituyen su medio de subsistencia, son aquellos que integran el gremio de obreros del volante. Tantas horas de manejar el taxi, pesero o camión con las consiguientes preocupaciones por el estado mecánico de los mismos, lleva a interpretar la realidad en claves propias del oficio. Eutimio Mérida Peña ofrece un ejemplo de ello al citar el discurso de un taxista, apodado “El Comando”, que presenta las necesidades de la ciudad de Tapachula, Chiapas, ante José Antonio Aguilar Bodegas quien pretendía gobernarla.

Mire licenciado, Tapachula está a punto de desbielarse; los anteriores alcaldes han sido unos cafres al manejarla; la cuenta que han hecho (participaciones) solo ha sido para la bolsa de ellos, por eso se han olvidado de hacerle afinación mayor y revisarle el motor; bueno, con decirle, licenciado, que ni siquiera le han medido los niveles...
Tapachula, licenciado, está tirando aceite; se jalonea. ¡Y a gritos pide hojalatería y pintura! El único que le dio una asentadita de válvulas, le cambió bujías, platino, condensador y le reparó medio motor, fue Melgar Aranda. Después de él, ningún alcalde se ha preocupado por darle mantenimiento o hacerle alineación y balanceo.
Tapachula, licenciado —seguía diciendo El Comando- carece de luz alta (alumbrado público); a sus calles ya se le ven las lonas (baches) y por donde quiera se le calienta mucho el motor (prostitución clandestina)...
Con relación a los funcionarios municipales —manifestó- todos necesitan cambio de balatas para que se frenen, porque el que no rebasa en curva, se pasa los altos. Por eso los taxistas le pedimos, licenciado, que cuando usted sea alcalde, el funcionario que ande acelerado o cascabeleando, por favor, cancélele su tarjeta de circulación y mándelo al deshuesadero o al corralón.
El próximo 20 de Noviembre —enfatizó el Comando- todos los taxistas acudiremos a las urnas con Licencia de Manejo en mano (Credencial de Elector) a votar por usted. Y aquí le paro, licenciado, porque nuestro Secretario General don Jesús Rodríguez Mejía me está diciendo en señas que el semáforo indica luz roja; me dice que ya no siga tocando el claxon (hablando) porque de lo contrario, me pueden infraccionar. ¡He dicho!
El tiempo ha pasado y actualmente existe controversia respecto al futuro del automóvil. Han aumentado críticas y reclamos en relación a los daños causados por el parque automotriz al medio ambiente, principalmente en lo que tiene ver con la contaminación y el ruido. Es posible prever que en un futuro próximo habrá modificaciones importantes en sus fuentes de energía con lo que se viene experimentando desde hace algunos años. Asimismo son muchos quienes reivindican el regreso a la  bicicleta como forma más económica, ecológica y saludable de transportarse.
Vaya paradoja: a veces el futuro se encuentra en el pasado.

martes, 3 de abril de 2012

Anti-efeméride para un 8 de marzo

Aconteció en el interior profundo del estado de Chiapas, parajes en que a veces la sierra encierra.
La mecha quedó encendida desde algunos días antes en que a la hora de la caída de la tarde y compartiendo unas cervezas luego de un ríspido partido de basket,  sostuvo una dura discusión con uno de sus amigos. Éste lo ridiculizó ante los demás al decirle que “no se hiciera tan hombre cuando era sabido que su vieja andaba con otros”. Sin demasiada convicción replicó que eso no era cierto y, en un desafío que a la postre sería fatal, añadió que si había pruebas de ello se dieran a conocer.
Hay veces que se cumple aquello de pueblo chico infierno grande, como ese día en que sus amigos lo vinieron a buscar al mercado para que fuera urgente a su casa. Cuando llegó encontró a su esposa, con quien tenía tres hijos, entregada en alma y cuerpo a un amor clandestino. Es posible que en su fuero íntimo tuviera sospechas al respecto, pero esta vez la constatación directa y con testigos le impidió seguir tolerando aquella situación.
Controló su furia ante el tercero en discordia a quien dirigió una serie interminable de insultos y maldiciones que concluyeron con el anuncio de reparación: deseo que en la misma manera en que hoy me lastimas, seas herido en muchas ocasiones hasta que aprendas lo que se siente. Luego, de acuerdo a usos y costumbres, condujo a la que hasta ese momento había sido su mujer a casa de sus padres en donde dijo la tan temida forma: “por no cumplir con lo acordado a la hora del matrimonio, la devuelvo a la casa de donde nunca debí haberla tomado”.
El padre negó contundentemente que su hija pudiera tener tal comportamiento al tiempo que se dirigió al comisariato para presentar denuncia contra el mal yerno por andar levantando falsos quien contestó llevando los testigos del hecho.
La autoridad procedió según tradición y ella quedaría detenida durante dos días por deslealtad a su varón. Adolorido de vergüenza, el padre recurrió a familiares y compadres con objeto de juntar el dinero necesario que le permitiera pagar la multa que podría liberar a su hija. A todo esto la madre no se aguantó diciendo a su hija que hubiera preferido verla muerta antes que en esa situación que denigraba el honor de la familia. Que nunca pensó que fuera capaz de ello. Que era la vergüenza de la familia. Que no alcanzarían las aguas del río que pasa por la comunidad para lavar el honor mancillado. Que...
Cuando el padre regresó con el dinero de la fianza, abrieron la puerta de la improvisada celda y vieron con horror que la acusada se había ahorcado con la faja de su vestido tradicional.
Días después su marido explicaba por qué había regresado a su mujer a la casa de sus padres. “Es como cuando tienes una camisa que te gusta mucho, que le tienes mucho cariño. Se te descose en un costado, la coses y continúas usándola. Se te descose en otro lado, la vuelves a coser y vuelves a usarla. Después llega alguien te la destruye, la hace jirones y ya no puedes volver a usarla, no hay arreglo posible...”