Ahí
conviven el ateo, el agnóstico y el marxista, con el católico laico y con
distinguidos sacerdotes de la Iglesia Católica Romana, al igual que
despreocupados libres pensadores. Para mi esta reunión es como una muestra de
la comedia humana de nuestro México,
con el carácter extraordinario de que, esta pluralidad de pensamiento, de
sentimientos y aún de pasiones, encuentran una libre y natural expresión, en
franca y cordial camaradería sin que nunca surja una fricción, una ofensa, o
una brusca desavenencia.
Para un gran conocedor de las relaciones
internacionales como Antonio Gómez Robledo, las domínicas fueron antecedente de
acuerdos que posteriormente se lograrían en otras instancias.
Hoy se
habla mucho de pluralismo ideológico así en la Iglesia (con ella, Sancho,
continuamos topándonos) como en la sociedad civil y en la sociedad
internacional. Al definirse pluralísticamente la OEA, en abril de 1973, pareció
descubrir el Mediterráneo. Pero la verdad es que in nuce, como en una castaña, el pluralismo ideológico ha sido una
realidad viva y actuante, a partir de 1932, en el mate del padre Octaviano. De
todos los colores y de todos los sabores han sido sus habituales y sus
ocasionales, y nunca, a pesar de esto, ha estado ausente de ellos la cortesía.
En esa misma línea Raúl
Villaseñor afirma que “la tertulia de Octaviano Valdés es signo predecesor de
la apertura proclamada por el Concilio Vaticano convocado por S.S. Juan XXIII”.
Por su parte Rafael Aguayo Spencer considera que en esos encuentros operaba una
suerte de tregua, que hacía posible el diálogo incluyente.
Venidos
de todos los rumbos ideológicos –locales y universales- buscábamos, acaso
instintivamente, una especie de Tregua de Dios que nos devolviera, siquiera una
vez por semana, la posibilidad de absorber la riqueza de valores que se origina
en la simple comunicación entre los hombres.
Nadie,
por supuesto, ignora las diferencias que nos separan: hemos llegado ahí como
somos y es función de todos evitar cualquier encuadramiento dentro de
casilleros prefabricados que puedan cerrarnos al mutuo entendimiento.
No tiene desperdicio la
evocación de Alfonso Noriega para ilustrar la convivencia que se daba en este
grupo integrado por intelectuales de muy diversas filiaciones ideológicas.
Cuando
he pensado en esta reunión de literatos, poetas, historiadores, pintores,
juristas y aún, como quien esto escribe, bien modestos profesores
universitarios, que son capaces de pasar varias horas cada domingo, alternando
con cerebros lúcidos, con modestas inteligencias y con grandes artistas y aun
“diletates”, en paz y fraternidad, recuerdo algo que leí hace muchos años,
cuando era estudiante, en un libro de un autor español y que, ateniéndome a mi
memoria –bastante deteriorada por el tiempo- intentaré reconstruir. Decía el
escritor mencionado que existe en el Museo de Arte Moderno de Madrid, un cuadro
que todo visitante de alguna cultura no deja de contemplar con detenimiento. Lo
pintó, según recuerdo, un pintor, Esquivel y representa una reunión de
literatos. Todos los hombres de pluma de la época romántica, se hallan
presentes en dicho cuadro, con sus levitas y con sus corbatas de doble vuelta,
con sus melenas –precursoras de nuestro tiempo-, y sus mostachos de
mosqueteros. Lo que impresionaba al escritor era que, por exhibir una lista
completa de retratos de poetas y dramaturgos, que resultaron insignes, el
cuadro equivale a un admirable documento histórico; pero, además le descubría
otro valor de gran importancia, porque, fenómeno extraño en la que se llama
ostentosamente república de las letras, el cuadro muestra que, al menos una
vez, y gracias acaso a la benévola fantasía del artista, pueden encontrarse
juntos y en una dichosa amistad todos los que manejaban la pluma en un
determinado momento de la historia.
¡Juntos
y sin morderse!...
De acuerdo con Noriega una
escena de este tipo sería muy improbable en el escenario mexicano salvo, claro
está, en las domínicas.
(…) ante
el panorama del mundo artístico mexicano, me siento incapaz de saber, hasta qué
punto el pintor Esquivel se dejó llevar por su benévola fantasía, porque si el
pintor mencionado pudo reunir en su cuadro a los más distinguidos literatos de
su época y hacer que se tratasen entre sí con la cortesía y el afecto que
aparecen en la pintura; lo que yo puedo asegurar, sin el menor peligro de
equivocarme, es que en México y en nuestros días, ningún pintor por muy
imaginativo que sea –ni aún Federico Cantú- podía pintar un cuadro semejante,
abandonarían violentamente el lienzo para denostarse unos a los otros,
menospreciarse, y aun llegar a las manos.
Pero
¡oh sorpresa! cada domingo en nuestra ciudad capital, en Tacubaya, en la calle
de Protasio Tagle, en la casa del ilustre canónigo de la Catedral Metropolitana
Dr. Octaviano Valdés se reúnen ilustres novelistas, poetas, ensayistas,
pintores, periodistas y pueblo –como yo- y, en respuesta indirecta al
angustioso llamado de los “hippies”, todos conversan, discuten, argumenta y aun
alguno de ellos vocifera, pero todo ello en paz y amor.
Y no
se piense que esta fraternidad, sedante y calmada se debe a la modestia de los
contertulios y a su falta de agallas intelectuales o combativas.
Ahora bien, ¿cuál era la
dinámica de esos encuentros?, ¿cómo se lograba la convivencia? Para Alfredo
Leal Cortés, el fundamento de ello residía en la total libertad que imperaba así
como en la suspensión de jerarquías que caracterizaba a las reuniones.
Al
cambio de ideas, la práctica de los juegos mentales exigidos e impuestos por
toda mente creadora, formaron un ambiente propicio a la asimilación de otros
seres con analogía de necesidades e impulsos. La base fue –y sigue siendo- la absoluta
libertad, la inexistencia de reglas y el ignorar en el momento de la junta,
cualquier jerarquía social.
Las
discusiones, el desglose de lo superfluo y la invariable –para los demás, pero
no para ellos- necesidad de registrar los sucesos, interpretarlos y ser parte
viva de una sociedad de la que eran vanguardia (…)
Por su parte Alfonso Noriega
destaca que el tema religioso era respetuosamente dejado de lado, “(…) se
plantean, discuten y desmenuzan temas literarios, artísticos y aún políticos,
estando excluido –implícitamente- cualquier tema de carácter religioso, ya que
nadie tiene deseo de molestar al anfitrión, ni éste jamás ha pretendido hacer
labor misionera de proselitismo”. Claro está que el humor ocupaba un lugar
especial y Raúl Villaseñor alude a ello: “(…) la tónica constante es la del
buen humor, porque nadie, ni por asomo, es capaz de hacer gala de muestras de
ingenio susceptibles de agraviar a ningún circunstante.” Villaseñor subraya la
inexistencia de afanes protagónicos que pudieran conducir a monopolizar el uso
de la palabra, “contadas veces,
poquísimas, por cierto, se atiende el discurrir de una sola persona: nadie va
con la pretensión de distinguirse dictando cátedra alguna, ni con la aviesa
intención de esperar la más reciente prueba de ingenio”. Y esta tónica de
humildad, según Agustín Yáñez, era predicada con el ejemplo por el propio dueño de casa.
En las
reuniones dominicales, el padre Valdés –dirigente- prepara el mate y va
sirviéndolo con exquisita, callada cortesía; casi no habla, ni toma asiento;
escucha la dialéctica de blancos y rojos, los encendidos chascarrillos y
cuentos, la lengua viperina de Andrés [Henestrosa] y los epigramas de [Francisco]
Liguori: sonríe, comprensivo; alguna vez, dice una palabra, una frase; mas ha
sido creado el clima cordial de confianza, donde tirios y troyanos hablan de
todo lo divino y humano: filología y política, filosofía y chismografía en
moda, santidad y maldad, en fluvial, encontrada corriente, al fin amistosa,
comprensivamente conjugada.
Es posible advertir el
contraste de opiniones porque según Yáñez –a diferencia de Noriega- los asuntos
“divinos” también formaban parte de los temas considerados en la tertulia.
Las domínicas fueron un
ejemplo de diálogo y encuentro en la diferencia, tal como lo supo valorar
Antonio Gómez Robledo: “A los canales de México habrá de pasar el convivio
tacubayense y valdesiano, como un ejemplo y un estímulo de lo que se puede
hacer, en este país de sempiterno desgarramiento.” Para finalizar citemos a Andrés
Henestrosa, cuyas palabras adquieren enorme relevancia en estos tiempos.
La
tertulia dominical del Padre Valdés es la otra imagen de México que yo quisiera
para todos: aquella en que por encima de diferencias de credo político y
religioso, unos mexicanos se reúnen para conversar de las cosas que los unen,
de las dos repúblicas, igualmente amadas de todos.
Así sea.