martes, 30 de abril de 2013

¡Se o porco voara…!

El cerdo es un animal que, vaya a saber desde cuándo, cuenta con muy mala prensa. No le va mejor con los otros nombres con que se le identifica: chancho, cochino, puerco. Ello ha derivado en que de alguien que no sea particularmente aseado se diga que es un puerco, un cochino. Por si ello fuera poco, también tiene que ver con el nombre que se atribuye a una enfermedad venérea infecciosa adquirida por contagio; Luis Melnik profundiza en ello.
La palabra tiene historia. Nuestro diccionario mayor la reconoce como derivada de Siphylo, Sífilis, personaje de la obra De morbo gallico (La enfermedad francesa), del médico, astrónomo y poeta veneciano, Girolamo Fracastoro (1483-1553). (…) Fracastoro fue el primer científico que estudió a los microorganismos como causantes de enfermedades. Aunque la idea había sido analizada en el siglo I por el romano Marcus Varro, fue Fracastoro quien describió el contagio, las infecciones y los gérmenes patógenos.
La obra publicada en 1530 relata la historia de un criador de cerdos llamado Sífilis, un seductor empedernido, que es atacado por una enfermedad enviada por los dioses. El nombre lo formó con las expresiones griegas sialos, cerdo, philos, amigo, o sea, chanchero, amigo de los chanchos.
El porquero se curará porque los mismos dioses intervienen para reparar su grave dolencia y mejorar el miserable aspecto en que había caído postrado el pastor. Los dioses le aplicaron una nueva medicina: madera de gaïac.
Después vendrían los antibióticos.
Ahora bien muchos son los paladares que se deleitan con el consumo de la carne de cerdo y existen lugares -como acontece en España- en que ocupa un lugar muy destacado en la propuesta alimenticia. Al respecto comenta Julio Camba
-¿Qué ave te gusta más, vamos a ver? –le preguntaban una vez a un campesino gallego-. ¿El pollo? ¿La perdiz? ¿El pichón?... Tú piénsalo bien y dilo sin miedo.
El campesino era hombre de conciencia y no quería cometer una injusticia.
-¿El pollo dice usted? –preguntó.
-No. Yo no digo nada. Tú eres quien tiene que decir.
-El pollo no está mal –exclamó el campesino-; pero la perdiz…
-¿Qué? ¿Prefieres la perdiz?
-La perdiz tampoco está mal. Sin embargo…
-¡Vamos! Te gusta más el pichón, ¿eh?
-Verá usted. Verá usted. Un pichón tierno y gordito es cosa de chuparse los dedos, no cabe duda, pero… se o porco voara… (si el cerdo volase…)
Si el cerdo volase sería, indudablemente, una de las aves más apetitosas, y si nadase, le ganaría en excelencia a casi todos los peces. Con una caparazón como la de la langosta y algunas otras particularidades, constituiría un delicioso crustáceo; y con un cuerpo blando, ya encerrado en una concha igual que el de la ostra, o en forma de saco y provisto de brazos tentaculares como el del pulpo, ¿qué molusco se le podría comparar?
Desgraciadamente, sin embargo, el cerdo no parece por ahora dispuesto a cambiar de medio ni a transformar su naturaleza. Todos le hemos visto más de una vez chapotear con entusiasmo en el fango de las charcas, pero no creo que nadie se haya hecho jamás grandes ilusiones sobre sus aptitudes natatorias. En cuanto a las aviatorias, parecen ser completamente nulas.
Mucho se ha escrito en relación a la prohibición del consumo de la carne de cerdo por parte de diferentes religiones y a ello también se refiere Camba. “Obsérvese que el cerdo, en su estado actual de vertebrado y de cuadrúpedo, une al problema culinario el problema religioso, y que de esta confusión, si el alma gana a veces lo que pierde el cuerpo, el cuerpo, ¡ay!, pierde siempre lo que gana el alma.” Pero también sucede lo contrario y este inocente animalito pudo tener que ver con la conversión de poblaciones enteras; a ello alude Paco Ignacio Taibo I. “El hecho de que Asturias sea católica, apostólica y romana, en vez de judía o árabe se debe, a mi entender, a que se eligió la religión que menos encono tenía contra el cerdo.”
En los lugares en que su consumo es tan apreciado se les dispensa un trato deferente que llega a extremos de llamar la atención. El escritor José Saramago cuenta que sus abuelos se dedicaban a la cría de cerdos y que para que los lechones recién nacidos no sufrieran las heladas nocturnas, los sacaban del chiquero, les limpiaban las patas y los acostaban en la cama matrimonial abrigándolos convenientemente.
El cerdo aporta también en otras áreas que poco tienen que ver con lo alimenticio. Según un texto atribuido a Leonardo da Vinci pudiera ser materia prima para preparados afrodisíacos o también para otro tipo de pegamentos.
No tiene importancia qué clase de intestinos utilice, lávelos bien, hiérvalos junto con un hueso de cerdo y, una vez cocidos, trócelos en pedazos no muy grandes. Use una mezcla de un poco de salvia y jengibre molidos y un poco de azafrán para unirlos. Mezcle todo con algo de uvas ácidas y caldo gordo, páselo a través del tamiz y hiérvalo por seis minutos revolviendo constantemente con una cuchara. Cuando se halla sobre el plato es un líquido espeso y muy pesado, pero, sin embargo, muchos afirman que es nutritivo y algo afrodisíaco, así como bueno para aquellos que sufren de los oídos o del hígado. Yo, en cambio, prefiero usarlo como pegamento.
También ha contribuido al tráfico camuflado como el que permitió que los restos de San Marcos llegaran a la ciudad de Venecia. Edgardo Cozarinsky, basándose en relatos de tradición oral, aclara la cuestión.
Rustico da Torcello y Bon da Malamocco son los nombres de los mercaderes venecianos que en el siglo IX idearon la manera de enviar a Venecia los restos de San Marcos. Estaban escondidos en Alejandría, donde el evangelista había fundado, ocho siglos antes, la primera iglesia cristiana
No era fácil. Alejandría se hallaba bajo severa dominación musulmana: el califa Umar (634-644) había autorizado la quema de los libros de la biblioteca clásica de la ciudad porque "si los escritos de los griegos coinciden con el Corán, son superfluos, y si lo contradicen, son nocivos".
Con astucia (que los siglos reconocerían como típicamente veneciana), los comerciantes decidieron jugar con la repulsión islámica ante la carne de cerdo, y escondieron los restos del santo en un cargamento de carne porcina destinado a tierra de infieles. Los aduaneros rehusaron mirar, menos aún tocar el contenido de los barriles.
Una mañana de 828, desembarcaron en Venecia, donde los esperaba una multitud festiva, triunfal. Al tocar el muelle, de los barriles se desprendió no ya el olor a podredumbre que emitían hasta ese momento sino un perfume a rosas que invadió la plaza. En ella iba a construirse la basílica que hasta hoy lleva el nombre del evangelista.
Y por si fuera poco, de acuerdo con Oliver Sacks, también ha realizado aportes en el mundo de la música. “Se dice de Sir Herbert Oakley, profesor de música de Edimburgo del siglo diecinueve, que lo llevaron en cierta ocasión a una granja y oyó gruñir a un cerdo e inmediatamente exclamó: “¡Sol sostenido!”. Alguien corrió al piano y era sol sostenido.”
Para poner las cosas en su lugar.

jueves, 25 de abril de 2013

Los juegos de la democracia

El asunto de la democracia, nos referimos a la de a de veras, es más serio de lo que parece y tiene que ver con todas las edades.
 
Otra cosa muy diferente sucede tanto en regímenes autoritarios como en los que se dicen democráticos cuando en realidad están muy lejos de serlo y donde toda la participación del ciudadano, devenido así en cliente electoral, se limita a emitir su voto en forma periódica.
 
Actualmente las exigencias hacia la ciudadanía se multiplican cuando se procura la conformación de sociedades participativas y vigilantes del rumbo de los acontecimientos. Es así que la transición del pasado al presente supone modificaciones de consideración en cuestiones de género, respeto a las minorías, transparencia en el manejo de los recursos públicos, lucha contra la impunidad, etc. Este proceso demanda un enorme esfuerzo social del que ni siquiera quedan fuera los juegos tradicionales que se organizan en las fiestas familiares.
 
Luis Rubio se refirió a ello en un artículo publicado en el periódico La Jornada del 8 de enero de 1993 con el título “¿Podremos ser democráticos?”.  Advierte severas contradicciones entre vicios e inercias tradicionales con respecto a las exigencias de una sociedad verdaderamente democrática. Esto lo lleva a concluir que la democracia es algo que se aprende a lo largo del tiempo y “que la mayoría de los mexicanos no nos nutrimos, en nuestro proceso formativo, de los valores esenciales que constituyen la esencia de la democracia”. Todo esto a partir de las anotaciones que Rubio realiza durante el juego de las jícamas en el entorno de una fiesta infantil.
 
Mi observación, nada científica, se refiere a dos juegos en una fiesta infantil: el juego de las jícamas y la tradicional piñata. El juego de las jícamas consiste en amarrar varias jícamas pequeñas con un hilo a un mecate que se ata de dos árboles. Se forma a todos los niños, cada uno frente a una jícama y se les pide que pongan las manos atrás. Cuando se da la voz de arranque, todos los niños tienen que tratar de agarrar su jícama respectiva con la boca y comérsela; el primero que se la come gana. Las jícamas se mueven mucho, lo que hace divertido el juego. En principio, el juego sería idéntico en México, en China o en Inglaterra. Creo, sin embargo, que la forma en que se jugó en ese día en particular revela mucho de la problemática política que enfrentamos en la actualidad.
Lo que me hizo meditar sobre la democracia mexicana a partir de ese juego fue la forma en que se comportaron los padres de los niños que jugaban a las jícamas. Inevitablemente, unas jícamas eran más grandes que otras, unas quedaron más altas (el hilo más corto) que otras.
Lo primero que hicieron los padres más abusados fue poner a sus hijos frente a la jícama que les quedara a mejor altura a sus respectivos hijos. Luego, una vez iniciado el juego, algún padre estuvo moviendo el mecate para que fuera más difícil morder las jícamas. Todo bien, excepto que la persona que estaba moviendo el mecate sólo lo movía cuando algún competidor de su hijo lograba dar una mordida mayor que la que su hijo había logrado. A nadie le pareció raro.
Esta forma de comportarse se presentó nuevamente al momento de la piñata dejando en evidencia que, lejos de ser una excepción, constituye lo habitual.
Cuando llegó la hora de la piñata se manifestó el mismo fenómeno, aunque de una manera un poco distinta. Se formaron los niños: primero los chicos, luego los medianos y luego los grandes. A la hora de pegarle, sin embargo, empezó a haber favoritos. Se rompió el orden de la fila para que entrara éste que todavía no ha tenido oportunidad o aquél que es mi sobrino. Nada que prácticamente todos los mexicanos no hayamos observado o visto con absoluta naturalidad a lo largo de nuestras vidas.
La cuestión no es sencilla porque hay actitudes que se consideran normales cuando en realidad se sitúan en las antípodas de una sociedad democrática; tal vez a ello correspondan expresiones como: “está bien que roben los políticos, pero que nos dejen algo”.
En su artículo Luis Rubio subraya que la democracia requiere la existencia de condiciones de “juego limpio” y para ello es necesario empezar desde abajo desarmando algunos comportamientos que se consideran naturales.
Lo natural, sin embargo, es terriblemente antidemocrático. Si está de moda ser democrático, tenemos que compenetrarnos con los valores que hemos aprendido y los que le enseñamos a nuestros hijos en la escuela, en las fiestas, en la casa. Los dos ejemplos que traigo a colación no niegan la posibilidad de la democracia en el futuro, pero sí evidencian la inexistencia de dos condiciones necesarias (ciertamente no suficientes, pero sí indispensables) para la democracia: la equidad y el juego limpio (fair play, en inglés). Si no existe una cancha plana, que le confiera todos los jugadores una idéntica posibilidad de ganar, entonces no existe la equidad; si se crean condiciones, de cualquier tipo, que favorecen a un jugador sobre los otros, el juego no es limpio. Si no satisfacemos a ambas condiciones, la democracia es imposible. (…)
Por generaciones les hemos venido enseñando a nuestros hijos valores que son opuestos a la esencia de la democracia, ¿cómo podemos pedirle ahora a los mexicanos que comprendan la democracia y actúen en consecuencia? Más allá del natural intento de cada padre por sesgar las posibilidades de éxito a favor de sus hijos, lo interesante es que ningún otro padre disputó el hecho. Para todos era natural. A partir de esa naturalidad, a nadie debería sorprender el que la manipulación electoral sea otra más de las cosas que son naturales en nuestra realidad social. (…) Si queremos llegar a la democracia, tenemos que construirla paso a paso y desde el principio.
Nadie dijo que construir la democracia fuera tarea sencilla y si así lo creímos en algún momento, como que va siendo hora de aclarar el malentendido.

martes, 23 de abril de 2013

Exploradores difíciles de entender


Entre las tantas clasificaciones -no exentas de simplificación- que se puede hacer de las personas, está la que las divide en sedentarios y nómades. Entre estos últimos es posible encontrar a los vacacionistas, los viajeros y los exploradores. No hay duda que en esta vida todos andamos de viaje, aún el más quieto de entre los sedentarios. De acuerdo con Ruben Loza Aguerrebere nuestro destino de viajeros ya se encuentra presente en el libro del Génesis.
 
(…) a propósito de los viajes se ha señalado que es una de las primeras consecuencias de la pérdida del Paraíso, en virtud de la desobediencia Divina. Visto de esta manera, puede observarse que se trata de una de las actividades más remotas del hombre. 

Para quienes no integran ese gremio, resulta difícil entender los motivos y razones que impulsan a los exploradores a realizar travesías enormemente sacrificadas detrás de objetivos que parecieran ser extraños, sino es que francamente ridículos, a ojos de los no iniciados. Juan Villoro aborda este tema.
 
Hace unos meses leí la historia de un explorador inglés que logró caminar sobre los hielos árticos hasta llegar al Polo Norte. ¿Qué lleva a alguien a asumir tamaños riesgos y fatigas? La crónica evidente de los hechos, en clave National Geographic, permite conocer los detalles externos de la epopeya: ¿qué comía el explorador, cuáles eran sus desafíos físicos, qué rutas alternas tenía en mente, cómo fue su trato con los vientos?

Y aquí se produce un desencuentro de proporciones entre el explorador y el cronista, dado que éste quiere hurgar en las supuestas razones escondidas que pudieran ser las causales del viaje. Al respecto añade Villoro que “(…) la crónica que aspira a perdurar como literatura depende de otros resortes: ¿qué se le perdió a ese hombre para buscar a pie el Ártico?, ¿qué extravío de infancia lo hizo seguir la brújula al modo del Capitán Hatteras, que incluso en el manicomio avanzaba al norte?” Sin embargo en opinión del mismo autor esta búsqueda de profundidades puede ser vana. “Tal vez se trate de una pregunta inútil. La rica vida exterior de un hombre de acción rara vez pasa por las cavernas emocionales que le atribuimos los sedentarios: los exploradores suelen ser inexplorables.” Sin embargo hecha la precisión, Juan Villoro no renuncia al derecho que le asiste de hacer el intento aun cuando pudiera resultar fallido. “Con todo, el cronista no puede dejar de ensayar ese vínculo de sentido, buscar el talismán que una la precariedad íntima con la manera épica de compensarla.”
 
Y sí, tal vez los cronistas busquen donde no hay pero lo cierto es que existen exploradores que no dejan de servirse en bandeja para que ello acontezca; una pequeña prueba la proporciona Carlos González Vallés.

Peter Matthiessen, escritor, viajero y explorador de cumbres y selvas, quiso emprender una aventura especial en compañía de su amigo y compañero en otras expediciones George Schaller (...) Fue en otoño de 1973. La expedición era a la Montaña de Cristal, en la meseta del Tibet, y su objetivo era doble o, mejor dicho, uno distinto para cada uno. Schaller quería investigar el “bharal” o cordero azul himalayo, mientras que Matthiessen se había propuesto como meta especial y particular de su expedición el llegar a ver el mítico pero real leopardo de las nieves. Según la leyenda, Milarepa, santo poeta tibetano del siglo X, que iba siempre vestido solamente con una toga blanca para confundir a sus enemigos y escapar de ellos, se transformó en el leopardo de las nieves en el Everest. Desde entonces se le ha visto pocas veces, y se sabe de su existencia, pero se desconocen todavía muchas de sus características y costumbres. (...)
Un día ven las huellas del leopardo de la nieve. Inconfundibles. Otro día encuentran sus excrementos recientes, que recogen para analizarlos Schaller comenta al notar la alegría de su amigo: “¿No es francamente curioso alegrarse tanto de encontrar un montón de mierda?”
 
Así es como aun cuando hay que reconocer que la libertad pasa porque cada quien elija las razones de sus propias alegrías (¡faltaba más que no fuera así!), hay algunas que no dejan de ser sorprendentes.

jueves, 18 de abril de 2013

Crítica (feroz) a los cuentos para niños


Mucho se ha dicho acerca de la importancia que revisten los cuentos para el desarrollo de los niños. Notable es su influencia en la adquisición del gusto por la lectura, el enriquecimiento del vocabulario, la cura de miedos y temores, etc., todo ello mediado por el vínculo afectivo tan significativo que se tiene con el narrador que da vida al relato.

Sin embargo, también es pertinente referirse a algunos aspectos polémicos como el de las narraciones con final excesivamente predecible y moralejas que viven demasiado a flor de piel. Asimismo hay quien considera que los cuentos para niños, al ser algo muy menor dentro del medio literario, no implican mayor atención ni cuidado.
 
Una de las opiniones críticas es la del escritor Jorge Ibargüengoitia (“los cuentos llamados infantiles siempre me han parecido detestables”)  a quien seguiremos de aquí en adelante. Al evocar su infancia, recuerda el caso de Caperucita y lo decepcionante que le resultaba el final insostenible que seguía al grito atemorizante del lobo acerca de la funcionalidad de sus dientes: “¡Son para comerte mejor!”
 
"Y diciendo esto, el lobo saltó de la cama, se abalanzó sobre Caperucita y, ya se la iba a comer, cuando llegó un cazador y lo mató. Colorín colorado. . ."
¿Cómo que llegó un cazador y lo mató? Si no había cazadores en ese cuento. ¿Cómo va a aparecer uno de ellos en el momento culminante para salvar a Caperucita? Esto, que yo percibía con mucha claridad cuando era chico, es lo que se llama "plumero" en jerga guionística. Un elemento que aparece al final y arregla todo, generalmente de manera insatisfactoria.
En el fondo de mi alma yo quería que el lobo se comiera a Caperucita, que me parecía una niña estúpida, que pasaba la mitad del cuento haciendo monerías y después era incapaz de reconocer a su abuela.
Había otro final que era todavía peor, que consistía en dejar que el lobo se comiera a Caperucita; después, el cazador mataba al lobo, le abría la panza y de allí salían, no sólo Caperucita, sino la abuela y las fresas, sanas y salvas. Esto ya es demasiado.


Es posible que en aquel niño ya estuvieran presentes las características que luego lo convertirían en un excelente escritor, lo que puede explicar su predilección por otro tipo de relatos.

Los cuentos que me gustaban eran muy diferentes. Uno, que recuerdo con mucha vividez, me lo contó mi tío Pepe Padilla hace treinta y seis años. Él lo contaba como caso real, lo cual es un recurso eficaz en el arte de contar cuentos. Era así:
Doña Chonita N., que vivía en la casa aquella que ves allá (dar la composición del lugar es muy importante) era una mujer gorda, que acostumbraba comer cantidades fenomenales de... (aquí se puede poner cualquier cosa, tierra, chilaquiles, dulces de almendra, según se trate de darle al cuento un carácter ejemplar, instructivo o simplemente recreativo); pues bien, comía cantidades fenomenales de... y empezó a crecer y a crecer. Los vestidos le quedaron chicos y hubo que quitar las cortinas de la sala para hacerle una bata. Para sentarse necesitaba dos camas. El día en que quisieron sacarla de paseo hubo que tirar un muro, y cuando llegó a la calle, paró el tránsito. Por fin, la familia decidió llamar al doctor. El doctor la auscultó, dando vueltas alrededor de ella, apretujándose contra las paredes.
-¿Cómo se siente, doña Chonita?
-Muy fatigada, doctor.
El doctor recetó un cocimiento de ipecacuana y pronosticó:
-Ya verán como con esto se alivia.
Se mandó hacer la receta y se empezó a darle las cucharadas, que ella tomaba con mucha resignación, porque estaba harta de su gordura.
Pero los resultados fueron inesperados. Esa noche, la enferma sintió náuseas y empezó a arrojar unos animalitos color de rosa, con cuatro manitas y unos ojitos negros, con los que miraban para todos lados. Corrían como liebres y se escondían en las rendijas. La familia, con escobas, trató de matarlos, pero de todas maneras infestaron el barrio. Hasta la fecha, en tiempo de lluvias, aparecen algunos de ellos.

Parecería ser que uno de los valores que Ibargüengoitia atribuye a este cuento es que su desenlace no cierra preguntas ni aclara enigmas.

En este punto, mi tío hacía una pausa, para dar la impresión de que la narración había terminado. No faltaba alguien que preguntara qué pasó con doña Chonita. Entonces él contestaba:
-Falleció aquella misma noche.

Resulta muy interesante el análisis que realiza el escritor acerca de algunos aspectos que es posible entresacar de esa narración.

Este cuento, conviene advertir, es de origen guanajuatense. Pero retirémonos un poco y tratemos de ver el cuento en conjunto y en perspectiva. Tiene virtudes. El tema es original, la relación de causa y efecto está clara y, sin embargo, el desenlace es inesperado. No ocurre como en el de Caperucita, en el que de antemano sabemos que un lobo, a pesar de ser más fuerte, más feroz y mucho más inteligente, no tiene la menor probabilidad de vencer a Caperucita.
En el cuento que contaba mi tío no hay héroe y todo está lleno de errores y horrores, como la vida misma. Pero analicémoslo: todo hace suponer que la causa de la gordura de doña Chonita hayan sido las cantidades fenomenales de lo que ella se comía; por otra parte, el desenlace es claro efecto de la medicina que se le administró. En cambio, la relación exacta entre los animalitos y la gordura y las intenciones del doctor y los objetivos que pretendía alcanzar al recetar la ipecacuana son dos misterios inescrutables.
Por esta razón, el cuento se presta a varias interpretaciones. Una de ellas es la de que la aplicación de los conocimientos científicos suele producir resultados inesperados; otra es la de que los excesos en el comer y beber producen plagas que infestan las regiones; otra es la de que los médicos suelen equivocarse y lo que se debió recetar en este caso es una simple dieta. Sin embargo, les aseguro, es un cuento inolvidable.

Es posible que Pepe Padilla no se haya enterado que aquel cuento de doña Chonita viviría tanto tiempo en el recuerdo de su sobrino. Y es que uno nunca sabe para quién trabaja.

martes, 16 de abril de 2013

El mayor enemigo en un mundo divertido


Contra lo que pudiera esperarse el aburrimiento no es un tema aburrido y presenta aristas muy interesantes. Una de ellas tiene que ver con los cambios que ha experimentado a lo largo de la historia ya que en el pasado no fue cuestión particularmente relevante. Existen diversas conjeturas respecto a cuándo irrumpió como aspecto digno de consideración; Leszek Kolakowski propone una mirada en relación a ello.
 
No parece haber sido tema de los textos literarios o filosóficos antes del siglo XIX, aunque ciertamente ya existía el mundo. ¿Se aburrían los campesinos, en sus tradicionales poblados primitivos, trabajando de sol a sol sólo para subsistir y sin moverse nunca del pueblo? No tenemos manera de saberlo. Pero podemos suponer que incluso una vida como la suya, sin perspectivas de cambio, casi fuera del tiempo, no debía de provocar una sensación de aburrimiento constante. Siempre habría algo que se saliese de la rutina: hijos que nacían, hijos que morían, vecinos que cometían adulterio, sequías, tormentas, incendios e inundaciones. Todas estas cosas, inesperadas y misteriosas, peligrosas o benignas, debían de aliviar la monotonía de su existencia y hacerles sentir que sus vidas se hallaban entre las garras de los imprevisibles caprichos del destino.
 
Existen opiniones opuestas acerca del lugar que ocupa tanto el aburrimiento como su vecino el ocio. Para Bertrand Russell “el aburrimiento es un gran tema para los moralistas, porque después de todo, la mitad de los pecados se cometen por su causa”; es así que desde esta perspectiva se lo identifica como el origen de muchos de los males que afectan a la sociedad. También están los que se sitúan en un punto medio, así según Alain “la ociosidad es la madre de todos los vicios..., pero también de todas las virtudes”. En el otro extremo se sitúan quienes opinan que estimula la innovación y agudiza el ingenio dado que las grandes creaciones son deliberadas manifestaciones de rebeldía ante el aburrimiento. Por cierto que éste puede llegar a mal término por lo que en opinión de Federico Fellini “sólo se muere de aburrimiento”.
 
Las singularidades de cada sujeto mucho tienen que ver con esta cuestión. Hay quienes se motivan con muy poca cosa así como también aquellos que nacieron y morirán aburridos, independientemente del tipo de eventos que desfile ante sus ojos. Carlos Maria Caron presenta un claro ejemplo de esta última variante.
Ernesto Techuers, un antiguo vecino mío, estudió la carrera de derecho hasta cuarto año, y a esa altura de la carrera se dio cuenta de que con el derecho en nuestro país "no pasaba nada". Entonces -por hacer algo distinto- se casó con una chica que había heredado una muy valiosa casa en Palermo, pero como en Palermo "no pasaba nada", hizo que la mujer vendiera la casa y -preocupado porque en la Argentina "no pasaba nada"- se fue a España. Desde allí escribió al poco tiempo contando que se iba a Francia porque en España "no pasaba nada", pero poco tiempo después pasó a Inglaterra dado que -según escribió- en Francia "no pasaba nada". Y así pasó a Alemania, y luego a Inglaterra, y más tarde a Italia y Luxemburgo, pero allí tampoco (según escribió) "no pasaba nada". Y así se recorrió toda Europa y parte de Asia y África, recalcando en decepcionadas cartas, que en todos los lugares donde había estado "no pasaba nada". Finalmente se le acabó la plata y se tuvo que volver a la Argentina, donde puso un quiosquito en Lanús, pero como en Lanús "no pasaba nada” se fue al Sur, desde donde volvió diciendo que en el Sur “no pasaba nada” y que iba a Chile, y allí definitivamente le perdimos el rastro, sin que ninguno de cuantos lo conocimos pudiéramos averiguar –ya que en ningún lado le pasaba nada a pesar de que había estado entre las bombas de la ETA, en medio del despelote del IRA, en la crisis de Sudáfrica con la finalización del aparthaid, con leprosos y la Madre Teresa de Calcuta- qué carajo quería Ernesto Techuers que por fin pasara.
 
Además de la actitud apática de la persona, el aburrimiento se nutre de la rutina, de lo previsible. De acuerdo con Gesualdo Bufalino incluso lo maravilloso puede llegar a ser aburrido: “Por enésima vez vuelve la primavera. A la larga el espectáculo aburre.” Verdaderos privilegiados quienes mantienen su mirada inaugural, su respuesta de asombro ante la reiteración de acontecimientos.
                                              
No sólo se trata de diferencias conceptuales sino que el tema también asume connotaciones históricas, por lo que dejó de ser el tópico inexistente o marginal que fuera en el pasado para ocupar un lugar central y protagónico en la actualidad.
 
Vivimos en una sociedad del entretenimiento y la diversión a la que quita el sueño el combate permanente al aburrimiento, aunque a veces se haga con propuestas aún más aburridas que el mismo aburrimiento.

jueves, 11 de abril de 2013

Escribir la propia vida y la ajena



Hay culturas más amigables con las autobiografías, mientras que en otras no se ve con buenos ojos que alguien atribuya tanta importancia a su propia vida. Al respecto señala Augusto Monterroso “Entre nosotros, en nuestros países, el diario, la autobiografía o las memorias son terriblemente mal vistas, empezando por las memorias y siguiendo por la autobiografía. Allí siempre se ha dicho: ‘Bueno, y éste ¿quién se cree que es para publicar su autobiografía o sus memorias?’ Es muy difícil eso.”

Otro tanto sucede respecto a su lectura ya que si bien hay públicos  verdaderamente aficionados a leer obras de este género, los hay también que no se motivan en lo más mínimo por este tipo de lecturas. Las razones para querer conocer tan a fondo la vida de otra persona pueden tener una intención frívola pero también orientarse por otras cuestiones; a ellas alude Rosa Montero.

Creo que al leer las vidas de los demás estamos intentando aprender de ellos: los personajes biografiados son exploradores que van de descubierta por esa terra incognita que es la existencia. Estudiamos sus aventuras y sus desventuras con el afán de deducir cómo es aquello que nos espera: cómo se puede uno manejar ante el triunfo y el fracaso, ante la vejez, el desamor o la pérdida, ante la muerte de los demás y la muerte propia. Puesto que la esencia azarosa del mundo es cada vez más evidente, y el caos carece ya de paliativos (los matrimonios no duran para siempre, no nos esperan ni el cielo ni el infierno, ya no hay ideologías ni religiones que ordenen convenientemente nuestros días), necesitamos un mapa de urgencia que señale el camino entre tanto vacío. Y así, al conocer las vidas de los otros vamos confeccionando nuestra propia y privada cartografía: dónde están los arrecifes de corales, dónde el mar abierto y los bajíos, dónde las rocas que pueden destrozarte.

Quien escribe su vida así sea en forma subjetiva y fragmentaria, que es la única manera en que puede hacerse (dice Gabriel García Márquez que “el problema de muchos escritores es que empiezan a escribir sus memorias cuando ya no se acuerdan de nada”) procura trasmitir a otros sus vivencias y/o narrarse a sí mismo su propia existencia.

Hay autores que se manifiestan imposibilitados de poder escribir sobre su vida. Tal es el caso de los apuntes autobiográficos que escribió Luigi Pirandello a pedido de Benjamín Crémieux y que cita Edmundo Valadés.

Desea usted algunas notas acerca de mi vida. Me hallo, querido amigo, en dificultad extrema para proporcionárselas. Y esto por la sencilla razón de que me he olvidado de vivir hasta el punto de no poder decir nada, absolutamente nada sobre vida, si no es —acaso— que no la he vivido: la he escrito. De suerte que, si desea usted saber alguna cosa de mí, podría responderle: Espere un poco, querido Crémieux, a que proponga su pregunta a mis personajes. Acaso estén ellos en condiciones de darme a mí mismo algún informe. Pero tampoco puede esperarse mucho de ellos; son, casi todos, gente insociable que no tuvo sino muy poco o nada que agradecer a la vida.

Por su parte Óscar Wilde manifiesta resistencias en relación a este género. “Detesto las autobiografías modernas. Generalmente las escribe gente que ha perdido por completo la memoria, o que jamás ha hecho nada que valga la pena recordar, lo cual, sin embargo, es sin duda lo que en realidad explica su popularidad.”

El mercado de las biografías tiene que ver con la tendencia histórica que se vive. Al respecto señala Francisco Jiménez “Es interesante hacer notar que Cosío Villegas registra que de ciento cincuenta y tres biografías individuales publicadas aproximadamente al empezar el siglo (XX), el cuarenta y seis por ciento fueron dedicadas a Porfirio Díaz, es decir, sesenta de ellas.”

En relación a las biografías escritas aprovechando una coyuntura que ha dado visibilidad a determinado personaje, Octavio Colmenares Vargas, citado por Federico de León Quezada, narra su experiencia.

José López Portillo, mi maestro de Teoría del Estado en la Facultad de Derecho, hombre carismático, inteligente, hizo una buena campaña electoral a pesar de que no tuvo contendiente. Fue candidato único.
El pueblo no creía en la autenticidad del plebiscito que se iba a realizar, por lo que no se tomó la molestia de apoyar a otro aspirante. El único partido de oposición, el PAN, no presentó candidato. Así que López Portillo fue prácticamente el sucesor de (Luis) Echeverría, desde el día mismo de estampar en todos los documentos oficiales el lema: “Sufragio efectivo...”, para caer en la cuenta de que el único sufragio efectivo era el del señor Presidente. (...)
Convencido de que López Portillo sería un buen Presidente, y de que el país necesitaba creer en alguien, en un líder carismático que lo impulsara y lo sacara del tercer mundo en que nos habían sumergido, decidí publicar una biografía de José López Portillo y encomendé su redacción a Jorge Mejía Prieto, quien asumió el proyecto con entusiasmo. Apareció Llámenme Pepe, biografía no autorizada del Presidente electo de México, y ¡oh sorpresa!, fue un éxito editorial: en poco tiempo vendimos 35 mil ejemplares. Cuando Mejía Prieto y yo le llevamos el libro, López Portillo se mostró encantado y puso en mi ejemplar la siguiente dedicatoria: "Para el autor de la idea, del autor del argumento, con perdón del autor del texto". Y al escuchar que ya llevábamos vendidos más de 30 mil, comentó: "Yo, de mis libros, nunca puede vender más de 1000, hasta que me nombraron secretario de Hacienda".

Entre las biografías se encuentran las autorizadas (cuentan con el consentimiento y en ocasiones el beneplácito del protagonista) y las no autorizadas (no solo no fueron avaladas sino que por lo general tampoco son del agrado del personaje). Entre estas últimas están las que forman parte de un negocio que ya tiene su historia. Juan Forn nos informa sobre ello.

En 1789 había en París tal cantidad de escritores que un censo de la época registra “672 poetas en estado de indigencia”. Muchos de los escritores que no lograban abrirse paso hacían las valijas y probaban suerte en cualquier otra parte donde se venerara la lengua francesa. Voltaire se había ido a Moscú, Rousseau a Ginebra, pero Londres era la ciudad que congregaba más escritores franceses en el exilio. De hecho, muchos de los que conformaban aquella diáspora no eran escritores antes de salir de su país; alcanzaba con tener un mínimo manejo de la pluma para dedicarse al oficio: podía ser un cura que hubiese dejado los hábitos por una doncella de su parroquia, un oficial del ejército que hubiese desertado por deudas de juego, un administrativo que hubiese huido con la caja chica de su patrón. Todo exiliado francés probaba suerte como escritor en Londres, y no por la gloria sino por el dinero.
Me explico: había en Londres por esa época, en el patibulario distrito de Cripplegate, una calle llamada Grub Street donde se concentraban los talleres de impresión más fenicios de la ciudad. Estos talleres cobraban y tardaban mucho menos que un impresor serio en hacer un libro y estaban convenientemente fuera de la jurisdicción del paranoico Ancien Régime francés, de manera que imprimían y enviaban clandestinamente a Francia toneladas de libelos, escritos a toda velocidad sobre las mesas de las tabernas de Grub Street por una pandilla de malandrines devenidos poetastros y novelistas de ocasión. Los que tenían más éxito eran las “chroniques scandaleuses”: biografías sobre personajes públicos que combinaban chismes más o menos ciertos con anécdotas apócrifas. Cómo serían de molestos aquellos libelos para la corte francesa que el canciller Maupeou terminó viajando a Londres a entrevistarse con el más exitoso de los libelistas, un tal Théveneau de Morande (autor de Memorias secretas de una mujer pública, sobre Madame DuBarry, la amante de Luis XV), a quien convenció de no escribir más, a cambio de una renta vitalicia de cuatro mil libras anuales.
Muy pronto, la industria del libelo quiso convertirse en la internacional del chantaje. En lugar de inundar París de copias, ahora se enviaba sólo una a las oficinas de Quai d’Orsay y se esperaba la oferta (el imprentero era el encargado de la negociación). Théveneau de Morande, en tanto, se había pasado al bando de la monarquía: ahora se dedicaba a informar secretamente a París quiénes tenían más o menos adelantado un libelo contra quién. Luego convencía al libelista de negociar él mismo el “anticipo” en lugar de permitir que el imprentero lo esquilmara. Y finalmente daba su zarpazo rastrero: conseguía al libelista una cita con emisarios del canciller. Pero esa cita debía hacerse del otro lado del canal, en Boulogne-sur-Mer. En cuanto los libelistas ponían pie en suelo francés, eran arrestados y enviados a la Bastilla.

Existen también aquellas biografías que no son autorizadas porque mencionan aspectos ocultos y/o incómodos de la vida del biografiado. Homero Alsina Thevenet da cuenta de lo que sucedió a este respecto en el caso del actor Alain Delon.                                           
 
El actor francés Alain Delon (n. 1935), que tuvo su prestigio alrededor de 1960 (A pleno sol, Rocco y sus hermanos) ha protagonizado un curioso incidente de censura en su país. El escritor Bernard Violet, autor de diez libros de investigación periodística, se propuso publicar una "biografía no autorizada" del actor, a cuyo efecto presentó a la editorial Bernard Grasset una detallada propuesta. Pero Delon se enteró del sumario, pidió a la justicia que se prohibiera la edición de tal libro y consiguió en efecto el acuerdo de los tribunales. Según la versión ahora publi­cada (...) Violet se introducía en la bisexualidad del actor, en sus orgías y en otros terrenos privados, como también en su colaboración con crímenes, tráfico de armas, guerras civiles (en Yugoslavia) y apoyo a fuerzas políticas de la derecha.
La prohibición de un libro que no estaba impreso y quizás tampoco escrito fue una novedad para la historia de la censura. Parecía necesario desafiarla. Eso hizo el semanario Marianne (…). Invocando artículos de la ley de prensa, anunció un nuevo material: “Exclusivo. Todo lo que no se tiene el derecho de publicar sobre Alain Delon”. Y lo publicó.

Así, hay personajes públicos que promueven y disfrutan su popularidad pero a condición de que se exhiba solamente lo que consideran la mejor versión de sí mismos.

martes, 9 de abril de 2013

Conocimiento vs prejuicio



No resulta extraño que se presenten conflictos de difícil resolución entre los conocimientos que se adquieren (ya sea por vivencias directas o mediante el estudio) sobre un tema determinado y los prejuicios que imperan en la casa y en el entorno en que se vive.

Así las cosas, no es extraño asistir al triunfo de los prejuicios.

Ejemplos de ello se encuentran en el libro El humor en la escuela (Montevideo, Arca, 6a. ed., 1976) de José María Firpo, en el que da cuenta de algunos escritos memorables de los alumnos de primaria así como de los padres de familia y que fuera recogiendo en sus muchos años de experiencia docente.

Cuenta el maestro Firpo que en cierta ocasión solicitó a sus alumnos una redacción acerca del tema: “las mujeres indígenas”. Uno de sus alumnos escribió:

Las mujeres eran muy descansadas porque lo único que hacían era hacer la comida, curtir las pieles, hacer y deshacer los toldos, llevar las armas y las pieles, cargar los hijos, juntar leña, prender fuego, cocinar, cazar bichos que pasaban cerca mientras trabajaban; y los indios hacían lo demás que era lo más pesado.

Queda todo dicho.

jueves, 4 de abril de 2013

Celo, celos y recelos

Entre los escritores es posible percibir diversos grupos que tienen que ver con su edad, sexo, procedencia, ideología, niveles de visibilidad, estilo y género literario que se cultiva. A partir de esta fragmentación se van constituyendo las diversas tribus en torno a revistas, suplementos, premios, instituciones, etc. Muchos son los que se sienten llamados y pocos los elegidos para ocupar lugares de preeminencia en el mundo de las letras y que ocasiones concitan rivalidades, enconos y descalificaciones varias.

La humildad de algunos les impide entrar en la conflagración de las letras pero también están quienes sufren de vedetismo y están dispuestos a hacer todo lo necesario para escalar lugares en el ranking de escribientes. Es así como se va gestando un clima propicio a celos, intrigas y envidias. El escritor gallego Manuel Rivas, citado por Víctor Roura, refiere la notable diferencia que presenta el ambiente en que se mueven los escritores al confrontarlo con el anonimato que rodea a los jardineros.

(…) aunque sabemos que existe ese tipo discreto que injerta metáforas deslumbrantes en la simplicidad del espino, escribe endecasílabos con el estiércol y acompasa su rutina necesaria a la imaginación de la tierra. No, nadie pregunta por el jardinero. El hombre discreto no espera un aplauso cuando rima en invierno la romántica belleza del camelio con la podrida tristeza de las hojas muertas. Sabe que no le aguarda un homenaje póstumo mientras siembra dalias y crisantemos. Nadie fotografiará su última sonrisa, su última rosa. Quizá envidie e incluso odie a otros jardineros, pero no caerá en el ridículo de proclamarlo en carteles sobre el césped.
Pero no se debe caer en la ingenuidad de pensar que los celos profesionales constituyen un monopolio de escribas. Víctor Roura analiza lo que acontece con los odontólogos.

También los dentistas juzgan, a veces con severidad, los trabajos de colegas suyos que les han precedido, pero no andan por las calles divulgándolo. Cuando el dentista se ha ido a París para cursar un doctorado por una beca atingentemente concedida, no hay más remedio que buscar a otro para finalizar el trabajo pendiente. Y como uno está seguro de que ha estado atendido por manos pródigas, lo primero que hace es decirle al nuevo dentista que, simplemente, termine de resanar la herida provocada por una urgente pero sencilla extracción molar. El dentista reemplazante examinará nuestra boca con la reticencia del caso, cavilará un momento su meticulosa inspección y, acto seguido, nos dirá, con prudencia, que la nuestra no es una boca saludable, por no decir que la ha encontrado hecha un asco. Pondrá manos a la obra, rehaciendo la labor de su antecesor. Y si vamos, luego, con un tercer dentista, nos dirá que nuestra boca pudo no haber sufrido las notorias ausencias dentales si se hubieran tomado a tiempo las debidas precauciones, y pondrá manos a la obra rehaciendo el trabajo de sus antecesores. Pero ninguno de ellos proclamará a los cuatro vientos la deficiencia de sus colegas. Es más, ni pregunta sus nombres, ni sus direcciones. No le importa: le basta con saber que es mejor que los otros, aunque un cuarto dentista, a su pesar y sin saberlo, disminuya con un nuevo diagnóstico su oficio.

Y ya entrado en gastos, Roura se refiere a lo que sucede con los trabajadores de la limpia.

El noble basurero sólo se pelea para que no le sean invadidas las calles que le ha tocado barrer. Recoge con empeño la basura de su sector y no se mete en una calle ajena porque sencillamente no le pertenece sino a otro colega suyo, aunque no crucen ambos palabra alguna. Tal vez, luego de la agotadora faena, en el corrillo de la delegación no se refiera en buenos términos a don Poncho, el basurero que barre la avenida principal, pero tampoco va a colocar alrededor de la colonia cartelones que denuncien su diatriba.

Pero con los escritores, ¡ay! con los escritores, el panorama es muy otro y ello se atribuye a muy diversas causas: que si el egocentrismo propio del oficio, que si la inseguridad implícita al proceso de creación, que si la necesidad de reconocimiento y el deseo neurótico de aprobación, etc. En fin, lo cierto es que el tema da para mucho. Puede suceder que incluso cuando públicamente se perciban elogios generosos y reconocimientos mutuos, la realidad que se viva en la intimidad sea muy diferente; a comienzos del siglo XX, Jacinto Benavente abordaba la cuestión.

Algunos escritores de provincias claman contra nosotros los de Madrid porque, según ellos, tenemos establecido un trust de los bombos y nos pasamos la vida en batalla de flores: elogio va, elogio viene; siempre entre los mismos del corro. (…) ¿no será obra meritoria la de bombearnos los unos a los otros? Ya procuramos destruir el efecto de las caricias públicas con los arañazos y mordiscos privados. (…) Da gusto discurrir por cualquier Círculo literario. -¿Has leído la imbecilidad que publica hoy Fulano? –Nunca leo esas latas. -¿Has leído lo que dice de ti el idiota de Mengano? –Esto cuando se trata de un elogio, para darle todo su valor.

Y se habla mal de todo lo que se lee, y peor de lo que no se lee (…)

Dejad, dejad que funcione el bombo mutuo; es cuanto queda de agrado y cortesanía en nuestras relaciones literarias. ¿Será mejor que nos destrocemos los unos a los otros (…)? (…) Y sí aun hablando bien unos de otros no engañamos al público sobre nuestro mérito, ya que nos crea malos escritores que nos crea siquiera buenas personas.

Víctor Roura, citando nuevamente a Manuel Rivas, profundiza en estas envidias y odios tan frecuentes entre escritores.

Su odio es pegadizo como un eczema, dice el gallego Manuel Rivas, "es un odio full-time: se ha convertido en una enfermedad profesional". Porque "escribir es también envidiar". El irlandés George Moore ha dejado una magnífica definición de movimiento literario: "Consiste en cinco o seis personas que son vecinas de la misma ciudad y se odian todas cordialmente." (…) La envidia y los odios literarios, sostiene Rivas, "han pasado de una escala artesanal, precapitalista, a otra fase ultraliberal, insaciable. Si este capitalismo es canibalismo, el nuevo odio literario es antropófago. No se trata de compartir sino de competir y devorar". (…) Los autores viven "un canibalismo gregario, pandillero", que publican incluso, sin miramientos, sus respectivos odios o eliminan, de plano, a sus contrincantes ignorándolos, conspirando en silencio a sus espaldas.

No obstante lo hasta aquí señalado, Roura sostiene que por encima de ello existe una suerte de corporativismo, de identificación gremial que evita que la sangre llegue al río. “Podrán argüir mil cosas de sus infamias y odios e inmoralidades y supresión de éticas, de sus oportunismos e infiltraciones calculadas y de su cinismo fiero e incongruencias profesionales, pero no, los literatos antropófagos, contra la lógica de su propia naturaleza, no se devoran a sí mismos.”

Hay quienes aportan un poco de humor en este tema de las críticas devastadoras entre escritores, es el caso de Mark Twain en su epístola a un literato joven.

En efecto, Agassir recomienda a los literatos que coman pescado, en atención al fósforo que este alimento contiene. Pero yo no puedo indicarle a usted la cantidad de pescado que debe tomar. Si la obra que me ha enviado como muestra, representa lo que hace usted habitualmente, creo que por el momento le bastará con un par de ballenas. No es necesario que las elija entre las más grandes. Con dos ballenas de las medianas tendrá bastante.

Para finalizar es conveniente subrayar, en voz de Manuel Rivas citado por Víctor Roura, uno de los aprendizajes que deja el trabajo con la tierra: “el prestigio del jardinero radica en su jardín y no en podarle los huevos al primero que se le cruce del gremio”. Junto con ello sería recomendable que algunos escritores se dieran un baño de humildad repensando el lugar que ocupan en el conjunto social, tal como lo señala Paco Ignacio Taibo I.

Desde hace muchos años pienso, y la idea se reafirma en mi cabeza con el paso del tiempo, que el oficio de escritor es otra calificación profesional más; casi podríamos decir un acto de artesanía, que no tendría que admirarse demasiado, que tendría sus equivalencias en la albañilería, el virtuosismo del trapecista circense, la habilidad del mecánico automotriz, la entrega apasionada del arquitecto o del biólogo marino. Un oficio más, respetable, responsable, apasionado, alucinante... tanto como los otros. Y como los otros, un oficio social, que se hace entre los demás con los demás, para los demás.

martes, 2 de abril de 2013

Oposiciones por cátedras universitarias


La plaza de profesor universitario es muy codiciada tanto por lo que hace al prestigio académico que implica como por los ingresos (aun cuando magros en la mayoría de los casos) y la estabilidad laboral que el cargo supone. Y aquí también ocurre la ley de la oferta y la demanda ya que muy pocas son las convocatorias que se abren. Esto en función de  los recortes presupuestales a la educación por una parte así como por las reformas en el régimen de retiro que establecen topes en los montos jubilatorios. Es por ello que la mayoría de los docentes prefieren seguir en su cargo aun teniendo edad como para retirarse (son los otros ni-ni: ni trabajan, ni se jubilan).

Así las cosas, hay circunstancias en que la lucha por los cargos asume características épicas que incluyen sospechas de corrupción por amiguismo de los concursantes con autoridades o comisiones dictaminadoras, por afinidades políticas, religiosas, sindicales e incluso por relaciones de parentesco.

Bajo el falso supuesto de que todo tiempo pasado fue mejor, podría pensarse que esta especie de lucha libre en las convocatorias es un fenómeno contemporáneo. Nada más lejos de la realidad. En su libro Estudiantes, sopistas y pícaros J. García Mercadal nos informa de lo que acontecía a este respecto en el pasado y a tal efecto cita al P. Alonso Getino.

 Principalmente la elección de profesores, hecha por los estudiantes mismos, que votaban según el número de cursos, daba margen a disgustos muy parecidos a los de nuestras elecciones de diputados. Oposición hubo, y de ella conservamos nota curiosa, en la que cayó al suelo un estudiante cosido a puñaladas por los del bando opuesto. La Universidad pasaba por todo con tal de conservar emulación, aplicación y ciencia en los maestros y doctores, que tenían que hacer alarde muchas semanas de su saber ante el tribunal de la grey escolar. Las previsiones que tomó para evitar sobornos, amenazas, influencias y trampas de mil formas, eran insuficientes.

De acuerdo con el testimonio del P. Alonso Getino las confrontaciones no sólo eran a título personal sino de las diversas órdenes y congregaciones que entraban en pugna para cubrir las vacantes.

Las oposiciones más terribles eran, por regla general, las de los religiosos, que convertían a veces las luchas personales en luchas de corporación, que aunque no lidiaban por el afán del lucro, lidiaban por conservar el crédito de colectividades de abolengo glorioso.  Los Estatutos les prohibían matricular estudiantes que no vivieran en los colegios de Salamanca, traerlos en tiempo de la vacatura, traer predicadores famosos o frailes influyentes durante la oposición, y hasta se prohibió a los opositores salir de sus conventos a casas de estudiantes y aun hablarles. Pero lo que ellos no hacían, no faltaba en ocasiones quien lo hiciese.

Figuras destacadas como la de Fray Luis de León no quedaron al margen de dichas disputas, tal como lo señala García Mercadal.

(…) Como ocurrió en la oposición entre Fray Luis de León y el Rector del Colegio de la Merced, Fray Francisco Zumel, para la cátedra de Filosofía moral, en la que éste acusó al poeta de haber quebrantado la clausura y salido de su casa para hacer visitas particulares; de haber sobornado a muchas y diversas personas con dineros, dádivas, amenazas y persuasiones; de haber dado dinero a muchos estudiantes para que no se marcharan y comiesen a su costa durante el tiempo de la vacatura; de haber traído de León a un pariente suyo influyente, el cual daba comidas, colaciones y dinero para sobornar a los convidados y gratificarlos a favor de su deudo; de haber enviado gentes a palear a su competidor y denunciante, etc., etc. La mayoría de los cargos no se pudieron confirmar, y el poeta ganó la cátedra por setenta y nueve votos.
También en la segunda oposición de Fray Luis, en 1579, a la cátedra de Biblia, que le disputaba Fray Domingo de Guzmán, hijo del poeta Garcilaso de la Vega, la lucha revisitó formas destempladas, pleiteándose durante dos años sobre la legitimidad de un voto decisivo, no comprobándose su ilegalidad hasta diez años más tarde, cuando ambos opositores llevaban largo tiempo de haber muerto.

Los intentos por -como diríamos hoy- hacer más transparente el proceso de elección fracasaron rotundamente. De acuerdo a lo que afirma García Mercadal aquí también se aplicó el célebre “se acata pero no se cumple”. “Esto a pesar de que ya desde 1494 (18 de octubre) los Reyes Católicos dictan una pragmática ‘para que  no haya sobornos, ni promesas en el votar las cátedras de Salamanca, ni impidan que cada uno vote libremente’, pero los sobornos continuaron durante todo el siglo XVI.”

Actualmente hay quien se sorprende del atrevimiento por parte de estudiantes que exigen espacios de participación en la designación de sus docentes. Sin embargo es posible observar que ello viene de larga data, así como las polémicas respecto a la conveniencia de tal participación. García Mercadal se refiere a ello.

Hasta dióse el caso, en julio de 1513, que, vacante una cátedra de Gramática, donde los Estatutos imponían como texto el Arte de Antonio de Nebrija, se presentó a opositarla el propio Nebrija, y los estudiantes favorecieron a su contrincante, un rapaz castellano.
El sistema del sufragio escolar para votar las cátedras, que debió ser motivo a que se obtuviesen resultados imparciales, tradújose, por el contrario, en ocasión de sobornos y trampas. Además de lo que hemos visto le ocurrió a Nebrija, podemos citar un diálogo entablado entre Lucio Marineo y Arias Barbosa; como aquél se extrañase de que hubiera dejado el segundo la cátedra de Retórica para opositar a una de Gramática, inferior en categoría, exponiéndose además a sufrir una derrota de los estudiantes, que se vendían por castañas. Arias Barbosa le contestó: “No sólo se venden por castañas, sino hasta por bellotas”.

El profesor García Boiza deja en claro que los procedimientos para beneficiar a alguno de los postulantes llegaron incluso al secuestro de partidarios del otro contrincante. “El profesor García Boiza nos refiere los medios de que se valió en 1559 el doctor Cubillas para alcanzar la cátedra de prima de Medicina que tuvo hasta su muerte el doctor Francisco de Cartagena, trayendo a votar médicos rurales, mientras un cuñado suyo tenía encerrados en una bodega a varios estudiantes que debían votar en contra.” No faltó el caso que ante la escasa calificación de los aspirantes, se optara por la designación directa. “Tan poca confianza había en los que intervenían en las oposiciones, que en este mismo caso, para dar los piques en el libro de Avicena, se llamó a un aldeano que a la sazón pasaba por la calle pregonando su mercancía.”

Nada nuevo bajo el sol.