Muchos
fueron los exiliados españoles que arribaron a México en tiempos de la Guerra
Civil y que, con el paso de los años, dejarían una profunda huella cultural en
el país que tan generosamente les brindó acogida. Entre otros personajes destaca el poeta Pedro Garfias quien había
estado previamente en Escocia, etapa de la que Pablo Neruda (“Confieso que he
vivido. Memorias”) selecciona un singular episodio.
(…) Otra historia
que recuerdo con gran emoción es la del poeta andaluz Pedro Garfias. Fue a
parar en el destierro al castillo de un lord, en Escocia. El castillo estaba siempre
solo y Garfias, andaluz inquieto, iba cada día a la taberna del condado y
silenciosamente, pues no hablaba el inglés, sino apenas un español gitano que
yo mismo no entendía, bebía melancólicamente su solitaria cerveza. Este
parroquiano mudo llamó la atención del tabernero. Una noche, cuando ya todos
los bebedores se habían marchado, el tabernero le rogó que se quedara y
continuaron ellos bebiendo en silencio, junto al fuego de la chimenea que
chisporroteaba y hablaba por los dos. Se hizo un rito esa invitación. Cada
noche Garfias era acogido por el tabernero, solitario como él, sin mujer y sin
familia. Poco a poco sus lenguas se desataron. Garfias le contaba toda la
guerra de España, con interjecciones, con juramentos, con imprecaciones muy
andaluzas. El tabernero lo escuchaba en religioso silencio sin entender
naturalmente una sola palabra. A su vez, el escocés comenzó a contar sus
desventuras, probablemente la historia de su mujer que lo abandonó,
probablemente las hazañas de sus hijos cuyos retratos de uniforme militar
adornaban la chimenea. Digo probablemente porque, durante los largos meses que
duraron estas extrañas conversaciones, Garfias tampoco entendió una palabra.
Sin embargo, la amistad de los dos hombres solitarios y en su idioma, inaccesible
para el otro, se fue acrecentando y el verse cada noche y hablarse hasta el
amanecer se convirtió en una necesidad para ambos. Cuando Garfias debió partir
para México se despidieron bebiendo y hablando, abrazándose y llorando. La
emoción que los unía tan profundamente era la separación de sus soledades.
-Pedro -le dije muchas veces al poeta-, ¿qué crees tú que te contaba? -Nunca
entendí una palabra, Pablo, pero cuando lo escuchaba tuve siempre la sensación,
la certeza de comprenderlo. Y cuando yo hablaba, estaba seguro de que él
también me comprendía a mí.
Pedro Garfias
llegó a Veracruz el 13 de junio de 1939 a bordo del barco Sinaia junto a otros 1,600 refugiados españoles procedentes de
Francia. En esa misma travesía escribió un poema que expresaba su anhelo de
regresar a España dado que, como tantos otros exiliados, venía con muchas ganas
de volver.
Qué
hilo tan fino, qué delgado junto
-de
acero fiel- nos une y nos separa
con
España presente en el recuerdo,
con
México presente en la esperanza.
Repite
el mar sus cóncavos azules,
repite
el cielo sus tranquilas aguas
y
entre el cielo y el mar ensayan vuelos
de
análoga ambición, nuestras miradas.
España
que perdimos, no nos pierdas;
guárdanos
en tu frente derrumbada,
conserva
a tu costado el hueco vivo
de
nuestra ausencia amarga
que
un día volveremos, más veloces,
sobre
la densa y poderosa espalda
de
este mar, con los brazos ondeantes
y
el latido del mar en la garganta. [...]
Poco a
poco el poeta le fue encontrando el sabor a México en general y al tequila en
particular, tanto que al decir de Eulalio Ferrer: “Como tomador de tequila, el Indio Fernández tenía
un parigual: Pedro Garfias.” Por lo general se le veía acompañado por su
soledad y había momentos en que desaparecía, tal como lo narra Paco Ignacio Taibo
I
De pronto un día iba yo descubriendo que ya hacía tiempo que no veía
al poeta, y es que desaparecía por semanas, viajaba hacia Monterrey, se hundía
en otro lugar de la provincia.
-¿Y Pedro Garfias?
-Quién sabe.
Una vez le dije que había encontrado en una librería del centro uno de
sus viejos libros (acaso fue Primavera en Eaton Hastings) y que quería
que me lo firmara.
Me dijo que sí, que lo firmaría
otro día. Pero poco después volvió a desaparecer.
Sus admiradores del bar de “El Hórreo” lo contemplaban con un respeto
silencioso y temeroso; era como la sombra de un poeta maldito que nos hubiera
llegado del pasado. Aun aquellos que jamás lo habían leído lo observaban a
distancia. Incluso los meseros tenían para Pedro una muy especial deferencia.
-¿Lo mismo de siempre, don Pedro?
Él movía la cabeza como muy apesadumbrado. Y el mesero iba a lo suyo
con la diligencia de quien sabe que en esos momentos su oficio es esencial.
Nunca lo vi entrar en el lugar acompañado de otra persona: llegaba
solo y se iba solo. Una vez me miró de frente a la cara, fijamente, y descubrí
que sus ojos parecían tartamudear y luego deambular cada uno por su lado.
Sensación angustiosa que jamás se me fue de la cabeza.
Pero lo que recuerdo con más claridad era aquella advertencia entre
misteriosa y reverencial.
-Ahí está Pedro.
En
las reuniones de los exiliados solía agradecerse la hospitalidad de México al
mismo tiempo que se cultivaba la nostalgia. Así lo cuenta Paco Ignacio Taibo I,
protagonista de aquellos encuentros.
Durante muchos años el exilio español reconstruía en la ciudad de
México su doloroso lugar de origen, y ya en la noche se cantaba la Internacional
y alguien le pedía a la mejor voz de la fiesta que recitara a Pedro.
Y siempre se decía el mismo poema y hasta los hombres volvían a sentir
un dolor en el pecho y en los ojos lágrimas.
El poema era de Pedro Garfias y éste lo había escrito en la cubierta
del barco Sinaia, que los venía trayendo hacia América.
Qué hilo tan fino, que delgado junco
(de acero fiel) nos une y nos separa
con España presente en el recuerdo
con México presente en la esperanza.
Ese mismo día, mientras Garfias en el barco iba escribiendo el poema,
un pintor asturiano, Germán Horacio, le hizo un apunte a lápiz sobre una
cuartilla de papel barato que el tiempo fue volviendo un apagado color crema.
El lápiz trazó muy pocas líneas, pero Garfias quedó fijado en un gesto
exacto. Germán Horacio se fue a morir en la ciudad de México y su viuda,
Florinda, que había nacido en Gijón, me regaló el apunte.
El dibujo está firmado (1939) y al pie dice: “Pedro Garfias. Poeta”.
El
poeta murió en Monterrey el 9 de agosto de 1967 y sus amigos se negaban a
dejarlo morir en su recuerdo. Una vez más acudimos al relato de Paco Ignacio
Taibo I
Un poema de Pedro, al que otro Pedro (Ávila), puso una bella música,
termina pidiendo:
Pueblo mío desgarrado
voz que revienta en sollozos
dejadme morir del todo.
Pero no lo vamos a dejar morir.
Eulalio Ferrer me acaba de enviar una cinta magnetofónica en la que
Pedro Garfias dice sus propios poemas. En este momento lo estoy escuchando y
está más vivo que nunca.