martes, 29 de mayo de 2012

Isabelino, un grande


Hay pueblos que fortalecen la identidad por sus hazañas bélicas del pasado, o sus aportes científicos, o sus contribuciones en algún campo del arte, o sus restos arqueológicos, o sus joyas arquitectónicas, etc. Sin negar lo que puede haber en esos rubros, en el caso de Uruguay ocupan un lugar muy importante los éxitos futbolísticas y en particular el desempeño de ciertos jugadores. Es el caso de Isabelino Gradín quien destacara tanto en futbol como en atletismo y de quien Rubén Olivera proporciona algunos datos.

Gradín, nacido en Montevideo el 8 de junio de 1894, se destacó desde niño por sus aptitudes naturales, pero el fútbol y el atletismo le dieron proyección a sus virtudes. En la añeja plaza de Deportes número 1 de la mano del profesor Primo Gianotti, encaminó sus portentosas velocidades, porque así era, según crónicas de la época, su notable cambio de ritmo que aumentaba a una intensidad poco común.
(…) fue Campeón Nacional y Sudamericano de los 200 y 400 metros llanos, además de contribuir en postas de la misma distancia. Batió varios cronos a nivel continental.

Su trayectoria deportiva fue extraordinaria y alcanzó triunfos que se convirtieron en verdaderas proezas. En uno de estos casos se presentó una peculiar situación que narra el mismo Rubén Olivera.

(…) fue Campeón de América en el primer torneo disputado en Buenos Aires en 1916.
Isabelino fue el goleador del equipo celeste y de allí emana la anécdota, compartida con (Juan) Delgado.
Ocurrió el 2 de julio y Uruguay enfrentó a Chile en el comienzo del certamen. Jugaron ante 10.000 personas en el estadio de madera de Gimnasia y Esgrima (…)
El referí fue el argentino Gondra, impecablemente vestido con saco y gorra. La victoria fue uruguaya con un score de 4 a 0, siendo los tantos convertidos por el Maestro Piendibene en dos oportunidades y otras tantas por Gradín. Hasta allí imperaba la lógica y nada anormal acontecía, pero hete aquí que un hecho llamaba poderosamente la atención, no solo de los chilenos, sino del resto de los equipos y los asistentes.
Uruguay era la única delegación que tenía negros y, para colmo, más de uno, lo que trajo a la luz el recelo de los trasandinos, apoyados por el resto, estampando una denuncia y reclamando los puntos perdidos en la cancha.
El motivo apuntado, tenía que ver con la inclusión de jugadores africanos en el cuadro celeste, obvia alusión a la presencia de Gradín y Delgado. Patética demostración de ignorancia.
Por supuesto que todo quedó circunscripto al papelón ya mencionado, ingresando en la historia como una muestra más de prejuicios, discriminación y ausencia de sentido común.

Entre las singularidades de la vida de Isabelino Gradín destaca que el reconocido poeta peruano Juan Parra del Riego le dedicara el célebre “Polirritmo”. Diego Lucero describe el hecho.

Juan Parra del Riego salió del barrio de Chorrillos de su Lima natal e hizo el peregrinaje de su lírica y desordenada bohemia en ambiente de poetas y pintores de Santiago de Chile y Buenos Aires. Recaló en Montevideo como náufrago, pobre de bienes y quebrado de salud; encontró aquí el afecto y el apoyo que buscaba y se sintió tan placenteramente y tan a gusto en “La Muy Fiel y Reconquistadora” que organizó su vida, mejoró su salud, se reconcilió con los cobradores y escribió cosas bellísimas y en una reunión de poetas, conoció a Blanca Luz y se casó con ella. Rimó muy bien la pareja en los primero tiempos. Después se fue deteriorando. Blanca Luz veleidosa, no daba la consonante. Y un domingo al mediodía, en la casita de la calle Palmar donde moraba la pareja, hubo riña violenta. La poetisa, pequeñita, era una leona a la hora de los celos. Y Juan Parra del Riego, el poeta, “salió a la calle desconcertado”, a vagabundear sin rumbo para matar las penas. Por eso dice el poeta en el “Polirritmo”: “Mi alma estaba oscura y torpe de un secreto sollozante”. Vagando y vagando advirtió que por la Bulevar Artigas venían muchos hombres a patacón por cuadra y doblaban por Rivera hacia el este. Vestían como todos los varones en aquel entonces. Traje, camisa, corbata, zapatos, algunos luciendo gorras y otros el clásico “rancho de paja” arriba de la cabeza. Le picó la curiosidad. ¿A dónde se dirige esa columna de hombres a pié? Entonces tomó la decisión de unirse a ellos sin saber que rumbo llevaban. Cuadras más adelante, siempre por la calle Rivera, llegaron a la altura de la actual calle Soca, torcieron a la derecha y a metros nomás, ingresaron a... ¡la cancha de Peñarol en la Estación Pocitos, que allí estaba!
Juan Parra del Riego nunca había visto un partido de fútbol. Es más, no sabía de que se trataba y no tenía la menor idea de lo que era ese juego. A los pocos minutos de comenzado el partido quedó embrujado con el espectáculo y prisionero de la magia de aquel moreno caudaloso que fue Isabelino Gradín. Su emoción, hecha toda belleza, la volcó en el “Polirritmo”.

De acuerdo con Rubén Olivera la actriz y declamadora Berta Singerman recitó en forma magistral el Polirritmo nada menos que en el Teatro Solís el 28 de julio de 1922 por supuesto que ante la presencia del destacado deportista.
Parra del Riego falleció en noviembre de 1925. La vida de Blanca Luz atravesó una serie de vicisitudes y tiempo después estuvo en pareja con el reconocido pintor mexicano David Alfaro Siqueiros. Muere en Chile muchos años después apoyando al pinochetismo; pero esta es otra historia de su larga y controversial historia. 

miércoles, 23 de mayo de 2012

Preguntas desde el horror


Leí la nota hace algunos años, estaba perdida en el océano informativo del periódico de la mañana. Esas pocas líneas me ocasionaron un fuerte impacto que no ha desaparecido. Con la firma de Óscar Enrique Ornelas, el texto decía

Todo el pueblo ucraniano de Ivano-Frankovsk ha ido a ocultarse al pantano. Las tropas alemanas merodean la región. Los nazis asesinan a mansalva e incendian los poblados. Una niña tiene hambre. “Quiero comer, quiero comer, mamá”. Cállate, niña, que nos van a oír los alemanes. Finalmente se hace el silencio. La madre ha ahogado a la pequeña para que dejara de llorar. Oriunda de la misma aldea, la periodista Svetlana Alexiévich (...) nota que hay una anciana que se mantiene apartada, nadie le habla. Es aquella madre que ahogó a su hija en el pantano para salvar al pueblo. Los supervivientes no se lo agradecieron.

¿La niña fue inmolada para permitir la sobrevivencia del grupo?, ¿la madre renunció a la vida de su hija por defender el derecho a la vida de los otros aldeanos que escapaban del nazismo?, ¿durante muchos años esta historia se mantuvo reservada en el silencio cómplice y agradecido de los protagonistas?, ¿durante algún tiempo se habrá considerado que el suceso fue un mal menor que de no haber acaecido podría haber conducido a un mal mayor?, ¿cambió luego esa manera de valorar los hechos?, ¿con el tiempo la madre habrá dejado de ser considerada heroína para convertirse en la incalificable asesina de su hija?, ¿en ese cambio tuvo algo que ver la perestroika o se debió  a que los testigos llegaran a la vejez?, ¿se trata de una historia aislada o en realidad hechos como este fueron más frecuentes de lo que se sabe?

miércoles, 16 de mayo de 2012

Las tortas nuestras de cada día


Me costó acostumbrarme porque la versión simplificada de lo que en México se conoce como “torta” yo lo identificaba como “refuerzo”, mientras lo que yo conocía como “torta” aquí se denomina “pastel”. Por eso cuando algún taxista me pregunta si en mi país de origen se habla el mismo idioma, termino contestando con un ambiguo: más o menos.
De acuerdo al saber popular, la torta junto con el taco y el tamal integra la dieta básica rica en vitamina “T”.
Así como en Uruguay se habla de refuerzos en otros lugares lo más similar que existe son las baguettes, pepitos o sándwiches, pero cualquier confrontación les resulta francamente desfavorable; al decir de José N. Iturriaga “Cocinas tan prestigiadas como la francesa o la española, cuando se orientan hacia las tortas (con sus baguettes o pepitos), resultan de un atraso bosquimano comparadas con la torta compuesta de México. Los anglosajones también ostentan un notable subdesarrollo en sus sándwiches.” Al mismo respecto Julio Trujillo dice: “La torta es cosa sofisticada. Compáresela con la idea que tienen de torta (es decir de ‘bocadillo’) en España: treinta calamares prensados por dos panes duros. No, no, nuestra torta clásica es un florilegio de capas e ingredientes cuyo arte viene de lejos y comienza en la misma preparación.” Según Salvador Novo, citado por Trujillo, “las tortas compuestas se siguen riendo con sus dos fauces a mandíbula batiente, sacándoles la lengua a los sándwiches”. Y no vaya a creerse que estas valoraciones son manifestación de un chauvinismo desproporcionado. La elaboración de una buena torta implica todo un arte al que se refiere José N. Iturriaga.

Una torta compuesta requiere, en primer lugar, de una telera o bolillo, que en algunas partes del país siguen llamando pan francés, nombre adoptado a partir de 1862, con la intervención armada de Francia en México.
Independientemente de su eventual origen poblano, ubicamos a las tortas compuestas como típicas del Distrito Federal; tanto es así, que en nuestro norte fronterizo –donde consumen tortas mucho más sencillas llamadas lonches, por inevitable influencia de la vecindad idiomática- hay torterías que anuncian con orgullo culinario y sentido mercadotécnico que las suyas son “tortas estilo México”, o sea, de la ciudad de México.
En todo el país se encuentran variantes regionales de las tortas: en Real del Monte, Hidalgo, las hacen de tamal, usando cocoles; en Comitán, Chiapas, se come el pan compuesto, que es un bollo con frijoles y carne de puerco deshebrada; las tortas ahogadas de Guadalajara, bañadas con abundante caldillo; las chanclas de Puebla, asimismo con caldillo; los guajolotes, también poblanos, que son pambazos rellenos con enchiladas, y de allá mismo las cemitas, formidables y exóticas, rellenas con pata de res, pápaloquelite, aguacate, queso fresco y chipocles en escabeche; pambazos de papa con chorizo, sobre todo en el Bajío; y en fin, las tortas de carnitas de puerco del mercado de la ciudad de Guanajuato.
                                                                                               
Existen loncherías, merenderos y cenadurías que entre sus diversas propuestas incluyen las tortas pero las mejores son las elaboradas en establecimientos especializados en el ramo. Así, en la ciudad de México existen muchísimas torterías que cuentan con diverso prestigio, lo que explica su numerosa o reducida clientela hecha de visitantes puntuales y consuetudinarios. Julio Trujillo hace una evocación autobiográfica al respecto.
Muchas son las torterías que han dejado una huella indeleble en esta ciudad y en los paladares y vientres de sus habitantes. Tanto las que no han sido célebres, como las que siguen operando en los puestos callejeros y que algunos prefieren llamar “muertortas”, como las que han convocado una justa fama y ya son coordenadas indispensables en la vuelta gastronómica de la metrópoli.
A mí me vienen a la mente dos torterías de infancia y juventud que, según entiendo, siguen funcionando: las tortas frías del Monje Loco, allá en las inmediaciones del Estadio Azteca y entre las que destacaba una sublime torta de quesillo, y la tortas El Capricho, en la calle de Augusto Rodin, cuyo tamaño representaba un desafío para la mandíbula y el apetito del más bragado. Ahora mismo recuerdo otro clásico de prosapia: las tortas de Biarritz, en Insurgentes, en la glorieta de Chilpancingo en la colonia Roma, y que desde 1940 ofrece una portentosa combinada de pavo. Hay muchas más, claro, pero esas son las que yo recuerdo y a las que no he regresado (pero volveré, para citar a Douglas MacArthur y a Terminator).
Hoy frecuento La Castellana, que tiene una torta de bacalao sin parangón (…)
No obstante un hallazgo inesperado le reveló a Trujillo que había estado viviendo en el error.
(…) pero hace unos días descubrí una pequeña tortería digna de mención. Su nombre es El Cuadrilátero y está en el centro, en la calle de Luis Moya. Se llama así porque su dueño es el tres veces hache y legendario luchador Súper Astro, alumno del Murciélago Dorado y quien le ganara el campeonato mundial medio a Gran Hamada (lo que no hay que recordar mucho es su pérdida de máscara ante Villano III). El Cuadrilátero es un pequeño altar a la lucha libre, con máscaras de todos los grandes y fotos de Súper Astro acompañado de sus colegas. Yo, ignorante, de inmediato confundí unas máscaras con otras, pero fui corregido y amonestado rápidamente por mis acompañantes, expertos en el arte y la parafernalia del pancracio. No podían creer que fuera incapaz de reconocer la máscara sagrada de Canek, el príncipe maya… pero si no caí en la ignominia fue porque el objetivo de la visita no era demostrar nuestros conocimientos de lucha libre sino… comerse una torta.
Comerse una torta. Ajá. Se dice fácil. He devorado las tortas del Capricho con sobrada condición física. Me he comido dos cubanas con tres cocas sin pestañear. He llegado a empacar tres tortas de tamaño normal en mis buenos tiempos. No, nada: mariconadas frente al desafío que se me planteó en El Cuadrilátero.
Dios de mi vida. Conocí una torta que no es una torta, sino un becerro. Se parece más a un niño de cuatro años que a una torta. Hay pueblos que podrían subsistir una semana al amparo de esa torta. Es la madre de todas las tortas y ya no hay manera de superarla, pues si a alguien se le ocurriera confeccionar algo más grande, ya no sería una torta sino la roca de Sísifo. Me le quedé viendo, pasmado ante su grandeza y poderío. Le tomé fotos. Le recé. Es un tótem, un semidiós, un legado del pueblo de México para el mundo. Y es, hay que decirlo de una vez, in-co-mi-ble. ¿O no? Es la Torta Gladiador.
Quien se la coma es un héroe instantáneo, y un mártir instantáneo, pues no hay digestión posible después de esa gesta. Pesa un kilo y medio y mide cuarenta centímetros. ¿Sus ingredientes? Todo. Calculo que la Torta Gladiador hospeda dos paquetes de salchichas, seis bistecs, medio kilo de chorizo, un paquete de tocino, cinco huevos, todo el jamón del mundo, seis aguacates, dos cebollas, muchísimo queso, tres jitomates y una lechuguita. Me quedo corto: no me acuerdo qué más tenía. El cuerpo pesa y siente vértigo de sólo verla. Cuesta un poco más de 200 pesos y es recomendable para tres personas, pero viene acompañada de un desafío pornográfico: si una sola persona se la come en menos de 15 minutos, es gratis. Una empresa que sólo puedo concebir para aberraciones espléndidas como André “El Gigante”. No, no: ni siquiera la pedimos, cobardes.
Pedimos, eso sí, un amigo y yo, la “Gladiador Jr.”, que es un tortón tras el cual dejé de comer dos días. Pero la otra, la torta del hombre, la Gladiador, es una cima inconquistada. Una bella grosería para insultar a los muchos machos que llegan al Cuadrilátero muy ufanos y gallitos. Ahí está, a la espera del Pantagruel que se atreva. Vayan, tan sólo para verla, para atestiguar nuestra vocación de inmensidad. Y lleven a un amigo español, para trastocar de una vez y para siempre su noción de “bocadillo”.

Más allá de estos nuevos e importantes aportes al ramo, existe unanimidad en cuanto a que las tortas más tradicionales son las de Armando. Un gran cronista como lo fue Artemio de Valle Arizpe, citado por Carlos Monsiváis, se refiere a ello.
Pues bien, para mí —para mí y para muchos, para una infinidad—, ese callejón no era sino la tortería de Armando. “Las tortas del Espíritu Santo”, se les decía a las que con tanta habilidad y sabrosura confeccionaba Armando Martínez; después se les dijo, ya que tuvieron fama, sólo “tortas de Armando”. En un zaguán viejo y achaparrado estaba instalada la tiendecilla; no ocupaba todo el zaguán, no, sino que éste, con un tabique de madera sin alisar, hallábase dividido a la mitad: una se destinaba al pequeño establecimiento, la otra era la entrada al antiguo casón, que se cerraba con una recia puerta con clavos cabezones. El caserón a que aludo, ya reconstruido, hoy ostenta el número 38.
Era un placer grande el comer estas tortas magníficas, pero el gusto comenzaba desde ver a Armando prepararlas con habilidosa velocidad. Partía a lo largo un pan francés —telera, le decimos—, y a las dos partes les quitaba la miga; clavaba los dedos en el extremo de una de las tapas y con rapidez los movía, encogidos, a todo lo largo, y la miga se le iba subiendo sobre las dobladas falanges hasta que salía toda ella por la otra punta. Luego ejecutaba la misma operación en el segundo trozo; después, en la parte principal, extendía un lecho de fresca lechuga, picada menudamente; en seguida ponía rebanadas de lomo, o de queso de puerco, según lo pidiera el consumidor, o de jamón, o sardinas, o bien de milanesa o de pollo, y sólo con estas dos últimas especies hacía un menudo picadillo con un tranchete filosísimo con el que parecía que se iba a llevar los dedos de la mano, con la punta de los cuales iba empujando a toda prisa bajo el filo los trozos de carne, en tanto que con la otra movía el cuchillo para desmenuzarla, con una velocidad increíble.
Con ese mismo cuchillo le sacaba tajadas a un aguacate, todas ellas del mismo grueso. Para esto se ponía la fruta en el hueco de la mano y con decisión le metía el cuchillo por una punta y al llegar al lado contrario lo inclinaba, con lo que el untuoso pedazo quedábase detenido en la ancha hoja, y luego hacía el movimiento contrario sobre el pan y las iba tendiendo sobre él con una inigualada maestría, hasta no cubrir las porciones de pollo, milanesa o lo que fuere, y en seguida las tapaba con rajas de queso fresco de vaca, en el que andaba el tal cuchillo con un movimiento increíble de tan acelerado, que casi se perdía de vista. Esparcía pedacillos o bien de longaniza, o bien de oloroso chorizo, y entre ellos distribuía otros trocitos de chile chipocle; mojaba la tapa en el picante caldo en el cual se habían encurtido esos chiles y con una sola pasada dejábala bien untada con frijoles refritos y la ponía encima de aquel enciclopédico y estupendo promontorio, al que antes le esparció un menudo espolvoreo de sal; como final del manipuleo le daba un apretón para amalgamar sus variados componentes, y con una larga sonrisa ofrecía la torta al cliente, quien empezaba por comer todo lo que rebasó de sus bordes al ser comprimida por aquella mano suficiente. (…)
Cuando Armando estaba entregado a su tarea con gracia y experta destreza, nadie osaba proferir ni una sola palabra, o, si acaso se hablaba, era en voz baja, sin quitar los ojos ávidos de los acelerados y magistrales movimientos del cuchillo. Apenas se concluía la elaboración complicada de una torta, cuando ya andaba preparando otra con ligereza, y después otra y otra más, y todas ellas con esmero y prontitud indecibles. En la puerta se aglomeraba, saboreándose, el gentío, y sólo se escuchaba en aquel amplio silencio, como esotérico, la voz que decía: “Armando, una de lomo”, “Armando una de jamón”, “Armando, tres de pollo para llevar”; “Armando, dos tostadas”; y así el pedir y el complacer era interminable. (…)
En mi recuerdo está una tierna gratitud para Armando Martínez por los instantes que me dio, siendo yo estudiante, de felicidad pasajera, pero felicidad al cabo, con sus tortas suculentas (…)

También Jorge Ibargüengoitia alude a las famosas tortas de Armando y será nuevamente Julio Trujillo quien nos permita conocer sus puntos de vista.

Un escritor más, Jorge Ibargüengoitia, suma su voz a la oda coral a las tortas de Armando, a quien no duda en llamar “uno de los más importantes inventores que ha habido en la historia del Distrito Federal”. Y enfatiza: “Su importancia en la evolución alimenticia de los mexicanos es tal, que ya nadie se acuerda de cómo eran las tortas antes de Armando”. Nosotros, ya doblada la esquina del siglo, podemos preguntar con legítima curiosidad: ¿pero había tortas antes de Armando? Porque, según los testimonios de los cronistas, el concepto torta nace con él. Y si usted se pregunta qué es exactamente el concepto torta, aquí está la respuesta de Ibargüengoitia: “La torta de Armando es una creación barroca en la que intervienen aproximadamente veinticinco elementos en un orden riguroso. Si se altera el orden —por ejemplo, si se pone primero el chipotle y después el queso— o si la calidad de algunos de los elementos falla —que el aguacate sea pagua— lo que se come uno, en vez de ser torta compuesta, es un desastre”. El mismo escritor nos dice que la complejidad fue la condena a muerte de las tortas de Armando, que fueron sustituidas por la torta caliente de pavo (que tuvo su apogeo en tiempos de Alemán), que a su vez fue sustituida por la torta caliente de pierna (cuyo apogeo fue en la época de López Mateos). Al final de su crónica torteril, Ibargüengoitia hace una profecía fallida: dice que el futuro de la torta es el pepito.

Tan reconocida es la calidad de Jorge Ibargüengoitia en tanto escritor como dudosas sus dotes de profeta en tanto al futuro de la torta que al día de hoy goza de cabal salud.

lunes, 7 de mayo de 2012

De entierros y enterradores


Hace algunos años -en plena dictadura- una reconocida docente nos hacía el siguiente relato. Cuando ella era niña, su familia vivía en la calle Canelones, cerca de la Plaza José Pedro Varela, en la ciudad de Montevideo; por esa calle pasaban los cortejos fúnebres que se dirigían al Cementerio del Buceo.
Un fino carruaje tirado por caballos iba a la cabeza de la procesión. En las alturas del coche y con impresionante aire formal, tanto en la vestimenta como en el rostro severo en el que destacaba un bigote eternamente emprolijado, el cochero conducía el paso de los equinos. La pulcritud de los guantes y el impecable uniforme le proporcionaban cierto tono aristocrático.Allá abajo, muy abajo y solo de soledad venía el muerto en su estuche de madera. La perspectiva era un tanto maniqueísta: vida y muerte; alturas y  profundidades; presencia y ausencia.
El resonar de las herraduras sobre el empedrado ponía en guardia a los niños. Algunas veces resultó falsa alarma y se divisaron los carros blancos del Frigorífico Modelo haciendo el reparto de hielo. Otra forma de frialdad.
Invariablemente el paso del cortejo fúnebre era seguido por los niños que no se perdían detalle mientras miraban por la ventana con sus ñatas contra el vidrio. Era el espectáculo  principal, casi preferido, en aquellos días que se hacía interminables. Contaba mi maestra -con su inigualable amenidad- que cuando estaba en la edad en que los niños juegan al como si fuera (maestro, doctor, mamá, panadero, etc.), ella jugaba con su hermano al cortejo fúnebre. Para ello ponían en el cabezal del sofá, una pila de almohadas sobre la cual él se sentaba haciendo las veces de cochero con la seriedad pintada en el rostro y dos cuerdas, que representaban las riendas, en sus manos. Ella se acostaba en la base del sofá y fungía de muerto mientras contenía la respiración y se esforzaba en poner cara inexpresiva.
Muchos años pasaron y el hermano fue consejero de Estado en tiempos de la dictadura; ella, por el contrario, mantenía una firme oposición al gobierno ilegítimo. Las relaciones entre ambos se habían agrietado. En una de las tardes en que junto a un grupo de entrañables amigos tomábamos clase con ella, terminó el relato diciendo: “... y a mi hermano se le dio. Terminó siendo enterrador de la justicia en el Uruguay”.

martes, 1 de mayo de 2012

Cuestiones del exilio


Muchos fueron los uruguayos que tomaron el camino del exilio a lo largo de los tristes y dolorosos años de la dictadura. Como lo canta Jaime Roos (“Uruguayos, uruguayos, ¿dónde fueron a parar?”) la diáspora se extendió por diversos países y para aquellos que tenían vedada la posibilidad del retorno, el exilio resultaba aún más doloroso. La permanencia en el país de llegada tenía muchos y variados costos: disgregación familiar, desarraigo, dificultades de integración, idealización de lo que quedaba atrás, subestimación de la cultura del país de arraigo, riesgo de vivir en ghettos, etc. (ya después vendría el tiempo de agradecer a los países de acogida). Pero también hubo otros desafíos entre los que no fue el menor mantener las convicciones ideológicas en entornos diferentes. Hubo quienes conservaron sus principios, también se dio el caso de aquellos que viviendo cambios radicales no renunciaron a la esencia de sus convicciones y asimismo se presentaron situaciones de flagrante contradicción entre el decir y el hacer.
Oscar Orcajo, entre las situaciones vividas en su propio exilio, da cuenta de lo acontecido a un compatriota que residía en Italia.    

(…) estaba en la lona y se pasaba despotricando contra los tanos, que discriminaban y explotaban a los tercermundistas, aprovechándose de sus necesidades. Los compañeros lo ayudaron a él y a su familia. Por suerte la cosa se fue arreglando y levantó cabeza. Ya trabajaba por su cuenta y a veces se asociaba con algunos amigos de la colonia para alguna tarea que requería servicios múltiples: albañilería, pintura, electricidad. Una vez los llamaron para reformar una oficina; era un trabajo grandecito. Entre otras cosas había que tirar abajo un muro y sacar azulejos. Estaban discutiendo dónde conseguir mano de obra para estas tareas, cuando el ex-desocupado se despachó con la propuesta de “contratar a los negritos de Frascati, que laburan por cuatro pesos”. Los “negritos” eran africanos, que recién habían llegado al país y vivían en condiciones inhumanas, en un pueblo cercano a Roma.

Este tipo de comportamientos no fueron predominantes entre los exiliados, pero lo cierto es que hubo quienes no pudieron (¿pudimos?) hacer que sus convicciones se mantuvieran firmes por encima del tiempo y el espacio.