jueves, 31 de octubre de 2013

Consejos para escritores


Dicen quienes saben, que escribir tiene su chiste. De allí que un tema clásico en la literatura tiene que ver con las recetas que diversos escritores proponen a quienes se inician en el oficio. Han sido pocos los literatos que resistieron con gallardía, negándose a contestar la pregunta de periodistas y alumnos acerca de sus secretos en el arte de escribir.
 
Menos aun son las veces en que sucede al revés, cuando un reconocido escritor aprende de un principiante o de un profano. Así le pasó a Juan José Millás.
 
 
Hace poco, un oyente telefoneó a un programa de radio y contó que su matrimonio había empezado a naufragar el día en el que su mujer llevó a casa a una amiga anoréxica.
-¿Qué sucedió? –preguntó la locutora.
-No se lo puedo decir porque a mi esposa le gustaba mucho la radio y quizá me esté oyendo. La cuestión es que las cosas se empezaron a complicar y ahora vivimos separados.
La audiencia, a juzgar por las llamadas posteriores, se quedó muy intrigada y yo pensé que aquel hombre nos había dado una lección perfecta de cómo comenzar un relato.
 
De esta manera se podría recomendar a escritores reconocidos que escuchen programas de radio con más frecuencia y, por sobre todo, que afinen su oído porque es sabido que el maestro llega cuando el discípulo está pronto.

martes, 29 de octubre de 2013

Un minuto de silencio


Costumbre muy extendida la de guardar un minuto de silencio, sea en recuerdo emocionado de una persona fallecida o en conmemoración de un trágico acontecimiento con impacto colectivo. Según lo señala la revista Culturizando inicialmente su duración era de dos minutos.

Fue en 1919 en el primer aniversario del armisticio que puso fin a la 1ª Guerra Mundial. Edward Honey, un periodista australiano tuvo la idea de guardar silencio para recordar a los muertos. A esta petición se unió el rey Jorge V que pidió a su pueblo que dejaran todo lo que estaban haciendo durante dos minutos para que nadie olvidara lo que había supuesto la I Guerra Mundial.
Desde ese día en Inglaterra se siguen guardando los dos minutos para conmemorar el armisticio mientras que en el resto del mundo es un minuto el que utilizamos para estas conmemoraciones o recuerdos.

El minuto de silencio tiene su proceso: alguien lo solicita, se aprueba y finalmente se lleva a cabo. Guillermo Sheridan se refiere a ello.

Mirada con cautela, la expresión “pedir un minuto de silencio”, tan frecuente en nuestra ruidosa vida pública, tiene una rara calidad poética. Medida llena de algo inmedible, el encuentro entre el preciso cronómetro y el vago decibel engendra una sinestesia: el oído se asocia al reloj y el pabellón a su carátula. “Minuto de silencio” es como un metro de nieve, una hectárea de rencor o un galón de olvido.
(…) El “minuto de silencio” es uno de esos casos en los que la teoría es tan estrecha que parece manual de instrucciones prácticas: alguien lo pide, los demás se ponen de pie ruidosamente, se quedan quietos y mudos, eligen alguna cara de inocencia y piensan en el difunto, en las heroicas o canallas razones que lo dejaron idem, y en lo que uno perdió o ganó con su muerte. El carácter público del minuto es requisito fundamental. Nadie se pide un minuto de silencio a sí mismo, entre otras cosas porque no habría a quién pedirlo o bien a quién concederlo. A pesar de ser obviamente introspectivo, el minuto se hace en público y de ser posible en bola (pues estar callado no implica estar invisible), para que a uno lo vean guardando el minuto los demás, la nación o quien resulte responsable.

En sociedades como las nuestras, con severos problemas de contaminación auditiva y de tanta facilidad de palabra, no es poca cosa lograr un verdadero minuto de silencio. El mexicano, según Joaquín Antonio Peñalosa, manifiesta el síndrome de incontinencia verbal. “No puede tener la boca cerrada ni cuando trabaja ni cuando estudia. Con decirles que no es capaz de guardar ni siquiera un minuto de silencio cuando en los estadios y plazas de toros lo pide, a nombre de un pobre difuntito, una fúnebre voz en el sonido local. Lo más que ha podido conseguirse es un cuarto de minuto de silencio.” Así, de acuerdo con Peñalosa, aún no se ha inventado el lugar ni la circunstancia que pueda inhibir a la conversación.

No han faltado circunstancias en que el silencio pareció ser poco representativo para lo que fue la vida del personaje homenajeado. Tal fue lo acontecido respecto al escritor José Revueltas, según lo narra Carlos Monsiváis. “(…) en abril de 1976, en la velada luctuosa en el Auditorio de Humanidades, Juan de la Cabada (…) lanza su propuesta: ‘¿Por qué un minuto de silencio para un compañero que jamás se calló? Mejor un minuto de aplausos a quien vivió con tanto ruido y tanto amor su existencia’. Y allí surge una nueva tradición funeraria.”

Por otra parte en la literatura, cuando menos, se presentó un extraño suceso: el minuto de silencio en vida. De acuerdo a lo esperable, según lo evoca Sheridan, las cosas no terminaron bien.

¿Es en Campobello, o en las ¿Por quién doblan las campanas? de Hemingway quiza, donde un sádico coronel pide un minuto de silencio a priori por el prisionero que espera ante el pelotón de fusilamiento? (El condenado grosero no sólo no respeta su propio minuto de silencio, sino que se dedica a insultar al coronel y a la puta que lo parió. Terminado el minuto, el coronel lo fusila con más ganas.)

Concluye Guillermo Sheridan que el minuto de silencio es el único reconocimiento que no provoca envidias. “En la gran cantidad de homenajes que los priístas brindan a otro priísta o se brindan a sí mismos, el ‘minuto de silencio’ tiene la peculiaridad de ser el único en el que nadie envidia al homenajeado (...)”

jueves, 24 de octubre de 2013

Los muralistas se suben al ring


Todavía no se inventaba el oficio de asesor de imagen cuando los grandes muralistas ya le sabían a ese negocio. Diego Rivera no sólo fue maestro con los pinceles sino también haciendo publicidad de sí mismo, dejando su indeleble marca personal. David Alfaro Siqueiros no cantaba mal las rancheras y sabía desempeñarse en la escena. Por su parte José Clemente Orozco aun cuando manejaba un perfil más bajo, tenía un carácter muy fuerte al que poco interesaba agradar a los demás.
 
Entre estos grandes maestros del muralismo las polémicas no fueron menores y en ocasiones adquirieron notoriedad. Al respecto dice Carlos Monsiváis “México, 1935: la polémica Rivera-Siqueiros se extiende, deviene espectáculo popular, invade Bellas Artes, recibe el patrocinio del sindicato de panaderos, moviliza a los intelectuales y artistas de izquierda.” Es posible que estos eventos tuviesen como objetivo que el arte adquiriera mayor difusión al trascender las barreras de la restringida elite ilustrada. Con estos espectáculos de lucha libre artística lograban atraer la atención de un público amplio y diverso.
 
Juan de la Cabada (personaje al que es recomendable seguirle la pista) describe el ambiente en que se desarrollaron estos debates.
                                                                                 
(...) También llegó a México un personaje que había conocido en Nueva York, Emanuel Isenberg, director de la revista New Theatre. Llegó precisamente en la época de la polémica entre Siqueiros y Rivera. Un día se anunció un encuentro público entre los dos pintores en Bellas Artes. Recuerdo que ese día el vestíbulo estaba lleno. Faltaban sólo unos minutos para la hora señalada y todavía no abrían las puertas. Muñoz Cota –todavía al frente de Bellas Artes- estaría aterrado y se negaba a dejar entrar a la gente. Hubo algunos alborotos que culminaron con un acto muy de Diego: sacó una pistola y dio algunos tiros al aire. Por fin abrieron las puertas y ya no pudieron evitar que se realizara la polémica. Entre el público, si acaso había más dieguistas, los seguidores de Siqueiros no éramos pocos. (…)
Antes de comenzar la discusión David propuso, con ese tono persuasivo que tenía, que hubiera asesores de cada bando. Argumentó algo así como que los asesores podían ser también mediadores. Por supuesto Diego no se negó. Entonces Siqueiros nombró sus asesores: a María Teresa León y a mí. Apenas nos pusimos de pie cuando Diego dijo:
-Yo también tengo los míos, aquí están, y quince o veinte panaderos subieron al estrado.
Luego continuó Siqueiros:
-Para comenzar, compañero Rivera, yo quisiera preguntarle si es verdad o no que usted es el iniciador del movimiento mural en México. ¿Es usted el iniciador?
-Claro –contestó Diego con esa vocecilla que solía adoptar un tono de autoridad.
-Entonces ¿quién –continuó David- es el responsable de los errores que haya de esta pintura en su sentido a veces pintoresquista, a veces mexican curious, folclórica? ¿Quién es el responsable sino quien la inicia?
En ese tono fue la disputa. Claro, Diego también era muy hábil y también asestó muchas a David.
Detrás de Siqueiros y de Diego, ambos con sendos micrófonos, había un personaje que simulaba las veces de juez. Era José Clemente Orozco. David le preguntó una o dos veces lo mismo y lo mismo contestó.
-Camarada, ¿qué opinión tiene de la discusión?
Se alzaba la voz áspera de Orozco:
-Yo no hablo. Yo pinto, charlatanes.
Lo curioso de su protesta es que durante las semanas que duró la polémica no faltó un solo día.
Los periódicos cubrieron estas discusiones, que al ganar en audiencia pasaron al Teatro Hidalgo, en la calle de Regina y luego al Sindicato de Panaderos, por Bolívar.
 
En este contexto no podían faltar situaciones que dieran la nota, como la que refiere el mismo Juan de la Cabada.

Para entonces muchos de nosotros nos agotamos y dejamos de asistir, hasta que un incidente nos recordó que debíamos de haber ido.
Serían las seis de la tarde cuando estábamos en el local de la Liga, en la calle de San Jerónimo, no muy lejos del Sindicato de Panaderos. Algo estaríamos conversando cuando irrumpió el compañero Isenberg y comenzó a hablar, restando a su escaso español su todavía más escaso aire. Fatigado y jadeante, trató de recriminarnos nuestra ausencia en los debates.
-Yo estar en la primera fila –dijo-, viendo de repente a una mujer que estaba allí (Frida Kahlo). Yo preguntar, porque vestir un traje raro, qué clase de vestido llevar esa mujer. Aunque yo decirlo en inglés, la mujer entender, y decir: “Diego, me está insultando este gringo”. Y este energúmeno, con un pistolón, bajar a buscarme, llamarme estalinista y provocador. Quise defenderme pero no, él sacar pistola y disparar y yo correr y él salir tras de mí.
Isenberg, curiosamente, alternó definitivamente la polémica. Ese incidente cerró el circuito de disputas públicas entre Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros.
 
Actualmente la televisión presenta programas de debates simulados, con participantes que representan papeles pre asignados e incluyen simulacros de enfrentamientos y peleas.
 
Las diferencias entre ambos modelos de “reality show” saltan a la vista.

martes, 22 de octubre de 2013

La comunicación entre médico y paciente


La relación entre médico tratante y paciente hospitalizado es muy asimétrica. El uno parece tener salud para dar y regalar; el otro está atrapado en su quebranto. El galeno sabe o cuando menos lo supone; el enfermo desconoce mucho de aquello que le sucede. Uno luce bata impecable mientras el otro se contenta con un humilde pijama. Y lo más importante: el médico se va, el paciente se queda.

Está claro que los doctores no la tienen fácil dado que debe ser muy difícil convivir con tanto dolor y sufrimiento. Así su profesión habita fronteras complejas como la de sentir con el otro pero no sucumbir ante tantos cuadros de pronóstico reservado. Frente a este horizonte no son pocos quienes toman la falsa salida de blindarse con una frialdad que ni ellos mismos se creen o de burocratizar su práctica profesional.

Una muestra que pone de manifiesto la actitud de los doctores, reside en la historia clínica. Oliver Sacks aborda esta cuestión.

Fue Hipócrates quien introdujo el concepto histórico de enfermedad, la idea de que las enfermedades siguen un curso, desde sus primeros indicios a su clímax o crisis, y después a su desenlace fatal o feliz. Hipócrates introdujo así el historial clínico, una descripción o bosquejo de la historia natural de la enfermedad, que expresa con toda precisión el viejo término “patología”. Tales historiales son una forma de historia natural… pero nada nos cuentan del individuo y de su historia; nada transmiten de la persona y de la experiencia de la persona, mientras afronta su enfermedad y lucha por sobrevivir a ella. En un historial clínico riguroso no hay “sujeto”; los historiales clínicos modernos aluden al sujeto con una frase rápida (“hembra albina trisómica de 21”), que podría aplicarse igual a una rata que a un ser humano.

Frente a esto reacciona el doctor Sacks. “Para situar de nuevo en el centro al sujeto (el ser humano que se aflige y que lucha y padece) hemos de profundizar en un historial clínico hasta hacerlo narración o cuento; sólo así tendremos un ‘quién’ además de un ‘qué’, un individuo real, un paciente, en relación con la enfermedad… en relación con el reconocimiento médico físico.”

Hace ya algunos años el escritor Juan José Millás se convirtió en la sombra de Josep Baselga, médico oncólogo, y publicó en El País Semanal la crónica de aquella jornada. Al abordar el tema que nos ocupa, el Dr. Baselga señala:

La comunicación con el paciente es fundamental. Debes conocer sus gustos, sus inclinaciones. Has visto que pregunto cuántos hijos tienen, si han hablado con ellos, si están al tanto del problema. A veces tenemos buenos médicos, pero malos comunicadores. Saber comunicar con el paciente, explicarle lo que tiene y asegurarle que estás involucrado en su cura es fundamental. Hay médicos que, para defenderse de sus emociones, se convierten en una pared, cuando en esta enfermedad el factor emocional es importantísimo. Un buen especialista sin capacidad de comunicación no es nada.

De acuerdo con la nota de Juan José Millás las declaraciones del facultativo no se quedan en un bonito discurso de campaña sino que se sustentan en su práctica profesional.

Vemos ahora a un paciente muy curioso que, a la pregunta de si fuma, responde que fuma seis meses al año y descansa otros seis. Es un hombre menudo, delgado y muy pulcro. Está un poco violento porque acaba de vomitar sobre la chaqueta del pijama, a la altura de la clavícula, donde se observa una pequeña mancha húmeda.
-Es que me ha sentado mal el yugur -se disculpa.
Baselga habla con él del tratamiento, se interesa por su situación familiar, y en un momento dado, de forma aparentemente casual, coloca sobre el vómito la mano que hasta ese instante tenía sobre el brazo del paciente y la mantiene ahí, con una presión afectuosa, mientras continúa explicándole los pasos a seguir.

Muchos autores se han referido a la importancia de este tipo de diálogo que denota proximidad en el vínculo médico-paciente; entre ellos el filósofo Ruben Kanalenstein. “Es que las palabras pueden bendecir, pueden curar. Un médico que no habla y que no escucha, por más buenas que sean sus recetas, no sirve, no llega.”

El escritor Eliseo Alberto, quien pasó por diversas internaciones hospitalarias debido a sus problemas de salud, sabe mucho del tema.

Los hospitales, sí, son islas: cada cama es un atolón rodeado de soledad en el aséptico archipiélago de una sala. Una noche de noviembre, acostado en la mía, la número 18, recordé una anécdota que me contaron de niño. El hermano de mamá y Fina, el culto tío Sergio, ginecólogo y tenor de melodiosa voz, por más de treinta años fue profesor titular en la Escuela de Medicina de la Universidad de la Habana. Cada primer día de clase repetía a sus alumnos la misma lección que él recibiera durante sus años estudiantiles, según curiosa pedagogía de su preceptor de entonces, un clínico célebre por su sabiduría y sensatez. Luego de las presentaciones de rigor, pedía a los muchachos que se acostaran boca arriba en el piso del cuarto, y se iba sin dar más explicaciones. Allí los dejaba la primera media hora. “¿Cómo están?”, les preguntaba desde la puerta. Regresaba treinta minutos después. “¿Cansados?” Los discípulos protestaban a coro. Culebreaban en el suelo. Eso es lo primero que debe saber alguien que quiera ser médico: los pacientes en sus camastros sólo ven el techo. Horas y horas con la mente en blanco y la vista clavada en ese desértico paisaje de cal. Nuestra tarea es lograr que se levanten lo antes posible. Nunca lo olviden. Miren el techo: tiene mucho que enseñarnos sobre el dolor, la resignación y la calma.   

Una vez más se trata de recurrir a la vieja y querida empatía: ser capaz de ponerse en el lugar del otro sin perder el propio.

jueves, 17 de octubre de 2013

Con el perdón de los pescadores


No cabe duda que el ser humano ha encontrado una amplia gama de posibilidades para pasar el tiempo. Es cuestión de gustos y cada quien desarrolla la afición de su preferencia.
 
Aun aceptando lo anterior reconozco que me cuesta mucho entender que una persona pueda entretenerse pasando las horas sumido en un profundo silencio con la esperanza de que un leve movimiento en la tanza sea la señal anhelada de que algún pez picó la carnada. Y no son pocos los que desarrollan esta vocación de pescador artesanal. Hasta no hace mucho era una actividad exclusiva de varones, actualmente es posible encontrar algunas féminas aun cuando constituyen una franca minoría.
 
El sol apenas anda saliendo cuando comienzan a llegar los pescadores con una asistencia y puntualidad digna de mejores causas, cargando un equipo más o menos sofisticado en el que no faltan carnada, plomadas, cuchillo, tabla, cubetas, radio, algún frugal alimento, una botella de agua y por supuesto el infaltable gorro que cuanto más antiguo, será más apreciado.
 
Jesús Silva-Herzog Márquez se ocupa del tema y establece la tajante diferencia de este grupo respecto a los cazadores (aun cuando en algún tiempo fueron vecinos en la clásica categoría de cazadores-pescadores-recolectores).

En la pesca habrá fanfarrones, pero no existe esa arrogante aristocracia de los cazadores. Frente al abolengo de la caza, Robert Hughes resalta el carácter republicano del arte de pescar. Lo único que hace falta es tiempo y agua. En la pesca se enlazan a la perfección los dos modelos de vida humana: la vida activa y la vida contemplativa. El pescador, una mezcla de héroe y anacoreta.

 
Casi tan numeroso es el grupo de pescadores como de aquellos a quienes nos resulta incomprensible la pasión por esta actividad. Entre estos últimos no falta -es el caso de Groucho Marx- quien sospecha que en esto tiene que haber gato encerrado. “Un amigo mío siente por la pesca un entusiasmo desmedido. Sostengo una teoría acerca de los hombres que sienten locura por la pesca. (…). Es una de las pocas excusas válidas que quedan para que un hombre pueda huir de la esposa y de los niños.” Y no se crea que don Groucho andaba tan errado. Renato Leduc, citado por José Ramón Garmabella, presenta una prueba contundente a este respecto.


Cuando vivía en París, cada vez que tenía tiempo acostumbraba pasear por las orillas del Sena y siempre veía a un tipo con aspecto de jubilado que se pasaba las horas enteras sentado con una caña de pescar. Como en el Sena no se puede pescar sino un catarro porque no hay peces, intrigado un día le pregunté:
—Oiga, ¿y por qué se pone a pescar aquí si no hay peces?
El tipo me respondió:
—Por una razón muy sencilla: a pesar de que perfectamente sé que aquí no hay peces, lo hago por el hecho de poder liberarme, aunque sea por unas cuantas horas, de mi mujer porque tengo treinta años de casado y soportarla cada día me es más difícil.

 
Lo que ya me parece un despropósito es la existencia de canales de cable que trasmiten torneos de pesca (y aún más insólito el que haya quien los vea). Ahora bien, de acuerdo con Fabrizio Mejía Madrid, el asunto tiene su complejidad ya que no es nada fácil pescar al pescador justo en el momento en que llega la recompensa por tanta paciencia.

 
En el canal de deportes, la televisión por cable transmitía torneos de pesca en Lake Taho con una cámara fija y cerrada sobre un venerable anciano que parecía dormitar frente a su caña de pescar. La imagen pasaba entonces a otro competidor y nunca podíamos ver cómo el primer anciano, olvidado desde hacía rato por los camarógrafos, sacaba el salmón. Siempre sucedía así: en el instante en que tomaban la otra orilla del lago, en la orilla contraria alguien pescaba algo o forcejeaba a brazo partido con una ballena blanca. Cuando la cámara llegaba, sólo podíamos ver un pez boqueando ya en la canasta. Toleré un torneo completo sólo para comprobarle a mi hermana que el floor manager de ese canal tenía la peor suerte que se haya transmitido por televisión.

 
Eso sí, no dejo de reconocer que en parte los admiro ya que los pescadores son librepensadores que cultivan un oficio que va contramano del tiempo histórico que habitamos. Así la cultura del éxito, la eficiencia, la ambición y el poder que se fundamenta en aquello de que el tiempo es oro, en realidad que los tiene muy sin cuidado.

martes, 15 de octubre de 2013

Los menjurjes de la belleza


Con frecuencia se incurre en el error de considerar que la preocupación por la apariencia física así como el despliegue de recursos para corregir lo arreglable, es un monopolio de nuestro tiempo. Nada más lejos de la realidad y para muestra basta con citar unas décimas populares de 1836, que expresan los prejuicios de la época y fueron publicadas en Almanaque espejo del siglo XIX:

                        El carmín, el panecillo
                        y el albayalde francés,
                        de todo esto el compuesto es
                        con que a la cara dan brillo;
                        con agua de moncillo
                        y tízar en pobres cazos
                        se blanquean el pecho y brazos
                        estas lindas cananeas;
                        ahora sí ya no hay atrasos,
                        ya se acabaron las feas.

                        El cosmético también
                        tiene su lugar aquí,
                        la pomada, el pacholí
                        y el espejo en que se ven;
                        se tiñen las cejas bien
                        y si el pelo está canoso
                        lo ponen negro y lustroso
                        con todas estas cositas,
                        pues con trabajo afanoso
                        ahora todas son bonitas.

                        Si la calvicie aparece,
                        la peluca luego luego,
                        que hace aparecer de nuevo
                        la juventud que apetece;
                        si de los dientes carece
                        se planta una dentadura
                        y así con esta postura
                        se cubre las encías lisas,
                        con que gozan de hermosura
                        las prietas y cacarizas.

                        Si nalgas no tiene alguna,
                        se pone unas de salvado
                        y de lana el pecho y piernas
                        o algodón escarmenado;
                        y así con tanto agregado,
                        su crinolina de armón,
                        sus botines de tacón,
                        a fuerza se ven bonitas
                        y aunque sean del cascarón
                        se miran hoy exquisitas.

                          
Como no podía ser de otra manera la acción de estos productos y aditamentos provoca transformaciones de consideración en la apariencia personal; así como por el contrario, comenta José F. Elizondo en nota del 27 de febrero de 1938, también son de tener en cuenta los efectos que produce su ausencia.

                        Una muchacha coqueta
                        fue a un baile de fantasía
                        disfrazada de “Discreta”;
                        y en qué forma cambiaría
                        que no llevaba careta
                        ¡y nadie la conocía!

                        ¡Oh las niñas de hoy en día!


Es posible observar la existencia de diversos disfraces y Jorge Ibargüengoitia hace alusión a uno de ellos.

En materia de disfraces, las mujeres son habilísimas. Yo conozco una que se disfraza de guapa. Se pone una pasta especial que le cubre los granos y los agujeros que tiene en la piel, se dibuja cejas por donde no las tiene, se arranca los pelos del bigote, se tiñe el cabello cada tercer día y de diferentes colores, cruza la pierna, cierra la boca para que no se le caiga la dentadura y uno se tarda más de veinte minutos en darse cuenta de que es horrible.

Por su parte María Luisa -la China- Mendoza da cuenta de la estrategia empleada por Ausencia Bautista para mantenerse joven y bonita.

Ser mujer es, en verdad y no lo neguéis, dedicar toda una vida a untarse cosas por todos lados. (…)
Conocí a una mujer que nunca envejeció porque se bañaba en nieve del Ixtaccihúatl. Se llamaba Ausencia Bautista, y sus novios se murieron de chirruscos y ella, como si nada: sufría horrores porque ¡claro! la pretendían los nietos de sus primero flirts… ¡un abochornamiento!
Ausencia usaba agua de abisinia Luque “producto consagrado por el público en largos años de uso como el mejor tiente conocido para volver los cabellos a su primitivo color” (así, todo sin comas, en una revista de la época). Usaba Izod’s que era un corsé inglés de venta en el 30 Milk Street, London, confeccionado por nuevo y especial procedimiento científico. Usaba la Creme Sirene que quitaba los anuncios de la vejez porque “en el tarro se encierra toda la juventud de la vida”. Ausencia se atragantaba de las Violetas Rusas de Quentin, que eran plateadas y nomás consistían en chupetearlas tout le jour para conservar el aliento de una flor y no la bocanada de un dragón.

Al considerar los modelos de belleza femenina actuales y confrontarlos con los del pasado, la distancia entre unos y otros es abismal por lo que se afirma que mujeres que a fines del siglo XIX o comienzos del XX fueron consideradas verdaderas beldades, hoy tendrían que someterse a tratamiento para reducir su notorio sobrepeso.

Dado el dinamismo de los modelos imperantes no está de más preguntarse cuáles serán las medidas corporales perseguidas por las mujeres de finales de este siglo que aún está en sus primeros tramos.

jueves, 10 de octubre de 2013

Títulos de películas

Una queja reiterada, en particular entre los amantes del cine, es la relativa a la traducción del título de las películas. Y es que en realidad en ocasiones la versión traducida tiene muy poco que ver con la original y más que nunca aplica aquello de traductor-traidor. Carlota Gedovius se refiere a una de estos casos.
¿Cómo se podrá sentir consigo mismo el individuo a cuyas manos llegó la película Rain Man y le tocó traducir el título al español? ¿Se acuerdan? Es esa película en la que sale Tom Cruise como hermano de Dustin Hoffman, que es autista y no puede pronunciar su nombre: Raymond; por lo tanto, se nombra a sí mismo como “Rainman”.
Como ven, el escritor tuvo una razón, y muy buena, para titular la película: Rain Man. Sin embargo, el personaje que tradujo el título no tuvo empacho en titularla Cuando los hermanos se encuentran. Y yo me pregunto: ¿se sentirá conforme con ese título?, ¿podrá dormir sin remordimientos por las noches?, ¿cómo pudo haberle caído esa responsabilidad a un individuo tan inepto?, ¿cómo alguien puede perpetuar un título así para una película?, y más aún ¿de dónde sacó la genialidad de que era un  buen título ese de Cuando los hermanos se encuentran, por más que fueran hermanos y por más que de pronto se encuentren?

Por su parte Guillermo Sheridan propone el escenario posible en que se cometen estos dislates.

Debe existir en México, en algún barrio sombrío, en algún cuarto piso de un edificio construido en los cincuenta, una oficina taciturna. (...)
Sobre dos escritorios arcaicos H. Steele y Compañía hay fotonovelas rosas, oficios amarillentos, tazas despostilladas, clips oxidados, lápices mochos. Entre ellos, está el librero derruido donde yacen diccionarios de una decena de lenguas modernas. Varias moscas revolotean estúpidamente en círculos, ofreciéndole sus respetos a un foco cochambroso.
Bueno, lo que yo creo es que a esta oficina asisten regularmente, desde hace décadas, un par de empleados calvos: Menchaca y Camacho. Llegan a las diez, se colocan con esmero una visera en la frente y ligas en los morcillos, miran los tinacos un rato y esperan. De pronto, entra un chícharo y les entrega un oficio cuya copia firman de recibido.
El oficio dice: “C. Menchaca: favor de poner a la brevedad nombre en español a la producción británica titulada Hamlet, cuya sinopsis se anexa, para su futura exhibición nacional. Atte.” Los hombres leen el oficio varias veces. Luego se ponen a consultar el diccionario inglés-español durante un par de horas.
-Ham-let... ¡«El jamón dejado»!
Los dos hombres se quedan viendo. No hay en todo su rostro ni gota de expresión. Vuelven a mirar el diccionario. Deciden leer la sinopsis. Con un lápiz rojo, van marcando las palabras clave (asesina, muere, ama, ambiciona, etcétera).
-¿«Pasiones brumosas»?
-No... ¿«Brumas de pasión»?
Silencio prolongado. Una mosca deja de volar y cae muerta al suelo con un diminuto estrépito. Los hombres ven el reloj. Se levantan y salen. Regresan con un paquete. Se comen una torta de pierna y se beben un Lulú colorado. Vuelven a leer la sinopsis.
-¿«Aristócratas vengativos»?
-¿«El castillo del odio»?
-¿«Amor a la danesa»?
-¿«Almas podridas»?
La deliberación se prolonga por tres horas. La tarde se acomoda entre los tinacos y los calzones. De pronto Camacho grita:
-¡Lo tengo! ¡Lo tengo!
Un mes más tarde se estrena en el cine Bucareli Un príncipe en apuros.
Cuando se sienten rebasados por el problema, acuden a varios conceptos salvadores que constituyen una especie de canon del traductor de títulos de películas en México. El primero es «apuros». Este concepto puede abarcarlo materialmente todo porque el apuro es lo que en teoría literaria se llama la trama. Como las películas (a menos que sean francesas) suelen contener una situación dramática que debe resolverse, lo de apuros funciona muy bien. También al espectador le funciona: «apuros» garantiza que hay trama. Todos quedan satisfechos. Así, el Titanic es «Un barco en apuros» mientras que «Un puente en apuros» será el del río Kwai. (Una variante para esta solución es «enredos». Si es una película sobre un terremoto se le pone «Los enredos de un subsuelo».)

Apuros, en realidad apuros son los que pasa quien elige la película en función del título traducido cuando descubre que el film tiene muy poco que ver con aquello que pudo haber imaginado.  

martes, 8 de octubre de 2013

El teatro en la escuela


Mucho se habla por estos tiempos de la crisis educativa. En ello parece haber consenso, en donde no lo hay es acerca de cuáles deben ser los caminos para mejorar la educación. La temática tiene su complejidad. Con frecuencia se habla de “la Reforma” de la educación cuando en realidad la escuela está llamada a vivir en permanente estado de reforma porque en ello le va la vida. Asimismo existen muy disímiles opiniones en relación a las causas de la crisis y por tanto a la atribución de responsabilidades en la misma. Son muchas, y diversas, las definiciones de qué debe entenderse por “calidad educativa”.

Sin embargo la presencia del arte en la escuela parece importar muy poco. Y sí, es cierto que sus acciones están a la baja porque no cotizan en el vínculo prioritario que apunta a la relación entre escuela y trabajo. Sin embargo el arte, y en este caso concretamente nos referimos al teatro, adquiere enorme relevancia en el proceso de formación; Marcelo N. Viñar evoca una experiencia de enorme importancia al respecto.

En mi adolescencia, yo vi mi primera obra de teatro (…) Después de la obra, el director (Atahualpa del Cioppo, quien fuera durante muchos años director del elenco uruguayo El Galpón) nos deslumbró con su retórica.
Una de sus frases quedó inscrita para siempre en el terreno fértil de mis trece años:
“El cuerpo se defiende mejor que el alma. Porque si no como, tengo una sensación de hambre, pero si no escucho a Mozart nada me avisa, sólo hay el silencio y la soledad.”

Ninguna reforma educativa sensata puede dejar de lado al arte en sus diversas manifestaciones. Y ya que estamos con el teatro, es conveniente transcribir un texto escrito por Max Aub luego de asistir a una función de teatro escolar. Cabe aclarar que Aub fue un muy exigente crítico en el género durante la década de los cuarentas. Sus artículos eran sumamente duros respecto a directores, actores, escenógrafos, apuntadores…, ni siquiera el público se salvaba de sus críticas. Es posible suponer que su pluma era muy temida en el ambiente.

En ese contexto llama la atención su artículo titulado “El teatro en la escuela: El Tinglado, en el Instituto Luis Vives” publicado en El Nacional, México, 30 de agosto de 1947. 

La función está anunciada para las seis y media. Son las seis. Todavía está el decoradillo sin armar, una puerta sin pintar, las luces sin conexión; los actores afanados con pinceles, martillo, bisagras y clavos –sin vestir-. Las actrices mejor prevenidas, se pierden en ensayos de maquillaje, ayudadas por compañeras emocionadas.
(…) todos participan, por una razón u otra, de la alegría que desencadenan los actores. Éstos se mueven felices. Se acostaron tarde el día anterior, ensayando; levantáronse con la luz del sol para repasar sus papeles, ir de compras (papel, cartón, clavos, un martillo, una sierra, la pintura, dos pinceles, unas plumas –que los trajes de época son alquilados-), clavar, tomar medidas, vender boletos. A esto y lo otro ayudan los compañeros del grupo. La finalidad razonada es la compra de un microscopio para la escuela, pero los medios son el teatro. ¿Qué tiene el teatro que tanto les atrae? No es la gloria ni el qué dirán. No son los aplausos de sus familiares, si es que vienen. Es el teatro. Así, sin más: salir a representar, por el gusto de hacerlo.
¡Cómo ríen los pequeños! ¡Cómo se divierten los mayores! No es teatro de aficionados, ni es teatro de sociedad, con señoritas empingorotadas y resabidillas, y señoritos ambiguos, diseñadores de trajes: es el teatro de estudiantes. Teatro de gentes que van adelante, que no lo hacen más que por divertirse y a quienes nada divierte tanto como el teatro. No son estudiantes de la carrera de teatro. Ni siquiera tienen la recompensa de ver actuar a sus compañeros, que el que no representa es apuntador, traspunte, maquillista o cuida de la tramoya. Sudan, se desesperan, padecen, acaban rendidos: ni siquiera saben saludar para agradecer los aplausos. No pueden más. Y, sin embargo, ahora hay que desclavar, desmontar, plegar, dejar libre el paso de la escalera para las clases de mañana. Ya se fueron todos los espectadores, el director del plantel; los estudiantes todavía maquillados le dan de firme al martillo, a un cortafrío, a una improvisada palanca. Hay que llevar las mesas a la clase de dibujo, dejar las sillas en su sitio. Soy ya más de las diez.

A tantos años de distancia alguien tiene noticias de ¿qué sucedió con el teatro en la escuela?, que al decir de Max Aub es teatro de verdad. “Pequeño, cojo, manco, pobre, hasta tartamudo, imposible de representar ante un público profesional; pero teatro de verdad, teatro de adentro.”

jueves, 3 de octubre de 2013

En tiempos de lluvia

La temporada de lluvias es esperada con emoción luego de los muchos meses de sequía y cuando a las tierras ya les urge un poco de agua. Sucede que a veces las lluvias son excesivas y cuando el agua es demasiada los daños son de consideración.
 
Cuenta Álvaro Cunqueiro acerca de la existencia entre los gaélicos de algunas prácticas que procuraban detener las lluvias.
Lady Augusta Gregory se ha referido una vez a ciertas prácticas mágicas de los gaélicos antiguos contra la lluvia. Algunas de las cuales exigen que previamente se identifique un culpable, que lo había, del temporal pluvioso. En tiempos de las persecuciones de los paganos contra los primeros cristianos, éstos eran acusados de los chaparrones y las inundaciones. Se refiere a ello Tertuliano, citando aquello de pluvia cadet, causa christiani sunt. Llueve, la culpa es de los cristianos. Y en seguida venía la degollina. Esto de los mártires y la meteorología está sin estudiar.
Añade Cunqueiro que por aquellos entonces la abundancia de agua era vinculada a la melancolía, a la añoranza, por lo que el antídoto era la sonrisa que alejara la nostalgia.
 
(…) identificado el culpable de las grandes lluvias en la isla de San Patricio, se averiguaba por qué era pluvioso. Fagha Fiona, por ejemplo, producía nieblas y grandes lluvias cuando se ponía melancólico y añoraba los años pasados en Ceash como paje de la hermosa Guendola. Comenzaba la cenicienta neblina por envolverlo a él, espumilla de la memoria de los alegres días, y después envolvía su reino y finalmente toda la isla y el gran mar. (…)
Y volviendo a Fagha Fiona, hubo que convencerlo de que hiciese un viaje a Ceash, donde todavía vivía Guendola, sentada en la solana, enrollando hojas de menta seca y diciendo adiós con un pañuelo rojo a los viajeros. Guendola era ya una anciana, el pelo blanco, pero conservaba toda la dentadura y aún tenía los labios frescos y colorados. Fagha no se atrevió a acercarse a ella, porque vestía un traje viejo y mendado, pero le habló desde detrás de la cerca que hacían al jardín de la dama los varales en los que se enredaba el lúpulo. Recordaron ambos veranos pasados y Guendola sonrió. Desde entonces Fagha dejó de ser pluvioso y cada vez que recordaba los días de Ceash recordaba la sonrisa de Guendola, y entonces, aunque fuese en el medio del cruel invierno, se abría sobre el mundo una hermosa hora de dulce sol.
Concluye Álvaro Cunqueiro en la necesidad apremiante de luchar contra la tristeza para lograr detener a las aguas.
Actualizando el pensamiento de aquellos magos célticos, siempre además poetas en voz alta y arpistas estrepitosos, se podría afirmar que una concentración en un punto determinado de media docena de tristes y angustiados puede producir un día de intensa lluvia. Probablemente si encima son literatos, las lluvias serán más fuertes. Habría que buscarles a los tristes memorias alegres para que cesasen las lluvias.
Para como están las cosas es posible que esta temporada de lluvias tan abundantes esté vinculada a la tristeza que nos habita por estos días.

martes, 1 de octubre de 2013

Cuando de regalos se trata

Es posible que los regalos acompañen desde siempre a la humanidad y los hay en diversas presentaciones. Una de ellas se orienta a compartir, en forma totalmente desinteresada, con otra persona algo que seguramente le será agradable; otra posibilidad, desde una perspectiva ya no tan desinteresada, procura complacer a la persona amada hasta el punto de ser correspondido o al jefe con la esperanza de conseguir algún beneficio.
 
También se pueden enunciar otras clasificaciones. Por una parte están los regalos utilitarios como puede ser el globalizado pastel de cumpleaños (“¡mordida, mordida!”) que resulta de un amplio abanico de posibilidades que va de los que son verdaderas joyas de la repostería casera hasta aquellos de fiesta de quince comprados por catálogo en la panadería de la esquina y que según Jorge Ibargüengoitia “parecen monumentos funerarios color de rosa, azules o blancos”. También están los regalos de ponerse (“¡que se lo ponga, que se lo ponga!”) que han dado lugar a más de una situación jocosa.
 
Hay regalos que no son ni utilitarios ni agradables y frente a los cuales uno se pregunta: ¿y ahora qué carajo hago con esto? No se trata tanto de regalos sino de presentes. Sabido es que suelen utilizarse como sinónimos las palabras regalo y  presente. Me parece una concepción inadecuada de la realidad ya que el verdadero regalo (y esto no tiene que ver con su costo o naturaleza) se encuentra muy lejos del presente que se limita únicamente a decir: aquí estoy.
 
Nicolás Alvarado narra lo que hacía su abuela con los regalos de muy mal gusto que le habían hecho y que al no saber donde ponerlos optaba por el conocido roperazo.
 
-¿Qué es esa cosa tan horrible, abuela?
La abuela tardó algún tiempo en responder a la pregunta. Transportó el objeto hasta una mesa, lo sacó de la bolsa de plástico transparente que lo protegía, pasó un trapo de franela por su superficie y sólo entonces se animó a colocar la diminuta llave dieciochesca en la diminuta cerradura a fin de abrir las dos puertas de barata madera rojiza labrada con diseños chinescos. (...)
-Es un joyero, m’hijito. Supongo que esos ganchitos sirven para colgar collares y los cajones para guardar anillos, aretes y pulseras. Y tienes razón: está horroroso.
-¿Y por qué lo compraste?
-¡Niño! ¡De dónde sacas que yo haya podido comprar una cosa tan espantosa! Alguien me lo ha de haber regalado.
-¿Quién abuela?
-¡Y cómo voy a saber quién! Alguien tan cursi como para pensar que un joyero tiene que parecer una cruza entre el ropero de Madame de Pompadour y el de Madame Chag Kai-Shek. (...) Ayúdame a pensar para quién podría servir. A ver léeme la lista.
Tomó el bloc de notas que descansaba sobre la mesa y comenzó a recitar los nombres de todos y cada uno de los integrantes de la familia ampliada, divididos en apartados encabezados por cada uno de los hijos de la abuela. Alberto-María-Albertito-Luz-Pepe, Tomás-Mónica-Tomasito-Moni, Don Julio-Mina, Ricardo-Maribel-Ricardito...
-¡Espérate, espérate! ¿Qué pusimos para Eloísa?
Eloísa era la madre de la tía Maribel, esposa del tío Ricardo. Dicho de otro modo, era la consuegra de la abuela. Y junto a su nombre no había más que un renglón vacío.
-Todavía nada, abuela.
-Anótale “Joyero chino”. Le va a encantar: va perfecto con su casa. Y tráeme las tijeras de mi clóset para envolverlo de una vez.
Diez días después, la abuela recibía la puntual llamada de agradecimiento de doña Eloísa:
-¿Regina? ¿Cómo has estado? Habla Eloísa Urdaneta.
-¡Eloísa, qué gusto! Yo aquí, como loca con la Navidad. ¿Y tú qué tal? Me dijo Maribel que te van a operar de la columna...
-En enero, Regina, en enero, Dios mediante. Pero lo que quería era agradecerte el regalo de navidad que hiciste favor de mandarme.
-De qué, Eloísa, de qué: un detallito con mucho cariño.
-No, un detallazo. Además, no sabes cómo me hizo reír que me regalaras justo el mismo joyero que yo te regalé hace cuatro años.
La abuela hizo una pausa apenas perceptible en su discurso. Su inteligencia, sin embargo, se reveló superior a su memoria:
-¡Ay, Eloísa, es que me gustó tanto que quería que tú tuvieras uno igual!
 
Si no se pone fin a ello, este tipo de regalos estarían circulando permanentemente, como esos juegos de cartas en que hay que desprenderse de una de ellas a como de lugar. Los efectos de esta ida y vuelta de los regalos de poca monta, según Jorge Ibargüengoitia, podrían llegar a afectar la economía nacional.
 
(…) si todos empezamos a regalarnos cosas que no sirven más que para volver a regalarse, va a llegar, irremisiblemente, un momento en que nos hartemos y al acercarse la Navidad pongamos, en la puerta de nuestras casas, un letrero que diga: “no se reciben regalos”. Esto tendría consecuencias muy serias. Aumentaría el desempleo por un lado, pero, por otro, aumentaría el ahorro y la inversión productiva.
 
Estos eventos serían muy peligrosos porque la Navidad, además de sus implicancias religiosas, resulta una festividad imprescindible para la Secretaría de Hacienda. Ibargüengoitia se refiere a la importancia que adquieren los regalos navideños para el funcionamiento de la economía.
 
Algunos economistas dicen que si la Navidad no existiera será necesario inventarla. Lo que la gente gasta en regalos, nos dicen, constituye, en realidad, una inyección tonificante para la industria y el comercio nacionales. La cosa es así: el gobierno y las empresas regalan miles de millones de pesos a los empleados, éstos a su vez gastan miles de millones de pesos en regalarse cosas unos a otros y el comercio, que es el beneficiario de esta operación, gasta a su vez, miles de millones de pesos en pagar impuestos al gobierno con objeto de ponerlo en condiciones de dar espléndidos aguinaldos al año siguiente y repetir el ciclo. (…)
Como puede verse, también, al final de la operación el gobierno y las empresas han adquirido algo que tiene un valor positivo: dinero; el público, en cambio, ha adquirido… ¿qué cosa? Regalos, puros regalos. Por consiguiente, podemos decir que es la parte agraviada.
 
Tal vez por ello Edmundo O’Gorman afirmaba que “La navidad es la venganza de los mercaderes contra Jesús por haberlos expulsado del templo.”
 
En opinión de Ibargüengoitia, los regalos pueden dividirse en impersonales y personales. De manera errónea se podría creer que esta segunda opción presenta ventajas sobre la primera, pero en realidad no sucede así.
 
Hay dos clases de regalos. Los “impersonales”, que se llaman así porque resultan perfectamente inútiles para cualquier gente que los reciba y porque además, carecen de cualquier característica definida que permita decir, cuando menos, que son horribles. La otra clase, los regalos “personales”, se hacen partiendo de la suposición de que conoce uno los gustos del que los recibe, suposición que resulta equivocada en la mayoría de los casos. Por ejemplo, regala uno el libro ya leído o del autor detestado; los cigarros, carísimos, pero aborrecidos; la corbata imponible, la camisa tres números más grande, un paraguas para quien no se atreve salir a la calle de paraguas, una boquilla para quien quiere fumar en bruto, unas mancuernillas para quien usa camisa de manga corta, etcétera. 
 
También están aquellos que antes de entregar su regalo ya están pidiendo disculpas bajo la forma de que “es una cosa de nada” o “si no te gusta lo puedes cambiar” o “tal vez no sea del estilo de lo que te gusta”.
 
Por otra parte, existen regalos que son horribles y cuya poca calidad no responde a la condición económica del obsequioso sino más bien a su mal gusto o a que se trata de un regalo de compromiso (vaya fea expresión). Pero hay algo peor aún y tiene que ver con que si el regalo es una expresión de lo que la otra persona piensa de nosotros o de lo que valora ese vínculo, entonces con razones más que legítimas uno se deprime al constatar el bajo concepto en que el otro nos tiene situados por lo que a sus ojos no somos merecedores de otra cosa que esa porquería que bien podría haber sido un premio consuelo en una kermesse parroquial. En relación al tema Germán Dehesa nos comparte su experiencia:
 
Es horrendo vivir esa escena en la que nos enfrentamos con la señora decente (en busca de dejar de serlo) que se coló de última hora a nuestra fiesta y nos extiende una bolsita mientras nos dice las ciertamente originales palabras: toma, te compré una porquerillita. Desempacamos el dudoso obsequio y descubrimos que no es una porquerillita, ¡es una porquerillota!... Y pensar que de todos modos tenemos que dar las gracias. Es algo que me produce náuseas (...). Y aquí de nada sirve ser irónico. A mí, una de estas señoras de las que estoy hablando me obsequió un pequeño cuadro con una horripilante imagen de Santa Teresita del Niño Jesús con los ojos volteados como si trajera todas las uñas enterradas. Yo ví el adefesio y comenté con falso alborozo:
-¿Cómo adivinaste?, es exactamente lo que estaba necesitando.
-¿Verdad que sí? –me dijo la idiota.
 
En el recuento de los diversos tipos de regalos no es posible dejar de señalar aquellos que son portadores de mensajes contundentes como por ejemplo un desodorante o un perfume corrientón que, en algunos casos y para terminar de amolarla, puede venir acompañado de un: “sí, ya sabía que te daría gusto recibir algo que te estaba haciendo falta”.
 
Es posible hacer una clasificación de quienes regalan, a juzgar por los objetos obsequiados. Para el mismo Jorge Ibargüengoitia los regalos
 
(…) son el espejo del alma de quien los da; un espíritu exquisito regala obras de arte (objets d’art) –un galgo de bronce, un chango (familia de los mandriles) hecho en cristal veneciano o una escupidera antigua- el generoso da joyas –o relojes, o coches-, el codo, regala libros; el que no halla qué regalar da pañuelos, que nunca han hecho feliz a nadie; el bon vivant regala jamones o botellas, todo importado.
 
A la hora de adquirir el regalo hay quienes procuran conciliar categorías que en principio parecieran ser incompatibles. Comenta Roberto Blanco Moheno que una chica, en Tampico, le preguntó a César Garizurieta qué le podría regalar a su novio que fuera barato. “Cómprale una corbata”. “No, quiero algo barato pero que le dure toda la vida”. Ante esa demanda Garizurieta se limitó a responder: “Entonces cómprale una tortuga”.
 
Por otro lado están aquellos que aún en su pobreza material dejan de manifiesto su creatividad en los objetos que regalan y tanto es el afecto que se siente por ellos que sea lo que sea sus obsequios, siempre serán muy bien recibidos. La escritora Pita Amor fue uno de estos casos y Elena Poniatowska deja registro de ello.
 
Año tras año solíamos celebrar la Navidad en casa de Carito Amor y Raoul Fournier en San Jerónimo, y Pita (Amor) llegaba con dos o tres bolsas de plástico de la Comercial Mexicana e iba repartiendo sus regalos: una pasta de dientes, un jabón, una crema de afeitar, una caja de kotex (de seis, pequeña), que resultaban sumamente originales al Iado de las tradicionales corbatas, marcos de Pewter y ceniceros de vidrio. Al rato ya no hubo ni navajas de afeitar ni kleenex, sino unos dibujos hechos en cartulinas del tamaño de una baraja que ponía en nuestras manos como los sordomudos lo hacen en los cafés de banqueta.
 
Algunos eventos históricos nos presentan a personajes que tuvieron un raro concepto de lo que es un regalo. El general Francisco R. Serrano tuvo una destacada carrera militar y política al formar parte del Estado Mayor del general Obregón y además de otros cargos llegó a ser designado Secretario de Guerra y posteriormente Gobernador del Distrito Federal. Siendo muy joven aún quiso ser candidato presidencial por el partido Antirreeleccionista oponiéndose a las ambiciones nada menos de quien fuera su gran amigo, el general Álvaro Obregón. Al descubrir que el proceso electoral se encontraba amañado, el general Serrano junto a sus partidarios optó por rebelarse. Una vez descubierto, la respuesta no se hizo esperar: fue capturado en Cuernavaca junto con sus compañeros para posteriormente ser  trasladados a la ciudad de México.
 
En la población de Huitzilac en la vieja carretera a Cuernavaca se les obligó a descender de los automóviles y fueron acribillados vilmente el 3 de octubre de 1927, siguiendo órdenes emanadas directamente del general Obregón.  Según Jorge Mejía Prieto, el propio Obregón fue a la morgue y al ver en la plancha el cadáver de su antiguo amigo y colaborador distinguido, con su única mano le acarició el cabello y dijo con voz entrecortada por las lágrimas: “¡Ay Pancho, no tenías remedio, y fuiste un loco hasta el final! ¡Mira nada más qué regalo tan triste me obligaste a darte en tu cumpleaños!” Para regalos de este tipo más valdría que el cumpleaños pasara inadvertido...
 
 
En tiempos recientes se ha difundido la discutible costumbre de los intercambios de regalos que se ha puesto de moda particularmente en escuelas y oficinas. Así lo gratuito pasa a la órbita del deber. Bajo la forma del amigo invisible y el consiguiente sorteo de papelitos para ver de quién, a fuerza, deberemos ser  amigo invisible y quién, en la misma condición, lo será de nosotros. Han existido casos de quienes por enemistad con el amigo que les tocó o bien por tacañería regalaron un cepillo de dientes, un disco adquirido en una tienda que vende los saldos de los saldos (saldos al cuadrado) o un estuche de jabón “para cuando vayas al club a hacer ejercicio” (esto suele llevar como destinatario a un gordo inconmensurable que el último ejercicio no imprescindible lo realizó hace tres décadas...)  
 
Se presenta el caso de aquellos que a última hora toman conciencia de la miseria del obsequio que están por hacer y quieren compensarlo con un envoltorio soberbio. Y hay quienes se van con la finta…; qué difícil resulta –en esos casos- disimular la frustración luego de retirar el último envoltorio y apreciar la triste realidad.  Germán Dehesa considera que los envoltorios exagerados forman parte de la idiosincrasia nacional.
 
Habría que escribir un voluminoso ensayo acerca del barroquismo mexicano que se hace presente en todo lo que envolvemos. Algo muy sutil en nuestro genoma nos hace percibir que cualquier cosa que no esté envuelta regiamente está como encuerada, impúdica y a merced de la lascivia popular. Entonces, cuando vamos a regalar lo que sea, le ponemos ropa interior, ropa exterior y numerosos adornos; de ser posible, la bolsa en la que va el regalo deberá retacarse también de artísticos y coloridos cucuruchos de papel de china.
 
Ante tales despropósitos hubo lugares en que al amigo invisible se le impuso la lógica del mercado: los regalos del intercambio deben situarse dentro de cierto margen de valor que se especifica en las reglas del juego. Esto resolvió sólo parcialmente el tema porque en algunos casos hay quienes dicen haber comprado la porquería de siempre a precios de nunca.
 
 
Hay quienes dan los regalos como con pocas ganas y solamente cuando la presencia del almanaque se deja sentir. Esos son los regalos calendáricos, los que se acercan al ritual y se alejan de la gratuidad, del simple “porque sí”. Consideración aparte merecen algunos regalos que llegan en momentos en que no es usual hacerlos y que están cargados de significados. A este respecto Arnoldo Kraus comenta una vivencia personal en la que recibió un  valioso obsequio de parte de Carlos Monsiváis.
 
Cuando murió mi padre, en 1994, Carlos acudió a mi consultorio. El diálogo fue muy breve. Tras los saludos de rigor y un pequeño intercambio de ideas le pregunté: “Carlos, ¿en qué te ayudo?” Me respondió, “en nada, no me siento mal. Vine por otra razón”. “¿Qué sucede?”. Después de un momento sacó de su portafolio una bolsa de plástico y me la entregó. “Ábrela”, me dijo. La emoción y la sorpresa fueron enormes. La bolsa contenía un libro viejo, ilustrado, muy bien conservado y de una belleza casi indescriptible. Durante unos pocos minutos, rodeados por un silencio profundo, cogí con cuidado el libro: lo toqué, lo volteé, lo hojeé y busqué la fecha de edición y el país de origen del libro.
El libro, Il Canzoniere di Dante, era muy hermoso. En nada difería a los de los museos o a los de las casas de antigüedades. Poco tardé en amistarme con él. “¿Por qué me lo das?”, pregunté. “En Oaxaca aprendí que la mejor forma de acompañar a una persona cuando sufre una pérdida es regalarle algo personal, algo que quieres y que atesoras”. Terminada la oración Carlos se levantó, me dio unas palmadas y se fue. No tuve la oportunidad de agradecerle o de hacer algún comentario. Me dejó el mismo silencio cariñoso que rodeó la atmósfera mientras hojeaba el libro ante su mirada compañera. Hoy, mientras escribo y le rindo un pequeño homenaje a Carlos, hojeo el libro. El silencio me acompaña y me regresa al mutismo de aquel día. Ese acompañar fue, para mí, un regalo de la vida.
 
Así hay regalos que están llamados a permanecer con nosotros, a ser parte de nuestro equipaje en el viaje de la vida. A estos obsequios que tal vez nos acompañen muchos años los guardamos con un cuidado extremo por el enorme valor que tienen para nosotros por quién nos lo dio, por el momento en que sucedió, por lo que significa ese objeto o por alguna de esas varias razones que forman parte de nuestras historias personales.