martes, 30 de octubre de 2012

Los grandes también cometen errores

El doctor Oliver Sacks es un eminente neurólogo inglés reconocido por haber realizado muy importantes contribuciones a esa rama del conocimiento. Parte de una visión integral de la persona y traspasa barreras conceptuales que en vez de ayudar obstaculizan el desarrollo del conocimiento. Al respecto señala: “Charcot y sus discípulos, entre los que figuran Freud y Babinski además de Tourette, fueron de los últimos en su profesión  que tuvieron una visión conjunta de cuerpo y alma, ‘ello’ y ‘yo’, neurología y psiquiatría. En el cambio de siglo se produjo una escisión entre una neurología sin alma y una psicología sin cuerpo.” A lo largo de su trayectoria, y a partir de esta definición, se propone integrar lo que no debe estar separado.


Fotograma de la película "Despertares"
Su trayectoria comenzó a ser conocida a mediados de la década de los sesentas del siglo pasado en ocasión de trabajar en un hospital de enfermos crónicos en la ciudad de Nueva York. El libro “Verdades y Mentiras. Hechos insólitos y extraordinarios” (México, Selecciones del Reader’s Digest, 1989) presenta un panorama de lo que allí acontecía.

"Estas salas", escribió posteriormente (el doctor Sacks), "estaban llenas de extrañas figuras congeladas, estatuas humanas petrificadas; un espectáculo... horrible."
Los pacientes eran víctimas de encefalitis letárgica o enfermedad del sueño, que apareció en Europa en 1915, y para 1918 ya se había extendido por todo el mundo; adoptaba tantas formas que los médicos estaban desconcertados. Algunos consideraban que coincidían docenas de enfermedades diferentes; otros simplemente la llamaban “una enfermedad oscura con síntomas cerebrales”.
Afectó a cinco millones de personas, pero no hubo dos casos iguales. Cerca de la tercera parte murió pronto; algunos entraron en un estado de coma del cual nunca salieron; otros pasaron tantos días y noches de insomnio que también perecieron. A los sobrevivientes se les alteró la personalidad. Según Sacks, los niños se volvían "impulsivos, provocadores, destructores, lascivos e impúdicos". Otras víctimas "eran tan insustanciales como fantasmas y tan pasivas como zombis".
La epidemia se desvaneció en 1927 tan súbita y misteriosamente como había aparecido. Más de 40 años después, en el hospital de Nueva York, Sacks encontró unos 80 sobrevivientes. Los efectos a largo plazo de la enfermedad del sueño, que había evolucionado en una forma de la enfermedad de Parkinson, convirtieron a muchos de los pacientes en "estatuas vivientes". (...)
Sacks se enteró de los exitosos experimentos que se habían hecho con el medicamento experimental L-dopa para combatir la enfermedad de Parkinson. ¿Podría utilizarse también para ayudar a estos pacientes? En marzo de 1969 Sacks comenzó a recetarlo a los enfermos.
El efecto fue sorprendente. Las estatuas vivientes volvieron a la vida. "Pacientes inmóviles y congelados, en algunos casos durante casi cinco décadas, de pronto pudieron volver a caminar y hablar, a sentir y pensar, con una libertad perfecta." Las salas otrora silenciosas comenzaron a llenarse de nuevo de actividad y excitación. Algunos pacientes describieron el limbo en que habían vivido. "Dejé de preocuparme", dijo uno. "Nada me impresionaba, ni siquiera la muerte de mis padres. Olvidé lo que era ser infeliz."
Aunque se dieron cuenta de que había pasado casi medio siglo desde que habían contraído la enfermedad, muchos pacientes se comportaban como si todavía estuvieran en los años veinte: un hombre que fue corredor de automóviles en su juventud dibujaba continuamente lo que en 1969 eran vehículos anticuados. Una mujer que enfermó en 1926 hablaba de esa época como si todavía viviera en ella
Si bien algunos pacientes mejoraron con la administración de L-dopa, otros sufrieron padecimientos casi intolerables. (…)
En la actualidad todos, excepto un puñado de las víctimas de esta extraña epidemia y su prolongada secuela, han muerto, pero enseñaron mucho acerca del funcionamiento del cerebro y del posible efecto de medicamentos como L-dopa.
Los pacientes de Oliver Sacks le pidieron que narrara su historia. Uno escribió a nombre de todos: "Soy una candela viva, me he consumido para que usted pueda aprender. Se verán cosas nuevas a la  luz de mi sufrimiento."


El cine no permaneció ajeno por lo que en 1990 se estrenó la película Despertares basada en los acontecimientos anteriormente mencionados.



Fotograma de la película "Despertares"
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Barcelona, Anagrama, 2002) es uno de los libros de Sacks. Aun cuando dicho título puede que no constituya una invitación demasiado sugerente al lector, se trata de un trabajo ampliamente recomendable en el que por medio del análisis de casos clínicos (todos conmovedores), el autor se adentra en las complejidades del cerebro humano. En este libro es posible apreciar otra de las singularidades de Oliver Sacks, la de su honestidad científica. Por lo general, y tal como es sabido, los científicos hacen públicos sus aciertos y procuran callar o esconder sus errores. No es su caso. Aun cuando allí se alude al éxito obtenido en el tratamiento con el que dio seguimiento a diferentes pacientes, no evita reconocer los errores cometidos. Uno de ellos tuvo que ver con un paciente de nombre Jimmie; el relato es del propio Sacks.

(…) un paciente mío en el que se ejemplifican concretamente esos interrogantes, el encantador, inteligente y desmemoriado Jimmie G., que fue admitido en nuestra residencia de ancianos próxima a la ciudad de Nueva York a principios de 1975, con una críptica nota de traslado que decía: “Desvalido, demente, confuso y desorientado”.
Jimmie era un hombre de buen aspecto, con una mata de pelo canoso rizado, cuarenta y nueve años, de aspecto saludable, bien parecido. Era alegre, cordial, afable.
-¡Hola, doctor! -dijo-. ¡Estupenda mañana! ¿Puedo sentarme en esta silla?
Era una persona simpática, muy dispuesta a hablar y a contestar cualquier pregunta que le hiciesen. Me dijo su nombre, su fecha de nacimiento y el nombre del pueblecito de Connecticut donde había nacido. Lo describió con amoroso detalle, llegó incluso a dibujarme un plano. Habló de las casas donde había vivido su familia... aún recordaba sus números de teléfono. Habló de la escuela y de su época de escolar, de los amigos que había tenido y de su especial afición a las matemáticas y a la ciencia. Habló con entusiasmo de su época en la Marina, tenía diecisiete años, acababa de terminar el bachillerato, cuando lo reclutaron en 1943. Dado su talento para la ingeniería era un candidato “natural” para la radiofonía y la electrónica, y después de un curso intensivo en Texas pasó a ocupar el puesto de operador de radio suplente en un submarino. Recordaba los nombres de varios submarinos en los que había servido, sus misiones, dónde estaban estacionados, los nombres de sus camaradas de tripulación. Recordaba el código Morse y aún era capaz de manejarlo y de mecanografiar al tacto con fluidez.

En determinado momento de la entrevista, Sacks comienza a sospechar que algo extraño sucede al paciente en relación al manejo del tiempo.

Al recordar, al revivir, Jimmie se mostraba lleno de entusiasmo; no parecía hablar del pasado sino del presente, y a mí me sorprendió mucho el cambio de tiempo verbal en sus recuerdos cuando pasó de sus días escolares a su período en la Marina. Había estado utilizando el tiempo pasado, pero luego utilizaba el presente... y (a mí me parecía) no sólo el tiempo presente formal o ficticio del recuerdo, sino el tiempo presente real de la experiencia inmediata.
Se apoderó de mí una sospecha súbita, improbable.
-¿En qué año estamos, señor G.? -pregunté, ocultando mi perplejidad con una actitud despreocupada.
-En cuál vamos a estar, en el cuarenta y cinco. ¿Por qué me lo pregunta? -luego continuó-: Hemos ganado la guerra, Roosevelt ha muerto, Truman está al timón. Nos aguarda un gran futuro.
-Y usted, Jimmie ¿qué edad tiene?
Su actitud era extraña, insegura, vaciló un instante. Parecía estar haciendo cálculos.
-Bueno, creo que diecinueve, doctor. Los próximos que cumpla serán veinte.
 
Fotograma de la película "Despertares"

En este contexto es cuando se presenta el error -siempre siguiendo el relato del  propio Oliver Sacks- que aun mucho tiempo después seguirá recordando como una equivocación profesional no exenta de sentimientos de culpa.

Al mirar a aquel hombre de pelo canoso que tenía ante mí, tuve un impulso que nunca me he perdonado... era, o habría sido, el colmo de la crueldad si hubiese habido alguna posibilidad de que Jimmie recordase.
-Mire -dije, y empujé hacia él un espejo-. Mírese al espejo y dígame lo que ve. ¿Es ese que lo mira desde el espejo un muchacho de diecinueve años?
Palideció de pronto, se aferró a los lados de la silla.
-Dios Santo -cuchicheó-. Dios mío, ¿qué es lo que pasa? ¿Qué me ha sucedido? ¿Será una pesadilla? ¿Estoy loco? ¿Es una broma?
Parecía frenético, aterrado.

Al tomar conciencia del malestar ocasionado a Jimmie, el doctor Sacks optó por una salida que aminorara el daño.

-No se preocupe, Jimmie -dije tranquilizándolo-. Es sólo un error. No hay por qué preocuparse. ¡Venga!
Lo llevé junto a la ventana.
-Verdad que es un maravilloso día de primavera -le dije-. ¿Ve aquellos chicos que hay allí jugando al béisbol?
Recuperó el color y empezó a sonreír y yo me escabullí llevándome aquel espejo odioso.

¿Por qué el doctor Sacks decidió hacer público este error?, ¿qué lo llevó a compartirlo con sus lectores? Tal vez la razón se encuentre en lo que afirma Alicia Molina en cuanto a que “los sentimientos tienen una propiedad extraña, casi mágica: si son alegres, cuando los compartes crecen y si son tristes, crecen cuando no los compartes”. También pudo haberlo hecho público en el afán de invitar a sus jóvenes colegas a ser muy cuidadosos en el trato con los pacientes.

Aun reconociendo la función tan útil que cumplen, no conviene desconocer el potencial peligro que el uso de los espejos puede presentar, por lo que es posible concluir que en ciertas circunstancias se convierten en objetos que exigen un trato de mucho cuidado.

Gracias doctor Sacks por la lección y disculpas Jimmie por el malestar ocasionado.

martes, 23 de octubre de 2012

Propuesta Políticamente Incorrecta (PPI)


Sabido es que la música alegra el espíritu. No existe problema que se vea peor con algunos acordes en la cercanía por lo que nunca será suficiente el agradecimiento a grupos y solistas que nos regocijan con sus cantos y melodías.


Ahora bien, hay intérpretes que, aún teniendo la mejor de las voluntades, resultan francamente muy malos cuando no calamitosos. Si se presentan en un espacio abierto –en una esquina del Centro Histórico, pongamos por caso- uno es libre de apartarse del lugar lo más rápidamente posible. La cosa cambia cuando entonan  sus melodías en un recinto cerrado como lo es un medio de transporte público. Allí uno se transforma en auditorio cautivo, en víctima propicia y el espíritu lejos de alegrarse, se agüita.

 
De esta manera topamos con un conflicto de intereses: el trovador tiene todo el derecho del mundo a ganarse unos pesos en forma honorable al tiempo que el usuario del transporte colectivo (camión, pesero, trolley, metro) tiene también todo el derecho del mundo a presenciar espectáculos que cuenten con un mínimo de armonía y que sean libremente escogidos. Seguramente más de uno de los siempre improbables lectores esté pensando, con algo de sorna, que el autor de estas líneas tal vez se crea Caruso. No, no es el caso, canto horrible y solo lo hago en la privacidad, cuando tengo la mente entretenida en otra cosa y ello impide que me oiga a mí mismo. En el momento en que la atención se hace consciente, enmudezco inmediatamente.

 
Estoy seguro que la vida en grandes ciudades presenta múltiples choques de derechos mucho más importantes que el que aquí enuncio, no obstante sería conveniente buscarle solución. Se me ocurre que hay dos posibilidades. La primera, sobre la cual soy más bien mesurado en relación a sus previsibles resultados, sería invitar a los propios intérpretes y conjuntos desafinados a hacer conciencia de sus limitaciones e iniciar un proceso de reconversión ocupacional como podría ser el de dedicarse a la venta de diversos productos. ¿Por qué no soy optimista al respecto? Porque la gran mayoría de quienes atentan contra la armonía tienen una opinión muy elevada de sí mismos al considerarse émulos de Agustín Lara, Pedro Vargas o Juan Gabriel. Son muy pocos los des-armónicos que aceptan serlo y el caso más ilustrativo que conozco lo refiere Carlos Monsiváis.

Cinco de la noche. En el vagón de Metro el joven con la guitarra se dirige a los presentes y anuncia:
-Les voy a cantar una canción del gran compositor y poeta del pueblo José Alfredo Jiménez, pero antes les advierto una cosa: no tengo nada de voz y desafino que da gusto. ¿Entonces por qué canto? Porque no he conseguido trabajo, tengo mujer y dos hijos y me importa que coman. Así es y no quiero sus miradas de lástima. Le debo mi pinche situación a que ni ustedes ni yo hemos hecho nada contra este Sistema, y eso nos trae jodidos, la impotencia de mierda en la que nos movemos, ¿nos movemos?, nos quedamos quietos, carajo, y por eso ustedes perciben sueldos de hambre, y yo ni sueldo recibo, y no me salgan con lo de "¡Trabaja, güevon!", porque aunque quisiera, siempre exigen una carta de recomendación del Presidente de la República y del Papa. No se volteen, véanme de frente, les voy a cantar la maravillosa "Paloma querida", aunque ya les advertí que cantar no es lo que sé hacer, y ustedes van a darme cualquier cosa, y con esa limosnita hoy cenaremos lo que sea en mi pobre casa que no la comparto con desconocidos, y ustedes se olvidarán de mí nomás salgan del vagón, como se olvidan de todo para no acordarse de su pinche condición de explotados y, bueno, se las hice cansada, ahí les va... ¡chin! Ya llegamos a la otra estación y mejor denme algo porque si no les canto y tengo una vocecita de la chingada, y no, no es asalto de “La bolsa o el oído”, pero cooperen, cuates, y con eso ayudan a unos todavía más jodidos que ustedes, y no me escuchan asesinar una canción del gran José Alfredo Jiménez, el poeta de México.

 
Realmente encomiable la solución que encontró este trovador al conciliar su necesidad de ingresos con las restricciones que reconocía tener para desenvolverse en tan noble oficio.

 
Sin embargo las cosas no siempre se resuelven por la vía de la reflexión personal y ante ello propongo otra solución. Consiste en organizar periódicas audiciones para que los aspirantes a músicos ambulantes entonen algunas piezas de su repertorio frente a un jurado en el que los oídos de sus integrantes representan al de muchos conciudadanos. Este tribunal debería emitir su veredicto respecto a quienes sí tienen las aptitudes mínimas para deambular por los transportes públicos y quienes, por bien propio y ajeno, deberán dedicarse a otro oficio.

 
No faltará quien me acuse de inhumano máxime cuando algunos cantantes callejeros manifiestan algún tipo de discapacidad muy notoria. Por el contrario, al solicitar la colaboración de la ciudadanía por otro vía podrían incluso mejorar sus ingresos ya que el decir del mismo Carlos Monsiváis, “(...) la compasión hacia los cantantes minusválidos (...) nunca se extiende a su repertorio.”

 
En fin, la propuesta queda hecha.

jueves, 18 de octubre de 2012

Tanta salud enferma


No se trata de descalificar a quien cuida su salud; nada más lejos de nuestra intención. Está claro que no todo depende de nosotros, pero es importante estar atento a aquello en lo que sí podemos intervenir para mantenernos más saludables. Una vez aclarado el punto, no es posible dejar de advertir los excesos que se comenten en este terreno. En el mundo contemporáneo se ha impuesto una especie de tiranía sanitaria que tiene que ver con una serie de factores: lo que se ha denominado culto al cuerpo, extremas precauciones en cuanto a las características de los alimentos que se consumen, exigencia de revisiones médicas periódicas, insistencia en someterse a rutinas de acondicionamiento físico, etc. Como en tantos otros temas pasar de lo sensato a la exageración es cuestión de cantidades y el problema se complica porque “¿qué tanto es tantito?”.

Hace ya algunos años entre las clases acomodadas  se impuso la costumbre de atenderse la salud (y la enfermedad) en Houston, dado que allí estaba instalada la vanguardia en cuanto a tecnología médica se refiere. En ese entorno, Eulalio Ferrer alertaba de los peligros que presentaba esta obsesión de salud.

El que viaja a Houston sano corre el riesgo de regresar enfermo y no sólo por la vía del contagio psicológico, sino por la inercia de la propia monotonía. ¿Y por qué no revisarme yo? —se preguntan muchos, entre acompañamiento y acompañamiento, de uno a otro consultorio o laboratorio. Lo que facilita el ejercicio médico en dosis masivas. ¿Qué organismo no padece algún desperfecto o falla que corregir? ¿Qué persona que haya rebasado los 50 años no ha cedido alguna parte de su cuerpo a la propiedad médica o a las pastillas y píldoras de recetas que no se consultan entre sí y llegan a causar efectos contrarios acogidos, quizá, a la región misteriosa de las intoxicaciones y las alergias? Las evidencias se han multiplicado desde que se inventaron tantas formas de análisis y radiografías; sobretodo, también, desde que ha crecido en proporciones tan extensas la medicina preventiva, con todos sus aciertos, con todas sus alertas y fantasmas (...) Acudir al médico se ha vuelto un hábito, como en otros tiempos acudir al confesionario eclesiástico: todo parece dispuesto para aceptar una condena o una absolución.

 
El extremo cuidado en la alimentación también implica riesgos. Y en este caso es nada menos que Arnoldo Kraus, médico de amplio reconocimiento, quien recuerda con nostalgia los tiempos previos a lo que denomina como la epidemia del colesterol.

(…) Siempre parábamos en el camino a desayunar, siempre lo hacíamos en el mismo sitio y siempre pedíamos lo mismo: huevos estrellados con arroz. Parece que en esa época no se había descubierto el colesterol o que las compañías farmacéuticas no habían conseguido enfermar a tantas personas sanas: los huevos sudaban aceite y nadie reparaba en ello. La gente moría como lo hace hoy, pero sin el azote de las notas que advierten cuántas calorías hay en cada mordida y que estropean el sabor de las comidas, sin las advertencias de la esposa recordando los mensajes de la tele y las amenazas del agente de seguros perplejo ante las alturas alcanzadas por el colesterol.
Ignoro cuándo se inventó la epidemia del colesterol, pero estoy seguro que hoy, cuando todo mundo habla de él, del colesterol bueno y del malo, mucha gente fallece sólo por el hecho de pensar que sus arterias están llenas de grasa, o, de no ser así, invadidas por la publicidad de la industria farmacéutica. Las modas enferman y las modas médicas son letales.

 
Sabido es que la ingenuidad no es recomendable en estos tiempos por lo que se impone una pregunta: ¿qué parte del cuidado de la salud responde a finalidades muy nobles y qué tanto a intereses económicos?

Con el consumismo y con la industria farmacéutica hemos dado, Sancho.

martes, 16 de octubre de 2012

Objetos del pasado, habitantes del presente



Los maniquíes son muy peculiares, no menos que el nombre que los identifica. Con el paso de los años su forma ha ido cambiando (ni se diga en lo que hace a sus medidas) pero aún con su proceso de modernización a cuestas, no dejan de ser portadores del pasado. Habitantes de escaparates, mujeres y hombres objeto en los que el rostro suele ser lo de menos. En lo que hace al caso de México, Homero Bazán aporta datos significativos acerca de los talleres encargados de su creación.


Cuando la economía de la capital aceleró su desarrollo durante la tercera década del siglo XX, y los grandes almacenes, precursores de las tiendas departamentales, hicieron su aparición, algunos negocios que hasta entonces habían navegado por el mar de las ganancias modestas, sufrieron un impulso tal, que sorprendió hasta a sus mismos dueños.

Tal fue el caso de los pequeños talleres dedicados a la fabricación de maniquíes, que en sólo unos años comenzaron a recibir grandes pedidos, ocurriendo lo que en las teorías darwinianas se conoce como "la supervivencia del más apto", que en este caso se traducía en desaparecer en caso de no contar con la infraestructura necesaria o sobrevivir si se trabajaba día y noche para cubrir los compromisos.

Después de que las tiendas elegantes del primer cuadro pusieran de moda los escaparates donde coquetas damiselas de yeso mostraban lo último de la moda pirateada de Europa y gringolandia, las grandes tiendas comenzaron a llenar secciones enteras con monigotes que mostraban sus prendas de temporada, porque bien lo decía aquel comerciante alemán de apellido Holding, quien fue uno de los primeros en explotar el potencial de este mobiliario con forma humana.

"Cada maniquí es como un vendedor no asalariado que promociona la ropa sin descanso".

Pero lejos de las filosofías empresariales, los pequeños artesanos de este oficio con talleres en Tacubaya, la Obrera y la Candelaria, sobrellevaban con esfuerzo aquel auge por su producto y prácticamente ponían a chambear a toda la familia durante semanas.


 
Contra lo que se podría suponer, la fabricación de maniquíes no se mantuvo ajena a encendidas polémicas y censuras varias. Bazán se refiere a ello. “No es de extrañar que dada la mojigatería de la época, algunos trabajadores de estos talleres tuvieran pegada sobre la frente la etiqueta de ‘libidinosos’ o bien que se sospechara que cada vez que pasaban la brocha de laca a alguna de sus piezas, los invadieran pensamientos cochambrosos al retocar esas partes pudorosas.” Este tipo de consideraciones –continúa señalando Homero Bazán- no fueron exclusivas de México. “Años antes, en España, fue sonado el caso de un grupo de madres de familia que habían lanzado un ataque en la prensa contra los talleres de maniquíes por invitar al morbo al detallar con ‘premeditación maligna’ algunas partes genitales en sus moldes de yeso, e incluso añadir ‘una grosera bolita en la cúspide de cada pecho’.” No obstante las objeciones anotadas, y siempre siguiendo al autor citado, el mercado de maniquíes se mantuvo en auge debiendo adaptarse a las variaciones operadas en los modelos de belleza.


No obstante nuestros artesanos continuaban recibiendo buenos dividendos por su trabajo y hacían caso omiso de las habladurías. Que tocaban pompis a diario, sí; que sabían más de anatomía femenina que cualquier doctor lujurioso, también; que a veces en esas solitarias tardes al pasar el pincelito, sus fantasías elevaban más de un suspiro, ¡pero claro!; sin embargo, ante todo se trataba de un negocio honrado que daba de comer a sus familias.

A veces existían pedidos muy específicos de las facciones de cada muñeca. Antes de la segunda mitad del siglo XX, los almacenes del Centro admitían casi exclusivamente maniquíes con las características de Rita Hayworth, promoviendo con ello el ideal de ama de casa pequeño-burguesa surgido en Estados Unidos; no obstante, con el tiempo los artesanos plasmaron también en sus creaciones la llamada moda "Miroslava", y desde monigotas de yeso con cabello rubio hasta apiñonadas, mostraban las facciones de la actriz y sus "ojazos de fuego", según afirmaba un oficiante de estos menesteres entrevistado para la revista Presente.

Para las boutiques más elegantes que surgieron después de la década de los 50, algunos talleres ofrecían figuras de gran calidad que casi asemejaban una figura de cera, por lo general, los pedidos debían hacerse con varios meses de anticipación y en un número muy reducido. Pero bien que valía la pena, porque más de un cliente llegó a enamorarse de aquellas coquetas muñecas que asemejaban actrices de cine.
 

En este oficio, y tal como sucede en otros, hubo artistas que sobresalieron a través de la calidad de sus trabajos; concluye Homero Bazán citando un ejemplo de ello.

 
Algunos artistas alcanzaban tal grado de excelencia en el detalle de sus piezas, que incluso daban el salto a otros oficios, tal fue el caso del famoso militante político José Neira, quien después de fundar el periódico Revolución Social y ser encarcelado, se fue exiliado a Europa donde aprendió el viejo oficio de la fabricación de maniquíes. Años después, a su regreso a la ciudad de México creó un taller, pero era tal la calidad de sus muñecos que pronto se convirtió en artista de figuras de cera y fundó en la calle de Argentina, número 21, el primer museo de este tipo en nuestro país, más tarde trasladado por sus hijos al conocido recinto de la colonia Cuauhtémoc. No cabe duda que cada hombre tiene un destino.


 
Pero no se caiga en el error de considerar que los maniquíes están indisolublemente vinculados a la belleza, a la salud y al bienestar. Ramón Gómez de la Serna reacciona ante uno de ellos aquejado por todo tipo de males.


En el escaparate de la tienda de ortopedia hay un muñeco que sufre todas las lacras, dolencias e imposibilitaciones. Es demasiado ensañado con él el dueño de la tienda. No hay derecho a cargar sobre un solo maniquí tantas desgracias sólo para hacer una demostración de los aparatos que se venden en ese comercio. No puede ser el mismo maniquí tuerto, trepanado, desmedulado, ambicojo, ambimanco, herniado y desvertebrado.

 
Y es que los maniquíes nos modelan tan bien que comparten con nuestras venturas y desventuras.

jueves, 11 de octubre de 2012

Elogios en versión barroco recargado


Si usted tiene algún familiar, amigo o vecino que se dedica al arte, es conveniente que esté informado en cuanto a la mejor forma de expresar la opinión que le merece su trabajo. El reconocimiento al artista se conduce con leyes propias y muy distantes a las de otras profesiones u ocupaciones. Así, el plomero se irá contento y agradecido de recibir su pago acompañado de un discreto: “muchas gracias, el trabajo quedó muy bien hecho”; el odontólogo se dará por bien servido con sus haberes y un lacónico: “gracias, doctor”. Pero los artistas se cuecen aparte. Augusto Monterroso se refiere a lo que acontece dentro de su gremio.

El único elogio que satisfaría plenamente a un escritor sería "Usted es el mejor escritor de todos los tiempos". Cualquier otra cosa que no sea esto comienza a tener, según el escritor, cierta dosis de mezquindad de parte del mundo y de la crítica. Vienen después algunas gradaciones, todas inaceptables cuando no francamente deprimentes: "Es usted el mejor poeta de su país"; "Está usted entre los mejores ensayistas de su generación"; "Usted, Fulano y Zutano encabezan la nueva hornada (cuando ya se sabe que Fulano y Zutano son un par de imbéciles) de cuentistas". "Es usted el más leído", puede ser ambiguo, pues los gustos cambian; "El más vendido", peor: en el fondo el autor, con poco que sea inteligente, aunque no siempre lo es cuando se trata de sí mismo, sabe que la publicidad y la promoción hacen milagros.

Por su parte Groucho Marx aborda lo que sucede entre actores. Así es que aparecen en escena tanto la envidia como los celos profesionales ya que, en su opinión, el reconocimiento hacia uno mismo es tan importante como la crítica negativa que reciban los colegas.

Habiendo pertenecido únicamente a la profesión teatral, ignoro cómo reacciona ante el éxito o el fracaso la gente que se dedica a otras actividades. Pero estoy seguro de que una gran parte de envidia entra en el maquillaje de casi todo el mundo.
El negocio teatral es una profesión muy variable. La estrella de hoy es a menudo el pordiosero de mañana, y viceversa. Probablemente seré apedreado por  lo que voy a decir, pero tengo la impresión de que un fracaso sonado en Broadway proporciona alegría y alivio a una parte sustancial del mundo del espectáculo. Esto no significa necesariamente que, a la mañana siguiente de un fracaso resonante, todos los productores, directores y actores salgan a la calle a bailar un fandango (…), pero la verdad escueta es que casi todo el mundo se siente inquieto cuando un productor rival no sólo se destaca de la masa, sino que continúa haciéndolo. En el mundo del espectáculo el éxito permanente es imperdonable. El fracaso demuestra de manera concluyente que el que acaba de caer no tiene más talento que el resto de la manada, y que la mayoría de sus  éxitos han sido pura suerte.
(…) Es muy desconcertante para un cómico estar sentado en su camerino y escuchar a otro comediante que mata de risa al público. “Bravo” es una palabra magnífica cuando se dirige a uno mismo, pero una exclamación bastante desagradable cuando es lanzada a un competidor. Si fuese chivato, podría hablarte de una estrella que solía cerrar la puerta de su camerino y luego abrir el grifo del lavabo sólo para asegurarse de que el sonido de los aplausos o de las risas que arrancaba un rival no llegaban a sus inseguros oídos.

Es así que los actores se alimentan en la desmesura de toda crítica (por supuesto positiva) que aluda a su desempeño y lo que a cualquier mortal pudiera parecer excesivamente almibarado, nunca será suficiente a los ojos de quien labora en un escenario.

Sin embargo el tema es mucho más complejo de lo que aparenta ser, tal como se desprende de la mirada que sobre esta cuestión tiene uno de los grandes del oficio, como lo es Fernando Fernán Gómez. Refiere este reconocido actor que entre sus muchos papeles, guarda un antiguo programa del teatro La Madeleine de París. El mismo presenta fotografías de los actores y del autor de la obra así como breves artículos sobre la pieza representada. El director de ese teatro era en ese momento André Berneheim quien escribe lo siguiente en el programa aludido:

El actor puede tener talento. A veces llega a tener mucho talento. Pero si usted debe entrar a felicitarle a su camerino, ha de saber que los elogios que le dedique deben ser desmesurados. No tema hablar al actor de su Inspiración, de su Virtuosismo, de su Maestría. Puede, sin temor, llegar hasta el Genio. Él le creerá. Por debajo de Genio, aunque sean muy sutiles y elocuentes sus lisonjas, el actor quizá experimente la sensación de una cierta reserva por parte de usted.

Motivado por este comentario Fernando Fernán Gómez se explaya sobre la cuestión de los reconocimientos brindados a la gente de teatro.

Quizá pueda parecer, y más a algunos actores poco adictos al examen de conciencia, que dejándose llevar en alas del esprit, el director de La Madeleine exageró en su consejo al espectador. Mi opinión es que si exageró fue muy poco, apenas nada. Cuando concluida la representación, el actor en su camerino, sudoroso, a punto de desmaquillarse y de cambiar la ropa de escena por la de calle, recibe al amable visitante, al admirador, y escucha sus encendidas alabanzas, siempre sospecha que el elogio tiene menos de elogio que de cumplido social. Lo compara interiormente, mientras con una mano sujeta la toalla y con la otra estrecha la mano del recién llegado, con el que se le tributó en otra ocasión; con el que en sus fantasías durante el estudio del papel, durante los ensayos y hace unos minutos en la escena, esperaba merecer; con el que esa misma noche, en este mismo momento, puede estar alguien dedicando a otro actor en el teatro de enfrente.

Llegado a este punto se pregunta si todo se limita a una cuestión de vanidad y es aquí donde el tema sufre una variante de consideración. “¿Vanidad desbordada? André Berneheim no lo cree así. Veamos cómo concluye su consejo: El elogio sin medida le es necesario al actor. Menos por vanidad que por la ineludible necesidad de ser tranquilizado, de recuperar la calma.” De esta manera el reconocimiento público –siempre siguiendo a Fernando Fernán Gómez- cumpliría la función de ser un antídoto adecuado para la inseguridad que acosa al actor. “Mas, ¿por qué ha de recuperar la calma el actor tras la representación? ¿Por qué ha de tranquilizarse? Es obvio: porque ha perdido la tranquilidad y la calma. Las ha perdido por su tremenda inseguridad. Mejor podría decirse: por la absoluta seguridad que tiene de no estar capacitado para su oficio, de haberse trazado una misión imposible de llevar a cabo.” Es interesante continuar la línea de su análisis que nos permitirá arribar a conclusiones que no dejan de ser asombrosas y que se encuentran vinculadas a la titánica tarea que debe enfrentar el actor: dejar de ser él mismo para ser otro.

Domina el actor sus herramientas, las tiene limpias y dispuestas. La memoria, la voz, los ademanes. Con una atinada elección del vestuario y una peluca, unos toques de maquillaje, su físico puede aparentar el físico del otro, del personaje. Pero el actor sabe que en el fondo no se trata de eso.
Con Paradoja o sin Paradoja, el actor siente que debe evadirse de sí mismo, que tiene que llegar no ya a incorporarse en el otro, sino a ser el otro. En eso consiste su trabajo y ahí está la raíz de su vocación. Lo demás son subterfugios.

El actor sabe en lo que se está metiendo. ¿Cómo lograr que el engaño no sea advertido por el espectador? ¿Cómo hacer para que la interpretación del papel que tiene asignado sea tan buena que la mentira pase como verdad? “Por arriesgado o inverosímil que parezca, éste es el juego, ésta es la oferta. Juego que no es posible ganar más que con trampas de tahúr. Oferta que no podrá cumplirse nunca. Porque sabe el actor que él no es un mago, que quizá no los haya, y no ignora que sólo la magia podría ayudarle.” A lo desproporcionado de la tarea hay que añadir las inseguridades personales que, como admite Fernán Gómez, llegan con puntualidad en los momentos previos a la presentación en escena.

Falta poco para empezar la función, y el actor, en el café cercano al teatro, está tranquilo, tiene calma. Pero en lo más profundo de su ánima empieza a desarrollarse el combate. Dentro de nada, en cuanto se haya alzado el telón, porfiará el actor por autoeliminarse, por desprenderse de su entidad, pero le será preciso seguir viviendo después del suicidio para entrar en el otro, para serle. Imposible.

Y aquí nos encontramos con el desenlace de la trama siendo que para reducir esta sensación de insatisfacción -concluye Fernán Gómez- solo queda una posibilidad: que el espectador se aproxime con elogios fuera de toda proporción para decirle al actor que si no lo logró totalmente, cuando menos se acercó bastante a lo que pretendía.

Y en el supuesto inalcanzable de que el actor consiga abandonar su «sí mismo» y llegue mágicamente a ser el otro, ¿quién vigilará al otro?, ¿quién le obligará a seguir el camino trazado por el autor de la comedia? De imposible en imposible, el actor sabe que no le queda más remedio que recurrir al fraude, a la trampa del tahúr, a la mentira. Y necesita al acabar su trabajo que alguien entre a decirle que no ha sido mentira, que ha sido verdad, que alguien se lo ha creído. Necesita los elogios exaltados, las alabanzas desmesuradas que le ayuden a paliar en alguna medida su inevitable fracaso.

Hemos vivido en el error de considerar que esta sed inagotable de elogios que tienen los actores obedece exclusivamente a los requerimientos del ego cuando en realidad ello también forma parte de las exigencias propias del oficio.

Entonces la próxima vez que se nos presente la oportunidad de expresar nuestro reconocimiento al trabajo de un actor, no seamos mezquinos sino generosos sin reserva. Ellos hicieron muy bien su papel, no seamos menos en la interpretación del nuestro.

Con un poco de suerte hasta nos lo creen.

domingo, 7 de octubre de 2012

Artesanos de la palabra

El mundo de las letras está integrado por escritores así como por habladores. El primer grupo reviste mayor prestigio por lo que cuenta con mayor espacio y atención por parte del medio cultural. No es frecuente, aun cuando cabe aclarar que existen, quienes se desempeñan con igual nivel de excelencia en ambas categoría, pero lo más usual es que se destaque en uno u otro ámbito.
 
Ilustración: Margarita Nava
Entre los buenos habladores están quienes cuentan con reconocimiento público pero también aquellos que solamente comparten sus dones con la familia, los amigos y los vecinos, pudiendo mantener cautivo al auditorio que de esa forma no percibe el paso del tiempo. La comunidad los identifica y les da su lugar (“espera que te lo cuente fulano y verás”), sabedores de que en su versión cualquier relato será mucho más atractivo. Hay estados o regiones que se caracterizan por la gran cantidad de narradores natos que poseen el don de la palabra; tal es el caso de Chiapas y de Oaxaca.  
 
Existen cafeterías tradicionales en que es altamente posible el encuentro con estos habladores populares, pienso ahora en La Parroquia en el puerto de Veracruz, en las que están en los portales de Morelia o de Oaxaca, en la que se sitúa a unas pocas cuadras del Parque de la Marimba en Tuxtla Gutiérrez, etc. Pero también están los encuentros inesperados: la señora de las quesadillas, el plomero que tiene su changarro en el mercado de la colonia, las dos amigas que vienen platicando una historia en el metro por la que da verdadera lástima tener que bajarse antes del desenlace. Estoy seguro que todos conocemos a algún buen narrador de bajo perfil. En mi caso tengo el privilegio de contar con varios entre quienes se encuentra mi amiga Magos que me ha contado las mejores películas que he visto en mi vida. En alguna ocasión después de sus narraciones cometí la imprudencia de ir a ver las películas… Salí de la sala francamente decepcionado y aprendí que  hay películas que son mucho mejores contadas que vistas.
 
 
Todo es cuestión de gustos pero en mi opinión  Eraclio Zepeda, Juan José Arreola y Juan de la Cabada son referentes ineludibles en este oficio.
 
 
A Eraclio Zepeda lo conocí a mediados de los ochenta en un programa nocturno de Radio Educación. Aun cuando han pasado muchos años,  de vez en cuando escucho los ecos de su versión de La Niña Sapa o de Chachalaco, Chachalaquito.  Sus inigualables descripciones aunadas a su muy personal tono de voz tienen un efecto casi hipnótico, lo que solo logran los grandes cuenteros. Tuve ocasión de comprobarlo cuando por aquellos entonces, y gracias a la gestión de Emmanuel Carballo, lo invitamos a dar una charla en la preparatoria en donde me desempeñaba como docente. Cuando los alumnos llegaron al aula magna (nombre dominguero del salón de usos múltiples), se sentaron -o mejor dicho se desparramaron- en los lugares que estaban del medio hacia el final del sillerío. Luego de la breve presentación que hizo Emmanuel Carballo, Laco tomó la palabra. Lo que aconteció a partir de allí fue sorprendente. La mayoría de aquellos preparatorianos se fueron enderezando en sus lugares y su cara de apatía devino primero en interés y luego en fascinación. Poco después se fueron pasando a los asientos de adelante y para no hacer el cuento largo diré que aquella plática terminó con los adolescentes sentados en las primeras filas, con la mayor proximidad posible del narrador. Sé que no será fácil que lo crean pero me consta que cuando sonó el timbre que daba por finalizada la jornada  anunciado la hora de salida, casi la unanimidad de aquel auditorio solicitó a Zepeda que continuara un rato más. Media hora más tarde, y luego de vencer mucha resistencia, llegó el punto final.
 
 
Por su parte Juan José Arreola nativo de Zapotlán el Grande (nombre que le resultaba más amigable que el de Ciudad Guzmán con el cual posteriormente se designó a esa localidad del estado de Jalisco) es uno de los pocos casos de gran destreza tanto en la escritura como en la plática. Entre sus muchas anécdotas es posible recordar el diálogo que debió mantener con Jorge Luis Borges y que, confesión hecha por el propio Arreola, se transformó en un monólogo en el cual al pobre Borges apenas si le permitió alguna breve participación esporádica. Con su estilo un tanto barroco no rehuía  invitación alguna para participar en los medios, ya fuera en un programa sobre temas académicos o relacionados con un mundial de futbol; con intelectuales de fuste o con integrantes de la farándula televisiva. Escuchar al maestro Arreola era un verdadero deleite.
 
 
En relación a Juan de la Cabada apenas pude escucharlo personalmente pero no hay duda que, de acuerdo con diversos testimonios, es posible integrarlo a este grupo de grandes conversadores. Cristina Pacheco se refiere a él como un gran narrador.
 
La mejor prueba de lo que digo es el recuerdo de la mañana en que, aislados en un estudio de Canal 11, me preguntó si conocía la selva. Le respondí que no. Eso bastó para que ocurriera un prodigio. Juan se transformó en una especie de mago. Con palabras, movimientos, gemidos, parpadeos, me construyó su selva. Era todo tan real que en el espacio cerrado donde nos encontrábamos aparecieron ramajes intrincados, grandes ríos, caídas de agua, fieras, insectos, flores, veredas. No miento si digo que el sol de pleno día nos abrazó y después, cuando Juan guardó silencio, cayó en aquel estudio el peso de la noche.
 
 
Nada menos que Ermilo Abreu Gómez se refiere también a los extraordinarios dotes de Juan de la Cabada. Ambos compartían una estancia en el  Middlebury College, en Vermont, habiendo sido invitados a impartir cursos sobre literatura hispanoamericana. Cuenta Ermilo Abreu Gómez que en una ocasión a medianoche alguien golpeó la puerta de su dormitorio.
 
Me levanto, me pongo mi bata y voy a ver quién era. Era Juan que, sin saludar siquiera, preguntaba ansioso: “Oye mano, no sé cómo lo olvidé hombre, pero mañana me toca dar una clase sobre la novela romántica. Me acuerdo de Amalia, de Sánchez Mármol, de El matadero, pero nunca he leído a Jorge Isaac, y para hablar de la novela romántica tengo que hablar de una obra que es muy significativa, como María. ¿No quieres hacerme el favor Ermilo, de contarme la novela?” Y entonces le hablé de la novela, le narré todo, le hablé de la naturaleza de la obra, de quién era el autor, del carácter de María, de la historia romántica, le conté la caza del tigre y luego de la novela en general y, de pronto, me dijo, bueno ya, ya, me tengo que ir porque a las nueve tengo clase, Eran casi las tres de la mañana y yo también tenía clase por la mañana. Así, de pronto, como había llegado, Juan se fue....
A la mañana siguiente llegué un poco retrasado a mi clase. Comencé a escribir en el pizarrón cuando se escucharon aplausos en el aula de junto. Ahí daba su clase Juan. El escándalo era demasiado y, también por curiosidad, me asomé a ese salón. Descubrí entonces que Juan acababa de narrar María y que recibía los aplausos.
 
 
No cabe duda que la vida resulta más agradable cuando se tiene el privilegio de tener a mano a alguno de estos artesanos de la palabra.
 
¡Que nunca falten!

jueves, 4 de octubre de 2012

Capacidad de síntesis


Siendo que las palabras constituyen un recurso cultural gratuito y renovable, hay quienes hablando o escribiendo mucho no dicen nada. Pero también están aquellos que necesitan de muy pocas palabras para decirlo todo. En relación a este último grupo, Germán Dehesa nos ofrece un ejemplo contundente.

Bueno, pues una vez tuve que cuidar un examen extraordinario de historia universal. Era ya la segunda vuelta, así es que los ocho o nueve jovenzuelos que se presentaron eran asnos muy fogueados y decantados. El titular de la materia me entregó un sobre con el tema del examen y me suplicó que fuera yo implacable. Dicho esto, se retiró y yo procedí a escribir en el pizarrón lo siguiente: “situación de Europa al borde de la primera guerra mundial”. Eso es todo, tienen dos horas y si van a copiar háganlo con modestia y discreción porque si no, me los cargo. Así les dije. Pánico en las filas. Los réprobos se miraban con aire desolado. Sólo uno permanecía impávido y sereno. Se pasó las dos horas en una suerte de nirvana tibetano, al borde de la levitación y sin escribir una sola palabra. Cuando yo avisé: “señores, un minuto”, el jovenazo con toda parsimonia tomó la pluma y escribió unas cuantas palabras; se levantó, me entregó la hoja y se retiró con ese aire galano y sosegado del que sabe que ha cumplido con su deber. Apenas salió, yo, trémulo de curiosidad, leí el escuetísimo examen que a la letra decía: “la situación era tensa”. Ya no supe si su maestro de historia supo valorar este alarde de síntesis. Yo le hubiera puesto diez.

Aun cuando podemos coincidir con el citado estudiante en cuanto a que previo a la primera guerra mundial “la situación era tensa”, suponemos que el docente encargado del curso no siguió el criterio de evaluación propuesto por Germán Dehesa, quien por otra parte tanto se caracterizó por sus textos lúcidos al tiempo que críticos, cuando no francamente irónicos.

martes, 2 de octubre de 2012

Historias del Guernica


Señala la prensa que desde este mes de octubre de 2012 hasta comienzos del 2013 se “celebrarán” (no creo que se trate de la mejor expresión para referirse al asunto) en el Museo Reina Sofía de Madrid así como también en el Guggenheim de Nueva York, los 75 años del mundialmente conocido cuadro de Guernica.


"Guernica" Pablo Picasso
De acuerdo con información disponible en wikipedia, el mismo fue pintado de mayo a junio de 1937 y alude al bombardeo a Guernica del 26 de abril del mismo 1937. “Fue realizado por encargo del Director General de Bellas Artes, Josep Renau a petición del Gobierno de la República Española para ser expuesto en el pabellón español durante la Exposición Internacional de 1937 en París (…)” Su autor el maestro Pablo Picasso no quiso (supongo que el dictador tampoco) que el cuadro estuviera en España durante el franquismo. Es por ello que a lo largo de muchos años permaneció en carácter de custodia en el Museo de Arte Moderno de Nueva York hasta que, de acuerdo a la voluntad de Picasso, pudiera llegar a España a la caída del régimen. En 1981, luego de la muerte de Francisco Franco (acaecida en 1975) la obra arriba a España. Inicialmente se expuso en el Casón del Buen Retiro y posteriormente en el Museo Reina Sofía de Madrid en donde permanece en exhibición.
 
Para situarnos en el contexto que dio lugar a esta obra del género de arte  doloroso, es posible citar la palabra autorizada de Marcos Ana quien tiene en su haber el triste récord de mayor tiempo encarcelado durante el periodo franquista.
 
Las potencias nazi-fascistas, Alemania e Italia, no sólo vinieron a ayudar a Franco a ganar la guerra, sino a usar, a la vez, España como un campo de pruebas, para medir la eficacia de sus armas en el terreno militar y psicológico de cara a la segunda guerra mundial que preparaban. Fueron ellos los que por primera vez emplearon el bombardeo sistemático de las ciudades para aterrorizar a la población civil e ir cuarteando su moral y su espíritu de resistencia. Ese sentido tuvieron los bombardeos indiscriminados sobre Alcalá de Henares y más especialmente sobre Madrid, cuya población sufrió durante tres años en sus calles y en sus casas el fuego incesante de la artillería y las bombas de la Legión Cóndor. En un símbolo universal de la barbarie y los horrores de la guerra convirtió Picasso la destrucción de Guernica, una pequeña villa vasca, sin ningún valor militar o estratégico. Fue arrasada por la Legión Cóndor para comprobar y medir la capacidad destructora de sus bombas, según confesó ante el Tribunal de Nuremberg el propio mariscal Hermann Goering, jefe de la aviación alemana.

Ello permite concluir que la barbarie nazi provocó al artista, lo que despeja dudas en cuanto a la autoría de la obra, tal como lo cuenta Federico Campbell

Durante la ocupación de París en 1942 tuvo lugar esta escena, cuando los invasores intentaban congraciarse con los artistas:
-Usted hizo esto -señaló el oficial alemán, el intelectual policía, el intelectual de Estado.
-No, ustedes -contestó Picasso.
El oficial se refería al cuadro. Picasso al bombardeo de Guernica.

Sesenta años después del bombardeo el gobierno alemán reconoció su responsabilidad por lo que el presidente Roman Herzog pidió perdón en un acto de desagravio y reconciliación que se llevó a cabo el 27 de abril de 1997 en Guernica. De acuerdo con notas de prensa de la época, el embajador de Alemania en España dio lectura al mensaje enviado por el presidente Herzog; un pasaje del mismo decía:

Yo quiero asumir ese pasado y reconocer expresamente la culpa de los aviones alemanes involucrados. (…)
Evoco el recuerdo de aquellas personas a las que aquél día en Guernica les fue quebrada la felicidad de su vida, destrozada su familia, destruido su hogar, robada su vecindad. Comparto con ustedes el luto por los muertos y heridos. Les ofrezco a ustedes, que todavía llevan en las entrañas las heridas del pasado, mi mano abierta en ruego por la reconciliación.

Las notas de prensa consignan también lo afirmado por Luis Iriondo quien fuera uno de los supervivientes de la masacre.

Posiblemente desde su altura (los pilotos aviadores alemanes) nos veían como hormigas que huían desesperadamente. Y no pudimos hablarnos. Los hombres y las hormigas no pueden hablarse… Hoy tenemos otra visita… Ya no hay unos arriba y otros abajo y por eso, aunque en distintas lenguas, podemos entendernos. Y ahora sí. Ahora podemos hacer lo que entonces no pudimos. Abrir nuestros brazos y decirles: Bienvenidos a Guernica, marchemos juntos en paz.

Cabe señalar que esta ceremonia de reconciliación, así como tantas otras de este tipo, dio lugar a la polémica clásica en relación al tema del perdón y del olvido sobre el que se presentan muy distintas opiniones.

Pero volvamos al cuadro. Las corrientes contemporáneas de teoría del arte otorgan al público que concurre a los museos un papel cada vez más protagónico en la interpretación de la obra. Hay hechos que parecen confirmar esta tendencia tal como se desprende de lo que le aconteciera a Fernando Gómez,  quien cita el comentario que le hizo un guardia de museo. “En 1981, cuando trajeron el Guernica, de Picasso, lo cubrieron con vidrios antibalas y estaba más vigilado que todo el museo. En el techo había unos extractores de aire que hacían un ruido terrible. Un alemán se me acercó y me felicitó por la gran idea de los españoles: para él el ruido de los extractores era el ruido de los bombarderos.” No sé si este tipo de instalaciones descubiertas por el público ya tienen algún nombre que las identifique; caso contrario propongo el de arte involuntario.

Mucho se ha escrito (a pesar del aforismo que señala lo contrario) acerca de la diversidad de gustos y el Guernica no fue ajeno a esta cuestión. Hay quienes lo consideran una obra maestra mientras que para otros no representa ningún valor artístico. Entre estos últimos podemos situar a Luis Buñuel.

Que nadie me pida opinión en materia de pintura: no la tengo. La estética nunca me ha preocupado (...) Lo único que puedo decir es que el Guernica no me gusta nada, a pesar de que ayudé a colgarlo. De él me desagrada todo, tanto la factura grandilocuente de la obra como la politización a toda costa de la pintura.

Y no deja de ser una paradoja que el famoso director de cine, junto con reconocidos literatos, quisiera acabar con él por los mismos medios que el cuadro denuncia. “Comparto esta aversión con Alberti y José Bergamín, cosa que he descubierto hace poco. A los tres nos gustaría volar el Guernica, pero ya estamos muy viejos para andar poniendo bombas.”

Gracias a que Buñuel y sus amigos no llevaron a cabo sus propósitos, es que hoy podemos “celebrar” los 75 años del cuadro que invita a dolernos de aquella tragedia que Picasso no quiso que olvidáramos. No cabe duda que lo logró.