martes, 29 de abril de 2014

Las Mañanitas


Aun recuerdo la sorpresa que me produjo el festejo del primer cumpleaños al que asistí en México. Acostumbrado al sobrio “¡Que los cumpla feliz! ¡Que los cumpla feliz!...” me asombré cuando escuché: “Estas son las mañanitas que cantaba el rey David...” No llegaba a entender el motivo para que el citado monarca arribara a estas tierras. Sin embargo, por aquello de que a dónde fueres haz lo que vieres y súmate al coro de sus melodías, callé mis dudas y canté las mañanitas (aunque por lo general fuera en las tardecitas o nochecitas).

 
Pero en algún momento coincidí con un colega de duda; se trata de Fedro Carlos Guillén.

¿Quién carajos es el rey David y qué tenía que hacer cantando canciones típicas mexicanas? Es la pregunta que brinca de inmediato. Supongo que el compositor de tan popular melodía era adicto a los solventes porque estará usted de acuerdo, querido lector, que suena mucho más razonable que las Mañanitas las cante Agustín o Pepe en lugar de un señor de la  realeza y a quien nadie tiene el gusto de conocer y que seguro dedicaba su tiempo a pelear con enemigos y violar doncellas.
 

Por su parte la revista Algarabía aporta información relevante al respecto aclarando que las mañanitas constituyen una forma de canto popular en honor de algún personaje o hecho singular, siendo que en México existen diferentes mañanitas: tapatías, oaxaqueñas, costeñas, etc. Su origen podría estar en la romanza sefardí, género judío con influencia española propio del medioevo. Con la conquista arribaron a la Nueva España este tipo de canciones que siguieron cultivándose por estas tierras con ciertos añadidos y adaptaciones en una suerte de mestizaje musical que llega hasta el presente.

 
La autoría de la letra de las mañanitas ha sido adjudicada, entre otros, a Julio Ituarte así como al célebre compositor Manuel M. Ponce, pero no existen pruebas contundentes por lo que la canción es de dominio público adjudicándose a autor desconocido.  A lo largo del tiempo han ido apareciendo muy diferentes versiones, ejemplo de ello es la que canta Chava Flores citada en la misma revista Algarabía:

El saludo que te traigo en este día / es la muestra de amistad que yo te doy; / si dormida tú te encuentras todavía, / ya despierta pa’ que escuches mi canción. // Sólo vengo acompañado de mis cuates, / que te brindan su amistad igual que yo; / desvelados y friolentos los mariachis / piden algo pa’que entremos en calor.
 
Pero la versión más difundida que se entona (y desentona) diariamente en muy diversas ciudades y pueblos tanto dentro como fuera de México está tomada de la siguiente:
 
Éstas son las mañanitas / que cantaba el Rey David, / a las muchachas bonitas / se las cantamos aquí. // Despierta, mi bien despierta... / mira que ya amaneció; / ya los pajarillos cantan, / la luna ya se metió. // Abre ya tus lindos ojos y sal pronto al corredor, / pa’ que escuches mis cantares que ellos son trinos de amor. // Despierta, mi bien despierta... // Si el sereno de la esquina, / me quisiera hacer favor de apagar su linternita para que salga mi amor. // Despierta, mi bien despierta... // ¡Qué bonitas mañanitas / con su cielo de zafir, / con su sol resplandeciente / que nos alegra el vivir!
 
Es costumbre que cuando llega el 12 de diciembre se le lleven Mañanitas a la Virgen en la Basílica de Guadalupe. José Luis Martínez S. comenta que la idea original fue de Vicente Ortega Colunga (padre de mi querida amiga Gaby), cuya vida fue muy singular. Tuvo una infancia difícil en su Saltillo natal en donde –entre otros oficios- se ocupó de vender periódicos. Años después se trasladó a ciudad de México encontrando un ambiente muy amigable para su esencia bohemia y, siempre de acuerdo al relato de José Luis Martínez S., “comienza también a formar parte de un grupo de artistas, periodistas e intelectuales a los que une su pasión por la noche, la música y los buenos vinos”.
 
Uno de los lugares preferidos en los cuarenta y cincuenta del siglo pasado tanto por periodistas como por gentes de la farándula, fue la cafetería de la farmacia Regis. En ese medio surge su amistad con María Félix quien en 1956 le autorizó a publicar la historieta titulada La vida deslumbrante de María Félix. Fue tal el éxito, comenta Martínez, que Pedro Infante le pidió que hiciera un trabajo similar con él como personaje. Esos tiempos de bonanza económica se alternaban con sus quiebras pero ello no lo amilanaba, tal como Martínez lo refiere
 
Los naufragios económicos no intimidaban a don Vicente. Había conocido la pobreza, el hambre, las noches largas e inciertas. Muchas veces, en los cincuenta, después de días espléndidos se reunía en la cafetería de la farmacia Regis con sus amigos periodistas y con estrellas como Jorge Negrete, María Félix o Lola Beltrán. Al llegar la madrugada todos comenzaban a retirarse. Todos se iban para su casa, menos Ortega Colunga. Él se dirigía al bullicio de San Juan de Letrán, que entonces era una avenida donde florecía la bohemia y, entre puesto de antojitos y baratijas, coincidían los desvelos y el entusiasmo de los noctámbulos, segundas tiples y actores cuyos nombres no aceptaban en las marquesinas de los teatros.
Caminaba un rato y luego, seguro de que ningún conocido lo veía, iba a la funeraria Zapién, de avenida Hidalgo. Buscaba a los deudos, les daba sus condolencias, con fingida tristeza se sentaba en algún sillón, y se quedaba profundamente dormido. En ocasiones, no faltaba quien lo despertara bruscamente para abrazarlo y decirle: “Lo siento mucho”.
 
Poco a poco se va vinculando al entorno periodístico en donde destaca por sus dotes y llega a ser propietario de diversos medios (por eso gustaba decir “de niño vendí periódicos, ahora los hago”). En este ambiente bohemio surgió la idea de llevar Mañanitas a la Virgen de Guadalupe. Una vez más citamos a José Luis Martínez S.
 
El siguiente paso en la carrera de Ortega Colunga lo lleva a participar en la fundación de la revista Mañana, donde una noche tiene la loca idea de llevarle Mañanitas a la Virgen de Guadalupe el 12 de diciembre.
Fue la primera vez que esto se hizo y entre quienes formaban parte del irreverente grupo estaban Pedro Vargas, Jorge Negrete, la Rondalla de Tata Nacho, Carlos Arruza, Silverio Pérez, Antonio Velásquez, Consuelo Guerrero Luna, Gloria Marín y Fernando Fernández.
 
Han pasado los años y la tradición perdura: de aquel pequeño grupo de bohemios precursores a la celebración actual con trasmisión en directo por televisión.
 
Es así como la presencia del rey David está llamada a permanecer por estas tierras aunque solo hagamos presente al monarca calendárico en ocasión de cumplir un año más de nuestras vidas. Por cierto que Alfredo Fressia se detiene en una cuestión importante
 
El verbo “cumplir”, de “cumplir años”, viene del latín complere, que es “llenar”, como quien llena los vacíos, es decir, hacer lo que era preciso. Y considerando los tiempos y el país (o el continente, o el mundo) que nos tocaron, uno siente una especie de alivio de haber sobrevivido, de haber creado una obra estética y haber llevado una vida digna, a pesar de las condiciones tantas veces desfavorables, duras, las heridas de la historia.
 
De acuerdo con lo anterior es posible concluir que existe quien cumple años y quien se limita a acumularlos.

jueves, 24 de abril de 2014

Tequila e identidad nacional


Existen alcoholes para todos los gustos de tal manera que lo que para unos es un sueño para otros se vuelve pesadilla: es improbable que un tomador de coñac acepte paladear un anís. Por otra parte hay alcoholes para casi todos los bolsillos, desde el whisky de etiqueta negra o sangre azul, hasta las famosas “colas” (lo que se junta de las sobras de los diversos vasos en algunas cantinas de mala vida) e incluso el temible alcohol 90º. También hay alcoholes para toda ocasión, tal como lo describe María del Pilar Montes de Oca Sicilia.
 
Estarán de acuerdo conmigo en que cada bebida significa algo, en especial tratándose del inconsciente colectivo occidental. La champaña es, sin duda, festejo; se usa para celebrar el amor, el triunfo o cualquier cosa, porque es burbujeante y da una especie de alegría instantánea. El ron es reflejo de la idiosincrasia caribeña que gusta del baile, la fiesta y el tambor. El coñac es un aguardiente que refleja seriedad y refinamiento, tranquilidad y madurez. El ajenjo, por su parte, podría representar el instinto creador de los poetas y artistas malditos y el vodka, el uso consuetudinario, y para nosotros excesivo, de las tierras nórdicas que tienen temperaturas bajo cero.
El tequila representa, a primera vista, el festejo y la muestra de mexicanidad, pero, más allá y en un sentido más profundo, representa el despecho, el mal de amores, por aquella creencia popular de que “hay que beber para olvidar” y, para eso –estoy convencida- nada se pinta mejor que el tequila.
 
Quizás sea esta asociación con el sufrimiento lo que ha revestido al tequila de ciertas dotes propias de la farmacopea, tal como lo menciona Fabrizio Mejía Madrid.
 
Sufrir y curarse son las dos propiedades imaginarias del tequila. En sentido literal, uno de los muchos textos que lo defendieron ante las prohibiciones, el del célebre químico del pueblo de Juan José Arreola, Lázaro Pérez, lo justifica así en 1887: "despierta el apetito de los alimentos, favorece digestiones difíciles, hace que cicatricen rápidamente las heridas poco profundas y evita la inflamación consiguiente a las torceduras". No parece estar describiendo una bebida sino un merthiolate. En 1918, el tequila se convirtió, con el limón y la sal, en una cura para la "influenza española", y supongo que de entonces data la leyenda de que ayuda a prevenir, quitar y olvidar una gripe. Pero ninguno de esos efectos sanadores se abstrae de que hay que engullirlo con cierto dolor en la garganta y la boca del estómago. Para sanar hay que sufrir. Y ahí emerge de nuevo el rasgo taimado, hipocritón y moralista de las formas de beber tequila: no es para embriagarse, es una medicina.
 
Hay bebidas que no se llevan con la música; deben tomarse en silencio, en la intimidad de una conversación a dúo o bien en el murmullo de una reunión de amigos que jamás llegará al vocerío. El caso del tequila es muy otro, requiere de la música y en particular de las rancheras. Gioconda Belli sabe de lo que habla cuando afirma que beber tequila y cantar rancheras es ”el mejor pretexto inventado por una cultura para gritar cualquier angustia que uno ande encima”.
 
Ahora bien, es importante tener en cuenta que su ingesta requiere de una serie de condiciones, tal como las que enuncia Gonzalo Celorio.
 
El tequila es el único licor que se disfruta más de regreso que de ida. No se paladea antes de ingerirlo, no se pasea por los vericuetos de la cavidad bucal, no se calienta debajo de la lengua sino, como puede apreciarse en cualquier película mexicana de la época de oro del cine nacional, se toma de un trago, hasta el fondo, cabrón, que queme, y es después cuando el placer comienza, cuando su espíritu recorre el camino de regreso y provoca una suave interjección, que se cauteriza con un limón como los que brotan en el jardín de mi casa. (...)
De preferencia, el tequila se toma en «caballito» y no en copa coñaquera, para que galope. De preferencia, el tequila se toma a mediodía -o a la hora que los mexicanos llamamos mediodía: las tres de la tarde-, antes de comer, de aperitivo, a menos que la tarde esté tequilera, como dicen, y las nubes se nos quieran meter en los ojos hasta que anochezca. 

Por su parte Juan José Arreola rememora que por sus rumbos de Jalisco, tierra patria del buen agave, era frecuente que se lo tomara junto con algún calmante y ya entrado en gastos, el maestro no pierde ocasión de recordar aquellos pico de gallo...

(...) la expresión “hacer las once”, (...) quería decir simplemente tomarse unas copitas. Por lo regular, copitas de tequila con calmantes de chicharrón. Les decían calmantes a las botanas porque calmaban el apetito. El mejor calmante que conozco, maravilloso, es el pico de gallo, que se hace con naranja, jícama, pepino y chile piquín en polvo. Los picos de gallo de Zapotlán, hay que decirlo de una vez, eran inmortales.
 
No es posible omitir el hecho de que el tequila tiene su propia historia que se caracteriza por algunas peculiaridades dignas de mencionarse. A ellas se refiere Fabrizio Mejía Madrid
 
Acaso la historia política del tequila explique algo de la relación que guarda en buena parte del mundo con la experiencia del sufrir: clandestino durante buena parte del virreinato en Nueva Galicia, hoy Jalisco, adquiere ventajas tributarias sólo a cambio del apoyo que los hacendados agaveros le dan a Juárez en su combate al Imperio de Maximiliano. La Iglesia católica los desaprueba: de hecho, una de las formas para pedir un tequila en Guadalajara era: "Sírvame una excomunión". Luego, con los repartos agrarios de la Revolución, los tequileros sufren hasta el grado de apoyar a la Cristiada, la guerra religiosa, en los Altos de Jalisco y son derrotados.

No cabe duda que el tequila es considerado como bebida patriótica por excelencia y su simple mención se asocia en forma indivisible a lo mexicano, aunque haya quienes, como el mismo Mejía Madrid, se rebelen frente a ello.
 
Una de las verdades que me gusta ocultar a los extranjeros es que sólo tomo tequila delante de ellos. Y lo hago para no tronarles la imagen de Pedro Infante, quien –ellos tampoco lo saben- era abstemio, así como Jorge Negrete nunca se emborrachó y las botellas que Agustín Lara tenía en su cava estaban rellenas de té negro. En materia de alcoholismo con tequila y mezcales lo único cierto es que no fue un mexicano sino un británico, Malcolm Lowry, el que casi se descerebra en Oaxaca. Sin embargo, gracias a tanta simulación, uno debe cargar con la nacionalidad a todas partes. Hace poco, en Bogotá, mis abochornantes comensales colombianos delataron mi origen a los meseros y éstos, obsequiosos, me plantaron en frente un plato de ají y un vaso de tequila Sauza blanco para que yo pasara a demostrar, una vez más, que ser mexicano y trabajar de faquir es lo mismo. Acompañaron la tortura con preguntas especializadas sobre el cómico Chespirito, la cantante Talía y la película Amores perros. Del viaje colombiano salí con una renovada convicción sobe mis lagunas en materia de pop mexica y con una úlcera sangrante. Pero no chillé, me lleva.
(...) mientras el primer litro de cerveza mexicana se produjo a sólo 20 años de la Conquista, el tequila, con sus personajes emblemáticos -Cenobio Sauza y Antonio Gómez Cuervo-, no logró un lugar comercial sino hasta la segunda mitad del siglo XIX. Como signo de identidad no fue sino hasta que los charros cantores lo consumieron para compartir las penas y, más tarde, se exportó como imagen resumida de la experiencia del dolor. Así, la cerveza siempre fue la bebida nacional, mientras que el tequila se convirtió en la bebida patriótica. (...)
Sólo mediante el cine, a la manera de una compensación simbólica a tanto aplastamiento, es como sus principales signos -el charro, el tequila y el mariachi- pasan a encarnar el núcleo duro de la identidad mexicana. Y, a pesar de que se asimila a la velocidad que se promueve, sus rasgos ya sólo existen en las pantallas. Para el momento en que Delia Magaña y Amelia Whilhelmy se abrazan, mugrientas y ahogadas en tequila en Nosotros los pobres, la élite alemanista toma cognac, las películas del cabaret capitalino tienen mesas de manteles largos y cubetas con champaña, y las mujeres y hombres del puerto toman ron y cerveza. Luego el discurso en torno al tequila se convierte en quejumbroso: nos lo están robando los japoneses, los gringos lo producen, ayúdenos. Y la legalización de la denominación de origen no sólo compensa 500 años de injusticia, sino que equipara a la bebida patriótica con el cognac.
 
Más allá de señalamientos como el anterior, el tequila sigue gozando de buena salud en tanto rasgo de identidad nacional aunque no se puede dejar de reconocer que los hay de muy diversas calidades y en este rubro también es frecuente que pase gato por liebre dado que -dicen los que saben- no hay tanto agave como para sustentar la producción de esta cada vez más vigorosa industria nacional. Jorge Fondebrider relata una anécdota a este respecto.
 
(…) una vez, en la destilería del tequila Herradura, muy cerca de la ciudad de Tequila, en el estado de Jalisco, México, una muy simpática y nacionalista empleada de la planta –ahora comprada por capitales estadounidenses–, mientras oficiaba de guía, me dijo que ellos hacían tequila para México, pero fundamentalmente para los Estados Unidos. “Pero el que toman los gringos –confesó– no es tequila. Es otra cosa que usan para mezclar, una cosa de flojos que ningún mexicano bebería.” Y para corroborar sus dichos, procedió a convidarme con una y otra especie. Ambas se llamaban “tequila”, pero una de las dos no era tequila.
 
Que por esto y que por lo otro: ¡Salud!

martes, 22 de abril de 2014

¿Realismo o realismo mágico?


Muchos son los autores que han incursionado en el estudio del llamado realismo mágico que reviste una presencia tan destacada en la literatura latinoamericana. El fenómeno intriga a escritores y editores europeos: ¿cómo y desde dónde surge esa imaginación portentosa que concibe situaciones tan maravillosas?
 
Algunos se limitan a preguntar a sus colegas latinoamericanos sobre ello, tal como da cuenta uno de los grandes del género: Augusto Tito Monterroso. Su respuesta, que en algún sentido resta importancia a su propio trabajo, pone bajo sospecha la existencia del realismo mágico.
 
Hace poco me pidieron en España que hablara de la literatura fantástica mexicana. Y la he buscado y perseguido: en la mía y en bibliotecas públicas y privadas, y esa literatura casi no aparece, porque lo más fantástico a que pueda llegar aquí la imaginación se desvanece en el trasfondo de una vida real y de todos los días que es, no obstante, como un sueño dentro de otro sueño. Lo mágico, lo fantástico y lo maravilloso está siempre a punto de suceder en México, y sucede, y uno sólo dice: pues sí.
 
Entre los escritores que han destacado en este campo se impone la figura emblemática de Gabriel García Márquez, reconocida en todo el mundo. El escritor italiano Alessandro Baricco (“Todo lo que yo le debo”, en El País del 20 de abril de 2014)  expresa admiración por su obra y formula algunos apuntes acerca del realismo mágico a partir de una visita que realizara a Colombia
 
Debo decir también que durante años amé los libros de García Márquez desde lejos, sin pisar nunca Sudamérica. Luego, una vez acabé en Colombia. Fue un poco como acabar en la cama con una mujer con la que te escribiste cartas durante años. Para entendernos, cuando a los colombianos les citas la expresión “realismo mágico” se echan al suelo de las risas. En cualquier caso no entienden qué significa. Porque lo que nosotros tratamos de definir, ellos lo poseen como desarrollo normal de las cosas, paisaje atávico del vivir, catalogación ordinaria de lo creado. Te paras a charlar diez minutos con un camarero y ya estás en Macondo. Es que somos pobres y habitamos una tierra complicada, me explicó una vez un poeta de allí. (…) Luego, con cierta coherencia, me contó esta historia verdadera (aunque verdadera, lo entendéis, allí es una palabra bastante evanescente). Un pueblo de la costa, para la fiesta grande, contrata a un circo de la capital. El circo se sube a un barco y pone rumbo al pueblo. No lejos de la costa sin embargo naufraga: todo el circo se hunde, y las corrientes se lo llevan. Dos días después, en un pueblo cercano (aunque cercano allí, significa poco porque si no hay una carretera que parte la selva podrías estar a mil kilómetros), los pescadores salen a recoger las redes. No saben nada del otro pueblo, nada del circo, nada del naufragio. Sacan las redes y se encuentran a un león. No se inmutan. Vuelven a casa. ¿Qué tal te ha ido hoy?, le habrán preguntado al pescador, en casa, todos alrededor de la mesa, para la cena. Pues nada, hoy hemos pescado leones.
Nosotros esto lo llamamos “realismo mágico”. Entenderéis bien que esos no entiendan.
                                  
Para concluir veamos la experiencia vivida y narrada por el mismo Gabriel García Márquez (“Un domingo de delirio”, en El País del 10 de marzo de 1981) en relación al tema que nos ocupa.
 
Un editor de Barcelona hizo la semana pasada una escala en Cartagena de Indias para almorzar conmigo. Después de una comida criolla bien conversada, lo llevé a conocer la ciudad antigua, que, con toda razón, le pareció una de las más bellas del mundo. Lo invité más tarde a tomar un café en casa de mis padres, que tienen 54 nietos, y muchos de ellos habían ido a saludarlos. Por último sin saber cómo, terminamos en una recepción en que lo trataron con tanta amabilidad que tuvo que escuchar seis discursos y se tomó once vasos de whisky en tres cuartos de hora. Al atardecer, todavía medio aturdido por tantas novedades juntas, se fue con la impresión de haber vivido una de las experiencias más raras de su vida. “No has inventado nada en tus libros”, me dijo al despedirse. “Eres un simple notario sin imaginación”.
 
Luego de describir otras cuantas peripecias de ese apacible domingo compartido con aquel editor catalán, continúa García Márquez su relato.
 
Agobiado por tanto realismo fantástico, mi amigo me agradeció, como una pausa de alivio, que lo invitara a tomarse un café en casa de mis padres. Más le hubiera valido no aliviarse. En efecto, como creo haberlo dicho otras veces, mi padre acaba de cumplir ochenta años, y mi madre 76. Pero no hay manera de sentarlos a descansar. Mi padre se va a pie todos los días, bajo el sol de fuego, hasta el centro de la ciudad, y no hemos logrado disuadirlo de una excursión que quiere hacer por la selva amazónica. Mi madre, se ha empeñado toda la vida en hacer los oficios de la casa, y quiere inclusive acabar de lavar los platos que la lavadora eléctrica deja mal lavados. Mi amigo le preguntó si alguien la ayudaba, y ella le contestó con su lenguaje propio: “Tengo dos secretarias”. Mi amigo le preguntó desde cuándo, y ella le volvió a contestar: “Desde hace quince días”. El secreto de ambos es que nunca se han puesto a pensar en la edad. Hace poco, mi padre compró unos bonos que serán liquidados en el año 2.000. Es decir, cuando él tenga cien años. Uno de mis hermanos le reprochó su falta de sentido, y él replicó impasible: “No los compré para mi beneficio, sino para asegurarle a tu madre una vejez tranquila”.
Mientras conversábamos, llegó una nieta a contarnos que la noche anterior se había desdoblado. “Cuando regresé del baño”, me dijo, “me encontré conmigo misma que todavía estaba en la cama”. Poco después llegaron tres hermanas y dos hermanos, de los dieciséis que somos en total. Una de ellas, que fue monja hasta hace poco, se enredó en un diálogo sobre religiones comparadas con un hermano que es mormón. Otro hermano había mandado hacer una tabla sobre medida, pero cuando la volvió a medir en la casa resultó ser más corta que en la carpintería. “Es que en el Caribe no hay dos metros iguales”, dijo. En efecto, midió un metro con el otro, y a uno de los dos le faltaba un centímetro. Otra hermana tocaba al piano la serenata del cuarteto número cinco de Hayden. Le hice ver que la tocaba tan rápido que parecía una mazurca. “Es que sólo toco el piano cuando estoy acelerada”, me dijo, “lo hago para tratar de calmarme, pero lo único que consigo es acelerar también al piano”. En esas estábamos cuando tocó a la puerta una hermana de mi madre, la tía Elvira, de 84 años, a quien no veíamos desde hacía quince años. Venía de Riohacha, en un taxi expreso, y se había envuelto la cabeza con un trapo negro para protegerse del sol. Entró feliz, con los brazos abiertos, y dijo para que todos la oyéramos: “Vengo a despedirme, porque ya casi me voy a morir”. Mi amigo no soportó más. Al atardecer, camino del aeropuerto, me costó trabajo convencerlo de que esa era nuestra vida real de todos los días, y de que yo no había preparado -sólo por impresionarlo- cada uno de los episodios de aquel domingo de delirio.
                       
Sin hacer menos lo que sucede en otros países del continente, Colombia y México constituyen una fuente inagotable de estos aconteceres fronterizos situados entre el realismo y el realismo mágico. Y seguramente ello tuvo algo que ver con que Gabriel García Márquez se sintiera tan a gusto en ambos lugares.

martes, 15 de abril de 2014

El precio de la riqueza


Muchas son las instituciones religiosas que, contrariamente a lo que sostienen en su discurso, terminan seducidas por la riqueza. Así ha sucedido en el pasado, en el presente y seguirá aconteciendo en el futuro. Y es que las debilidades humanas no ceden ante la portación del hábito (aun cuando haya quienes lo llevan con mucha dignidad y coherencia de vida). Héctor de Mauleón (“Mirando desde un agujero”, El Universal, 21/5/2012) narra lo que acaeció en el convento de Jesús María (en el Centro Histórico de la Ciudad de México) durante la Colonia.

Jesús María fue fundado en 1582, para albergar a las hijas y las nietas de los conquistadores que hubieran caído en desgracia.
Sólo “las más nobles, las más desamparadas y las más expuestas por su mayor belleza” podían cruzar sus puertas. Era, por lo tanto, el único convento que no cobraba dote entre sus monjas. Según las crónicas de la época, esto hizo que se convirtiera en una de las instituciones más pobres del virreinato.
Las monjas vivían en tal estado de precariedad, que el fundador, Pedro Tomás Denia, se vio obligado a viajar a España para implorar la protección real. Felipe II escuchó sus súplicas con liberalidad magnífica, y le entregó 20 mil ducados.

En este caso la ayuda real no fue desinteresa sino que obedeció a la vieja fórmula de que “favor con favor se paga”; continúa de Mauleón

Le entregó también –y aquí aparece la historia de horror- a una hija ilegítima que había tenido con la hermana del inquisidor Pedro Moya Contreras, y le ordenó que la escondiera del mundo, recluida para siempre en aquel convento.
No se sabe si la niña –de dos años de edad- había perdido la razón al llegar a Nueva España, o si la perdió, poco después, en el departamento “especial y cómodo” que las monjas le destinaron. Sólo se sabe que la hija de Felipe II murió completamente loca en México, a los 17 años de edad.

A todo esto el cambio respecto a los dineros fue notable y las urgencias fueron cosa del pasado lo que condujo -tal como lo afirma el citado cronista- al relajamiento de la disciplina conventual.

(…) Jesús María había logrado convertirse, gracias a las regias aportaciones del monarca, en el sitio más exclusivo del virreinato.
La pompa era tan ostentosa, que las monjas, reza una crónica, se volvieron “tibias en la oración, remisas en la observancia de las reglas, aficionadas al lujo, y amargadas por la envidia, rencillosas y vengativas”. Todas ellas portaban en las muñecas suntuosas pulseras de azabache.

En este nuevo entorno de opulencia el silencio cómplice constituyó un nuevo voto. Así que cuando una de las religiosas denunció los lujos con que allí se vivía, resultó duramente castigada por su  traición a los intereses comunes. Al respecto señala Héctor de Mauleón

Vino una nueva historia de horror cuando una monja vieja y enfermiza, Marina de la Cruz, que antes de tomar los hábitos se había casado dos veces, las delató ante un confesor. Según (Carlos de) Sigüenza (y Góngora), sus compañeras se vengaron, obligándola a que barriese los corrales, a que matase y desollase los carneros que la comunidad consumía; la tachaban de incontinente por sus dos matrimonios, la obligaban a purgar los lugares comunes y los vasos inmundos, y evitaban su presencia “con melindres”.
“Acompañaban esos desaires con risotadas, empellones, apodos y vituperios”, escribe don Carlos.
Marina de la Cruz murió también en este claustro, empuñando una escoba, entre esas risotadas y esos empujones.

Esta claudicación en relación a los objetivos fundacionales de este tipo de instituciones ha sido analizada desde muy diversas fuentes. Tal vez sea poco conocida la opinión de Aldous Huxley a este respecto.

Las órdenes religiosas prósperas, han tenido siempre tendencia a hundirse en la satisfacción, a empantanarse en el charco de sus patrimonios. Felizmente, siempre ha habido, sin embargo, espíritus arriesgados, dispuestos y capacitados para empezar otra vez con mucho entusiasmo y poco dinero. Ellos también alcanzan éxito a su debido tiempo, y el movimiento reformista tiene que volver a iniciarse una vez más.

Y es que como afirma Huxley con contundencia: “Nada está tan expuesto al fracaso como el éxito”.

jueves, 10 de abril de 2014

Una santa como nosotros


De acuerdo con los evangelios, María Magdalena estuvo presente en momentos claves de la vida de Jesús. Y no sólo ello sino que atestiguó su resurrección. Su pasado pecaminoso no fue obstáculo para ser predilecta de Jesús y para que, mucho tiempo después, se la hiciera santa (su festividad se celebra el 22 de julio). Su presencia adquiere relevancia entre la comunidad de creyentes y según Ramón López Velarde “creyentes y heterodoxos la reverencian, unos en la pompa de los altares, otros en la fragua de sus corazones”. Para el poeta ello se debe a razones muy específicas.

No se cuenta en el número de las santas cuya virtud, como lirio de mansedumbre, estuvo ignorante de los bajos impulsos. Ella supo del mal y del mal se elevó con la misma graciosa seguridad con que las aves heridas en la maleza vuelan un día, libres de dolor y de los breñales inclementes. Por eso es humana y fraternal y comprende nuestras flaquezas.

López Velarde separa las santidades “sin mancilla” de aquellas otras –entre las que sitúa a María Magdalena- de quienes pisaron “el mismo cieno que nosotros”.

Las santidades heroicas, sin mancilla, conquistan más la admiración que la simpatía. Nos confesamos débiles y nos infunden respeto quienes jamás vacilaron, pero en ello vemos un prodigio de otros mundos. Cuando queremos que el homenaje, en una onda cálida, llegue a las plantas de un varón o de una mujer insignes, buscamos la imagen de alguno que habrá pisado el mismo cieno que nosotros, para que nos acoja familiarmente y cure las llagas que de antaño le son conocidas.

Es así que la simpatía hacia María Magdalena mucho tiene que ver con lo que tuvo de pecadora. Y es por esto último que seguramente, a no dudarlo, comprenderá nuestras debilidades.

martes, 8 de abril de 2014

El gallinero social


Hasta ahora, cuando menos, no ha sido posible organizar el funcionamiento de las sociedades sin algún tipo de orden jerárquico (que los hay para todos los gustos y disgustos). Es así que el poder ha ido adquiriendo -en el tiempo y en el espacio- muy diversas fuentes de legitimación: la tradición, el resultado electoral, la lucha armada, el dinero, la religión, el conocimiento, la edad, el sexo, etc. Las diferentes sociedades se organizan en forma vertical correspondiendo a los diversos grupos atribuciones muy desiguales en cuanto a prerrogativas y obligaciones. No por repetido pierde asidero aquello de que el poder enferma y esto se pone de manifiesto, entre otras variantes, en personas muy honestas cuando fueron parte de la base y que el día que se encumbran (así sea en un pequeño peldaño de la escala social) parecen padecer una especie de vértigo social que las lleva a reproducir comportamientos deshonestos y delincuenciales que antes habían censurado con vehemencia. Seguramente influye en ello la debilidad del propio ser humano como un orden social fundamentado en este tipo de comportamientos.

El requerimiento para continuar ascendiendo, en muchas ocasiones, se basa en ser solícito con el superior y déspota con el inferior. Ello ha dado lugar a una serie de comportamientos analizados por Aldous Huxley quien establece un paralelismo entre la sociedad y el gallinero.

En estas sociedades (organizadas jerárquicamente) el pequeño jefe se siente contantemente impulsado a vengarse en sus inferiores de todas las indignidades que le infieren sus superiores. En todo gallinero, los pollos tienen un “orden de picoteo” perfectamente establecido. La gallina A picotea a la gallina B, que a su vez picotea a la C, ésta a la D y así sucesivamente. Lo mismo ocurre en las condiciones actuales dentro de las sociedades humanas. El tiránico mandón es en buena parte un producto de la tiranía de más arriba. Los dictadores grandes procrean pequeños dictadores, tan seguramente como los escorpiones grandes procrean a los más chicos, y como las “cucarachas” grandes procrean a las chicas.

Hace algunos años el escritor argentino Mempo Giardinelli también observaba en su país estas similitudes. Pero advierte que en el gallinero (al igual que en la sociedad) no sólo existen turnos para el picoteo sino también jerarquías para defecar.

La Ley del Gallinero, tan popular en la Argentina, es verdaderamente cruel. Su postulado básico dice que en todo tinglado las gallinitas del palo de arriba defecan sobre las del escalón inferior. Por extensión, en el tinglado de la vida cada uno jode siempre al que está un poco más abajo y eso –en esta Argentina desoladora- se tiene por natural y lógico y aceptado.

Giardinelli cuestiona radicalmente tal orden social. “Sin embargo es terrible, y horrible, que semejante desdicha de la gallinería se tenga por buena ya hasta por moral en el presente angustioso e incierto que estamos atravesando. La Ley del Gallinero y su prestigio son repudiables (…)”

A juzgar por las noticias recientes los gallineros contemporáneos andan alborotados dado que las leyes del juego son muy injustas y cada vez son menos quienes aceptan en forma conformista cargar con los excrementos de sus compañeros de especie.

jueves, 3 de abril de 2014

Aproximación a la historia del tenedor


La escena de una comida en tiempos remotos no deja de ser un espectáculo sorprendente a una mirada que responda a la cultura contemporánea. Una pequeña muestra de ello lo proporciona el siguiente texto que ha sido adjudicado nada menos que a Leonardo Da Vinci

Acerca de los modales de Mi Señor Ludovico y sus invitados en la mesa.
Me parece indigna de los tiempos presentes la costumbre de Mi Señor Ludovico de atar conejos a las sillas de los invitados para que aquellos puedan limpiarse la grasa de las manos en el lomo de los animales. Además cuando, después de la comida los animales son recogidos y llevados al lavadero, contaminan la otra ropa con la que se los lava con su hedor.
Asimismo, tampoco puedo comprender la costumbre que tiene Mi Señor de limpiar su cuchillo en la ropa de sus compañeros de mesa. ¿Por qué no lo hace, como el resto de los miembros de la corte, en el mantel? 

Pero no se caiga en el error de suponer que por aquellos entonces no estaban presentes las reglas de urbanidad y cortesía. Al respecto Julio Camba cita el tratado de la Civilidad –edición de 1530- de Erasmo: “En vez de chuparse los dedos o de limpiárselos en la ropa después de comer, será más honesto secarlos con el mantel o la servilleta”. A lo que añade Camba:  

Lo único gracioso de esta máxima, sin embargo, es la seriedad con que está escrita, porque, a pesar de sus relaciones con príncipes y magnates, Erasmo no conocía el tenedor. (…)
La primera corte que usó el tenedor fue la de Enrique III, duque de Anjou (…) Posteriormente, Luis XIV abolió el tenedor de su casa, y hasta bien entrado el siglo XVIII no se vio el curioso instrumento en manos de la burguesía francesa. (…)
Pero no se crea por esto que el tenedor nació en Francia. Según parece, su inventor fue un italiano (…)

Aceptando que la mesa es un lugar tan poco apropiado como recurrido para discusiones de alto tono (ni se diga si la comida es acompañada de bebidas alcohólicas identificadas como espirituosas), no deja de ser entendible la resistencia a facilitar cubiertos a los comensales. Como dice Elías Canetti: “Comemos con tenedor y cuchillo, dos instrumentos que podrían servir fácilmente para atacar. Cada cual tiene los suyos ante sí, y en determinadas ocasiones los lleva consigo.”  El cuchillo es el cubierto más temido por su potencial agresivo, pero el tenedor no la ha tenido mucho más fácil; Michel Tournier afirma a este respecto

El tenedor –que en francés se llama foruchette, es decir, horca pequeña- puede parecer a primera vista una mano pequeña. Se trata sólo de una apariencia, pues los dedos de la mano tienen cada uno su personalidad, son prensiles y, sobre todo, a los cuatro dedos colocados en un mismo plano se añade el pulgar que puede oponerse a los demás. (…)
El tenedor tiene algo de diabólico. El diablo suele ser representado con una horca en la mano, sin duda para echar a los réprobos al fuego del infierno. Así como la cuchara tiene vocación vegetariana, el tenedor es un símbolo carnívoro.

Para Tournier la cuchara es el instrumento más amigable. “Por el contrario, la cuchara actúa sin malicia ni azares. Acaricia suavemente la superficie del líquido para descremarlo sin violencia. Hay en ella una redondez, una concavidad, una suavidad, que evocan el gesto tierno y paciente de una madre dando la papilla a su bebé.”

Eduardo Galeano también subraya las connotaciones diabólicas del tenedor (cuyo origen, a diferencia de Camba, lo sitúa en Bizancio) y las resistencias que generara.

Dicen que Leonardo quiso perfeccionar el tenedor poniéndole tres dientes, pero le quedó igualito al tridente del rey de los infiernos.
Siglos antes, san Pedro Damián había denunciado esta novedad venida de Bizancio:
—Dios no nos hubiera dado dedos si hubiera querido que usáramos ese instrumento satánico.

Luego del tenedor mejorado por Leonardo, y que se ha convertido en el clásico, han continuado las innovaciones; al respecto afirma Julio Camba                                   

(…) ya no sé cuándo alcanzó la categoría de cuadridígito. Por cierto que, últimamente, han surgido en nuestras mesas unos tenedores palmípedos, con los dedos unidos en casi toda su extensión por una membrana de metal, y que, si a primera vista parecen cucharas disfrazadas de tenedores, sometiéndolos, en cambio, a un examen más detenido, sólo parecen tenedores disfrazados de cucharas. Producto híbrido y carnavalesco, este aparato constituye la última evolución del tenedor, y en Inglaterra está obteniendo un éxito loco.

Estos esfuerzos del tenedor por disfrazarse de cuchara no han sido exitosos si tenemos en cuenta la resistencia que tienen algunas líneas aéreas (después de los atentados a las Torres Gemelas) para proporcionar cubiertos de metal a sus pasajeros. La eficacia de esa medida preventiva ha sido total debido a que las considerables dificultades que ofrecen los cubiertos de plásticos para cortar un pequeño trozo de carne dejan en claro su imposibilidad para poner en riesgo la seguridad de un vuelo.

martes, 1 de abril de 2014

Una travesura de Max Aub


Lugar destacado ocupó Max Aub entre los intelectuales que llegaron a México a causa de la Guerra Civil española. Su obra abarcó diversas líneas de trabajo, sobresaliendo –entre otros rubros- por sus críticas teatrales que se publicaron en el periódico El Nacional en la década de los cuarenta del siglo pasado. Su afición al teatro era notable y sus opiniones solían ser muy duras, por lo que imagino que en su momento fue muy temido por productores, directores, actores, escenógrafos apuntadores y hasta por el propio público.

En ese contexto llama poderosamente la atención su nota del 5 de diciembre de 1947 en la que reparte elogios para todos. Tituló su columna “Música en la noche, de J. B. Priestley, en el Teatro del Prado”. Así decía:

Todo resultó perfecto. Era lo menos que debían los amantes del teatro, en México, a la presencia del autor. Para mí, muerto Pirandello, Priestley es el dramaturgo de más enjundia, de mayor envergadura, del mundo contemporáneo. Hubiese sido incomprensible que pasara desapercibida su presencia aunque sólo fuera como preeminente delegado británico en la Unesco. Fue una feliz coincidencia que hayamos podido festejar simultáneamente dos suceso de tan buen augurio para el teatro en México como lo han sido, en estos días, la presencia del máximo autor teatral inglés (Bernard Shaw es aparte y dramaturgo por carambola) y la reinauguración del Teatro del Prado.
Como es sabido este último local, proyectado originalmente para teatro, vino a caer, por una sucesión de hechos lamentables que no hay por qué contar de nuevo, en las fauces del cine. El ardiente amor hacia su propio nombre y la cultura hizo que un numeroso grupo de personas conscientes de su buena condición de mexicanos se reunieran para formar una Sociedad de Teatro, que anoche dio las primeras muestras de su alcance y de su vigor.
Personalidades sobresalientes de la política, de los negocios, de la banca, de las diversiones, algunos intelectuales con posibles, sin más objeto que oír y ver lo más encumbrado del teatro de todos los tiempos, lograron rápidamente poner en pie de paz y de guerra esta bendita Sociedad Mexicana de Teatro.
No soy cronista de sociales y no voy, por lo tanto, a citar los nombres de los presentes que, estando en la memoria de todos, abarrotaron la sala. Algún indiscreto dijo:
-Ya era hora. (…)
No tengo por qué hablar de la obra con detenimiento. Prodigioso primor de veraz exactitud de adentro. Quizá pudieran discutirse algunos pormenores del tercer acto (…) Corresponden sus tres actos a los tres movimientos de un concierto para violín y orquesta, Allegro Capriccioso, Adagio y Allegro Agitato, Maestoso Movile, en los cuales vernos pasar los pensamientos de los personajes por los más diversos estados de ánimo, sin perder, en algún momento, su propia línea psicológica. Todo rebosa realidad y poesía. (…)
Para este acontecimiento se reunió la compañía más en consonancia con la obra (…)

A renglón seguido Max Aub enumera las actrices y actores que integraron el electo cuya dirección correspondió a Xavier Villaurrutia. El decorado fue obra de Alfredo Best Maugard. La nota concluye afirmando: “México cuenta, desde anoche, con un teatro digno de su nombre. Me parecía que estábamos soñando.”

Pocos días después se develaría el trasfondo inesperado respecto a la crónica citada. En el mismo periódico El Nacional con fecha 13 de diciembre Max Aub publica una nota titulada “Mea culpa” en la que señala:

El crítico está melancólico. El crítico quisiera que coexistieran varios teatros de comedia. A veces el crítico sueña porque no concibe el triste estado de diversión tan principal. Entonces, aunque parezca mentira, el crítico inventa; lo cual, naturalmente, está reñido con su profesión. Por ello, el que esto escribe se declara vencido.
Quien yerra muere por lo menos para la meta fallida; y queda el ridículo abierto a todo lo ancho de las miradas ajenas. El crítico aquí criticado no debiera escribir más después de lo que le ha sucedido. Se lo tiene merecido, por iluso. La letra impresa engaña, y más a quien la fabrica.
La semana pasada, creyendo poner una pica en Flandes, el infeliz que esto pergeña conspiró escribir una falsa crónica con fines determinados: mentir para procurar reacciones que, en su sueño, se figuraba de resultados prodigiosos. El silencio, o lo que es peor, la aceptación de la mentira como verdad intrascendente, ha venido a demostrarle, una vez más, la realidad de la ninguna importancia que para nuestro mundo de escasos kilómetros cuadrados tiene el teatro. Para más detalles se le ocurrió figurar en el estreno de una comedia de J. B. Priestley, en el Teatro del Prado. Volcose en elogios acerca de la obra escogida (Música en la noche); de la dirección, que atribuyó a un amigo suyo; de la interpretación, que combinó a su gusto y al mejor servicio de la comedia, escogiendo entre los cómicos los que le parecieron más a propósito para dar realce a todos los papeles; fingió la existencia de una supuesta “Sociedad Mexicana de Teatro” –ilusión suya de hace muchos meses- y formada por quienes cree que debieran componerla; recobró para el teatro el actual cine Trans Lux Prado, construido con aquel fin y traspasado sin gloria al negocio de las imágenes parlantes. Feliz con su ocurrencia, disfrazada de hazaña, el tonto llevó su artículo al redactor jefe, y esperó. Las reacciones –no le cabía duda- iban a ser trascendentales. (…)
El escritorzuelo no las tenía todas consigo. Pasó la mañana, pasó la tarde, se vino la noche (…) amaneció el día siguiente, y fuese. Nadie chistó. Nada sucedió. Como si tal cosa. Un compañero de labores le indicó que se había dado cuenta de la superchería, sin insistir. Nada más.
Hace de esto una semana, poco más o menos. Una semana vacía. Una semana con una sola comedia en un solo teatro de la ciudad, de una ciudad de dos millones de habitantes. El cronista bobo se siente desalentado. No sabe qué hacer. No carecemos de diversiones. Cada día la gente se divierte más. Cada noche tiene más tiempo que perder. No va al teatro, entre otras razones porque no hay teatros. (Y dicen que no hay teatros porque no acude la gente a ellos, cuando los hay.)
El crítico se desespera. El crítico cree que debiera haber, en México, tres o cuatro teatros de comedia funcionando continuamente. (…) Claro está que con dolo no se consigue nada, pero al que esto le duele tiene a veces ganas de echarse a la calle, con un cartelón y gritar en las plazas:
-Señores y señoras, el teatro es una cosa importante. El teatro es lo mejor, lo más alto del mundo…
¡Qué duda cabe que, si creyera que ello era capaz de dar resultado, lo haría!... Mas por ahora, sólo le cabe pedir perdón por la travesura pasada: a ver si con ello consigue algo más que con la mentira.

Cabe aclarar que a pesar de las nulas repercusiones que obtuvo con su farsa, Max Aub continuó dedicándose al oficio de la crítica teatral. Por último es posible suponer que este ejercicio lo condujo a crear otra travesura literaria mucho mayor algunos años después.