Los diferentes combates que tuvieron
lugar durante la Revolución Mexicana dejaron un elevado número de muertos así
como de mutilados de guerra. Las extremidades perdidas por personajes históricos
de relevancia, han sido centro de atención pero ninguna alcanzó la connotación
que tuvo el brazo del general Álvaro Obregón.
Enrique Krauze, recurriendo al propio
testimonio de Obregón, refiere las circunstancias en que se produjo aquel
incidente y de la manera en que un hecho azaroso impidió que pusiera fin a su
vida.
A principios de junio [1915], Obregón acampa en la hacienda de
Santa Ana del Conde, en Guanajuato. Sin medir los riesgos y acompañado por el
general Francisco Serrano, el coronel Piña, los tenientes coroneles Jesús M.
Garza y Aarón Sáenz y los capitanes Ríos y Valdés, se dirige a las trincheras
del frente. Una lluvia de granadas cae sobre ellos y una sorpresa aún más
dolorosa… y esperada:
“Faltaban
unos veinticinco metros para llegar a las trincheras, cuando, en los momentos
en que atravesábamos un pequeño patio situado entre ellas y el casco de la
hacienda, sentimos entre nosotros la súbita explosión de una granada, que a
todos nos derribó por tierra. Antes de darme exacta cuenta de lo ocurrido, me
incorporé, y entonces pude ver que me faltaba el brazo derecho, y sentía
dolores agudísimos en el costado, lo que me hacía suponerlo desgarrado también
por la metralla. El desangramiento eran tan abundante que tuve desde luego la
seguridad de que prolongar aquella situación en lo que a mí refería era
completamente inútil, y con ello sólo conseguiría una agonía prolongada y
angustiosa, dando a mis compañeros un espectáculo doloroso. Impulsado por tales
consideraciones, tomé con la mano que me quedaba la pequeña pistola Savage que
llevaba al cinto, y la disparé sobre mi sien izquierda pretendiendo consumar la
obra que la metralla no había terminado; pero mi propósito se frustró, debido a
que el arma no tenía tiro en la recámara, pues mi ayudante, el capitán Valdés,
[la había vaciado] el día anterior, al limpiar aquella pistola. En aquel mismo
momento, el teniente coronel Garza, que ya se había levantado y que conservaba
la serenidad, se dio cuenta de la intención de mis esfuerzos, y corrió hacia
mí, arrebatándome la pistola, en seguida de lo cual, con ayuda del coronel Piña
y del capitán Valdés, me retiró de aquel sitio, que seguía siendo batido
vigorosamente por la artillería villista, llevándome a recargarme contra una de
las paredes del patio, donde a mis oficiales les pareció que quedaría menos
expuesto al fuego de los cañones enemigos. En aquellos momentos llegó el
teniente Cecilio López, proveedor del cuartel general, quien sacó de su mochila
una venda, y con ella me ligaron el muñón”.
En suma, aquella mañana del 3 de junio
de 1915 el general Obregón, saciado de valentía, presa del vértigo de la
victoria y anegado, ahora sí, en su propia sangre, quiso poner fin a la fatuidad
de vivir; no lo consiguió. El dedo índice disparó el gatillo, pero el azar le
negó la bala.
Por su parte Pedro Salmerón Sanginés
informa acerca de la atención médica que se le proporcionó al general Álvaro
Obregón luego de que fuera gravemente herido.
Los oficiales
angustiados, sacaron al general de la zona de peligro mientras uno de ellos, el
coronel Aarón Sáenz, corría a toda velocidad en busca del doctor y coronel
Jorge Blumm, jefe de los servicios médicos de la División Murguía,
quien le aplicó al caudillo la primera curación. Después, ya en el Cuartel
General, el médico personal de Obregón, doctor Enrique Osorno, lo sometió a una
larga intervención quirúrgica. (...)
Amputado el brazo
y contenida la hemorragia, el doctor Blumm, los enfermeros y los oficiales de
Estado Mayor trasladaron al caudillo al Cuartel General, en Trinidad. (...)
En el “Carro 600” del ferrocarril, el
doctor Osornio cauterizó la herida, cerró los vasos sanguíneos, combatió la
infección y la fiebre y, horas después, informó a los cuatro jefes de división
del ejército (Benjamín Hill, Francisco Murguía, Cesáreo Castro y Manuel M.
Diéguez) que las siguientes 48 horas serían decisivas: si el caudillo las
superaba, sobreviviría a la amputación, a la pérdida de sangre y a la fiebre que
ya se había declarado. (...)
Esa es la historia
de la mutilación del caudillo de Sonora, el mejor jefe militar de la historia
de México y futuro presidente de la República, a quien debería llamársele “el manco
de Santa Ana del Conde” y no, como suele hacerse, “el manco de Celaya”.
En relación a ese
mismo acontecimiento, Justino N. Palomares añade otro hecho fortuito que allí
se produjo. “Cuentan algunos que el general Obregón ordenó a un corneta que
tocara retirada, y que el soldado equivocó el toque y ordenó avance. (...) El
caso es que Villa supuso que al enemigo le habían llegado refuerzos y
pertrechos de guerra y empezó a retirarse. Avanzaron los carrancistas ante el
repliegue de los ‘dorados’ y los persiguieron casi hasta León, en un punto
llamado ‘La Trinidad’,
lugar en donde una granada destrozó el brazo derecho de Obregón.”
Una de las
características que resaltaban en el general Obregón era su sentido del humor
–del cual no escapaba la pérdida de su brazo- lo que ha dado lugar a un nutrido
anecdotario. Según cuenta Jorge Mejía Prieto aún en plena recuperación el
general tenía ánimo para la humorada.
Luego de la intervención quirúrgica de
urgencia a la que fue sometido, convalecía en Lagos de Moreno, hasta donde
llegó uno de sus oficiales, procedente de la ciudad de México, para informarse
del estado de su jefe, quien a su vez le pidió noticias acerca de lo que se
decía de él en la capital del país.
—En México, mi general, se cuentan
chismes sobre su persona.
Receloso, don Álvaro preguntó:
—¿Qué clase de chismes?
—Bueno, se ha soltado el rumor de que ha
quedado usted muy mal de la herida del brazo, y hasta dicen que le supura.
Obregón permaneció pensativo unos
momentos, y luego replicó con ira:
—Supura... supura... ¡su pura madre,
hijos de la chingada! ¡Todavía hay Álvaro Obregón para largo rato!
Y era verdad, pues viviría aún trece
años de triunfos.
Enrique Krauze, por
su parte, da cuenta de otra anécdota que caracteriza al personaje.
A Blasco Ibáñez, a quien [el general
Álvaro Obregón] le concede una entrevista en 1919, le refirió esta
anécdota:
“A usted le habrán dicho que soy algo
ladrón. Sí, se lo habrán dicho indudablemente. Aquí todos somos un poco
ladrones. Pero yo no tengo más que una mano, mientras que mis adversarios
tienen dos... ¿Usted no sabe cómo encontraron la mano que me falta? Después de
hacerme la primera cura, mis gentes se ocuparon en buscar el brazo por el
suelo. Exploraron en todas direcciones, sin encontrar nada. ¿Dónde estaría mi
mano con el brazo roto? ‘Yo la encontraré’, dijo uno de mis ayudantes, que me
conoce bien; ‘ella vendrá sola. Tengo un medio seguro.’ Y sacándose del bolsillo
un azteca... lo levantó sobre su cabeza. Inmediatamente salió del suelo una
especie de pájaro de cinco alas. Era mi mano que, al sentir la vecindad de una
moneda de oro, abandonaba su escondite para agarrarla con un impulso arrollador”.
En esto del ingenio
también participaban –de acuerdo al relato de Octavio Aguilar de la Parra- algunos de sus
colegas de armas.
Es muy conocido el agudo ingenio del
general Álvaro Obregón, quien en múltiples ocasiones dio pruebas de eso al
bromear con sus amigos y conocidos cuyos nervios hacía padecer.
Pero, también es cierto que entre esa
vieja tropa de la
Revolución hubo militares que andaban al tú por tú con el
famoso manco de Celaya. Entre ellos, los generales Fausto Topete y Andalón. Al
primero, por ser de vista corta, sus amigos le llamaban “el ciego” y al
segundo, que había perdido un ojo, le apodaban “el tuerto”. Cierto día, estando
de “vena”, ambos militares fueron a saludar a don Álvaro quien ya se había
hecho cargo del poder Ejecutivo del país.
Pasaron la cédula de anuncio con el
siguiente epigrama:
“El ciego Topete y
el tuerto Andalón,
desean ver al
manco Obregón.”
El caudillo sonorense rápidamente
devolvió el papelito escribiendo al reverso lo siguiente:
“El ciego Topete y
el tuerto Andalón,
se van al cabrón.
Sufragio Efectivo,
No. Reelección.
El manco Obregón.”
Otra muestra de su
humor, en este caso a dúo, la refiere Juan José Arreola. “Es sabido también que
Obregón invitaba a [Ramón del] Valle-Inclán a las funciones principales del
Teatro Nacional y ambos se prestaban mutuamente su única mano para aplaudir.”
Pero tal para cual,
el pueblo también le respondía haciendo bromas (o no tanto) sobre su condición
de manco. Entre los muchos versos que circulaban a nivel popular, Octavio
Aguilar de la Parra
cita uno:
Si con una sola mano
a tantos ha exterminado
con dos hubiera dejado
vacío el suelo mexicano.
El 17 de julio de
1928 el general Álvaro Obregón fue asesinado en el transcurso de un banquete
que se celebraba en su honor en el restaurante La Bombilla, por el joven León
Toral quien a su vez sería enjuiciado y fusilado. Un sector de la población
censuró el asesino pero también hubo quienes en forma reservada lo consideraron
como héroe. Jesús Gómez Fragoso narra un dato sorprendente.
(...) en julio de 1928, cuando José de
León Toral tuvo éxito en liquidar a Obregón, fue visto como héroe por una gran
parte de la población: las fotografías del Archivo Casasola muestran las
multitudes que concurrieron a su sepelio. Se sabe que, después de fusilar a
Toral, se ordenó que, antes de entregar el cadáver a la familia, se le
desangrara para evitar que la gente mojara pañuelos con su sangre. En documento
en mi poder, aunque de momento no lo tengo a la mano, consta que durante el
velorio de Toral, en la madrugada que casi no había gente, un médico tapatío le
extrajo el corazón y lo trajo a un altar de la Virgen de Guadalupe en un
templo de Guadalajara. El documento tiene toda la apariencia de ser auténtico y
las firmas originales de personas de reconocida veracidad. Hacia 1990 pregunté
al párroco del templo en cuestión y no tenía la menor idea del hecho; pero creo
que se trató de algo real.
Mucho se especuló
acerca de la autoría intelectual del crimen que fue atribuida a la Madre Conchita, quien en carta
enviada desde la prisión de Islas Marías y publicada en El Nacional el 11 de enero de 1932 deslindaba su responsabilidad.
José de León Toral, en las pocas y cortas veces que
me habló ya presos, me dijo siempre, que él era el único responsable del crimen
de la Bombilla.
(...) un día,
estando ya presa en la
Inspección, aprovechando la primera ocasión, en uno de los
primeros careos con José de León Toral, me dijo él, muy afligido, que le
pidiera yo mucho a Dios a mí que me oía; que no fueran a coger al Padre
Jiménez, porque él le había bendecido la pistola.
Después, en el mes de Agosto ya consignadas al Juez
de San Ángel, me reunieron en un separo con la
Sra. Ma. Luisa Peña Viuda de Altamirano, le
conté los temores de Toral y ella me dijo que sí era cierto, que el Padre
Jiménez bendijo la pistola diciéndome además que la pistola estuvo sobre el
pequeño altar durante la Misa,
en una casa particular, no me quiso decir cual casa. Me dijo también la Sra. Altamirano que la pistola
se la habían regalado a Manuel Trejo, como premio, porque era un muchacho muy
valiente, el préstamo de la pistola se efectuó en la casa de la Sra. Altamira en donde estaba
escondido Manuel Trejo.
¿Ellos, los que oyeron la Misa, los que vieron todo
aquello, sabían de qué se trataba?
Conste que ninguno de estos arreglos fue en mi
casa. Los dos últimos días oyó Misa José de León Toral en mi casa, como una
casualidad, como una ¿qué? ¿premeditación? En su librito de memorias pone mi
nombre y las Misas que oyó en mi casa, todo lo demás no lo apuntó. (…)
En el mismo lugar
en que tuvo lugar el asesinato del general Obregón se construyó un mausoleo a
su memoria, obra que estuvo bajo la dirección de Ignacio Asúnsolo. Las
inscripciones del monumento no son poca cosa. "Paladín de las
instituciones (...) abatió el pretorianismo. Su genio militar lo elevó hasta
las cimas que en la América
nuestra sólo alcanzaron Morelos y Bolívar”. Su mano fue traída desde el lugar
del combate a la ciudad de México en una dulcera de vidrio con formol. Entre la
pérdida del miembro y su exhibición en el mausoleo, el itinerario fue un tanto
accidentado. Tan es así que Carlos Martínez Assad relata que durante un tiempo
el general Francisco R. Serrano la llevaba consigo incluso a los locales de
moral dudosa a los que asistía con frecuencia.
Al paso del tiempo,
en ese mausoleo -que llegó a tener un aspecto algo macabro- detrás de una
ventanilla se exhibió un frasco en el que se veía aquella mano afectada por una
palidez extrema. La placa alusiva rezaba: “perdido el brazo, acrecientas tu
alma”. Herman Bellinghausen señala que la mano de Obregón “nos entrega el
último chiste de nuestro Macbeth: flexionados sus dedos sobre la palma, afecta
un ademán inequívoco que todos los mexicanos entendemos.” Asimismo, Guillermo
Sheridan evoca recuerdos de su infancia y la impresión que le causaba tan
peculiar monumento.
Amo los monumentos –estatuas, fuentes,
palacios-, esos puntos y apartes en la caligrafía de las ciudades. De niño
acicateaban mis fantasías; de grande, me vacían de sentimientos y me arrastran
a la nostalgia.
El primero que señala una estela en el
camino de mi memoria es el monumento a Obregón en San Ángel. Mi abuelo, que
había sido enemigo acérrimo del soronense y que padeció destierro por su causa,
solía llevarnos a tomar un helado a un sitio desde el cual se dominaba la torre
gris. Adentro de esa torre gris estaba “La Mano”.
Nosotros sorbíamos la factura impecable
de un banana split mientras el abuelo rumiaba su añejo rencor viendo con
fijeza el monumento. A veces musitaba, con ácido siseo, viendo hacia la
estructura:
-Sólo quedó tu mano, vendepatrias,
mientras que yo todavía estoy aquí, comiéndome un sorbete.
Nosotros no sabíamos qué quería decir
“vendepatrias” y le perdonábamos al viejo que le dijera así a los barquillos.
Un par de veces nos llevó al interior del mausoleo. Pagaba la entrada y nos
pastoreaba hasta la vitrina fatídica. Cuando llegábamos allí el rostro y la voz
se le habían modificado a tal grado que costaba
trabajo reconocerlo.
-Ésa es la mano del bribón que trató de
matar a su abuelo. No la olviden jamás, masticaba con aire clorhídrico.
Yo, en lo personal, no la he olvidado. A
veces, después de un plato singularmente bueno de huanzontles, la rememoro
hasta en los más ínfimos detalles. Parecía una orgía entre seis camarones
pasados de peso en un jacuzzi pequeño. Por esos años estaba de moda una canción
en la que se decía, hablando de una mujer muy bella: “Quien la vio, no la pudo
ya jamás olvidar.” Y a mí me daba pena, pero cuando la escuchaba pensaba
inmediatamente en “La Mano".
Flotaba en una substancia lovecraftiana con un gesto que parecía echar de menos
a la patria que condujo tanto tiempo o, quizá, al ombligo que habrá rascado con
frecuencia en campaña.
De ahí me nació la idea de que adentro
de todo monumento había una mano o algún otro segmento de la anatomía de un
héroe. Creía, por ejemplo, que la recién inaugurada Torre Latinoamericana era
un monumento y que, dadas sus dimensiones, adentro debía haber pedazos de, por
lo menos, todo el Ejército Trigarante.
El de los Niños Héroes me inquietaba.
Que pudiera haber niños que, además de niños, fueran héroes, se traducía como
un llamado apremiante a mi propia, potencial, heroicidad. No fueron pocas las
noches en las que me soñé, debidamente amputado, repartido en sendos monumentos
por haber defendido al Cerro de la
Silla hasta lo último de algún invasor, y por haberle dicho a
la hora de rendirme (porque era un hecho que siempre se rendía uno):
-Estoy vencido, señor, pero aún no canto
derrota.
Finalmente, señalan
José Manuel Villalpando y Alejandro Rosas, “en 1989 los descendientes del
sonorense decidieron que había llegado la hora de incinerarlo y el miembro
finalmente fue consumido por el fuego”. Fabrizio Mejía Madrid presenta la
crónica de ese acontecimiento.
“El domingo 16 de julio de 1989 será
realizada la cremación del brazo que el general Obregón perdió en la batalla
con la División
del Norte, comandada por Francisco Villa en el encuentro de Celaya en 1910.” Así, con la fecha equivocada de la batalla de
Santa Ana del Conde, la oficina de prensa de la Secretaría de la Defensa Nacional daba a conocer
el fin de la mano de Obregón. Pero salvo a un grupo de guerrilleros de
biblioteca que querían imitar la desaparición de la espada de Bolívar en
Colombia robando la mano del General, a nadie le importó que la hicieran
cenizas. De haberlo intentado, los guerrilleros habrían tenido que llevar una
segueta: desde la construcción del Monumento a Álvaro Obregón por Ignacio
Asúnsolo en 1935, la llave de la jaula de formol que contenía la mano, estaba
perdida, como extraviada está la respuesta del complot que asesinó a Obregón en
1928.
Pero, ¿a quién le importa? Aunque la
construcción del Monumento haya significado también la ampliación de
Insurgentes y el rebautizo de San Ángel como Villa Álvaro Obregón (...)
Supongo que el estado en que se
encontraba la mano en 1989, después de setenta y cuatro años de amputada, movía
más al asco, al extrañamiento, que a la veneración. No sé, nunca me interesó
verla. Cincuenta años después de inaugurada, la enorme chimenea estalinista,
que por orden de Aarón Sáenz albergara aquellos tejidos flotando en formol, era
sitio de encuentro de sirvientas y choferes de taxis. Si simbolizaba la
no-relección del presidente en México, el fin del caudillismo violento o el
levantamiento del Partido Único sobre el cadáver del último de sus triunfantes
hacendados, a las criadas perfumadas en domingo poco les importa. Sus hijos
utilizan las rampas de la escalinata como resbaladilla y se remojan en el
estanque como en piscina paraestatal, mientras ellas besan, en el pasto, a
improbables albañiles engominados.
La síntesis final es de Alejandro Rosas:
“Poco estético y bastante macabro, el antebrazo de Obregón presidió muchas
ceremonias luctuosas de funcionarios y políticos que lo recordaban año tras
año. En un acto de piedad y respeto, hace algunos años la familia decidió
incinerarlo.”