jueves, 29 de agosto de 2013

El Capital


A juzgar por lo voluminoso de la obra y lo complejo de la temática abordada, no cabe duda del enorme esfuerzo de Karl Marx al escribir El Capital. Y por si ello fuera poco también tuvo que encargarse de diseñar, de acuerdo a lo que afirma Gabriel Zaid, la estrategia de difusión que le permitiera completar la edición de su trabajo.

Marx se quejaba en 1862 de "La conspiration de silence con que me honra la canalla literaria". Quizá por esto, cinco años después, organizó una conspiración para que se aplaudiera El capital: "Del celo y la habilidad de mis amigos de partido en Alemania depende, pues, el que el segundo tomo aparezca pronto o se retrase (...) no depende de las verdaderas críticas, sino, para decirlo lisa y llanamente, de que se sepa agitar la cosa, armar mucho ruido" (cartas a Kugelmann del 28 XII 62 y 11 X 67, traducción de Wenceslao Roces).    
                                              
Ahora bien pocos libros alcanzan la unanimidad que logra El Capital en cuanto a la aridez de su lectura (lo que de ninguna manera pone en tela de juicio el valor de los conceptos allí desarrollados).

Una prueba de lo aquí afirmado la proporciona Pío Baroja hacia fines de la primera mitad del siglo XX.
 
¡Qué obrero corriente va a leer El Capital, de Marx, y a desentrañarlo! Casi ninguno.
Tiene que ser un trabajo difícil meterle el diente a un libro largo, engorroso, pesado. Esto lo hacen los profesores de economía porque les sirve para las oposiciones, para las conferencias, para defender o atacar teorías, para explicar esto o lo otro; pero para los obreros y los curiosos, no.
Nadie se pone a descifrar un libro oscuro y pesado por puro diletantismo. (…)
Hacia el año 34 ó 35 se publicó una traducción íntegra de El Capital, probablemente la única. Era un volumen grueso. Yo estuve en varias librerías, y sobre todo en librerías de lance, y pregunté si se vendía entre el público. Nada o casi nada.
Probablemente, el libro iría a parar a dependencias del Estado, a centros obreros; yo no vi a nadie que lo comprara. Si hubiera visto obreros que adquirían el libro me hubiera fijado en ello.

Estas observaciones le permitieron a Baroja concluir que Marx habría influido poco en el marxismo español.
 
Yo creo que no habrá cien personas en España que hayan leído entero El Capital, de Karl Marx. Se puede afirmar y parecerá una paradoja que Karl Marx no ha influido en el marxismo de España.
Muchos se considerarán marxistas porque habrán leído artículos, habrán oído discursos y esto les basta.

Para el caso de México -si tomamos como muestra la experiencia de Renato Leduc citado por José Ramón Garmabella- la situación no parece ser muy distinta.
 
(...) confieso que una vez compré los tres tomos de El Capital que editó el Fondo de Cultura Económica y como me resultó tan aburrido, leí apenas el primer tomo y después le regalé la obra a mi hija.
Y es que el mentado Capital es aburrido y pesado como la chingada, al grado que el mismo Fidel Castro alguna vez llegó a declarar que sólo había leído hasta la mitad del primer tomo.

Pero -siempre siguiendo el testimonio de Renato Leduc- toda situación es factible de empeorar.
 
Por eso, cuando una vez en una librería encontré un libro titulado Para leer el Capital del que era autor el francés Louis Althusser, no dudé en adquirirlo para ver si así podía entender cabalmente el texto principal del comunismo.
Sin embargo, cuando apenas comencé a leerlo, tuve que volver sobre El Capital para ver si así podía entender al cabrón de Althusser...

No son muchos quienes aceptan haber leído la obra; tal es el caso de Eduardo Galeano quien comenta lo que le aconteció al concluir su exilio en Argentina y previo a iniciar el de España.

Cuando me estaba yendo de la Argentina empecé a escribir “Días y noches de amor y de guerra”. Lo terminé en España. Tiene (…) un umbral (...) de Marx: "En la historia, como en la naturaleza, la podredumbre es la fuente de la vida". A mí siempre me pareció una definición perfecta de lo que es la dialéctica. Bueno, el libro se publica en español y cuando empiezan las versiones en otras lenguas el traductor alemán, con germánico sentido de la responsabilidad de su oficio, me dice: "Estoy buscando la frase y no la encuentro. ¿De dónde la sacaste?". Le dije que la buscaría. Yo de verdad que leí a Marx. Incluso El Capital, con un profesor argentino. Me puse a hurgar y nada. Al final me di cuenta de que estaba dedicando mi vida a buscar esa frase. Le dije al alemán: "Me vas a perdonar. No sé de dónde viene. Si querés ponela y si no sacala". Y el alemán me dijo que la dejaría porque la frase era muy buena. Y ahí llegué a la conclusión de que la frase era de Marx pero se había olvidado de escribirla. Era mi resumen de lo que yo mismo había leído. Y eso es lo más importante que uno puede recibir como herencia: la certeza de que la contradicción es la fuente de la esperanza, porque de todo lo peor viene lo mejor.
 
De esta manera El Capital parece oscilar entre quienes habiéndolo intentado no pudieron leerlo y quienes habiéndolo leído no encontraron allí lo que buscaban.

¡Si don Karl lo supiera… con todo el trabajo que se tomó!

martes, 27 de agosto de 2013

Las esquelas fúnebres


Durante mucho tiempo la muerte de una persona se daba a conocer a través de la comunicación directa entre familiares y conocidos. Luego fue por medio de los pregoneros, pioneros de los profesionales de la comunicación, que gritaban las noticias que incumbían a la comunidad. Asimismo el toque de campanas tiene, entre muchas otras, la función de comunicar las noticias luctuosas así como la proximidad de la muerte, cuando todavía no es, pero ya estuvo que fue. Francisco Padrón alude a estos toques que se conocen como agonías. “El ritmo lento y melancólico de los sonidos del bronce impregna el ambiente (provinciano) de tristeza, y la noticia de lo irremediable corre de boca en boca, como reguero de pólvora.”  A estos casos se refieren algunos dichos populares como por ejemplo “tiene un pie en el estribo”, “a punto de esquela”, “ya huele a café” (esto por la costumbre de consumir café en los velorios).


Por su parte Alberto Barranco sostiene que cuando las campanas doblaban a muerte en tiempos de la Colonia sus toques eran regidos por estrictas ordenanzas que, como no podía ser otra manera, respetaban jerarquía y posición social. 
 

(...) las campanas doblaban a muerte, digo cuando se trataba de un vecino importante, pero no principal, tres veces: la primera al impacto de la nueva en el barrio; la segunda al salir el cura y los acólitos en procesión por el féretro, y la tercera al darle cristiana sepultura al difunto.
Más allá, se daban 100 tañidos de la campana mayor de Catedral, seguidos por tres golpes dobles de las mayores y menores, secundadas luego por el sonido de todas las de las parroquias, capillas, hospitales y escuelas religiosas, cuando el muerto era el virrey.
El rito duraba nueve días: media hora a las 12; media hora a las tres.

 
Con el paso del tiempo, y seguramente siguiendo lo que acontecía en otro lugares, surgió la iniciativa de repartir invitaciones para que las personas concurrieran a las honras fúnebres; de ello da cuenta Alejandro Rosas.

 
En apariencia, la idea no era nada atractiva. Sin embargo, analizándola con calma, era buena y el negocio podía ser sumamente rentable: finalmente muertos siempre habría. El Diario de México, en su edición del día 31 de octubre de 1807, propuso la idea de repartir invitaciones para asistir a las honras fúnebres de algún fallecido. Como si fuera una fiesta, una boda o un bautizo, los deudos hacían del conocimiento de familiares y amigos el deceso de alguna persona, esperando su asistencia al entierro. El machote de la invitación era inmejorable: “Muy señores míos, de mi mayor veneración y respeto. La divina majestad de nuestro redentor Jesucristo, se ha servido de llevarle el alma, a (aquí iba el nombre del difunto), el cual es cadáver, y para darle sepulcro a su cuerpo he de merecer de ustedes su asistencia que así espero lograrla en el día de mañana a las nueve del día que contaremos, a once del corriente. Celebro esta ocasión pues me franquea la de lograr sus asistencias y deseándoles la más perfecta salud y que la divina Majestad de nuestro señor Jesucristo se las facilite innumerables años”.
 

A medida que los periódicos incrementaron su importancia comenzó a hacerse más frecuente la publicación de necrológicas. Como todo, en sus inicios debieron hacer frente a las resistencias que se presentaron; a ello se refiere Eulalio Ferrer estudioso del tema y gran conocedor de las diversas formas de comunicación.
 

Las necrologías fueron pocas e irregulares a lo largo del siglo XVIII y principios del XIX. ¿La razón? La alta sociedad no veía con buenos ojos la publicación de avisos de defunción en los periódicos. Los consideraba una vulgarización de la muerte. Pero, ¿quiénes fueron los primeros individuos que se atrevieron a publicar un aviso mortuorio en la prensa, exponiendo el nombre del difunto a la vista de todos, a merced de la crítica y las habladurías? La respuesta la recoge Antonio Belmonte: los burgueses. Sedientos de encontrar un espacio para publicitarse y legitimarse como clase social, buscaron inconscientemente un medio a través del cual pudiesen adquirir un rostro propio, esto es, un lugar en su respectiva historia. Irregulares, escuetos, sin la riqueza verbal ni gráfica de las esquelas de convite, los primeros avisos de defunción fueron incongruentes y erráticos, con faltas de redacción y no pocos barbarismos, escritos directamente por comerciantes y burgueses que no lograban sacudirse un posible pasado analfabeto.
Los avisos de defunción llegaron a los diarios de Londres a principios del siglo XVIII, instalándose en las publicaciones de acusado carácter comercial (como el City Mercury, Daily Advertiser, The Public Adviser, etc.), con las modificaciones indispensables para hacerlos coincidir con el estilo de vida de los devotos anglicanos. De tal suerte que en el Reino Unido los avisos de defunción sintonizaron bien con el sentir anglicano, austero y reservado, al disponer el nombre de los muertos en un tapiz igualitario, con los apellidos acomodados en estricto orden alfabético como única guía de identificación.

                                                                      
El estilo de las notas necrológicas tiene que ver con el tiempo y con el espacio. Claro que, como dice Jorge Ibargüengoitia refiriéndose al caso de México, la necrología está reservada a los sectores sociales privilegiados porque por lo general los pobres se van a la tumba sin derramar una gota de tinta, a menos de que su muerte sea en circunstancias violentas, misteriosas o molestas. Subraya Ibargüengoitia que las notas necrológicas se han estandarizado y manifiestan una gran pobreza de estilo.


Sin embargo, hay que admitir que el estilo necrológico se está esclerotizando y que el género se ha empobrecido tanto que se puede establecer un patrón con el que concuerdan el noventa y nueve por ciento de las noticias de esta índole. Es más o menos así: el personaje murió confortado con una cantidad de auxilios espirituales que hubieran bastado para salvar las almas de diez viciosos, y toda la parentela -aquí se dicen los grados- participan a usted con profundo dolor.
Si el personaje es algún millonario extranjero, se pone, después del nombre del difunto, "natural de Villacordero, Extremadura (España)", y después de la palabra "hermanos", se agrega la de "ausentes", entre paréntesis. Como puede verse, es muy sencillo.
Muy sencillo y muy poco interesante. Si no conocimos en vida al personaje, nos enteramos de que murió en olor de santidad, que es cuestión que a nadie le importa. No nos enteramos ni qué significó su vida, ni qué es lo que significa su muerte.
Nadie se atreve a soltarse el pelo y hacer en la necrología un juicio certero y contundente del difunto: "después de hacerles de cuadritos la vida a toda su familia, murió por fin el señor don Fulano de Tal". O hacer un boceto de su temperamento: "era terco, contaba cuentos colorados y dejó en la calle a varios socios”. O cuando menos describir alguna de sus costumbres características: “vivió convencido de que levantarse a las cinco de la mañana y bañarse en agua helada era una costumbre saludable. Murió de pulmonía”.


Por su parte Joaquín Antonio Peñalosa continúa esta línea de análisis y se detiene en el ya clásico “y demás parientes”.

 
Las esquelas (...) siempre dicen lo mismo, las mismas palabras, los mismos sustantivos, adjetivos y verbos; la redacción jamás varía, salvo el nombre y la edad del difunto.
Todas la viudas se quedan inconsolables y todos los mexicanos se van sacramentados, hasta los que no reciben ningún sacramento, porque se les ocurrió cortarse la coleta sin previo aviso, doblar los remos sin decir pío, cerrar las persianas sin testigos de cargo o dar el angelazo en la soledad de la carretera.
El único enigma gramatical de las esquelas es esta frase estereotipada “y demás parientes”. Mire usted. ¿Quiénes son los que participan la muerte de cualquier mexicano por olvidado que sea? Primero la inconsolable viuda, y detrás de ella un gigantesco desfile de padres, hijos, hermanos, abuelos, tíos, primos, sobrinos, sobre todo sobrinos. Demasiada gente como usted ve, tal vez un centenar de cristianos, porque “al que Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos”, que siempre suelen ser cantidad. Sin embargo, como todo ese gentío aún parece muy reducido, pues entonces vengan a hacer bulto los “demás parientes”. No podemos prescindir de acarreados ni para los mítines políticos ni para los duelos fúnebres.


Eulalio Ferrer tiene otra perspectiva en relación a ello al descubrir diferencias significativas en lo que denomina “lenguaje esquelario” y propone algunas interpretaciones.



Algunas veces el lenguaje esquelario guarda silencio, dando voz sólo a lo más elemental: el nombre del difunto y las condolencias, evitando los símbolos, las citas literarias o cualquier otra sofisticación expresiva. En estos casos, un gran espacio en blanco aparece como un modo de usar gráficamente el silencio como un recurso visual más. Frente a la indignación por una tragedia o el dolor de una muerte, muchos consideran que es mejor callar y dejar que el silencio hable, lo cual se traduce visualmente en la inserción de grandes espacios vacíos para decir lo inefable. Varias esquelas de condolencia de este estilo aparecieron a raíz del asesinato de Luis Donaldo Colosio, candidato a la presidencia de México en 1994 (...) Al día siguiente de su muerte, se publicaron espaciosos avisos fúnebres en blanco, acompañados solamente por una escueta frase o la imagen de un moño negro. Por lo demás, no es aventurado decir que estos espacios vacíos representan el equivalente gráfico del "minuto de silencio" guardado en memoria de un difunto.


Según el mismo Ferrer hay algunos ejemplos de que la izquierda ha innovado la forma de redactar las esquelas que, en algunos casos, tienen algo de manifiesto político al proponer que la mejor manera de recordar al homenajeado consistirá en unirse a la lucha que el personaje mantuvo durante su vida.

 
En una perspectiva más amplia, los anuncios fúnebres de inspiración izquierdista destacan por el uso del término "camarada" para referirse al difunto, así como por la inserción de alguna máxima política, como el "¡Hasta la victoria siempre!" de Ernesto Che Guevara, o el lema socialista clásico: "Proletarios de todos los países, ¡uníos!" Por virtud de este gesto, las esquelas adoptan las formas de un pequeño manifiesto. Dentro de esta tradición ideológica, la nota consagrada a José Revueltas, escritor mexicano fallecido en 1976, introduce un curioso vuelco en el sentido de las expresiones fúnebres, al sostener: "José Revueltas nunca descansará en paz. Los que pensamos como él, continuaremos su lucha." Un ingenioso juego con el lenguaje fúnebre transforma una frase esquelaria típica, convirtiéndola en un efectivo mensaje político.      

 
Para los periódicos la sección necrológica es una fuente considerable y en extremo segura de recursos financieros (representando entre el 15 y el 20% de lo que ingresa por publicidad) que, vaya contradicción, vive sus mejores momentos con el fallecimiento de algún personaje importante sea del ámbito político, cultural, empresarial, deportivo, religioso, social, etc. Eulalio Ferrer señala que las esquelas periodísticas tienen un valor de estatus y realiza algunas mediciones al respecto. En México 30 páginas de homenaje y recuerdo del muerto identifica a los de alto rango social; si las páginas son 50 entonces seguramente se refieren a un empresario del más alto nivel. Sabedores del negocio que ello implica, continúa Ferrer, hay periódicos que se organizan para recordar año con año a los deudos las fechas de los aniversarios luctuosos para invitarlos a publicar una esquela. Eso se llama tener sentido de oportunidad.

 
Hay empresas que siguiendo las instrucciones de los contables en cuanto a hacer un uso más efectivo de los recursos, aprovechan la ocasión necrológica para posicionar a la marca. Eulalio Ferrer se refiere a ello.

 
Desde hace algunos años, México es un país en el que se ha generalizado una carrera desenfrenada por la publicación de esquelas mortuorias en donde lo más relevante y destacado es el logotipo de una compañía y su eslogan comercial, constituyendo una forma de publicidad directa o indirecta, a menudo de diseños competitivos. Al observar la mayoría de las esquelas de condolencia mexicanas, se da la impresión, muchas veces, de que las grandes empresas -y también las menores- andan a la caza de muertos distinguidos para anunciarse y promoverse. En tales esquelas, grupos corporativos, especialmente, lamentan la muerte de algún personaje o colaborador destacado, y al mismo tiempo suelen citarse artículos como bienes raíces, bancos, líneas aéreas o bebidas alcohólicas. Dentro de la visión de las esquelas contemporáneas, Guillermo Sheridan ha observado con ironía que "una vida culmina en un cuarto de plana de papel reciclado que al reverso anuncia sopa".
Al revisar las esquelas aludidas, pudiera decirse que las condolencias están más relacionadas con los intereses económicos de los vivos que con el recuerdo de los muertos. El elemento publicitario puede radicar en una discreta referencia comercial, como la frase: "Chrysler se une a la pena que embarga a la familia del señor ingeniero... distribuidor autorizado de Chrysler, etc." En el género esquelario de los anuncios comerciales encubiertos, los eslóganes asociados a una intención publicitaria son otro elemento que parece imprescindible. Muestra reveladora de esta práctica es la esquela que una cadena de farmacias dedicó al animador de programas televisivos, Paco Stanley: "Farmacias Similares Lo mismo pero más barato, se une a la pena que embarga a los familiares del señor Francisco Stanley..." En otra nota fúnebre, esta vez consagrada al popular Cantinflas, se anuncia de modo explícito: "Bic No Sabe Fallar se une al dolor de todo el pueblo mexicano por el sensible fallecimiento de Mario Moreno Reyes (Cantinflas)”. En estos mensajes fúnebres, el eslogan se puede situar al comienzo de la nota, justo a un lado del nombre de la compañía, presidiendo sin inhibiciones el carácter publicitario de la esquela (...)
Vale la pena señalar el gesto de algunas empresas de no incluir un logotipo en sus esquelas de condolencia, limitándose al nombre de la razón social. La omisión podría ser la respuesta tardía o expresa de un deseo de sobriedad y discreción en los anuncios mortuorios, bajo la conciencia de algunos empresarios sobre lo inconveniente o poco ético de hacerse publicidad en tan tristes circunstancias. (...)
Aunque Brendan Behan ha advertido que "no existe la mala publicidad excepto en la nota necrológica", algunos anunciantes temerarios no han podido resistir la tentación de promocionar productos y servicios con anuncios publicitarios que aparentan ser esquelas.

 
Aun a riesgo de caer en un lugar común podríamos concluir diciendo que la publicidad no conoce límites, aunque tendríamos que moderar tal afirmación ya que por lo menos hasta el momento ninguna empresa se ha endilgado el carácter de patrocinador oficial del fallecimiento de algún personaje connotado.

jueves, 22 de agosto de 2013

Protagonistas de novela

El género novelístico adquiere enorme relevancia en el mundo de la literatura y sus aportes son considerables. Hay novelas que por sí solas han logrado la conversión de nuevos lectores; están las que fortalecen el desarrollo de la imaginación; el dominio del lenguaje; el estudio de la psicología de los personajes; el manejo de la intriga, la descripción de escenarios, etc. Las hay que han ejercido gran influencia ideológica y ejemplo de ello es lo que afirma el escritor Daniel Chavarría: “Mi primer paso rumbo al comunismo lo di acicateado por la lectura de Los miserables, a los doce años.”
                                                                                 
Con mucha frecuencia se subraya la importancia de la primera frase en aquellas novelas que han alcanzado amplia difusión, tal como lo señala José Antonio Marina.

En el caso de Cien años de soledad, Gabriel García Márquez cuenta que un día escribió una frase: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Se paró y se preguntó: “¿Y ahora qué carajo sigue?” Lo que siguió fue la novela que todos ustedes conocen.
 
Escribir o construir una novela implica un verdadero trabajo de ingeniería y es precisamente Jorge Ibargüengoitia, con formación en esa disciplina, quien comenta algunos pormenores del oficio.

Una imagen evoca otras, trae a la memoria otros instantes, fragmentos de conversaciones casi olvidadas, la presencia física de personajes casi desconocidos; chismes, etc. A partir de esta pequeña base y por medio de puras palabras se pone uno a construir, un poco como rompecabezas o castillo de dados, un pequeño mundo que resulte habitable para un desconocido -el lector- durante las dos horas y media que le dedique a la novela. Se trata de construir una ciudad, con su historia, su situación geográfica, sus costumbres locales. Está habitada por diez o doce personas y miles de comparsas. Se trata de que el lector no se pierda, de que sepa que si sale de Campomanes por el pasaje donde venden los churros va a llegar a la calle del Triunfo de Bustos, cerca de donde viven los Espinosa. Se trata también de que cuando oiga una conversación sepa quién es el que está hablando.

En esta reflexión no podía faltar la vuelta de tuerca de Ibargüengoitia que tanto lo caracterizara: “Tampoco vaya a creerse que escribir una novela es pura hospitalidad, porque el único lector en el que he estado pensando soy yo.”
 
Una vez que el novelista inicia su obra estará obligado a una permanente toma de decisiones. Vivirá eligiendo y no es raro que la solución a alguno de sus dilemas le llegue en sus horas de sueño hasta donde lo alcanzan sus propios personajes. Amos Oz da testimonio de ello.

Escribir una novela, dije en una ocasión, es como construir con un mecano todas las cadenas montañosas de Europa. O como hacer París entero, con sus edificios, sus plazas, sus bulevares, sus torres y arrabales, hasta el último banco de la calle, con cerillas.
Para escribir una novela de ochenta mil palabras debo tomar algo así como un cuarto de millón de decisiones: no sólo decisiones sobre el boceto de la trama, quién vivirá y quién morirá, quién amará y quién traicionará, quién se hará rico o se volverá loco, cuáles serán los nombres de los personajes, cómo serán sus caras y cuáles sus costumbres y ocupaciones, cómo dividirla en capítulos, cuál será el título del libro (ésas son las decisiones sencillas, las decisiones más burdas); y no sólo cuándo contar y cuándo silenciar, qué va antes y qué va después, qué revelar al detalle y qué sólo con alusiones (también ésas son decisiones bastante burdas), sobre todo se deben tomar miles de decisiones sutiles, como, por ejemplo, si poner ahí, en la tercera frase hacia el final del párrafo, azul o azulado. O celeste. O celeste oscuro. O tal vez azul ceniza. ¿Y poner ese azul ceniza al comienzo de la frase? ¿O mejor que estalle al final de la frase? ¿O en medio? ¿O que sea una frase breve independiente, un punto delante, un punto y una nueva línea detrás? ¿O no? ¿O es mejor que ese azul se sumerja en la arrastradora corriente de una frase compuesta y tortuosa, con muchos miembros y abundantes subordinaciones? O tal vez lo mejor sería escribir sencillamente cuatro palabras, «luz de la tarde», y no teñir esa luz de la tarde de ningún gris azulado ni ningún celeste polvoriento.

Hay novelistas que no sólo las escriben sino que las viven dado que su propia vida ofrece material más que suficiente para una buena novela. Manuel Scorza, entrevistado por Ricardo Garibay, da cuenta de lo que le aconteció.

Me meaban los perros ¡pero oye, esto no es metáfora, me meaban los perros a media calle! ¿Tú sabes lo que es que estés parado en una esquina de cualquier ciudad, con el vientre hecho un rechinadero de hambres, lloviendo, los zapatos rotos, sin pasaporte, ya sin mujer y sin hijos, temblando al paso de cada policía, sin poder decirle a nadie: oiga usted, buenas tardes, ¿se acuerda de mí? Yo soy Manuel Scorza... ¿y que de repente se te acerque un chucho, te ronde, te olisquee, alce la pata, descargue en la hilacha mojada que llevas por pantalón, y luego, encima, algo lo irrite, tal vez tu ruina, tu porquería, y te muerda ligeramente, con desprecio, y se aleje poco a poco, sabiendo que no te queda ánimo ni para darle una patada?
 
Otro fue el caso de Juan Ramón del Valle-Inclán quien, de acuerdo con Rafael Escandón, se identificaba con uno de sus personajes (el marqués de Bradomín) de quien decía el propio autor que era "un Don Juan feo, católico y sentimental". En un pleito callejero don Juan Ramón recibió una herida en el brazo izquierdo al que tiempo después tuvieron que amputarle. En relación a él, no solo su vida fue de novela sino que le hubiese significado una verdadera pesadilla dejar de ser novelista. Al respecto narra Rafael Escandón
 
Fue hospitalizado una vez, siendo menester una transfusión de sangre; pero no se encontraba su tipo a pesar de que muchos de sus amigos ofrecieron la suya. Solamente había uno, llamado Antonio Robles, escritor de cuentos para niños, que tenía la misma clase de sangre que el novelista necesitaba. Pero Don Ramón no la aceptó porque no quería "salir del hospital escribiendo cuentos infantiles".
 
Han existido novelistas cuya obra ha sido más bien escasa y también hubo quienes fueron verdaderas fábricas de escritura. Tal es el caso de Corín Tellado quien, de acuerdo con Homero Alsina Thevenet, “publicó unas cinco mil novelas, entre 1946 y 1996, lo cual supone una producción de dos por semana”.
 
Ahora bien el gremio de los lectores se puede dividir en quienes leen novelas en forma habitual y aquellos que no lo hacen. Por mi parte integro el segundo grupo aun cuando reconozco el placer que me han brindado algunas de ellas. Admito que las esquivo por su volumen (que en ocasiones me impone) y también porque suelo perderme entre tantos aconteceres y personajes. Alberto Salcedo Ramos recuerda que en una de las reiteradas ocasiones en que le preguntaron a Jorge Luis Borges por qué no escribía novelas, se limitó a responder: “no me gustan porque tienen mucha gente”.
 
Pero no es solo cuestión de que por lo general las habitan demasiados personajes sino que además les suceden muchísimas cosas. Alejandro Rossi profundiza en esta cuestión.
 
Cada vez que aparece un personaje –aunque apenas sea el vecino-, el novelista nos informa cuál es su estatura, el color de la corbata, sus problemas estomacales, el trabajo que desempeña, sus hábitos amorosos y sus dificultades con el portero. (…) El novelista (…) describe al vecino no porque le interese ese hombre cuya vida es un bostezo y cuyas corbatas son abominables, sino porque pidió azúcar, es decir, realizó una acción. Por consiguiente, es necesario investigar al promotor de esa trivialidad. (…) Cuando leo un relato casi imploro que no pase nada, que los invitados a la cena masquen en silencio, sin tirar la sal, sin mancharse la camisa, sin derramar el vino.
 
Pero con frecuencia sucede que la realidad novelística contradice los deseos de Rossi. “Si al gordo de la derecha –cuya biografía milagrosamente ignorábamos- se le resbala la servilleta como resultado de un movimiento brusco, estamos perdidos. El redactor –burócrata cansado- abrirá un expediente y nos explicará quién es la causa de una acción tan decisiva.”
 
Seguramente los fanáticos del género, por el contrario, disfrutarán todas y cada una de las peripecias que le ocurran “al gordo de la derecha”.

martes, 20 de agosto de 2013

Las resistencias al cine


Adaptarse a los cambios e innovaciones que traen los nuevos tiempos, nunca ha sido cosa sencilla. Cuando se inventó la imprenta muchos integrantes del clero vieron en ello un peligro de consideración, expresión de la decadencia social y religiosa de la época. Mucho después, al empezar a circular el ferrocarril había quienes sugerían que las mujeres embarazadas debían abstenerse de utilizar ese servicio porque las altas velocidades que alcanzaba (aproximadamente 30 kilómetros por hora) ponían en riesgo la gestación de la criatura. No faltó quien advirtiera del riesgo de que las vacas que se encontraran pastando tranquilamente en los campos sufrieran mareos al ver pasar los trenes. En el caso de México, comenta el historiador Luis González y González, al ver pasar por primera vez el ferrocarril con su majestuosa presencia sobre el riel, a algunos paisanos les temblaron las corvas y otros directamente echaron a correr.
 
Este temor a las innovaciones no es cuestión del pasado remoto: no hace mucho se daba a conocer que las computadoras que llegaron a diversas escuelas permanecieron guardadas en una bodega durante un largo lapso ante el temor de algunos maestros de ser sustituidos por ellas.
 
No todo lo que llega es conveniente por lo que hay resistencias muy legítimas, pero en muchos casos se basan en la ignorancia, el miedo a abandonar lo conocido y a experimentar lo nuevo así como también a intereses que se ponen en riesgo con el advenimiento de los cambios.
 
Así aconteció en ocasión de la irrupción del cine en la vida cotidiana de México, tal como lo señala Alejandro Rosas.
 
Desde 1896, el cinematógrafo estaba presente en la vida cotidiana y después de la Revolución, la gente pudo ver, en la comodidad de una butaca, la historia del México reciente con las vistas que filmaron Salvador Toscano, los hermanos Alva o Jesús H. Abitia. Para el público resultaba atractivo ver a los principales jefes de la Revolución, escenas de los combates, las entradas triunfales de los ejércitos. (…) Durante las dos primeras décadas del siglo XX, el cine silente se ganó su lugar en el gusto popular.
En 1927, la incorporación del sonido al cine, con la película The Jazz Singer, revolucionó a la industria cinematográfica en todo el mundo. (…)
La primera cinta sonora mexicana fue una nueva versión de Santa, basada en la novela de Federico Gamboa, con la actuación de Lupita Tovar. Fue filmada en 1931 y estrenada al año siguiente. La llegada del sonido y la incorporación de muchos artistas que se habían formado dentro del teatro en los años anteriores y a quienes nos les era desconocido el cine, significaron un impulso definitivo para el séptimo arte en México que se tradujo en la época de oro del cine mexicano.
De inmediato comenzaron los éxitos El prisionero 13 (1933), El compadre Mendoza (1933) y Vámonos con Pancho Villa (1935) de Fernando de Fuentes; La mujer del puerto (1933) con Andrea Palma, de Arcady Boytler y Raphael J. Sevilla; Janitzio (1934) de Carlos Navarro y Redes (1934) de Fred Zinneman. 1936 marcó el inicio de la internacionalización del cine mexicano con el estreno de la película Allá en el Rancho Grande de Fernando de Fuentes.
 
Pero las cosas no fueron fáciles para esta nueva forma de entretenimiento que diera lugar a tanta resistencia. En la primera línea, tal vez la más conocida, se ubicaron los censores y moralistas que lo identificaron como un medio destinado a corromper la armonía social y las buenas costumbres, por lo que amenazaban con el fuego eterno tanto a los empresarios como a quienes asistieran a la proyección de películas. Los besos exhibidos en pantalla escandalizaron a una parte de la sociedad tal como lo expresa La hoja del buen cristiano, México 15 de enero de 1922, citada por Paco Ignacio Taibo I.
 
El cinematógrafo ha venido a resultar un vehículo de costumbres muy alejadas de nuestra educación y sentimientos cristianos. Ya no se puede ir a un salón de cinematografía sin toparnos con situaciones que se proyectan en la pantalla y que las gentes de bien sólo admitíamos, antes, en nuestra vida privada. Los besos han dejado de ser una muestra de afecto, de respeto filial, de amor sano y limpio. Los besos que ahora vemos en el cinematógrafo, están premeditadamente expuestos para excitar nuestra más triste condición animal y para alejarnos de costumbres que fueron distinción de la sociedad mexicana durante años. Cuando los films provocadores se exhiben en salones propiedad de gentes cristianas, se cortan las escenas inconvenientes o se impide por alguna otra manera que pasen a la pantalla. Pero esto es las menos de las veces, ya que los propios empresarios de los salones cinematográficos procuran atraer a sus clientes con el señuelo de estas escenas no convenientes. Los católicos tienen que ser quienes se impidan a sí mismos la contemplación de besos inadecuados, escenas que signifiquen malos ejemplos o letreros que revelen sentimientos lascivos en los actores y actrices.
 
El cine desplegó su enorme influencia por lo que vestidos, peinados, y actitudes  de actrices y actores, comenzaron a ser emulados por importantes sectores de la población. Los grupos más conservadores veían en ello la imposición de comportamientos exóticos (como el de que las mujeres fumaran, se cortaran el cabello, tomaran cocteles, nadaran en el mar, anduvieran en bicicleta, etc.) destinados a corromper los grandes valores del sector femenino así como de  la familia mexicana e identificaban a quienes hacían las películas, los peliculeros, como responsables de tamaña tragedia.
 
Desde aquellos entonces hasta hoy no ha cesado la polémica acerca de la incidencia que el cine tiene en algunas manifestaciones violentas que se presentan en la vida cotidiana. Paco Ignacio Taibo I cita a La Tribuna del 18 de marzo de 1914 que enuncia su queja en cuanto a que algunas películas son verdaderas escuelas del crimen. “A diario nos exhiben películas de índole criminal, y resulta que respirando ambiente tan viciado, excitada la curiosidad de tales aventuras, no hay más remedio que aceptar los hechos consumados.”
 
A comienzos del siglo XX también se expresaron resistencias frente a los espectáculos que combinaron el cine con el teatro de variedades y que incluían la exhibición de tiples que, para los criterios de la época, se presentaban casi desnudas.
 
En este nuevo contexto aparece la reacción ante el atentado al pudor que supone el cine y que, para colmo de males, cada vez iría alcanzando mayor difusión. Jesús Flores y Escalante se refiere a esta cuestión.
 
Fueron las situaciones amorosas, el erotismo sugerente, los besos apasionados algo que para 1936 era común admirar, no sólo en el cine francés sino en el de todo el mundo. Por ejemplo, Jean Renoir en Tony (1936) exhibió una situación amorosa entre Charles Blavette y la actriz mexicana Celia Montalbán, protagonista de la cinta.
Por esta clase de películas de contenido erótico protestó el Vaticano. Y como el papa Pio XI no tenía acceso a las pervertidas películas de todo el mundo, promulgó el 29 de junio de 1936 la encíclica “Vigilanti cura”, promoviendo comités para todos los países de América y Europa con el fin de censurar las producciones cinematográficas. Así se creó “La Legión de la Decencia” a nivel internacional, con el ánimo de crear un cine asexuado. (...)
La Liga en México entró en acción casi de inmediato, aunque su época de mayor influencia fue el sexenio avilacamachista (1940-1946), con el apoyo de doña Soledad Orozco de Ávila Camacho, imbuida de una amplia y poblana religiosidad.
(...) Por estos años, la Iglesia también sugirió que la película Blanca Nieves y los Siete Enanos era inmoral: ¿Cómo una jovencita iba a vivir con seis adultos y un adolescente?
 
Es así que se fortalecen las instancias burocráticas encargadas de autorizar o rechazar, según sea el caso, las películas que pretenden ser exhibidas. De esta manera los censores desempeñan una función de vital importancia con criterios muy estrictos. Al respecto, comenta Jorge Ibargüengoitia
 
Hace años tuve oportunidad de entrevistar al director de una de esas ligas que tienen por objeto defender la moral cristiana y fomentar el decoro y las buenas costumbres. Una de sus ocupaciones consistía en ir todas las tardes al cine y escribir después sus apreciaciones sobre la película que acababa de ver; por ejemplo: "Contraria a la moral cristiana por expresar conceptos aprobatorios del divorcio y por contener escenas de violencia. Desaconsejable para toda clase de público".
-Todas las películas -me dijo durante la entrevista- son, en esencia, nocivas. Esto es un hecho comprobado. Porque aunque los maleantes sean castigados y siempre triunfe la ley, no falta entre el público alguien que al ver la película diga para sus adentros: sí, a éstos los agarraron, pero yo soy más listo que ellos y a mí no me van a agarrar.
La organización que él dirigía, me explicó, no tenía ningún poder para prohibir la exhibición de una película. Se limitaba a enviar personas de costumbres intachables y de amplio criterio (o mejor dicho, firme criterio) a ver las películas, para después, cuando esto fuera necesario, aconsejar al público no verlas. Esta actividad, me dijo; él la consideraba como el menor de los males; lo ideal sería que no hubiera ni películas ni cines.
 
En ocasiones la familia acusaba a los censores de ser demasiado amplios de criterio por lo que era necesario hacer algunos cortes extras. Guillermo Sheridan comenta que “(...) desde niño me he acostumbrado a ver cine de tajadas. Mi abuelo nos tapaba los ojos cuando creía que iban a suceder cosas atroces, como un asesinato o un beso”.
 
Menos difusión tuvo otro tipo de resistencia en el que militaron algunos doctores de innegable prestigio en la sociedad de su época ya que –en su opinión- el cine no sólo podía llevar al infierno sino también a la invidencia; Paco Ignacio Taibo I cita una nota del diario El Imparcial del 21 de diciembre de 1908 que alerta acerca de ello.
 
México no es ya solamente la ciudad de los palacios, sino la ciudad de los cinematógrafos. Por todas partes abundan las salas de proyecciones, espectáculos cultísimos que dejaríamos en su auge, si no fuera para llamar la atención acerca de sus defectos que dañan la vista. (...) Los enfermos de lesiones ligeras, como conjuntivitis, leparitis, exacerban sus males en el cinematógrafo. Las señoritas estiman en más su belleza, que el afearla con los espejuelos, y aún les es más llevadero tolerar jaquecas y neuralgias que subscribir una crisis de la estética. Hace poco una señorita de Tacubaya tuvo una ceguera de un minuto, ocasionada por la concurrencia al  cinematógrafo, lo cual la llenó de terror.
 
Sin embargo, y como suele ocurrir, estas campañas anunciadoras de los perjuicios que causa un producto o espectáculo resultaron contraproducentes al convertirse en una invitación a su consumo. Así poco después de publicado el artículo citado, comenta el mismo autor, en la Academia Metropolitana se cantaba un cuplé con el siguiente estribillo: “Te veo, te veo. Al cine y no me mareo”.
 
Como no era posible dejar de considerar una colisión de intereses, los impulsores del negocio del cine denunciaron que la campaña llevada a cabo por dichos médicos había sido promovida en realidad por los empresarios de teatros de comedia y zarzuela así como de otros espectáculos que veían sus ganancias en riesgo. Esta confrontación del cine con el teatro clásico, considerado apto para todo público, así como con las más populares salas donde se exhibían obras del llamado género chico, no estuvo exenta de momentos críticos. Al respecto citamos una vez más a Paco Ignacio Taibo I.
 
Como un símbolo del sufrimiento de los teatros ante la nueva competencia se muere un personaje famoso entre bambalinas: “A la edad de 87 años murió ayer el señor Francisco Pérez Aguilar, que era el decano de los representantes teatrales en México. Más de veinte años trabajó al lado de don Eduardo Orín, quien a últimas fechas le había concedido una pensión. El anciano, con su barba blanca y patriarcal y sus temblores emanados de la senectud, trabajó con fe y constancia hasta lo último. Fue un luchador heroico y digno” (El Heraldo, 24 de junio 1907).
Un reportero afirma que en el entierro se dijo  que “el condenado cinematógrafo nos terminará matando a todos”. Así fue; aunque, hay que aceptarlo, el paso del tiempo también ayudó.
 
Cuando surgen los rumores de que el cine dejaría de ser mudo para transformarse en sonoro, no faltaron quienes dijeron que sería imposible. Una vez que ello se hizo realidad, las películas habladas en inglés incluían subtítulos en español lo que para la amplia población analfabeta resultaba más un obstáculo que una ayuda en la comprensión de la trama. La película que el espectador veía era muy diferente a la exhibida en la pantalla (lo que cabe acotar no ha dejado de suceder hasta nuestros días).
 
Como hemos visto la llegada del cine significó una verdadera conmoción que se manifestó no sólo en hábitos culturales sino también en cuestiones técnicas y de lenguaje cinematográfico. Rosario Castellanos refiere algunos curiosos acontecimientos que tuvieron lugar en su natal estado de  Chiapas.
 
Las películas llegaban, de “más allá de México”, claro, y venían divididas en rollos. Mientras el operador efectuaba el cambio del rollo proyectado por el que seguía, la pantalla se ocupaba con un letrero que decía: “Favor de esperar un momento”. Cuando el momento se prolongaba se decretaba automáticamente un intermedio que las muchachas aprovechaban para coquetear y sus pretendientes para echarles miradas incendiarias.
No siempre se guardaba el orden de los rollos y su alteración volvía incomprensible la película. Pero, ¿a quién podía importarle semejante cosa? Después de todo nos eran bastante incomprensibles ya esas historias que se desarrollaban en los bajos fondos de Chicago, en las aglomeraciones neoyorquinas o en las vastas residencias sureñas de los Estados Unidos.
Las relaciones del público con el espectáculo al que acudían eran muy confusas. Les parecía un juego sucio el hecho de que el protagonista que moría en una película, acribillado a tiros, apareciera en la película siguiente bañado en agua de rosas. Pero lo soportaban, como soportaban todas las arbitrariedades de las que los hacían víctimas las gentes de razón.
Y aun se dio el caso de una mujer, vendedora ambulante de dulces, a la que le hicieron la broma de que su vida aparecería proyectada en el cine. Trató, por todos los medios, de evitarlo y cuando lo consideró imposible comenzó a divulgar episodios que hasta entonces habían sido ignorados. Se había vuelto loca y nunca recuperó el juicio.
 
Para desarrollar sus argumentos el cine tomaba prestadas historias de la realidad pero cabe acotar que, en un acto de reciprocidad, la realidad se vería modificada por el cine.
 
Las resistencias cambian de actores pero no desaparecen, de tal manera que por aquellos entonces se estaba muy lejos de suponer que años después los propios empresarios de cine serían quienes pasaran a situarse en la línea de resistencia haciendo frente a los grandes proyectores de carrete primero y a los sofisticados aparatos de video después, que comenzaron a llevar las películas de las grandes salas al domicilio familiar.

jueves, 15 de agosto de 2013

El bullying antes del bullying

Muchos son los testimonios que demuestran la presencia de la violencia escolar a lo largo de la historia. Según J. García Marcadal la situación a este respecto que tenía lugar entre los estudiantes universitarios en los siglos XVI y XVII representaba un problema mayor (lo que seguramente habrá dado lugar al desarrollo de diversos programas preventivos, antecedentes del actualmente conocido como “mochila segura”).          
                           
(…) aunque los estatutos de todas las Universidades tuvieran prohibido el uso de armas, tanto defensivas como ofensivas, todos las llevaban y ninguno hacía caso de prohibición semejante, siendo entre muchos de ellos tal la destreza en manejarlas, que habrían podido dar lecciones a los mismísimos Carranza y Pacheco, maestros de esgrima de quienes hacen elogiosa mención Lope de Vega, Cervantes, Quevedo, Espinel y otros varios (…)
Cosa nada extraña, porque rara vez el estudiante se desplazaba sin armas, y aun muchas veces éstas eran su único equipaje (…)
Cuando había registro, Mateo Alemán nos dice cómo ocultaban las armas: “La cota entre los colchones, la espada debajo de la cama, la rodela en la cocina, el broquel con el tapadero de la tinaja.” Se castigaba la infracción del precepto prohibitivo con diez días de cárcel y pérdida de las armas.
(…) no había cuchilladas en que ellos no se hallasen, ni se cometía delito en el que ellos no anduviesen mezclados, siendo como dice Jerónimo de Alcalá, “mejores para escuela de Marte que para las de Bártulo y Baldo”; en no pocas ocasiones el ruido de los broqueles convocaba en las encrucijadas salmantinas a centenares de alumnos, los cuales, abanderizados y revueltos, trababan descomunales peleas con las rondas del Corregidor y del Municipio, consiguiendo a veces incluso apoderarse de las espadas que contra ellos esgrimían los oficiales mantenedores del orden. (…)
El 16 de febrero de 1653 se dio una Real Provisión para que el corregidor no tomase a los estudiantes las armas permitidas, que eran tres: espada, daga y puñal.
En un libro del jesuita P. Andrés Mendo, que con el título De Jure Academico publicó en Lyón en el año 1668 (…) hay todo un apéndice dedicado a las riñas y desafíos entre estudiantes (…) Así pudo decir un estudiante de Salamanca del siglo XVI, llamado a ser el venerable y glorioso humanista sevillano Juan de Malara:
“Acontesce en España que los hombres nacen armados y se matan sin razón unos a otros por muy livianas causas y paresce que es verdad lo que dice Justino de España, que si no tiene guerra fuera, la busca dentro de casa.” Y al contemplar lo que en su tiempo sucedía en la Universidad salmantina, exclamaba: “¡Más libros y menos violencia!”
Aunque los estatutos universitarios fuesen rígidos en materia disciplinaria y no se permitiese el asistir con armas a las aulas, es lo cierto que se permitía al escolar tener una espada en su aposento, cuya mara era de cinco cuartas de vara, según la Pragmática de 1563, y en aquella centuria la salida de la Universidad que daba al Patio de Escuelas llamábase ya Puerta del Desafiadero. (…)
Cualquier nimia cuestión, de etiqueta o preferencia, se dirimía a cintarazos en las calles de Salamanca, lo mismo que en las otras ciudades universitarias de España (…)
Tales y tan frecuentes eran las muertes, los desafíos, los desafueros y motines de todas clases y calañas ocurridos entre estudiante, que muchos de ellos parecían haber ido a Salamanca, según dijo el autor de La tía fingida (obra atribuida a Miguel de Cervantes), “no a aprender leyes, sino a quebrantarlas”.

Dando un gran salto en el tiempo nos encontramos con la estremecedora narración de Edmundo de Amicis en su famoso libro Corazón (cuya primera edición es de 1886) referente a lo que acontecía en niveles de educación básica.                             

Miércoles 26
Y cabalmente esta mañana se dio a conocer Garrone. Cuando entré en la clase –un poco más tarde, pues me había parado la maestra de primero superior para preguntarme a qué hora podía ir a casa a vernos-, el maestro aún no estaba, y tres o cuatro chicos atormentaban al pobre Crossi, el pelirrojo que tiene un brazo muerto y cuya madre vende verduras. Lo pichaban con las reglas, le tiraban a la cara cáscaras de castañas, y lo motejaban de tullido y de monstruo, imitándolo, con su brazo en cabestrillo. Y él, solito al fondo del pupitre, descolorido, los oía, mirando ora a uno ora a otro con ojos suplicantes, para que lo dejase en paz-. Pero los otros se chanceaban cada vez más, y él empezó a temblar y a ponerse rojo de rabia. De pronto Franti, ese malencarado, se subió a su pupitre y, fingiendo llevar dos cestas en los brazos, remedó a la madre de Crossi cuando venía a esperar a su hijo a la puerta, porque ahora está enferma. Muchos se echaron a reír a carcajadas. Entonces Crossi perdió la cabeza y, agarrando un tintero, se lo arrojó a la cara con todas sus fuerzas; pero Franti hizo un quiebro, y el tintero fue a darle en el pecho al maestro, que entraba.

Para el caso de México, y ya en el siglo XX, optamos por la descripción de una escena de violencia escolar narrada por Ricardo Garibay con su habitual maestría.

Durante un tiempo largo, la tromba regresando del recreo, se hizo costumbre poner de cara a un rincón a los apacibles y simular con ellos coitos colectivos, multitudinarias violaciones entre carcajadas y silbidos. Cueto se reía cuando le hacían esto, parecía disfrutarlo. Por eso decidieron castigarlo a fuerza de burlas y zarandeos. Le arrojaron tinta a los cabellos y a la cara, le desgarraron la blusa, le metieron en la boca pedazos de lápices, empezaron a bajarle los pantalones, a coro gritaban “¡puto Cueto, Cueto puto, puto Cueto, Cueto puto!” Entonces Cueto, sin ninguna convicción, ahogándose, golpeándose las piernas, comenzó a mentar madres y a retar a la clase entera.
-¡A la salida, a la salida! —gritaba.
-¿Conmigo también?
-¡A la salida, a la salida!
-¡También conmigo, cabrón Cueto, conmigo!
-¡A la salida, a la salida!
Se arrebataban la oportunidad, desenfrenados. Las dos horas hasta la salida se llenaron de júbilos, señas y recados de pupitre a pupitre. Habitualmente El Güero Córdoba y yo no nos enterábamos de los consensos o planes de ataque; un poco se nos hacía de lado con cierto desdén. De modo que Cueto me lanzó con muchas precauciones un papel. “¿Me acompañas a la salida?” Y yo me sentí valiente y le lancé la respuesta: “Sí. Yo voy contigo”. Porque insensatamente creí que iba a pelear y me daría prestigio acompañar al perdedor. Los padrinos eran intocables. Pero le habían preparado una trampa, y él tenía pensada una trampa para todos. Salimos juntos, y trasponiendo la gran puerta verde emprendió una carrera enloquecida, gritando: “¡Vámonos, Garibay!” Se le habían adelantado tres o cuatro y le cortaron carrera. Seguro pensaba llegar al templo, pero tuvo que torcer hacia la Avenida Revolución, interminable y recta. Allí no había escape, lo alcanzarían forzosamente. Ya corríamos todos. Cueto casi volaba. Se veía de alambre. Sus zapatones. Su mochila azotándole la espalda. Recuerdo, estoy viendo a Cueto recibiendo el brutal empujón, maromeando, cayendo boca arriba, y su mochila muy lejos. Era febrero o marzo. Había mucho viento en la Avenida Revolución, sonaban los fresnos, los oigo, un gruñido helado, enorme. Y Cueto está boca arriba, electrizado, mudo, desorbitados los ojos, hundido en el herbazal, bajo una lluvia de puntapiés, tirones de cabellos, escupitajos, gritería sin fin, varazos y cachetadas. Entré en la piña, tiré varias patadas, de propósito al aire, sí, pero era necesario que me vieran tirar varias patadas. No sé cómo se levantó y ayudé a tumbarlo de nuevo. Y la corretiza se hizo costumbre de toda una semana. Cueto andaba metido entre sus hombros, como aterido, bizqueaba. Salía despacio, y cuando iba media cuadra adelante explotaban los gritos: “¡El puto, el puto Cueto, allá va el puto Cueto!” Y a correr, y a alcanzarlo, a derribarlo, a romperle las narices. Hasta que fue su madre a ver al maestro Román. Larga y jorobada, en la miseria, sin dientes, estregándose la cara con los puños, y manoteando luego hacia todos nosotros, acusándonos a todos.
-¿Tú lo volviste a ver, Faustino? Siempre lo recuerdo con pena, o más bien... no sé, éramos... nueve años...

No hace muchos años que se dio a conocer la expresión “bullying” y en forma inmediata pasó a ocupar un lugar destacado en el vocabulario básico para encarar temas educativos. Ello ha dado lugar a la proliferación de foros y especialistas en cuestiones de bullying. Sin embargo, como hemos visto el problema de la violencia en las escuelas viene de larga data, lo que no quita trascendencia al tema ni cuestiona a los profesionales que abordan la cuestión (si bien como dice Salvador Cardús “nunca se sabe con exactitud si los problemas suscitan la aparición de los expertos, o si por el contrario son los expertos quienes se inventan los problemas…”)

No hay duda de que la violencia entre alumnos dentro y fuera de las instituciones escolares alcanza niveles preocupantes, tanto en lo que hace a su frecuencia como a la gravedad de sus manifestaciones “reales” como “virtuales”. Son muchos los factores que explican esta coyuntura, entre ellos que la violencia social -como no podía ser de otra manera- llega a las escuelas. Asimismo el desarrollo de las nuevas tecnologías permite difundir imágenes e informaciones degradantes a quienes se amparan en el anonimato de la red.

Violencia escolar, acoso, bullying, diversos nombres para identificar situaciones muy dolorosas que encuentran terreno fértil en la impunidad, la cultura de la prepotencia, el imperio de los poderosos y muchos etcéteras.

martes, 13 de agosto de 2013

Presencia del chile en la cultura mexicana

Es ampliamente conocida la relevancia que adquiere el chile en la cocina mexicana. Ítalo Calvino, recurriendo a diversas fuentes, vincula el inicio de su consumo con la antropofagia. Juan Villoro reseña estas conjeturas de Calvino.
 
Una de sus más provocadoras y acaso irrefutables conclusiones es que el turbador efecto de nuestros guisos tiene su inquietante origen en la antropofagia.
(...) En la alborada de la historia mexicana, el rito dependía de la carnicería, y quizá también del arte de sazonar al prójimo. ¿Qué sucedía con las víctimas de los sacrificios humanos después de las ceremonias? Las vísceras eran ofrecidas a los buitres para que las llevaran al cielo y saciaran el apetito de los dioses, y los corazones eran guardados en un tzompantli, antecedente religioso del tupperware. ¿Qué pasaba con el resto de ese cuerpo que ya era sagrado?
En la Colonia, los evangelizadores no tuvieron dificultad en imponer la comunión porque en numerosos ritos prehispánicos se comían figuras que representaban dioses o hijos de dioses. Calvino se pregunta si los aztecas no habrán incurrido en un consumo más literal de los cuerpos divinizados en el rito. Desde un punto de vista religioso, la carne sacrificial significaba una impecable merienda. Para vencer el prejuicio de comerse a un vecino, nada resultaba más práctico que hundir sus filetes en salsa verde, sustancia que impide distinguir la carne de un hermano de la de una gallina.
Pero hay una hipótesis más inquietante: es posible que el sugerente picor del chile sirviera no para ocultar, sino para resaltar el gusto de aquella innombrable materia prima. En tono de reveladoras vacilaciones, escribe Calvino: “Tal vez aquel sabor asomaba de todos modos... aun en medio de otro sabores... Tal vez no se podía, no se debía esconderlo... Si no, era como no comer lo que se comía... Tal vez los otros sabores tenían la función de exaltar aquel sabor, de darle un fondo digno, de honrarlo...”

Asimismo Ítalo Calvino, citado por Villoro, observa puntos de contacto entre el barroco colonial y el consumo de chile. “Así como el barroco colonial no ponía límites a la profusión de los ornamentos y al lujo, por lo cual la presencia de Dios era identificada en un delirio minuciosamente calculado de sensaciones, así la quemadura de las más de cien variedades indígenas de pimientos sabiamente escogidos para cada plato abría las perspectivas del éxtasis flamígero”. 

Entre los chiles más picantes se encuentra el habanero, que contrariamente a lo que se podría suponer no proviene de La Habana; Juan Villoro describe su llegada a México. “La nao de China trajo a México un chile de Java que fue escupido por bocas de diversas latitudes hasta llegar a Yucatán, el único sitio donde lo calcinante podía ser un aderezo, y entró ahí con el pasaporte falso que conserva hasta la fecha: chile habanero”. Menos sabido es que esta variedad tiene otros usos muy lejanos al arte culinario. Yazmín Rodríguez, en nota de prensa de marzo 2008, se refiere a ello.

(Tebec, Umán, Yuc.) El picante característico del chile habanero no sólo es un condimento básico de la cocina mexicana, también es un “excelente torturador de delincuentes”, de acuerdo al uso que policías y militares le dan para elaborar gases lacrimógenos.
De las múltiples presentaciones y variedades, como salsas, pastas y molido, y de los beneficios vitamínicos y medicinales, esta verdura originaria de Yucatán es reducida por los cuerpos de seguridad a un dispersor de manifestantes y protestas. (...)
En combinación con diversos derivados químicos, por lo menos dos sustancias extraídas del chile habanero se utilizan para elaborar efectivos gases lacrimógenos, que son empleados por corporaciones policiacas para someter a delincuentes, así como disipar y contener manifestaciones y motines.
La acroleína, que al respirarla en cantidades medidas produce ardor en nariz y garganta, y la capsina, que sensibiliza las células receptoras de la boca, son los componentes del chile habanero que se emplean para torturar, según estudios.
El habanero de México, de acuerdo a documentos del farmacéutico Wilbur Scoville, inventor de una fórmula para medir el picor (en 1912), alcanza la calificación más alta con 300 mil unidades en la escala de Sconville. Está por encima del chile de la salsa Tabasco, que tiene entre 30 y 50 mil.
La Secretaría de Seguridad Pública en Yucatán, mediante convenios con la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), obtiene  cantidades variadas de gases lacrimógenos que mantiene a buen resguardo y que sólo utiliza en casos necesarios y previa evaluación de la situación, comentó el jefe de la Policía, Luis Saidén Ojeda.
Por cuestiones de seguridad, no reveló las cantidades de gas y armamento con el que cuentan. (...)
Cuando se requiere exportar este producto, es la misma Sedena la encargada de adquirirlo y canalizarlo a las entidades que lo demandan. También bajo su operación, fábricas nacionales distribuyen los artefactos.

Es así que los chiles tienen una amplia gama de usos desconocidos; José N. Iturriaga desarrolla el tema.

Los chiles no sólo están asociados a los antojitos, sino que se vinculan a la medicina, a la industria alimenticia, a la de los colorantes y cosméticos y a la de los embutidos entre otras. En efecto, el componente activo del chile es una oleorresina llamada capsicina, demandada en la preparación de ciertas carnes frías como saborizante, en la fabricación de cigarrillos, en la agricultura como repelente y en la ganadería menor contra mamíferos depredadores, como sustancia activa de las pinturas marinas para rechazar la adherencia de caracolillos, como estimulante en la industria farmacéutica y como colorante en la industria de alimentos balanceados en sustitución de la flor de cempazúchil. En fin, la resma del chile no se pudo librar de la guerra y es componente básico para el pepper gas, que obliga a los soldados a quitarse sus máscaras protectoras, y asimismo es esencial para los sprays contra asaltantes.
El largo camino secular recorrido por el cápsicum va desde su uso como moneda, tributo, símbolo ritual y castigo para los niños mal portados en el México prehispánico, hasta las más modernas industrias contemporáneas.

Héctor Coronado –citado por Iturriaga- abunda en los usos del chile y refiere situaciones asombrosas. “Algunas tribus caribeñas tasajeaban a sus prisioneros y les untaban chile en las heridas. Los mayas solían frotar con chile los ojos de las doncellas coquetas, y cuando el coqueteo pasaba a mayores, ¡el castigo consistía en untar con chile los genitales de la pecadora!” De acuerdo con usos y costumbres hay lugares en que se sigue practicando esta costumbre. Comenta Iturriaga
 
Ya en pleno siglo XXI, leímos el 28 de enero del 2004 en la prensa nacional, una noticia de vetusto sabor prehispánico: en la comunidad de San Ildefonso, municipio de Amealco, en Querétaro, un grupo de mujeres otomíes "untaron chile en los genitales" de otra, por presunta infidelidad, castigo que consignaron desde el siglo XVI fray Bernardino de Sahagún, en la ciudad de México, y fray Diego de Landa, en Yucatán…

Continúa Héctor Coronado, siempre citado por Iturriaga, analizando los otros usos dados al chile.

Fray Bernardino de Sahagún, apenas desembarcó en América, observó que cuando los comerciantes tenían bajas ventas, solían meterse atados de chile entre sus mantas para propiciar mejor suerte en la siguiente jornada.
Diferentes variedades de chiles se usaban (y aún se usan) no sólo contra el dolor de muelas, sino también contra la migraña: ¡si no quitan el dolor, al menos consuelan!
Volvamos a Sudamérica: algunas tribus mezclaban chile en polvo con la coca para estimular las mucosas e intensificar el efecto de la droga. Y también observó Sahagún que en combinación con diferentes hierbas y productos naturales, el chile estaba presente en medicinas para ¡curar infecciones de garganta y oídos, combatir la tos, cicatrizar heridas en la lengua, aliviar males pulmonares, mejorar la digestión, facilitar el parto, eliminar la sarna, curar abscesos y reducir el cáncer!
En la actualidad, los científicos dicen que el chile intensifica las secreciones y estimula el movimiento intestinal. Que también estimula las mucosas del aparato respiratorio y ayuda a combatir congestiones y obstrucciones asfixiantes (como por ejemplo: asma, bronquitis y otros males respiratorios, tal como hacían los antiguos mayas). También están investigando el efecto del chile sobre la circulación sanguínea, pues suponen que puede ser útil auxiliar para prevenir la formación de coágulos. Pero no creen en las supuestas propiedades afrodisíacas del chile (...)

Existen variedades que vienen camufladas presentándose como inofensivos “pimientos” y ello porque, señala José N. Iturriaga, los conquistadores andaban en busca de la “Especiería”. “Así pues, como buscando pimienta lo que encontraron fue chile, se le bautizó como pimiento y hasta la fecha subsiste ese nombre para diversas variedades de cápsicum, sobre todo las dulces.” Por otra parte, el consumo de chile trasciende fronteras y una vez más citamos a Iturriaga
 
A partir de espermas americanos, hoy se consumen más de 200 variedades de chile en todo el mundo. Su cultivo está sumamente extendido, ya que esta noble planta resiste desde los calores tropicales hasta los climas templados con marcados cambios estacionales.
Debe recordarse que un soldado norteamericano que participó en la invasión a México de 1847, se llevó a su regreso un puño de chiles piquín (o chiltepines) y de ahí surgió la salsa picante más famosa del planeta: la salsa Tabasco, fabricada en Luisiana y ahora ya en todo el mundo.

Dicho lo anterior, precisemos –ante el improbable caso de que alguien tenga dudas al respecto- que México es el mayor consumidor del mundo y de acuerdo con Iturriaga “(...) los mexicanos comemos alrededor de seis kilos anuales de chiles frescos per cápita y casi un kilogramo de chiles secos”. Esto ha generado un efecto de acostumbramiento incomprendido por los extranjeros que al preguntar al mesero si cierto plato pica, reciben por toda respuesta un contundente: ¡no! Y luego vienen las sorpresas… Al respecto dice Juan Villoro

No conozco al mesero capaz de advertirle al comensal que la boca se le va a incendiar. Se considera traición a la patria reconocer la misión esencial de un chile de árbol o chipotle, que consiste en sacar intensas gotas de sudor en la coronilla del afectado. “Yo soy como el chile verde, picante pero sabroso”, dice una de las más extravagantes letras de la canción ranchera.

En los efectos que comer chile y tomar agua de la llave pueden provocar en el visitante, se juega parte de la reivindicación histórica del país. Continúa Villoro

Cuesta trabajo hablar con estilo de estas cuestiones, pero la vida en compañía del chile está acompañada de toda clase de aventuras gastrointestinales, a tal grado que hemos hecho de la diarrea una forma del patriotismo. Cuando el indigesto visitante pasa sus vacaciones en el excusado, decimos con vindicativo orgullo que fue víctima de la “revancha de Moctezuma”. En otras palabras: nos conquistaron pero hemos encontrado una manera rencorosa de entrar a las entrañas de los extranjeros.

Quien viva en México debe estar acostumbrado al consumo de chile, y de acuerdo con Joaquín Antonio Peñalosa, es ello lo que confirma la naturalización del extranjero.

Tan esencial y existencialmente mexicano es el chile que, a quien no sabe comerlo, la gente lo moteja de extranjero y apátrida: Ni pareces mexicano. Acaso atine, porque el turista norteamericano, que es nuestro turista por esencia, presencia y potencia, "industria sin chimenea", mal llega al restorán y ya suplica al mesero que por favor no le den chile. De la que se pierde.
La verdadera nacionalización del extranjero está en relación directa con su posibilidad de comer chile. Desde aguantar la intempestiva acometida de la picadura, hasta lograr saborear su fuego lento, estilo el martirio de San Lorenzo en la parrilla.

Al abordar este tema no es posible dejar de lado, de acuerdo con Villoro, las connotaciones que adquiere el chile en cuanto al albur.

Por su forma y su encendido temperamento, el chile representa en el argot vernáculo al sexo masculino. Lo interesante de esta mezcla de erotismo y gastronomía es que revierte las condiciones de la supremacía sexual. A diferencia de lo que sucede con Godzilla o el cine porno, aquí el tamaño no importa. Lo fundamental es el contenido. “Chiquito pero picoso”, decimos para elogiar a alguien débil que se sale con la suya en forma improbable.  (...)
El extracto esencial y arrebatador proviene de los ejemplares mínimos que concentran sus detonaciones.

La cultura del chile se sitúa entre el placer y el sufrimiento. Para Juan Villoro el consumo de chile es una ocupación de tiempo completo que abarca a los diversos grupos sociales (más allá de diferencias de edad y de nivel socioeconómico).

Ningún rincón del día es ajeno a las posibilidades del picante, de los huevos rancheros en el desayuno a los postres rociados de polvillo rojo en la cena, pasando por los cacahuates enchilados en el aperitivo del mediodía.
Este integrismo sólo se puede inculcar en la infancia, a través de golosinas agripicosas. La imaginación popular ha llevado a creaciones tan sublimes como el Pelón Pelo Rico, muñeco al que se le presiona un conducto para que le crezca una melena de tamarindo con chile. Esta pedagogía del ardor avanza hasta la graduación en la que el discípulo ya no sabe si le gusta lo que le pica o le pica lo que le gusta. (...)
En la cultura del picante, el placer y el castigo son términos equivalentes: “¡Está sabrosísimo!”, dice el doliente a quien el chile le saca lagrimones. No es casual que un país donde el triunfo se parece tanto a la derrota haya encontrado una paradójica forma de disfrutar mientras sufre. Estamos, a fin de cuentas, en la nación donde los mariachis interrumpen sus canciones cuando llega el vendedor de toques eléctricos y los contertulios se toman de las manos para compartir descargas. La dicha mexicana será dramática o no será.

Hay chiles para todos los gustos y como dice Joaquín Antonio Peñalosa al mexicano le gusta “condimentar cuanto come con salsas ardientes y chiles flamígeros, que de otra manera no le sabe la comida a nada: chile crudo o cocido, verde o colorado, ancho, pasilla, cascabel, serrano, jalapeño, chipotle, trompo, pulga, guajillo, piquín, mulato, morita, poblano, pico de paloma y chile de árbol, que el más rabioso y volcánico de toda la familia.”

Se cuenta que el general Charles De Gaulle refiriéndose a Francia preguntó: ¿cómo quieren gobernar un país que tiene tantas variedades de quesos? (por lo visto no saben cuántas tienen porque está anécdota la he leído en diferentes ocasiones con cifras disímiles: 246 sostiene un autor desconocido; 266 según Noel Clarasó; más de 300 de acuerdo con Juan Villoro; etc.) Siguiendo ese ejemplo, en México la pregunta sería: ¿cómo quieren gobernar un país que tiene tantas variedades de chile que se sitúan en un espectro que pasa por suaves,  picosos,  muy picosos y extraordinariamente picosos?