martes, 29 de diciembre de 2015

Balance de fin de año en unidades de sinsabor


No cabe duda que las personas somos calendáricas por lo que el día de cumpleaños, el cambio de década o el fin de año transcurren en un ambiente emocional diferente.

Seguramente algo de esto le sucedió a Ramón Gómez de la Serna cuando al concluir el año 1954 elaboró lo que tituló “Balance sucinto de final de año que representan unidades de sinsabor

                                                                                          Sinsabores
Por comprobar que al justo se le sigue queriendo
lapidar por justo con más unanimidad que nunca…….... 100.000
Por comprobar que se acaba el año sin haber podido
escribir ni una línea de lo que hubiera querido
escribir habiendo escrito tantas líneas…………………100.000.000
Por no acabar de saber si Luisita me quiere algo, aun
teniendo tantísimas pruebas de que me quiere………200.000.000
(…) Por no saber si tendré el año que viene alguna
de las entradas de este
 año………………………………..      Incalculables      sinsabores
(…) Por sospechas de enfermedad………………………    20.200
Por no poder comentar la vida en una sola novela…….   100.000
(…) Por comprobar que cada vez son más cortos los
años y su clima más loco………………………………….     51.000
(…) Por no saber si éste es un año que acaba o comienza
o es el mismo año de hace 10 años o es un año 0….....  1.000.000
                                       Total…………………………..     El que sea

martes, 22 de diciembre de 2015

En torno a la anestesia


Difícil, además de poco recomendable, imaginar cómo se llevarían a cabo ciertos procedimientos médicos cuando no se contaba con los agradecibles efectos de la anestesia. Tiempos en los que se recurría a sucedáneos, entre los que destacaron la ingesta de alcohol o la poco amigable receta de un certero e inesperado golpe a quien debiera ser sometido a la intervención quirúrgica. No eran los únicos recursos y Eduardo Galeano evoca otra alternativa.


El carnaval de Venecia duraba cuatro meses, cuando duraba poco.
De todas partes venían saltimbanquis, músicos, teatreros, titiriteros, putas, magos, adivinos y mercaderes que ofrecían el filtro del amor, la pócima de la fortuna y el elixir de la larga vida.
Y de todas partes venían los sacamuelas y los sufrientes de la boca que santa Apolonia no había podido curar. Ellos llegaban en un grito hasta los portales de San Marcos, donde los sacamuelas esperaban, tenaza en mano, acompañados por sus anestesistas.
Los anestesistas no dormían a los pacientes: los divertían. No les daban adormidera, ni mandrágora, ni opio: les daban chistes y piruetas. Y tan milagrosas eran sus gracias, que el dolor se olvidaba de doler.
Los anestesistas eran monos y enanos, vestidos de carnaval.
 
Fue necesario esperar mucho tiempo para que tuvieran lugar los hallazgos e investigaciones que permitieron dar los primeros pasos en cuanto a la anestesia tal como la conocemos. Existen discrepancias respecto a quiénes fueron sus iniciadores como a cuándo se utilizaron por primera vez; Peter J. Howe da su versión
 
El 16 de octubre de 1846, el joven Gilbert Abbott, impresor de periódicos, se despertó en el hospital General de Massachusetts, tras serle extirpado un tumor en la mandíbula, y dejó atónita a la concurrencia al constatar que no sentía dolor, sino sólo, dijo, algo así como si con una azada le rascaran el cuello. Por vez primera había funcionado, en una demostración pública de media hora, la anestesia. Un hallazgo, básico para la medicina (...)
 
Según Howe la anestesia no sólo –lo que no sería poca cosa- fue un gran paliativo para el dolor físico, sino también para el espiritual.
 
La anestesia ha sido vista no sólo como un avance médico, sino también espiritual, porque, hasta su aparición, el dolor, en el mundo occidental y cristiano, se había considerado como algo bueno y natural. De hecho, muchos líderes religiosos trataron de oponerse a la anestesia aplicada a las parturientas so pretexto de que Dios había concedido a la mujer el don del sufrimiento al dar a luz. Sólo cuando la reina Victoria recibió el cloroformo en el nacimiento del príncipe Leopoldo, en 1853, esa creencia se vino abajo.
 
Pero no vaya a creerse que gracias a los notables avances científicos ya está todo resuelto; una reciente nota de prensa proporciona un ejemplo de ello
 
Todavía no se sabe muy bien por qué, pero resulta que las pelirrojas necesitan un 20 por ciento más de anestesia que el resto de personas para que la sustancia les haga efecto cuando están sobre una mesa de operaciones.
Al principio los anestesistas simplemente conocían el dato en base a sus experiencias, pero una serie de experimentos ligeramente crueles, por el bien de la ciencia confirmó el hecho, midiendo el dolor que sentían al recibir descargas eléctricas mientras se les suministraba gas anestesiante.
Se cree que esto puede tener que ver con algún factor de tipo genético común a todas las mujeres pelirrojas, que además de proporcionarles su natural palidez y color de pelo rojizo las haga especialmente sensibles al dolor; de ahí que sea más difícil dormirlas con anestesia.
[Fuente: Discovery Fit & Healt vía How Stuff Works]
 
 
Es inevitable concluir que entre tanto oropel que rodea a personajes de dudosa trayectoria, deberían multiplicarse los reconocimientos públicos a tantos próceres de la ciencia que mucho han aportado (y lo siguen haciendo) a la calidad de vida de la humanidad.

martes, 15 de diciembre de 2015

Agarrar


No es casualidad que tantas personas se interesen en cuestiones del idioma, que se apasionen analizando el origen etimológico de las expresiones, los cambios que éstas han experimentado con el paso del tiempo, las diversas acepciones de una misma palabra en diferentes regiones,  términos desaparecidos y emergentes, etc.

El idioma se convierte así en una invitación a la creatividad, las palabras se constituyen en provocaciones al ingenio y las pruebas de ello son innumerables.

Ejemplo de ello es la palabra “agarrar” (tan cerca por cierto de “garra”) que en el caso de México se acomoda en una amplia gama de usos, de lo que da cuenta Jorge García—Robles en su Diccionario de modismos mexicanos (México, Porrúa, 2012).

 

Agarradera. Algo o alguien de quien una persona se apoya en asuntos materiales o emocionales; mi novio es mi agarradera, sin él se me cae mi mundo. 

Agarrado. Codo, tacaño.
 
Agarrar de bajada. Tomar desprevenido. 

Agarrar de encargo. Abusar de alguien, explotarlo.
 
Agarrar con las manos en la masa. Descubrir infraganti a alguien que comete una acción prohibida.

Agarrar el avión. Fumar mariguana.

Agarrar el hilo. Entender lo que se explica.

Agarrar el modo. Aprender a congeniar, a convivir en armonía.

Agarrar el toro por los cuernos. Afrontar una situación de frente, sin miedo.

Agarrar en curva. Tomar desprevenido.

Agarrar la onda. Entender, captar el mensaje de alguien (…)

Agarrarla pelada y en la boca. Resolver con facilidad una situación.

Agarrarse de la greña o del chongo. Pelearse verbal o físicamente.

Agárrate. Se dice para expresar estado de alerta, preocupación o azoro, según la entonación: agárrate que ahí viene el sangrón de Pedro.

Agarrón. Pelea fuerte, verbal o física.
 

Que al fin se trata de agarrar la que nos venga bien.

 

jueves, 10 de diciembre de 2015

La amistad, entre palabras y silencios


Sin amigos nadie escogería vivir, aunque tuviese todos los otros bienes.” Dicen que la frase es de Aristóteles. Y si no lo dijo, debería haberlo dicho.

Los amigos ayudan a que los momentos felices, lo sean aún más y los dolorosos, menos devastadores. Son compañeros de ruta en el camino de la vida que vienen en diversas presentaciones y con quienes la comunicación asume formas muy diversas.

Alejandro Rossi alude a la necesidad súbita de ir al encuentro de ellos. “Tengo amigos y el deseo de verlos sobreviene de pronto, esa urgencia de comunicar algo, una sensación, un fervor, una angustia, ahondar en la charla ese atisbo mínimo que quizás tuvimos.” Motivaciones para recurrir a ellos no faltan y pueden ser múltiples “(…) buscarlos para monologar, para quejarnos, para recibir apoyo. La amistad tiene sus momentos de palabra fácil pero también –según Rossi-  de “(…) quedarnos callados, sin obligaciones pirotécnicas, en calma, esas conversaciones lentas, sin tema fijo, sin conclusiones, descansadas y azarosas.

Una vez que surge la necesidad del encuentro, hay un tiempo para concretarlo porque son “(…) necesidades inmediatas cuya satisfacción exige un plazo. Cuando el mismo se vence, los costos no son menores. “El entusiasmo se apaga si para encontrarnos debemos esperar cinco días, y para esas fechas es posible que también la depresión haya desaparecido. Existe el válium, el autoengaño y el sueño. Ante ello, sostiene Rossi que la proximidad es fundamental.

Me gustaría, entonces, que mis amigos estuviesen cerca, que nos reuniéramos caminando apenas unas cuadras o en algún sitio que la costumbre haya establecido. Quisiera que la amistad recogiera esas efusiones momentáneas, los instantes del abandono o de la sinceridad, la trama viva de nuestras horas.

Y claro está que la Ciudad de México no colabora mucho respecto a este punto.

La ciudad no favorece esa intimidad. Ni uno solo de mis amigos vive en la misma zona. Nos frecuentamos, todavía hablamos, pero hemos perdido ese trato cotidiano. La lejanía y las ocupaciones imponen estrategias complicadas: mañana es imposible, pasado mañana soy yo el que no puede, habrá que hacer una cita para el fin de semana, no éste, claro, porque saldrá fuera de la ciudad, tal vez el próximo, o mejor esperar una vacación, ya se acerca el día de los muertos y, además, no falta tanto para las navidades. La amistad se nutre de cenas planeadas con anticipación protocolaria, de encuentros esporádicos y fatigosos, porque él, obviamente, vive en el Sur y yo en el Norte.

Pero no todo mundo estaría de acuerdo con los requisitos básicos -en cuanto a proximidad y comunicación- que establece Rossi para todo vínculo amistoso y en ese sentido va el ejemplo que proporciona Hugo Gutiérrez Vega.

Hace años un amigo español me contó que por fin había logrado consolidar una verdadera amistad inglesa: se había iniciado suspendiendo las confidencias y ya habían cancelado el diálogo. Estaban felices. Se sentaban en los mullidos sillones de su club y se miraban largamente. Iban a comer a veces y nada sabían el uno del otro. Al poco tiempo me enteré de que esta perfecta relación había terminado. La impertinente señora de la guadaña se había presentado intempestivamente. En el sepelio de su amigo, el español derramó unas lágrimas que ocultó con su bufanda. Conoció a la viuda y a los hijos de su querido amigo, se quedó de pie todas las horas que duró la cremación y, ya controlado su dolor, se despidió de la familia haciendo algunos breves comentarios meteorológicos. Se detuvo frente a una tumba que tenía a un ángel con la cara entre las manos y, calladamente, salió del cementerio acompañado por la sombra de su amigo. Los dos guardaban silencio.
 

 Así pues hay amistades que se construyen con palabras y también están las otras, las que se desarrollan a la sombra de los silencios.

martes, 8 de diciembre de 2015

La madre, la abuela


Hay vidas que habitan en uno, nos forjaron y se constituyen en referentes hasta el último día de nuestra existencia.  Es así como todos los caminos (aromas, sabores, fotos, canciones, lugares, preferencias, películas, aversiones, anécdotas…) llevan a las madres.
En el libro Volverás (México, Fundación Rafael Preciado Hernández, A.C., 2003), Carlos Castillo Peraza comparte con su hijo emociones y recuerdos familiares que se sitúan entre Tabasco y Yucatán. En ese contexto llega el momento de evocar a su madre
Era infatigable. Atendía a la familia, aceptaba encargos, enseñaba a rezar, declamaba en el grupo de damas de la Santa Cruz, asumía la dirección de las kermeses del colegio, actuaba en obras de teatro, promovía las cajas populares, escribía cartas (…)
Como las necesidades eran muchas y las posibilidades económicas escasas, no quedaba de otra más que hacer esos milagros cotidianos que son habituales en la vida de tantas mujeres.
Tu abuela completaba los ingresos domésticos cosiendo vestidos, urdiendo frivolité con el que adornaba servilletas, pañuelos, mantillas y manteles de estilo antiguo para amigas tabasqueñas de cuño nuevo. (…)
Encontraba el modo de comprarnos juguetes en Navidad y de festejarnos el día del santo. Pedía prestado para que estrenáramos. Dibujaba flores a lápiz. Se hacía su propia ropa y guisaba para fiestas ajenas allá [Tabasco]. Dirigió aquí [Mérida] una escuela.
Sus muchas responsabilidades no fueron suficientes para impedir su cercanía fraterna con quien lo necesitara, dándose tiempo para visitar enfermos. Carlos Castillo Peraza siempre supo que a su madre “le dolían los dolores de todos.
Al paso de los años, y con la independencia económica de los hijos, llegó el momento de retomar pendientes. “Obtuvo su título de Odontóloga después de cumplir cincuenticinco años, ante un sínodo conformado por viejos compañeros que se habían graduado a tiempo.
Agradeció la salud y convivió con la enfermedad. Tú la disfrutaste sana. También la sufriste enferma.” Pero tal como era de esperar “nunca bajó la guardia.  
Al evocar a su madre -en estas notas compartidas con su hijo- el reconocido político no omite referirse a sus defectos.
Cuando vuelvas, encontrarás a los que fueron sus ahijados o sus alumnos. Te hablarán de ella. De sus manías y de sus obsesiones, de sus extremos y de sus mañas, de su eventual incapacidad de perdonar, de sus trucos para salirse con la suya. Te dirán también de sus virtudes que fueron más que sus defectos.
Pero eso sí, Carlos Castillo Peraza sabe que en este tema no puede ni quiere ser objetivo.
Qué quieres. No puedo ser imparcial. Como algún día escribió Camus, “entre mi madre y la justicia, mi madre”. O con el Pemán cuyos poemas admiras: “Yo madre, de tu partido; yo contigo frente a todos”.

jueves, 3 de diciembre de 2015

Un problema de siempre


Sabido es que las dificultades no se presentan tanto a la hora de diseñar proyectos de cambio social sino al momento de llevarlos a cabo. Esto ha dado lugar a la necesidad de tener que diferenciar la propuesta original respecto a sus formas de implementación; ejemplo de ello –entre tantos posibles- es la distancia entre el socialismo y el socialismo real.

Ahora bien, este conflicto no es exclusivo de nuestro tiempo. Amos Oz da cuenta de ello al evocar sus años de infancia cuando los seguidores de Tolstoi abundaban.

En nuestro barrio [en Jerusalén] había rusos de todo tipo: había muchos tolstoianos. Algunos de ellos hasta parecían el propio Tolstói. Cuando vi por primera vez el retrato de Tolstói en una fotografía sepia en la contracubierta de un libro, estaba seguro de haberlo visto ya muchas veces por el barrio, paseando por la calle Malaquías o por la cuesta de la calle Abdías, con la cabeza descubierta, una barba canosa al viento, solemne como el patriarca Abraham, los ojos centelleantes, un palo en la mano que hacía de bastón y una camisa de campesino por encima de los pantalones anchos, atada con una tosca cuerda a la cintura.

Todos ellos compartían una serie de principios y hábitos de vida que contribuirían a transformar el sistema social.

Los tolstoianos del barrio (mis padres los llamaban tolstoishtzikim) eran todos vegetarianos fanáticos, querían arreglar el mundo, se preocupaban por la moral, estaban en profunda sintonía con la naturaleza, amaban a toda la humanidad, a cualquier ser vivo, estaban llenos de ardor pacifista y anhelaban la vida pura y sencilla; todos deseaban una vida campestre y volver a trabajar la tierra en el seno de los campos y los huertos.

Sin embargo -siempre en la mirada de Amos Oz- ese ambicioso programa se encontraba con dificultades desde su inicio ya que “(…) ni siquiera conseguían cuidar bien sus pequeñas macetas: o bien las regaban tanto que las plantas se morían, o bien se olvidaban de regarlas.”

martes, 1 de diciembre de 2015

Letreros


Existe entre los camioneros la tradición de escribir algo en la defensa trasera de su vehículo por lo que resulta que cuando uno circula a mayor velocidad que ellos, puede tener un entretenimiento adicional en el viaje. Si bien nos centraremos  a lo que sucede en México, lo cierto es que esta costumbre va más allá de fronteras. En relación al caso argentino, Luis Melnik hace un merecido reconocimiento a la  “(…) extraña relación que hace que un camionero escriba pensamientos y aforismos en su vehículo, tarea poética que no se conoce cumpla secretaria alguna con su computadora (…)”.
                                  
El tamaño de la defensa así como el tiempo de lectura que tendrá el automovilista que rebasa, obliga a ser muy asertivo. Sabido es que lo más frecuente es el exceso de palabras, por lo que transmitir un mensaje conciso tiene su chiste y en este sentido los camioneros dominan el arte de la brevedad.
 
Edmundo González Llaca se dio a la tarea de retener los letreros que más le llamaban la atención en sus constantes viajes por la ruta México – Querétaro. A continuación transcribimos algunos de ellos, incluyendo la introducción que propone el autor citado:
 
Es un paranoico o da un buen consejo: “No me sigas que voy perdido”.
En un camión que llevaba arena, una aclaración tal vez innecesaria: “Materialista pero no dialéctico”.
La educación como medio de ascenso social sigue teniendo su reconocimiento: “Todo por no estudiar”.
Determinante: “Si no se anima para qué se arrima”.
En un camión de carga la coartada a la imposibilidad: “Los valientes no corremos”.
El posesivo con el que por supuesto estoy de acuerdo: “Si no regreso te vas de monja”.
El albur no falta: “Si voy despacio tócame la corneta”.
En un camión destartalado y sin pintar: “Es más triste andar a pie”.
Por supuesto que los problemas económicos también se resienten en los letreros de camión: “Ay Dios quítame de pobre que lo feo con dinero pasa”.
 
En relación a este tema, Juan Villoro narra un acontecimiento que sorprendió al escritor venezolano Adriano González León en ocasión de visitar la ciudad de México y encontrar un letrero francamente metafísico: "Materialistas: prohibido estacionarse en lo absoluto". Comenta Villoro que  
 
El autor de País portátil ignoraba que había llegado a un sitio donde el materialismo no es una corriente filosófica, sino un trabajo de carga y descarga. La mención al absoluto indicaba que los camiones no debían estacionarse ni un ratito. Pues bien: aquel letrero era una profecía. Los materialistas se han estacionado en lo absoluto.
 
Los letreros más zafados llegaron a herir la delicada sensibilidad de algunas autoridades: comenta Héctor de Mauleón que en 1952 Ernesto P. Uruchurtu, regente del Departamento del Distrito Federal, prohibió la existencia de letreros en la defensa de los camiones. Dudo que la medida haya tenido mayor efecto.
 
Pero no vaya a creerse que los poetas de letrero solamente se dan entre camioneros; durante mucho tiempo en los locales de baile de salón no faltó el siguiente: “Se suplica a los caballeros no tirar sus colillas en el suelo porque las señoritas se queman los pies”. También conviene evocar el de la puerta de una cantina: “Se reciben clientes en conveniente estado de ebriedad.”
 
Por otra parte, hay anuncios que fueron hechos a medida para destinatarios identificados. Tal es el caso que comenta Víctor Roura acerca de lo acaecido al jefe de redacción de un periódico, mismo que solía trabajar bajo los efectos del alcohol. Fue así que cierto día en la puerta del periódico de marras apareció el anuncio con la indirecta: “Prohibida la entrada a las personas en estado de ebriedad”. El destinatario, que siempre se las ingeniaba para introducir a su oficina la botella infaltable, se limitó a comentar: “Lo bueno es que yo no llego, sino salgo borracho del periódico, y ésa ya es otra cosa. En todo caso llegaría crudo, no en estado de embriaguez”. Pero la gerencia no se dio por vencida y colocó un nuevo letrero: “Se prohíbe el paso a toda aquélla persona que tenga los ojos entornasolados y acrisolados”. En esta oportunidad el jefe de redacción se limitó a comentar: “¿Ahora van contra los crudos también? Vaya. Hasta poetas salieron los de la administración”.
 
De lo anterior se desprende que los letreros que pretenden limitar ciertas conductas no deben dejar ningún resquicio de indefinición porque corren el riesgo de volverse inútiles. Tal el caso que comenta Octavio Aguilar de la Parra de la propietaria de un modesto hotel en la ciudad de Jalapa donde se hospedaba un grupo de jóvenes. Llegó a sus oídos que con cierta frecuencia algunos jóvenes ingresaban al hotel con compañeras ocasionales. El letrero no demoró en aparecer al pie de la escalera: “Estrictamente prohibida la entrada a mujeres de conducta dudosa”. Habían pasado unos días cuando los ruidos pusieron  a la señora en alerta: uno de los jóvenes ingresaba con una dama. Interpeló al joven preguntándole si no había visto el aviso, ante lo que el joven se limitó a contestar: “Sí, ya estoy enterado. Pero en este caso no hay duda, porque la señora es prostituta...”
 
No faltan los letreros enigmáticos, misteriosos, que por sí solos podrían dar lugar a una novela. Guillermo Sheridan relata uno de estos casos
 
Un letrero curioso visto la otra tarde en el centro de esta excéntrica ciudad del Saltillo, donde me hallo temporalmente, me provocó las a continuación nebulosas reflexiones. El letrero decía simplemente, Remato todo menos la lámpara de enmedio. Estaba colocado en el aparador de una tienda del ramo de regalos y aceites para motor.
Una vez dentro pude certificar que, en efecto, había tres lámparas en el techo del negocio y una de ellas estaba en medio de las otras dos. El resto de la tienda eran aparadores y vitrinas llenas de porcelanas bucólicas, abanicos sedosos, libretitas que dicen «Amor es ... tu presencia en la tarde», aretes y dijes y varias decenas de litros de aceite Esso.
El letrero me hizo recordar de inmediato el viejo concepto de la grandeza en el infortunio y es que si todo se remataba ¿por qué la lámpara de enmedio contradecía con su excepción la contundencia de ese todo? Y no sólo eso ¿por qué, si el género lámparas, por excepcional, escapaba de esa quiebra, sólo la de enmedio, en desdoro de las otras, exigía para sí otro destino? (...)
Yo veía la lámpara, idéntica a las otras dos y calculaba una quiebra o una muerte familiar. De cualquier modo, la preservación tan enfática de la lámpara central me parecía un gesto diseñado para preservar, dentro del cataclismo del remate, una suerte de ambigua dignidad final. No es lo mismo rematar todo lo que queda de una aventura comercial que rematarlo todo menos la lámpara de enmedio.
De cualquier modo, quizá sin saberlo, quien redactó el ominoso cartel ejerció un impecable acto de grandeza en el infortunio: la manera más esquiva y rara de la preservación de la dignidad en tiempos en los que la escasez de grandeza sólo se equilibra con el exceso de infortunio.
 
Otro rubro que es posible identificar es el de aquellos anuncios que, cuando menos, se puede catalogar como penosos. Un ejemplo de ello se presentaba hasta hace poco en algunas zonas de Cancún (desconozco si continúa sucediendo). Entre playas de buen tamaño utilizadas en forma exclusiva por clientes de los hoteles situados a pocos metros de la costa, de vez en cuando aparecen estrechas entradas con un anuncio que dice algo así como: “El gobierno pone a su disposición esta entrada a la playa. ¡Cuide el ambiente!”. Pequeñas veredas de ingreso a la playa, entre generosos espacios asignados a la propiedad privada.
 
 
Por su parte, Fernando Montes de Oca Sicilia refiere la existencia de un letrero inaudito, por no decir burlón.
 
Resulta que, durante unas vacaciones de verano, nos fuimos un amigo y yo a explorar el estado de Chiapas. Durante el viaje de dos semanas recorrimos los lugares más recónditos y las carreteras más desoladas. Un día pasábamos por un trayecto de carretera que acababan de construir y que iba de Villahermosa a Palenque y, conforme íbamos avanzando, empezamos a preocuparnos porque no había ni un alma y ningún señalamiento que nos indicara cuántos kilómetros faltaban ni qué camino tomar cuando había una bifurcación.
Pasó casi una hora. Mi amigo iba manejando y, de repente, yo a lo lejos vislumbré una señal:
-¡Allí hay una! –grité-. Ojalá nos diga cuánto falta.
Seguimos avanzando y, cuando por fin nos acercamos, el letrero decía:
No maltrate las señales.
 
Verónica Murguía enriquece la colección de letreros que merecen ser citados, con dos verdaderas piezas de antología.
 
Mi marido descubrió un día un camión en cuya portezuela se leía: transporta muebles y sus derivados. Nos proporcionó horas de diversión: ¿es el calcetín un derivado del bote de la ropa sucia? ¿La silla un derivado de la mesa?
Hace años vi este ejemplo de publicidad de bajo presupuesto: en el parabrisas de un pesero que iba a la colonia Preconcreto, el entusiasta chofer escribió: ¡visite preconcreto!
 
Y claro está que en el tema que nos ocupa, no pueden faltar algunas notas de Joaquín Antonio Peñalosa
 
El curioso puede leer en un bar del puerto de Tampico, que mira al cementerio: Aquí se está mejor que enfrente. Y el changarro de Tacubaya: Tacos Taste. (…) Y el establecimiento aquél: Panadería de Pan, porque no alcanzó para más el frente y a la vuelta se completó: Filo (panadería de Pánfilo).Y el cementerio de Ojuelos, Jalisco -porque el cementerio es una tienda que expende tierra, huecos de tierra: Pasajero, aquí te espero.
                                                             
Para el caso de Guadalajara, Carlos Martínez Vázquez recuerda que la ruta 43 de camiones anunciaba: ISSSTE – Centro Médico – Panteón. Es de esperar que dicho recorrido no fuera profecía de la evolución en el estado de salud de los pacientes... 
 
También están aquellos anuncios que han sido multicitados y de los que no falta quien atestigüe su dudosa veracidad: “Se pintan casas a domicilio“ o “No hay agua, pida una cubeta. Si no sabe leer, pida informes”.
 


Dejé para el final una verdadera joya del género que nos ocupa y que encontré hace unos cuantos años en un periódico de circulación nacional. La nota enviada por el corresponsal -de quien lamentablemente no retuve su nombre- presentaba una crónica desde Santa Ana Maya, población del estado de Michoacán. La pobreza del lugar quedaba de manifiesto en que, de acuerdo a lo publicado, la cárcel no tenía puerta por lo que los presos eran retenidos con unas ramas de espino y un letrero que advertía: “Chingue a su madre el que se salga”.

 

Ya no tuve información de cómo respondieron los presos al difícil dilema en que se encontraban: atentar contra la honorabilidad de sus respectivas jefas o reencontrarse con la libertad de la que estaban privados.