jueves, 30 de mayo de 2013

De crueldades


Los conflictos (ya sean étnicos, nacionales, religiosos) suelen ser vistos con una mirada maniquea en la que los otros son los malos-malísimos mientras que uno forma parte del bando de los buenos-buenísimos.
 
La solución que se desprende de ello es muy sencilla: acabando con los otros se termina el problema. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. En este escenario no es extraño que quien proponga una mirada más compleja y menos parcial, sea identificado como traidor, mal nacido, vende patria y otras lindezas por el estilo. Amos Oz en Contra el fanatismo (Madrid, Siruela, 2003) comenta lo que sucedió a un amigo.
Un querido amigo y colega mío, el maravilloso novelista israelí Sammy Michael, tuvo una vez la experiencia, que de vez en cuando tenemos todos, de ir en taxi durante largo rato por la ciudad con un conductor  que le iba dando la típica conferencia sobre lo importante que es para nosotros, los judíos, matar a todos los árabes. Sammy le escuchaba y, en lugar de gritarle: “¡Qué hombre tan terrible es usted! ¿Es usted nazi o fascista?”, decidió tomárselo de otra forma y le preguntó: “¿Y quién cree usted que debería matar a todos los árabes?”. El taxista dijo: “¿Qué quiere decir? ¡Nosotros! ¡Los judíos israelíes! ¡Debemos hacerlo! No hay otra elección. ¡Y si no mire lo que nos están haciendo todos los días!”. “¿Pero quién piensa usted exactamente que debería llevar a cabo el trabajo? ¿La policía? ¿O tal vez el ejército? ¿El cuerpo de bomberos o equipos médicos? ¿Quién debería hacer el trabajo?”. El taxista se rascó la cabeza y dijo: “Pienso que deberíamos dividirlo a partes iguales entre cada uno de nosotros, cada uno de nosotros debería matar a algunos”. Y Sammy Michael, todavía con el mismo juego, dijo: “De acuerdo. Suponga que a usted le toca cierto barrio residencial de su ciudad natal en Haifa y llama usted a cada puerta o toca el timbre y dice: “Disculpe, señor, o disculpe, señora. ¿No será usted árabe por casualidad?”. Y si la respuesta es afirmativa le dispara. Luego termina con su barrio y se dispone a irse a casa, pero al hacerlo –dijo Sammy al taxista- oye en alguna parte del cuarto piso del bloque llorar a un recién nacido. ¿Volvería para disparar al recién nacido? ¿Sí o no?”. Se produjo un momento de silencio y el taxista le dijo a Sammy: “Sabe, es usted un hombre muy cruel”.

martes, 28 de mayo de 2013

El color de las palabras


Hay momentos en que las palabras necesitan colores para poder decir lo que quieren expresar, de no ser así aquello podría quedar muy descolorido. Un artículo de Selecciones del Reader’s Digest aborda la cuestión.


(…) cuando hablamos de una novela rosa, entendemos que es de tema romántico y que los enamorados se casan al final, después de unas cuantas (o muchas) peripecias más o menos realistas. Y también, al decir que fulano se puso blanco como el papel al enterarse de la noticia, entendemos la idea.
Los viejos verdes, ya se sabe, cortejan a las jovencitas, y los chistes colorados no deben contarse delante de los niños. Un moretón está señalado, evidentemente, por un lindo color morado de resultas de algún golpe; por cierto que durante varios días evolucionará volviéndose azul, verde y de un amarillo enfermizo, antes de desaparecer por completo.
El amarillo es el color que compite con el verde en el rostro de las personas envidiosas, y la ira suele revelarse por un rostro de color púrpura o morado, aun cuando no faltará quien exclame: "¡Estoy negro de coraje!"
Y si se dice de alguien que es gris de pies a cabeza, se está implicando que esa persona carece de originalidad o siquiera de alguna característica que destaque.
¿Y por qué es un príncipe azul? (...) se llama así al príncipe encantador de que nos hablan los cuentos de hadas, aquel que recoge la zapatilla de cristal de Cenicienta o despierta con un beso a la Bella Durmiente o a Blanca Nieves. Y, por extensión, es el hombre joven, rico y guapo, que todas las jovencitas esperan encontrar para que se case con ellas.
¿Hay algo más gráfico que el color para expresar matices físicos o psicológicos?

 
El “orden social” atribuyó a lo “negro” un conjunto de características negativas, mientras que lo “blanco” era identificado con lo positivo.

 
(…) Toda la idea de negrura fue una trama lingüística que reflejó el racismo de esos y estos tiempos. Todo lo negro es oscuro, perverso, maldito, triste, melancólico, mientras que blanco es pureza, virginidad, santidad, castidad. El idioma se ha ocupado con impiedad de marcarlo: oveja negra, viuda negra, lista negra, mercado negro, magia negra, negro porvenir (…)
(el blanco) es el símbolo de la pureza, la inocencia, la santidad y la virginidad. Cuando los niños reciben el bautismo o la primera comunión, visten de blanco, así como las novias y el Santo Padre. Los sacerdotes de la antigüedad siempre usaban vestimentas blancas. Osiris, el dios de los egipcios, llevaba una corona blanca. El funeral de César fue rodeado de tonos blancos y los persas afirmaban que los dioses siempre vestían de blanco.

 
Se ha querido corregir el despropósito del racismo con un habla considerada como políticamente correcta y que a veces además de quedar solo en la superficie del tema, no representa solución alguna. Con su estilo provocador Arturo Pérez-Reverte se rebela contra ello.

 
Estaba el arriba firmante sentado en Recoletos, cuando pasó un negro. Era un negro normal, con buena pinta, que iba con su bolsa de El Corte Inglés en la mano. Cerca de mí jugaba un niño de seis o siete años, con una pistola y una enorme placa de sheriff. Y cuando pasó por delante el fulano, el zagal se fue detrás pegándole tiros. Pum. Pum. Él se partió de risa y siguió camino, a lo suyo. Entonces, la madre del crío, que estaba cerca, le dijo al enano:
-ÁIvaro, no molestes a ese señor de color.
No dijo a ese negro, ni tampoco a ese señor. El pequeño pistolero obedeció, no sin antes dedicarle al paseante un último tiro, el de gracia (…)
Lo malo no es admitir que hay otras razas, sino creerse superior a ellas. Por eso me queman la sangre todos los mingafrías que no se atreven a pronunciar la palabra negro por culpa de su mala conciencia, y la disfrazan con la jujana del color, como si así le suavizaran el tinte. Un color negro evidentemente, porque por muchas vueltas que le des, ninguna piel negra es color rosa. O llaman, que ésa es otra, con el estúpido paternalismo que no sé de dónde diablos sacan ciertas mulas de varas y comentaristas deportivos varios, morenito a un licenciado en Filosofía o en Química Nuclear. O a un fulano de dos metros que juega al baloncesto y cuando sonríe parece el teclado de un piano.

 
Los niños están más libres de tanta mala conciencia y a ello se refiere Pérez-Reverte. “Resulta muy significativo que los que menos importancia dan al carácter socialmente negativo de tal o cual color de piel sean precisamente los niños. Ningún renacuajo se apartará de otro o dejará de jugar con él porque su raza sea distinta, sino al contrario; la curiosidad natural lo empuja siempre a acercarse, y tocarlo, y estar en contacto.” Muchos son los testimonios que dan cuenta de esta mirada desprejuiciada que tienen los niños; José Saramago comparte su vivencia.

 
Diálogo de un anuncio de automóviles en televisión. Al lado del padre, que conduce, la hija, de unos seis o siete años, pregunta: «Papá, ¿sabías que Irene, mi compañera de clase, es negra?». Responde el padre: «Sí, claro...». Y la hija: «Pues yo no...». Si estas tres palabras no son propiamente un puñetazo en la boca del estómago, son sin duda otra cosa: un mazazo en la mente. Se diría que el breve diálogo no es más que el fruto del talento creador de un publicitario con genio, pero, aquí al lado, mi sobrina Julia, que no tiene más que cinco años, preguntada sobre si en Tías, lugar donde vivimos, había negras, respondió que no sabía. Y Julia es china...
(…) La cuestión es que, al revés de lo que generalmente se cree, por mucho que se intente convencernos de lo contrario, las verdades únicas no existen: las verdades son múltiples, sólo la mentira es global. Las dos niñas no veían negras, veían personas, personas como ellas mismas se ven a sí mismas, luego la verdad que les salió de la boca fue simplemente otra.


Los niños van haciendo suya la mirada discriminatoria a medida que van creciendo ya que como dice Arturo Pérez-Reverte “sólo a medida que nos hacemos mayores, y perdemos la inocencia, la sociedad correspondiente nos impone sus filias y sus fobias, que asumimos para congraciarnos con nuestra tribu”.

 

jueves, 23 de mayo de 2013

Crónicas de nostalgia y descubrimiento


De un tiempo a esta parte dentro del ámbito literario se ha observado el fortalecimiento de la crónica, en particular en lo que hace al ámbito latinoamericano. Sin embargo, para Martín Caparrós el asunto viene de lejos.
La crónica tuvo su momento, y ese momento fue hace mucho. América se hizo por sus crónicas: América se llenó de nombres y de conceptos y de ideas a partir de esas crónicas (de Indias), de los relatos que sus primeros viajeros más o menos letrados hicieron sobre ella. Aquellas crónicas eran un intento heroico de adaptación de lo que no se sabía a lo que sí: un cronista de Indias (un conquistador) ve una fruta que no había visto nunca y dice que es como las manzanas de Castilla, sólo que es ovalada y su piel es peluda y su carne violeta. Nada, por supuesto, que se parezca a una manzana, pero ningún relato de lo desconocido funciona si no parte de lo que ya conoce.
Así escribieron América los primeros: narraciones que partían de lo que esperaban encontrar y chocaban con lo que se encontraban.
Vaya colisión la que refiere Caparrós entre lo que se espera encontrar y lo que en realidad se encuentra. Así es como los viajeros realizaban comparaciones que por lo general, aunque hubo destacadas excepciones, favorecían a la tierra de origen que por lejana aparecía idealizada. En esta línea Germán Castro Caycedo sostiene que lo malo está en comparar: “Leyendo los diarios de Colón, se ve que el momento en que todo se jode es cuando empieza a comparar el aire del trópico en octubre con el de Sevilla en abril.”
Siglos después de la conquista siguieron llegando a México un número importante de españoles. Algunos se integraron a la cultura local e hicieron aportes de relevancia, lo que no les ahorró trabajo a la hora de explicar aquello que veían con mirada inaugural. Tal es el caso de lo que le sucedió a José Moreno Villa con el aguacate.
El fruto más pulido, más comedido, más bien educado que yo conozco es el aguacate. Viste un pellejo liso y negro como de hule fino. Tiene un solo hueso o semilla, casi tan grande como el total de su cuerpo. Y la carne es una mantequilla verdosa que no se adhiere al hueso. No tiene, pues, jugo que chorree, dureza que esquivar, acritud ni dulzura excesivas. Se le toma en el plato, se le hace una incisión en redondo, se tira de las medias cápsulas, dentro de una de las cuales queda el hueso, y se expulsa a éste apretando un poco la media fruta que lo retuvo.
Otro tanto le aconteció con el mango.
Lo más opuesto al aguacate es el mango, fruta chorreosa, sumamente rica en jugo y con una carne que apenas puede separarse del hueso. Las adherencias de su carne son tales, que para poder darme cuenta de cómo era la semilla tuve que rasparIa y dejarIa secar. Entonces obtuve una especie de lengüeta peluda. Estos filamentos o nerviecillos del mango se notan al morderlo. Pero si no hincamos en. su carne los dientes, sino el pincho especial, y le cortamos sus lomos con el cuchillo, gustaremos de una fruta fresca, blanda, jugosa, sabrosísima y de un color alegre, amarillo cálido.
No fueron menos sus esfuerzos para describir al zapote.
La más exótica o extraña por su color es la fruta llamada zapote prieto. Bajo una lisa, delgada y verde vestidura, una carne negra que ha de batirse para servirla en los platos. La primera vez que le presentan a uno este riquísimo postre natural, se resiste a comerlo, porque los manjares negros no avivan el apetito a través de los ojos. Ocurre lo mismo con los calamares en su tinta, comida negra que luego gusta tanto. La pulpa negra del zapote prieto, una vez aceptada por la razón, es, para el paladar, de una consistencia tan leve y espumosa como la del merengue.
Otro tanto le aconteció con el mamey.
Queda por ver cómo es el mamey. Oval y alargado como el mango, pero de corteza color de barro seco. Una vez que lo abrimos en canal, nos enseña un interior de color rojo llameante. Como bajo su corteza la Tierra, tiene el mamey fuego bajo la suya. Y esta carne no rezuma líquido libre; y es apelmazada, para ser extraída con cuchara.
En esta relación no siempre armónica entre la tierra de origen y la de llegada, se presentaron situaciones muy peculiares.
 
Hace algunos años la nieta de doña Josefina me contó su historia. Había llegado a México en 1938 cuando era Josefina a secas; el paso del tiempo agregó la antesala a su nombre. Ya en tierra mexicana se casó con un español -tal cual debía ser- y durante años mordió la rabia del imposible regreso a su tierra.
 
No entendía ni a los mexicanos ni a sus costumbres; sin embargo, su sentimiento de gratitud con relación a la hospitalidad azteca era notorio. Pero lo que más sufría era la comida. ¡Cómo extrañaba aquellas paellas inolvidable, los pucheros majestuosos, las aceitunas negras rellenas de anchoas y tantos otros platillos! Pero por sobre todas las cosas añoraba las butifarras de su Vigo natal. Esta era su debilidad y a quien estuviera dispuesto a escucharla le describía el sabor, el color, hasta el olor, de aquellas -tan lejanas- butifarras.
Cada vez que retornaba a México alguno de sus paisanos procedente de España, se emocionaba y no era porque fuera a recibir carta (todos los parientes que habían quedado en la madre patria eran franquistas y doña Josefina les había extendido el certificado de defunción), sino por la posibilidad de saborear algún manjar ibérico.
Muchos años después, en el mercado de San Juan de la ciudad de México se abrió un puesto cuyo nombre era “La Catalana”, el que se proponía plagiar algunos de los embutidos españoles.
La primera butifarra de “La Catalana” que probó doña Josefina le hizo emitir un grito de desaprobación que se fue atenuando en el transcurso del exilio.
En 1978 doña Josefina regresó a Vigo. Habían transcurrido cuarenta años y aunque tenía presión alta se permitió probar una butifarra. Bajó los ojos, no dijo nada, pero recordó y añoró los embutidos de “La Catalana”. En ese momento comprendió que moriría en México.
Uno de esos tantos casos a los que alude Ricardo Cayuela Gally, citado por Luis Villoro, cuando señala que  “con el tiempo, ser exiliado español en México no sería una forma de ser español sino de ser mexicano”.

martes, 21 de mayo de 2013

¿Cómo está?


Pregunta de cajón que viene en paquete con el saludo tradicional: ¡hola! En realidad se trata de un formalismo ya que por lo general ni el que pregunta tendría el tiempo suficiente para escuchar una larga exposición, ni el que responde el tiempo o la disposición para realizar un autodiagnóstico a fondo o un inventario personal. Es así que solo queda lugar para una serie de respuestas sintéticas prefabricadas y que recorren un amplio espectro: “muy bien”, “bien”, “más o menos”, “ahí la voy llevando”, “tirando”, “mal”, “de la chingada”. Este repertorio posee también respuestas ambiguas y que prometen mayor información, pero ahí se quedan. Son del tipo de: “¡si te contara…!”. No faltan las irónicas: “bien… ¿o te cuento?”

Asimismo existen respuestas ingratas como: “y…, no me puedo quejar”. ¡Pobre!, todo un profesional de la queja al que la vida no le está dando la posibilidad de ejercer.

Pero no se vaya a creer que no hay salida: aun en terrenos tan formales es posible innovar. Pocos son los que lo intentan y Edgardo Cozarinsky ofrece un ejemplo de ello.

Marthe Lahovary, la legendaria princesa Bibesco que aspiró a la amistad de Proust y fue asidua memorialista, estaba invitada a pasar la Nochebuena de 1937 en casa de su amiga Enid Bagnold, en Rottingdean, Sussex. Al reconocer en un anciano tembloroso y vacilante que se acerca a saludarla al venerable novelista Maurice Baring, le dirige la convencional pregunta: "How are you, my dear friend?". No esperaba recibir una respuesta sincera, informativa, precisa: "Soy un juguete roto. Por más que me den cuerda no pueden hacerme funcionar. Ya no puedo leer, ya no puedo caminar, ya no puedo dormir, ya no puedo escribir. Por lo demás, mi salud general es perfecta.".

Una verdadera joya del género: concisa, profunda, irónica.

Y a todo esto, usted ¿cómo está?

jueves, 16 de mayo de 2013

La telefonía en México


Hay quienes se adelantan en mucho al reconocimiento oficial de algunos inventos. De acuerdo con Salvador Novo, referido por Héctor de Mauleón, tal fue lo que aconteció con la telefonía.

El 10 de junio de 1968, en un artículo publicado en Novedades, Salvador Novo demostró que la primera conversación telefónica ocurrida en la Ciudad de México se llevó a cabo en 1563, tres siglos antes de que los científicos rivales Alexander Graham Bell y Elisha-Gray corrieran a una oficina de patentes para acreditarse, el mismo día y en ciudades distintas, la invención del teléfono.
El hecho, consignado en el siglo XVI por un autor olvidado, Juan Suárez de Peralta, tuvo lugar semanas después de que el mestizo Martín Cortés arribara, procedente de Yucatán, a la ciudad que años antes su padre había conquistado. El hijo de Cortés, cuenta Suárez de Peralta, fue recibido con grandes fiestas y tratado “como a la misma persona real”. Heredero del carácter de su padre, solía gastar en fiestas y galas “dinero que fue sin cuenta”, y gustaba de salir a la calle rodeado por más de un centenar de hombres, montados y disfrazados, que “andaban de ventana en ventana hablando con las mujeres [...] y apeábanse algunos, y entraban en las casas de los caballeros y mercaderes ricos que tenían hijas o mujeres hermosas, para parlar con éstas”.
 “Vino el negocio a tanto [prosigue Suárez de Peralta] que ya andaban muchos tomados del diablo, y aun los predicadores los reprendían en los púlpitos [...] porque no las hablasen libertades”. Los padres comenzaron a vigilar a sus hijas; los maridos, a encerrar bajo llave a sus esposas. Fue entonces cuando los amigos del marqués –“pillines muchachos”, los llama Novo- concibieron la idea de fabricar unas cerbatanas tan largas “que alcanzaban con ellas las ventanas, y poníanles en las puntas unas florecitas, y llevábanlas en las manos, y por ellas hablaban a las mujeres lo que querían... “
De este modo habría iniciado, de acuerdo con Novo, “la presencia en nuestra ciudad de los aparatos por cuyo medio novios y novias se entregaron al furtivo cotorreo que bien podemos denominar telefónico”.

Más allá de estos remotos antecedentes la entrada formal de la telefonía tuvo lugar mucho después, hacia fines de la década de los setentas del siglo XIX. Refugio Bautista Zane se refiere a sus inicios y las molestias a que ello dio lugar.

El 13 de marzo de 1878, se efectuó la primera comunicación telefónica entre la Ciudad de México y el pueblo de Tlalpan, a 16 kilómetros de distancia. En los primeros tiempos, la importancia de este tipo de comunicación no fue comprendida por la población; los capitalinos protestaban por las molestias que ocasionaba la colocación de postes y alambres, que además daban mal aspecto a la ciudad.

Por su parte, Alejandro Rosas (quien por cierto tiene una ligera discrepancia de fechas con Bautista Zane) aporta mayor información en torno al desarrollo de la telefonía en sus comienzos.

Establecida en la calle de Santa Isabel número 6, hoy Bellas Artes, la flamante Compañía Telefónica Mexicana contaba en 1891 con más de 1000 suscriptores que gozaban de las bondades del teléfono. Lejos quedaba ya el 15 de marzo de 1878, fecha que había convertido al pueblo de Tlalpan en el primer sitio de la República mexicana en recibir una llamada telefónica desde la Ciudad de México.
Trece años después, la Compañía Telefónica Mexicana publicaba su Lista de suscriptores no. 1 donde anunciaba: «El precio por toda línea nueva será de seis pesos y veinticinco centavos mensuales por líneas de un kilómetro o menos. Se cobrará además $10.00 por los gastos de instalación».
Los suscriptores tenían derecho a «hablar con los demás cuando quieran y con el mayor secreto. Al decir en la Oficina Central con quien se quiere hablar digan con qué número y no con qué nombre». La Lista de suscriptores apenas contaba con veintiún páginas y aparecían todos los usuarios sin importar su posición social.
Al presidente Porfirio Díaz se le podía llamar al número 64. El futuro ministro de Hacienda, José Y. Limantour tenía el 62. La familia Romero Rubio, suegros de don Porfirio, respondía en el 127 en su domicilio en la calle de San Andrés, o en su mansión en el vecino pueblo de Tacubaya marcando el 1005. Las casas comerciales, como el Puerto de Liverpool y el Puerto de Veracruz, tenían números similares que a veces provocaban confusión: 643 y 634 respectivamente.
Como aviso «importantísimo», J. E. Torbet, gerente general de la Telefónica Mexicana señalaba: «La Compañía suplica que cuando dos suscriptores concluyan de hablar, cada uno toque su timbre para que caigan las dos placas en la Oficina Central, como señal de que ya acabaron: así quedan en disposición de hablar con otro y de que otro les hable».
Todo estaba contemplado en el Directorio Telefónico de 1891: hoteles, comercios, restaurantes, compañías petroleras, fábricas, líneas de ferrocarril, oficinas de gobierno, funcionarios públicos, particulares, y con el número 1 aparecía el único negocio permanentemente rentable: la agencia de inhumaciones de Eusebio Gayoso.

Poco a poco esta importante innovación se fue difundiendo entre algunos sectores de la población; Héctor de Mauleón aporta cifras y alude a las primeras travesuras de la ciudadanía con los teléfonos públicos.

Un estudio de Enrique Cárdenas de la Peña (El Teléfono, SCT, 1988) informa que en 1878 existía en la Ciudad México sólo ocho aparatos (de teléfono). La cifra ascendió a cincuenta en 1879, a ciento cincuenta en 1881 y a doscientos en 1882. Tal vez de ese tiempo procede la costumbre de decir “bueno” al levantar el auricular, lo cual, comenta José Agustín, hoy es una de las cosas más extrañas del mundo, aunque entonces servía para indicar si la recepción de la señal era adecuada –“malo”, decía la gente en caso contrario.          
(…) en 1903, cuando los usuarios realizaban diecisiete mil llamadas cada día, los teléfonos de moneda tuvieron que ser retirados dado que la gente, en lugar de dinero, deslizaba corcholatas de cerveza en las ranuras correspondientes. Cientos de aparatos quedaron arruinados con este procedimiento.

                                                          
Han pasado los años y es muy difícil reconocer en los actuales teléfonos de tan rápida caducidad a sus viejos y sólidos ancestros. Guillermo Sheridan profundiza en el tema.


Hace 30 años un teléfono era una especie de catafalco de baquelita con un gorro de torero por uno de cuyos extremos se hablaba y por el otro se escuchaba. Tenía también un disco con diez agujeros numerados del cero al nueve que se hacía girar con el dedo índice hasta completar el número deseado. Si alguien respondía, se hablaba; si no, se colgaba. Fin del asunto.
El teléfono contaba con exactamente tres partes, ninguna de las cuales se prestaba a confusión ni ameritaba instrucciones. Servía sólo para dos cosas: hablar y escuchar, y, desde luego, para asesinar gente por causa justificada (pero ese es un atributo del que goza cualquier objeto pesado, y esos teléfonos pesaban como dos kilos). En suma, un pisapapeles con una función aledaña.
Otra característica de los teléfonos de esos años era que no había teléfonos. Es decir, sí había pero, como eran del gobierno, no había. Sólo había teléfono si se contaba con un cuñado influyente, y si se pasaba una prueba iniciática que, en un momento dado, suponía el misterioso trámite de "adquirir acciones". (…)
Ahora los teléfonos se venden en el supermercado y ya vienen conectados. Lo malo es que ya no son esos objetos lúgubres, simples e inertes.
El que recién compré (el más barato) ostenta 22 botones que incluyen funciones como "menú" y "transfer" (…) El teléfono pesa 200 gramos, deberá tener 500 micropartes y además de para hablar servirá para una veintena de cosas (sin contar el asesinato): para decir quién llama antes de contestar, llevar una agenda, guardar datos en la memoria, escuchar cancioncitas, molcajetear salsas, tomar fotografías, jugar dominó y hacer una lista de las personas con las que no se quiere hablar, a las que el aparato mandará al carajo de manera totalmente automatizada. Un montón de satisfactores inducidos; es decir, de cosas que no se necesitan hasta que el aparato ordena necesitarlas.
¿Habrá quien considere anticuado aquel teléfono y moderno éste? No lo sé, aunque uno supondría que progresar es abreviar. El actual teléfono es tan imbécil que requiere un manual de instrucciones que, una vez desdoblado, mide aproximadamente un metro cuadrado y cuya cabal lectura toma 85 minutos cerrados. La posibilidad de que el imbécil sea yo, y no el teléfono, queda descartada por la última, contundente frase del manual. Dice así:
ADVERTENCIA: en caso de ser tragado, este aparato puede producir sofocamiento, e incluso la muerte.
Lo bueno es que si tal cosa sucede se busca en el manual cómo marcar el número de la Cruz Roja y se pide auxilio.

Difícil predecir por dónde seguirán los vertiginosos cambios que se siguen dando en la telefonía y sus alrededores.

martes, 14 de mayo de 2013

Sentarse a la mesa


La comida familiar adquiere especial relevancia de tal forma que muchas vivencias  quedan grabadas en la memoria a lo largo de la vida. Es el caso de Fernando Fernán Gómez quien muchos años después rememora un cocido muy singular que se comía en su casa en los años aciagos de la Guerra Civil Española.


Durante la guerra, los dos platos más comunes entre la población civil madrileña fueron el arroz con chirlas y las lentejas sin nada. Pero en casa, quizás por la ayuda de mi tío, comimos más frecuentemente un plato que se llamaba garbanzos guisados, cuya receta no he encontrado en los libros de cocina que ahora tengo en casa, pero que viene a ser una especie de cocido sin patata, sin carne, sin jamón, sin tocino, sin embutidos, sin verdura, al que con un poquito de ajo y otro poquito de pimentón se intenta dar algo de sabor y con una cucharada de harina un poco de consistencia. He olvidado lo que desayunaba, no sé si había churros. Lo que sí sé es que a partir de media mañana, a mí, que siempre había padecido inapetencia, el hambre me atormentaba con ferocidad; y adquirí la costumbre de entrar furtivamente en la cocina, cuando no había nadie, y comerme una cucharada de aquellos garbanzos a medio hacer. A veces reiteré las cucharadas y en el momento de llevar los garbanzos guisados a la mesa resultó que casi no había nada en el puchero.

 
Otra vivencia de aquellos años es la que evoca Miguel Gila en la que es posible ver el lugar tan diferente que correspondía a los mayores y a los niños.

 
La comida de cada día, el "arreglo" que llamaban en mi casa, donde éramos muchos hombres, era el cocido diario. Los domingos comíamos arroz, pero sólo los domingos, y por las noches para todos lentejas, judías pintas con arroz, "empedraíllo" que es como lo llamaban en Jaén, o patatas guisadas, menos mi abuelo que cenaba una rodaja de merluza hervida, que aliñaba con unas gotas de aceite de oliva y un poco de limón, o dos huevos pasados por agua. Mi abuelo me dejaba las cáscaras para que yo las rebañara con una cucharilla. Algunas veces no me gustaba la cena y cuando decía: "Esto no me gusta", me mandaban a la cama sin cenar, al día siguiente me levantaba para ir al colegio, pedía el desayuno y por orden de mi abuelo me ponían lo que no había querido en la cena, y si no lo quería, me lo ponían a la hora de comer y así hasta que el hambre hacía que me lo comiera. De esa forma no me quedó otro remedio que comer de todo. Mi tío Manolo, cuando me mandaban a la cama sin cenar, se acercaba hasta la habitación y me llevaba pan, aceitunas o algo de fruta, pero todo esto en el mayor de los secretos, sin que mi abuelo se enterase.

           
Existen diferentes costumbres a la hora de sentarse a la mesa. Hay lugares en que la comida es muy conversada, como lo señala Álvaro Cunqueiro “Los griegos, según Villalón, entre plato y plato, pues son tan parlanchines, se cuentan sus vidas y milagros, y así no hay comida de griegos que dure menos de ocho horas.” En otros casos (el ejemplo más extremo sería el de los conventos de clausura) la comida ocupa poco tiempo y transcurre en absoluto silencio. Más cerca de lo conventual que de los griegos, si tomamos en cuenta su duración, podríamos situar a la múltiple variedad (y sin embargo tan parecida entre sí) de la llamada “comida rápida”.

 
Es así que a través del estudio de las costumbres vinculadas con la comida es posible realizar un diagnóstico bastante ajustado de la cultura y el momento histórico de que se trate.

                                              
Así como no es de buen gusto que durante la comida familiar se aborden temas que pudieran provocar situaciones enojosas, para las comidas sociales no se recomiendan los temas políticos. B.A. Grimod de la Reynière es terminante a este respecto.


No aconsejaremos a nadie hablar de política en la mesa, contra más incapaz es uno de gobernarse a sí mismo, más debe abstenerse de querer gobernar el Estado. Hay tantos temas, mucho más atractivos y alegres, que éste, y sólo la pedantería o la imprudencia pueden sugerirlo. La literatura, los espectáculos, la galantería, el amor y el propio arte culinario, son inagotables fuentes de temas alegres. Proscribamos también la difamación; sólo las personas ruines cotillean en la mesa; nada vuelve al hombre más indulgente que la buena comida y la hilaridad.          

                                              
En este tipo de comidas no dejan de presentarse situaciones chuscas a las que alude Ramón Gómez de la Serna. “Es gracioso cómo en los grandes banquetes de cien comensales cuando se sirve el pollo se hablan unos a otros en la mesa como si el pollo que comen fuese el mismo y se dicen: ‘¡Ha visto usted qué duro!’ o ‘¡Ha visto usted qué blando!’.”

 
Según la cultura y las posibilidades de que se dispone, el sustento de la comida será diferente: arroz, carne, frijoles, maíz, vegetales, pan, etc. Hay cocinas monotemáticas mientras otras experimentan la diversidad, así refiere Álvaro Cunqueiro que “el Levante español es el paraíso de la anarquía culinaria; véase esa invención llamada la paella” (cabe acotar que bien pueden competir con ello otros mestizajes culinarios de los que nos ocuparemos en su momento).

 
Para Cunqueiro la comida se encuentra estrechamente relacionada con la salvación. “Mi amigo don Pedro Moularne Michelena solía decir que ‘sin vino no hay cocina, pero sin cocina no hay salvación, ni en este mundo ni en el otro’.”

 

jueves, 9 de mayo de 2013

El regateo: de lo folclórico a lo doloroso


No tengo claro cuáles son las razones por las que el regateo forma parte de la dinámica comercial de ciertos países mientras resulta totalmente ajeno a otros. Debe haber explicaciones para ello. Lo cierto es que el tránsito de una a otra zona no es nada sencillo: quien llega de visita a un país regateador termina pagando de más debido a su falta de experiencia mientras que quien arriba a uno en que esa práctica no es usual, puede percibir una conducta muy antipática en los marchantes combinada con su aparente falta de interés en vender.

En México el regateo vive a sus anchas ya que -como es frecuente decir hoy en día- lo lleva en su ADN porque tal como lo señala Joaquín Antonio Peñalosa

No podemos comprar sin regatear. Sólo hay alguien que aventaja al mexicano en la lucha campal del regateo, es la mexicana.
El comerciante señala el precio de la camisa: cien pesos. El cliente suspira: ochenta. Entre esos límites se establece el forcejeo a cuerpo limpio. A ver quién vence a quién. Argumentos van y vienen. Súplicas, ejemplos, historia tristes, teorías económicas, todo es válido en el juego, menos perder. No importa que a uno le hayan rebajado diez centavos. Cualquier rebaja es buena, porque permite al mexicano salir de la tienda con una sensación de triunfo. Fíjate que me rebajaron diez pesos en la compra.

Añade Peñalosa que con el sólo nombre puesto a su tienda, hubo quienes revelaron sus escasos atributos para el comercio.

En San Luis Potosí, existió una tienda que nunca vendía nada, aunque exhibía lindas telas y preciosos brocados. A las muchachas que pasaban por ahí, se les hacía agua la boca. Pero no se atrevían a entrar. Por la sencilla razón de que la tienda se llamaba "El precio fijo". Pero si es lo que odia el mexicano. Si los dueños de la tienda, con un grano de psicología y mercadotecnia, le hubieran puesto "El precio variable", no hubieran quebrado como quebraron. Estrepitosamente.

Concluye Peñalosa que “el precio fijo va contra la esencia misma del comprador mexicano, que es el regateo. Sin regateo naufraga hasta la alianza para la producción, el sistema de solidaridad y el tratado de libre comercio”.  

De lo folclórico pasaremos sin anestesia a lo doloroso.

Ermilo Abreu Gómez rememora los días de su infancia. “Elodia era una india que mis padres compraron, no muy cara, en la Casa de Cuna, de México, cuando hicieron su viaje de bodas. Pagaron por ella veinte reales, más los timbres del fisco. Hubo regateo. Era la que zurcía y remendaba la ropa.” Así, es muy probable que también exista el regateo en transacciones delictuosas que forman parte de ese sector creciente que cae en el ámbito de lo que actualmente se conoce como delincuencia organizada.

Mala cosa cuando una sociedad no se organiza en la defensa de condiciones de vida dignas en particular para los más necesitados. Ojalá que nos encontremos en proceso de comprender que toda persona tiene derechos y que ello no admite regateos de ningún tipo. Además de entenderlo debemos actuar en consecuencia.

Así sea.

martes, 7 de mayo de 2013

Hacer cola, base de la democracia


Aun no ha sido suficientemente valorada la importancia que tiene hacer cola en tanto aprendizaje básico en el marco de una sociedad democrática.
 
Y es que desde hace mucho tiempo (difícil precisar cuánto) hacer cola forma parte de las rutinas ciudadanas. Una de esas tantas situaciones a las que estamos acostumbrados pero cuya institucionalización fue resultado de un largo proceso y de la lucha de una serie de héroes anónimos dispuestos a defender sus derechos ante la prepotencia y el avasallamiento. Isidro Más de Ayala reflexiona sobre el punto.
Como una necesidad de la vida colectiva, hecha sobre la base del mutuo respeto, y para que frente a las ventanillas y en­tradas las gentes no se magullen, destrozándose la ropa y arran­cándose los botones, surgió la cola. Es ésta una convención en la cual cada recién llegado renuncia al empleo de su fuerza para -armándose de paciencia y docilidad- esperar su turno, como si no pudiera o no deseara abrirse camino por su solo empuje personal. Así, el fuerte y poderoso forma en la cola a la par del débil, del niño y del anciano. No hay otro derecho que el orden de llegada. (…)
Cuando se ve, en una ciudad, largas, muy largas colas a la intemperie para tomar un ómnibus, sacar una localidad en un espectáculo, para hablar en el teléfono público, para tener sitio en un res­taurante y aun para más menudas necesidades, se comprende qué escuelas de disciplina -esto es, de dominio paciente de la voluntad y limado y pulido de los impulsos- significan las colas.
Por supuesto que no es nada fácil resignarse a hacer cola (formarse o hacer fila, como también se le llama) cuando no se está habituado a ello. De esto saben mucho las educadoras que deben enseñar a niños muy pequeños y por lo general con aspiraciones de hijo único (o más difícil aún: de ser el primero en todo) a hacer cola para poder lanzarse por el tobogán o la resbaladilla. A tales efectos también colaboran los juegos de las plazas públicas y en donde el entretenimiento se une al entrenamiento. Tal como se podría esperar, en estos espacios de aprendizaje y convivencia no siempre predomina la armonía sino que también se presentan confrontaciones de grandes dimensiones épicas ante las que los adultos desempeñan papeles de mediadores al procurar la resolución no violenta de los conflictos.
 
Según Más de Ayala "las colas domestican al hombre: le vuelven dócil, le enseñan a esperar su turno, a dominar su impaciencia, a respetar el de­recho ajeno”. Y es que en la cola también se cumple aquello (que algunos atribuyen a Kant y otros a Benito Juárez) de que “el respeto al derecho ajeno es la paz”. Muestra de ello es que el buen ambiente se quebranta cuando alguien pretende incorporarse a la fila de mala manera. En ese caso las denuncias, gritos y abucheos no se hacen esperar, de tal manera que por lo general el “colado” opta por batirse en retirada, aunque también existe la especie de descarados a quienes todas las manifestaciones en su contra los tienen muy sin cuidado mientras permanecen con rostro impertérrito en el lugar usurpado.
 
Hay que precisar que existen colas de muy diverso tipo: la formada por quienes tienen esperanza de que en algún momento lograrán su cometido pero también las integradas por aquellos que anticipan que su esfuerzo será vano porque llegarán a la taquilla o boletería luego de que se cuelgue el cartel de “localidades agotadas” o porque el producto esperado no llegará jamás a su mano (lo que acontece con frecuencia en tiempos de escasez o racionamiento). También hay colas con formación muy ordenada que son las que se observa en la mayoría de los casos, pero también están aquellas que mantienen un aparente desorden y anarquía aun cuando en realidad se orientan por criterios muy estructurados y de total respeto al orden de llegada. Esto acontece en Cuba, donde son toda una institución y hasta adquieren aire de solemnidad aun cuando no se hace cola en sentido estricto. Sucede que al llegar se pregunta “¿último?” y varios son los que señalan al unísono a la persona indicada. A partir de allí uno permanece en cualquier lugar pero sin dejar de guiarse con la persona que le antecede y que será su referencia para el momento en que le esté llegando el turno.
 
Tener que hacer cola produce alergia en los aristócratas porque piensan que ello no está a la altura de sus merecimientos. Es por ello que envían a sus sirvientes para que cumplan con tales menesteres; pocas escenas más lastimosas para ellos (para los aristócratas, no para sus sirvientes) cuando luego de un movimiento social de consideración no les queda otra más que ir a formarse. A la molestia compartida con casi todos (cabe aclarar que son pocas pero existen personas que disfrutan mucho en la cola y la consideran parte de sus entretenimientos) agregan un profundo sentimiento de vergüenza.
 
Y no se crea que los sectores populares siempre están contentos con las colas aun cuando su existencia revele mejorías. Se cuenta que en la Nicaragua sandinista una señora se quejaba que las autoridades revolucionarias habían racionado la carne que solamente podían comer los miércoles luego de hacer una cola larguísima. Al ser consultada acerca de si antes comía mucha carne, su respuesta fue: “No, de ninguna manera, era imposible comer carne”. Antes no estaba racionada, pero era inaccesible.
 
Por otra parte las colas son un buen lugar para tomar el pulso al sentir ciudadano porque allí se expresan descontentos, se comparten alegrías, aparece la consideración (con denuestos o elogios) en que se tiene a diversas figuras públicas, se esparcen rumores, etc.
Con estas breves consideraciones queda de manifiesto el aporte realizado por las colas para la construcción de la democracia y la ciudadanía.
 
Llegará el momento de reconocerlo públicamente. Deudas son deudas.

jueves, 2 de mayo de 2013

Los maestros de historia en el recuerdo


A comienzo de la década de los años cuarenta del siglo pasado, Jorge Ibargüengoitia cursaba sus estudios de secundaria en el Colegio México de los hermanos maristas en la colonia Roma de la ciudad de México. A la hora de evocar aquellos años hacen su aparición en el escenario de los recuerdos dos maestros que le impactaron de manera muy diferente.

Uno de ellos, al que identifica como el joven maestro Campillo, impartía la clase de historia de México. Su actitud era muy agradable hasta que se presentó el siguiente suceso.

La simpatía que me produjo el maestro Campillo (…) se desvaneció el día en que explicó el sistema de trueque usado por los indígenas en tiempos prehispánicos.
-Cambiaban un saco de maíz por un canasto de chile, una casa por un solar, una mujer, por un caballo.
Yo levanté la mano y metí la pata.
-Maestro -le dije-. No tenían caballos.
El maestro Campillo se puso colorado.
-Estaba yo poniendo un ejemplo de lo que es el trueque, ustedes no entienden, porque son un poco tontos.
Me hirió en lo más hondo. Hasta la fecha pienso que la respuesta no es satisfactoria. Si la parte del caballo era ejemplo de lo que hacían los indios, estaba mal escogido. Hubiera sido mucho más correcto decir:
-Perdonen, muchachos, hasta al mejor cazador se le va la liebre.   

Unas semanas después el maestro dejó las clases y fue sustituido por otro, también joven, el maestro Margáin. Continúa Ibargüengoitia su relato.

Coincidió la llegada de Margáin con nuestro traslado del salón chiquito y oscuro al salón del edificio nuevo, que era enorme, estaba limpio y tenía una luminosidad extraordinaria. Lo mismo pasó con las clases de historia de México. Salimos de los problemas conceptuales de lo que es o no es el indio y entramos de lleno en la aventura fascinante que es la Conquista. Margáin daba clase a las tres de la tarde, lo escuchábamos con atención desacostumbrada y fue el único maestro que cuando faltaba nos daba tristeza.
-Ni ganas me dan de dormir -decía el panzón Domínguez, que llegaba a la escuela en Opel.
La salida de Cuba, Cempoala, la Malinche, la llegada a Tenochtitlán, el sitio, Pánfilo de Narváez, todo esto lo imaginamos sentados en nuestros pupitres mientras Margáin en el estrado hablaba hasta que la saliva se le hacía espesa.
Tan buena fue la clase que noviembre nos agarró todavía en la Conquista. Creo que los programas de aquella época prescribían hasta la Independencia. Pero no importaba. Más vale ver poco bien que mucho mal.
En las últimas dos clases Margáin nos condujo hasta el presente (1942). Nos habló del futuro maravilloso que esperaba a nuestro país. Las tinieblas de la ignorancia, la incompetencia y el desorden habían quedado atrás. México estaba entrando en la edad de la razón, del trabajo, de la industria…
Cuando terminó su exposición, Margáin estaba entusiasmado, con la boca seca, la corbata chueca. Le dimos una ovación como no se había oído en la escuela y salimos orgullosos de ser mexicanos y creyendo que éramos parte de un país noble, fuerte y sano.

Dejando la evocación emocionada del maestro Margáin (quien como queda dicho, y es conveniente destacar, había hecho posible el milagro de que sus ausencias provocaran tristeza en sus alumnos), Jorge Ibargüengoitia regresa al tiempo en que escribe reconsiderando a la baja aquellas profecías.

En los treinta años siguientes hemos comprendido que el cuadro aquél que nos pintaron era demasiado optimista. Yo creo que a Margáin le ha pasado lo mismo.
Pero valió la pena. Muchas gracias, maestro.