martes, 31 de mayo de 2016

Una picaresca que cuesta muy caro


La vida política se caracteriza por su alta dosis de picardía. Y se podría incurrir en error al suponer que ello no acontecía en el pasado dado que –y es tan solo un ejemplo- los artilugios mediáticos que posibilitan la autopromoción de candidatos es monopolio de nuestra época. La realidad es otra porque -claro está que sin contar con los muchos adelantos tecnológicos recientes- se trata de una práctica a la que también se recurrió en el pasado. William Spratling propone un ejemplo de ello.

Se llama Jesús Llorado. Es general sin haber estado nunca en batalla, licenciado sin haber estudiado leyes y diputado sin haber obtenido votos en ninguna elección. Desde que una vez echó discursos en la Revolución y les hacía mandados a Zapata y Obregón, cuando habla de sí mismo se dice un revolucionario que nunca se vende y naturalmente, siempre pertenecerá a ese glorioso conjunto. Todo político mexicano que quiere tener éxito tiene que ser un revolucionario. (...)
El interior del despacho del general es tan notable como el contenido de sus manifiestos. Al entrar se topa uno con una silla de montar puesta sobre un banco viejo del convento. Arriba, en el rincón, está un perchero victoriano del que cuelgan un sombrero de fieltro negro de ala ancha, estilo diputado, para sus visitas a la capital; un sombrero blanco estilo charro, muy elegante, de casi un metro con herraduras y águilas bordadas en oro, para las procesiones y fiestas; un Stetson gris estilo Texas, para ir de parranda. En las paredes hay retratos recortados de revistas de artistas de Mack Sennett, con fotos de toreros intercaladas, un par de relieve de cabezas de indios norteamericanos con penachos de plumas, hechas en yeso pintado. Y justamente debajo de una vieja litografía de Hidalgo y del retrato del gobernador con su espada, una foto muy grande de una manifestación política en Tecpan de Galeana, tomada hará unos diez años donde parece que don Jesús se está dirigiendo a una gran parte de los indígenas del Estado de Guerrero, aparentemente con gran elocuencia y un éxito rotundo. Además, en el centro del cuarto hay una mesa grande, cubierta con hule pintado en colores y una máquina de escribir, y encima de esto un foco de luz eléctrica apenas cubierto de una seda azul muy delgada, bordada con mariposas. Es una de esas pantallitas francesas que se parece al brassière de una corista. En el rincón del cuarto están amontonados tres o cuatro rifles 30-30.

Con el paso del tiempo, Spratling se enteró de los verdaderos detalles en que se tomó dicha foto.

Da la casualidad que tengo un amigo en Tecpan de Galeana que recuerda la visita del general Jesús Llorado y esa “junta política” en donde fue tomada esa famosa fotografía. Don Jesús, en esa época empezaba su carrera política y lo habían mandado a ese pueblito por el Pacífico, a hacer propaganda para un político que quería ser gobernador. Y de paso, don Jesús se quería lanzar como diputado. Su partido no era popular allá en Tierra Caliente, ya que la gente era agrarista, y él por el momento era “carrancista”. Además era completamente desconocido en ese pueblo. El hecho es que cuando llegó al pueblito se encontró con una enorme fiesta religiosa en todo su apogeo. Debe haber habido por lo menos veinte mil peregrinos indígenas. Me dijo mi amigo que había alrededor de treinta y cinco grupos de danzantes y que la plaza estaba repleta. Don Jesús se tuvo que enfrentar con el problema de cómo lograr un éxito político abrumador, sin partidarios, de no ser dos o tres politiquillos que iban con él y con un público absorto en cosas más importantes.
Sin embargo, perdió muy poco tiempo mi general Llorado. Se consiguió varias piezas de manta, las pintó él mismo con llamativos y apropiados lemas políticos, denunciando al agrarismo y otras cosas (aunque casi todo su público era analfabeto) y mandó poner los letreros gigantescos en palos a ambos lados de la muchedumbre. Luego se subió en un barril y gesticuló de la manera más efectiva, mientras uno de sus amigos le tomaba cientos de fotografías que lo mostraban vociferando enfrente de una masa inmensa de indígenas. Esas fotos después fueron magnífica propaganda a través de los periódicos.

Concluye William Spratling que aquel montaje facilitó el ascenso político del personaje. “De hecho, el general Jesús Llorado casi ha basado toda su carrera política en ellas. Pero eso sólo fue el principio. Algunos opinan que el año próximo puede llegar a ser la cabeza del Partido Revolucionario en el Estado.”

En la vida política hay picardías de todo tipo (de las folclóricas a las trágicas) y el caricaturista Rafael Barajas, El Fisgón, se pone serio para referirse al tema.

Este sistema de valores que mantiene al mismo tiempo la picaresca corrupta y un discurso grandilocuente y severo, ha dado como resultado que en diversas épocas de la historia de México, los personajes más cómicos del país no hayan sido ni los escritores satíricos ni los caricaturistas ni los mimos, sino los políticos.
Con demasiada frecuencia, [su] comicidad es involuntaria. En una entrevista realizada en 1989, el escritor Carlos Monsiváis asienta: “Sólo quien tiene un corazón de piedra no se divierte con los diputados (…) Vivimos ahogados en la parodia involuntaria.”

Según El Fisgón hay un proceso de ida y vuelta cuando la caricatura no sólo debe parecerse al político representado, sino que éstos terminan pareciéndose a su caricatura; en palabras de Monsiváis

El político mexicano es cínico, caradura y rara vez se ha regido por aquella máxima que supone que "el miedo al ridículo corrige conductas". Al no corregir sus conductas, los políticos se parecen cada vez más a sus chistes y caricaturas. Nada se parece tanto a un diputado corrupto de los que dibujaba Rius en los sesenta como un diputado corrupto de los setenta. Con el tiempo, la caricatura sustituye al funcionario en el imaginario colectivo y acaba desgastando su imagen.

Al informarse del diario acontecer saltan a la vista los efectos devastadores de tanta picardía corrupta y delincuencial ostentada por buena parte de la llamada clase política.

Y, claro está, ello ya no produce ninguna gracia.

jueves, 26 de mayo de 2016

Juicios de antaño


El tema de la perfección de la naturaleza ha dado, sigue dando y, seguramente, dará para mucho. Por un lado están quienes sostienen que la naturaleza es perfecta y aun sus aparentes deficiencias tienen explicaciones superiores. Por otro, los que señalan que natura presenta severos problemas en su diseño original. Huracanes, terremotos, ciclones, inundaciones, sequías integran la lista de las llamadas catástrofes naturales (si bien es cierto que en algunos casos se ven agravadas por la acción de los humanos).

También existen problemas de consideración ocasionados por algunos de nuestros colegas de hábitat. Tal es el caso por estos días de una enfermedad de extraño y sonoro nombre: chikungunya (la página web del Instituto Mexicano del Seguro Social informa que procede del idioma makonde y significa "doblarse", debido a que los enfermos se doblan o encorvan por dolor en las articulaciones). Agrega la fuente que “es una enfermedad nueva en el continente americano, transmitida por el mismo tipo de mosquito que propaga el dengue, por lo que en algunos casos se pueden contraer ambas infecciones”. Y a continuación caracteriza sus síntomas:

La enfermedad aparece de 3 a 7 días después de la picadura del mosquito infectado y puede durar el mismo tiempo en la fase aguda. Entre los síntomas que se presentan durante este periodo se encuentran:
•Fiebre mayor a 39° C
• Dolor en: ◦Articulaciones, dolor intenso asociado a hinchazón
◦Cabeza
◦Espalda
◦Músculos
•Náuseas
•Manchas rojas en la piel (erupciones)
•Conjuntivitis (enrojecimiento de los ojos)

El asunto no es para tomárselo en broma cuando el destinatario de la conocida canción (“no me molestes mosquito”) no acata el exhorto. Ante ello lo que queda es tomar las medidas preventivas que recomiendan las autoridades del ramo y en caso de sufrir el padecimiento concurrir con presteza al centro de salud más cercano.

Pero hubo tiempos en que las cosas fueron diferentes al atribuirse responsabilidad a los protagonistas de estos zafarranchos (no les servía de excusa pertenecer a otra especie), por lo que debían hacerse cargo de los desastres causados. A ello se refiere Ambrose Bierce

(…) en el Medioevo fueron procesados animales, peces, reptiles e insectos. Una bestia que hubiera causado la muerte de un hombre (…) era debidamente arrestada y procesada, y si resultaba culpable, ejecutada por el verdugo público. Los insectos que devastaban sembrados, huertas o viñedos, eran citados ante un tribunal civil, para declarar por sí o por medio de un abogado, y pronunciados el testimonio, el argumento y la condena, si seguían “in contumaciam”, se llevaba el caso a un alto tribunal eclesiástico, que los excomulgaba y anatematizaba.

Y llegado a este punto, Bierce proporciona algunos ejemplos.

En una calle de Toledo se arrestó, juzgó y condenó a unos cerdos que perversamente pasaron corriendo entre las piernas del virrey, causándole gran sobresalto. En Nápoles se condenó a un asno a morir en la hoguera, aunque al parecer la sentencia no fue ejecutada. D’Addosio ha extraído de los anales judiciales numerosos procesos contra cerdos, toros, caballos, gallos, perros, cabras, etc., que según se cree, contribuyeron grandemente a mejorar la conducta y la moral de esos bichos. En 1451 se inició causa criminal contra las sanguijuelas que infestaban ciertos estanques de Berna, y el obispo de Lausana, aconsejado por la facultad de la Universidad  de Hedelberg, ordenó que algunos de esos “gusanos acuáticos” comparecieran ante la magistratura local. Así se hizo, y se intimó a las sanguijuelas, presentes y ausentes, que en plazo de tres días abandonaran los sitios que habían infestado, so pena de “incurrir en la maldición de Dios”. Los voluminosos expedientes de esta causa célebre no dicen si las inculpadas arrostraron ese castigo, o si se marcharon en el acto de esa inhóspita jurisdicción.

No quepa duda que por aquellos tiempos el mosquito responsable del chikungunya hubiese sido inculpado y castigado con debida severidad.

martes, 24 de mayo de 2016

Novelista: oficio poco calificado


Hay ocupaciones que cualquiera puede desempeñar mucho mejor que quienes las tienen a su cargo. Entre ellas sobresalen la de director técnico de la selección nacional de futbol y la de gobernante, de tal forma que cada quien está convencido de tener el plan adecuado para hacer frente en forma exitosa a cualquier situación por grave que fuese.

No había pensado que lo mismo acontece con los escritores hasta que di con el artículo “¿Usted también escribe? Analfabetismo incipiente” de Jorge Ibargüengoitia, quien con sólidos argumentos me condujo a tomar conciencia del craso error en que estaba.

En nuestro medio, inclusive, a pesar del elevado índice de analfabetismo que tenemos, el número de personas que creen que podrían escribir una novela con las experiencias que han tenido en su vida, es tremendo. Un soneto es algo mucho más difícil, porque hay que aprender a rimar y a contar las sílabas. Pero una novela, ¡en prosa!, es la cosa más fácil del mundo. Basta con sentarse frente a una hoja de papel y contar todo lo que nos ha pasado en nuestra vida, que es tan interesante.

Las limitaciones de cualquier vecino para escribir una obra maestra tienen que ver únicamente con su falta de tiempo libre ante la imperiosa necesidad de salir a trabajar para mantener a la familia. Restricción de la que están a salvo los novelistas, burgueses acomodados a quienes les sobra tiempo.

En realidad, escribir novelas es un trabajo de ociosos. Pero eso no quita que la mayoría de la gente tenga un talento novelístico innato o, mejor dicho, literario. La prueba está en las composiciones que hacíamos en la escuela y las dedicatorias que poníamos el día de las madres. Eran geniales.
Esta situación, la de vivir en un medio de novelistas potenciales, no frustrados, porque nunca han intentado ejercitar sus talentos, ni fracasado en el intento, hace que las personas, como yo, que no hacemos más que lo que todos podrán hacer, seamos considerados como una raza parasitaria, superflua y, francamente, de muy poco talento, porque nos cuesta un trabajo horrible hacer lo que todos harían en sus ratos de ocio.

En este entorno de entendidos, las obras de los escritores reales van a recibir la crítica (en ocasiones despiadada) de escritores potenciales convencidos que -de contar con las prerrogativas de aquellos- seguramente habrían escrito algo inconmensurablemente mejor.

Por otra parte, esto de usar para expresarse un medio que todos conocen a la perfección desde primero de primaria, hace que los escritores tengamos una cantidad de críticos exactamente igual al número de personas que saben leer y escribir. El de lectores, en cambio, es mucho más reducido, porque la mayoría de los críticos son apriorísticos.
-¡Novelas, las mías! –dicen y no compran las nuestras.

Es habitual que en otras áreas la crítica sea actividad exclusiva de conocedores pero con la escritura…, con la escritura es distinto. ¡Faltaba más!

Criticar a un pintor o a un músico es más difícil. Al primero, porque sus cuadros no los ven más que los culteranos que van a las exposiciones, y porque, además, ése sabe mezclar los colores, que requiere cierta ciencia; al segundo, porque nadie sabe leer música. Esos son desechados por locos, que, en nuestro medio, es lo mismo a ser desechado por genio. Pero nosotros, los escritores, estamos en la línea de fuego.

Y por si fuera poco lo crítico no quita lo gorrón, tal como Jorge Ibargüengoitia pone de manifiesto.

-Oye, ¿cómo no me habías dicho que eras escritor? -me preguntó una mujer con quien he tenido la desgracia de trabajar varias veces en congresos-. A ver qué día me regalas tus libros.
Ha de creer que uno tiene que andar anunciándose, y que los libros los escribe uno para regalarlos. Yo nunca le pregunté si era casada, y si me enteré de que tenía una tortillería automática, fue por boca de terceros. Además, nunca se me hubiera ocurrido pedirle una tortilla.
-Oiga, patrón, ¿cuándo escribe un libro de veras bueno? –me preguntó un mimeografista a quien cometí la torpeza de regalarle un libro-. Digo, porque ése es de relajo.
Pasa uno muchas vergüenzas.
-Tus libros me parecen muy superficiales –me dijo una culta y, por supuesto, mal educada-, pero mi yerno dice que tienen mucho porvenir, y él es argentino.
Fue un consuelo.

Así las cosas, no puede sorprender que el escritor carezca de reconocimiento social y que, por el contrario, se le sitúe en inferioridad jerárquica en relación a otras ocupaciones.

Pero veamos cómo se comportan las demás profesiones. Un ingeniero se pone Ing. antes del nombre, y cuando su mujer llega a la casa, le pregunta a la criada:
-¿Ya llegó el Ingeniero?
Ninguna esposa de escritor le ha preguntado nunca a ninguna criada si ya llegó el Escritor. Entre otras cosas, porque lo más probable es que no tenga criada, y porque sabe que su marido no ha salido; está en su cuarto, frente a la máquina, devanándose los sesos.
Un Lic., un Arq., un Dr., un Ing. antes del nombre, o un CPT después, son signo de que alguien se ha pasado años leyendo libros que nadie leería motu proprio.

Jorge Ibargüengoitia concluye su análisis con una síntesis acerca de la escasa consideración social con que cuentan los escritores. “¿Pero nosotros? Para escribir novelas no se necesita más que leer novelas, que, después de todo, se supone que la gente lee por gusto. Así que además de parásitos superfluos somos hedonistas.”

jueves, 19 de mayo de 2016

Una historia en Tánger


En todo tiempo y lugar han existido personas habilidosas para lograr sus propósitos. Edgardo Cozarinsky da un ejemplo de ello y comienza la historia ubicándonos geográfica e históricamente.

(…) Tánger fue una “zona internacional” entre 1922 y 1956. En 1912 el Káiser había visitado ese puerto, destinado al comercio por su posición en el extremo atlántico del estrecho de Gibraltar. En la orilla de enfrente, en el peñón, los ingleses se inquietaron. Apenas terminada la Primera Guerra Mundial, intrigaron para que ese punto estratégicamente valioso quedara neutralizado. El estatuto de la zona internacional completó la dominación colonial sobre el territorio marroquí: el sur ya era protectorado francés, el norte protectorado español; la ciudad, gobernada por una junta donde estaban representadas las principales potencias marítimas de la época, debía asegurar la libre circulación por el estrecho.

Ahora sí, una vez situados en el espacio y el tiempo, Cozarinsky presenta la historia.

David Herbert era el segundo hijo del duque de Pembroke, por lo tanto sin derecho al título ni a la herencia familiar. En los años 30 llegó a Tánger con Cecil Beaton y muy pronto se instaló en una casa más fantasiosa que sólida, más colorida que señorial, en medio de un parque de la vieja Montaña; desde allí urdió sus redes hasta convertirse en el árbitro social de la vida elegante tangerina. Hoy su mayordomo ha heredado la residencia y la alquila a turistas recomendados por la pintora escocesa Marguerite McBey o por el profesor John McPhillips, dos lazos vivos con la leyenda de la zona internacional; en su tarjeta se lee, más grande que su propio nombre, Former owner: the Honorable David Herbert.

Aparece entonces la pregunta obligada: ¿cómo fue que este segundón logró hacerse de tan considerable fortuna? Edgardo Cozarinsky devela el enigma.

Cuentan que este “segundo hijo” (expresión que eligió como título de sus memorias), condenado a vivir de su ingenio, no se desplazaba sin llevar en el bolsillo etiquetas autoadhesivas con su nombre. Si el anfitrión de turno lo dejaba solo un instante, pegaba una de esas etiquetas bajo la silla o la mesa más valiosa de la casa; más tarde, cuando el dueño era atropellado por un taxi o asesinado por un gigoló, llamaba a los herederos para comunicarles que el difunto “le había prometido” el mueble en cuestión.

Y concluye el citado autor con una buena dosis de sarcasmo: “Al hallar su nombre en una etiqueta envejecida, se lo entregaban, halagados como suele estarlo la clase media cuando la aristocracia la pone a su servicio.”       

Actualmente se habla con frecuencia de los llamados emprendedores;  antes no se les daba esa denominación pero de que existían, existían.

martes, 17 de mayo de 2016

Sergio Pitol: uno es el que va, otro el que vuelve


El escritor Sergio Pitol ha pasado muchos años –la mayor parte de ellos desempeñando funciones diplomáticas- fuera de México, viviendo en  diversos países. Su salida de México tuvo lugar en agosto de 1961 en circunstancias personalmente difíciles –lo que es habitual en quienes dejan su país- de las que él mismo da cuenta.

Trabajaba entonces, antes de mi primera salida, en la editorial Oasis, el trabajo era tediosísimo y el sueldo muy reducido; el director me había ofrecido una participación en las utilidades de una colección literaria cuyos títulos debía yo seleccionar, así como encargarme del cuidado de las ediciones. Habíamos contratado ya los derechos de traducción de Las olas de Virginia Woolf, cuya primera edición en español estaba agotada desde hacía muchos años, para iniciar nuestra colección literaria. Hacía muchos planes para darle a la editorial un toque moderno, pero los meses pasaban y mis proyectos eran siempre postergados por el director.

Su malestar no solo se originaba en el trabajo sino que también comprendía lo político así como una mirada crítica en relación al comportamiento acomodaticio de algunos colegas.

Profesionalmente comencé a sentirme asfixiado, mis experiencias políticas me habían producido una especie de intoxicación, no podía más, perdía el tiempo en interminables juntas, reuniones de comités, asambleas, especialmente por tener la íntima convicción de que aquello no podría servir para nada, de que los grupos que integraban la izquierda mexicana eran definitivamente ineficaces, que los medios que se utilizaban eran absurdos; por otra parte México se me había convertido ya para entonces en una especie de “ciudad sin Laura”; sentía una herida atrozmente viva, presta a excitarse ante la contemplación de ciertas calles por las que habíamos caminado, por la frecuentación de los mil cafés en que rompimos y volvimos a reanudar nuestras relaciones: la ciudad me parecía a veces un enorme campo de ruinas deshabitadas; aún más, como escritor frustrado me irritaba ver el pancismo de algunos de mis contemporáneos, su arribismo, su facilidad para trepar y la acogida que obras y posturas totalmente mediocres y falsas obtenían de parte de los círculos enterados.

Cuando el entorno de dentro se percibe adverso, la alternativa suele estar fuera y para ello hay que ponerse en movimiento. “Todo este estado de cosas me mantenía en muy malas condiciones morales, por lo que decidí retirarme de la editorial y emprender algún viaje que me apartara por cierto tiempo de aquel ambiente irrespirable.” Como el afuera es tan grande, llega la disyuntiva de decidir hacia dónde ir y con qué medios; en su caso lo segundo fue más fácil de resolver que lo primero.

Pensaba ir por uno o dos meses a Cuba, ver de cerca la revolución. Como no tenía dinero decidí vender algún cuadro. En el año anterior, en un periodo de vacas gordas, en que la redacción de argumentos para cómics me dejó mucho dinero, había logrado formar una pequeña colección integrada por dos espléndidas telas de Alfonso Michel, un Pedro y un Rafael Coronel, un dibujo magnífico de Diego Rivera y otras piezas menores. Pero unos días después de tomada esa decisión se me ocurrió que podía vender todos los cuadros y hacer un viaje más largo, quizás volver a Nueva York, quizás llegar hasta a Europa, hacer por fin aquel contacto que me parecía indispensable.

En su caso, y tal como suele suceder en estas coyunturas, es otro quien ayuda a decidir.

Recuerdo que Milena Esguerra me convenció de que debía realizar este último proyecto:
-Véndalo todo, Pitol, ¡ya!, ni lo piense y haga un viaje largo. No deje que las cosas lo posean, despréndase de ellas; si uno se descuida termina por esclavizarse hasta a un par de zapatos. Piense, París, Madrid, Roma, Londres, en vez de esta triste vida que está llevando.

Con la fuerza de la opción ya tomada, no quedaba más que dar los pasos necesarios para ponerse en marcha. “Al día siguiente, como inflamado por una nueva furia, puse a la venta todo, muebles, libros, cuadros… y el 24 de junio de 1961, partí en el Marburg, un carguero alemán, rumbo a Europa. En el barco sentí volver a respirar.”

En los inicios de su estadía fuera del país a Sergio Pitol le aconteció lo que a la mayoría de los migrantes: pasar con frecuencia de la alegría a la tristeza haciendo las inevitables comparaciones entre ambos lugares. “En aquellos primeros meses europeos me movía un poco inconscientemente, como sonámbulo, deslumbrado a ratos, decepcionado en otros, haciendo siempre involuntariamente la comparación ante aquella realidad distinta, sus múltiples manifestaciones, con la anterior, la de México.”

Conforme el tiempo transcurría, el escritor percibía lo acertado de su decisión de hacer maletas, lo que confirmó en su primer regreso a la patria.

Experimentaba un sentimiento de la libertad como nunca antes lo había conocido. Cuando cerca de un año después iniciaba el regreso a México, me sentía despojado de toneladas de polilla, libre de muchos esquemas que en mi país me había acostumbrado a considerar como verdades irrefutables, principios inamovibles. Toda actitud chauvinista comenzó a resultarme intolerable, igualmente me desagradaban la improvisación y la deshonestidad de los medios culturales y políticos del país, y, sobre todo, me asombraba el tácito acatamiento con que todo el mundo legitimaba esa situación.

A la hora de aproximarse el regreso definitivo a México luego de tantos años fuera del país, aparecieron los temores en sentido contrario de los experimentados a la hora de la partida. “¿Por qué siento verdaderos escalofríos cada vez que pienso en irme a vivir a mi país, como es lo natural y como algún día, quiéralo o no, tendrá que ocurrir?”

A su regreso en 1988, Sergio Pitol se estableció inicialmente en la ciudad de México y ya desde hace muchos años reside en la ciudad de Xalapa.

jueves, 12 de mayo de 2016

De la actuación y sus papeles


No es posible dudar la enorme complejidad que reviste para el actor hacer suyo el papel del personaje que le toca representar en una película u obra teatral. La necesidad de desdoblarse en quién se es y en quién se tiene por inquilino existencial mientras durante el rodaje de la película o mientras la pieza se encuentre en cartelera. Para ello estudian y adquieren sus métodos y estrategias; Fernando Fernán Gómez comenta sus vivencias al respecto

(…) intento acogerme en mis interpretaciones al método Antoine-Stanislawsky, y así, desde que me levanto procuro situarme en el mismo estado de ánimo que debe estar mi personaje: alegre, triste, asustado, iracundo... Procedo así por comodidad, me evito tener que ponerme la máscara de repente, cuando el director grita “¡acción!” (…)
A propósito de lo anterior me viene a la memoria, al recuerdo, a la autobiografía un hecho similar y contrario. En la película Los zancos, de Carlos Saura, interpretaba yo el personaje de un hombre amargado, triste, que acababa de sufrir un tremendo disgusto con la muerte de su mujer y decidía recluirse en soledad y regodearse en su sufrimiento.
Según acabo de explicar más arriba, tal era mi actitud aquellos días desde que me despertaba. Y durante el rodaje procuraba aislarme, no charlar con nadie, ni siquiera en las pausas para almorzar. Huía a los que se acercaban a mí, aunque fueran personas tan atrayentes como mi compañera de reparto Laura del Sol, novia, en aquellos tiempos, del ayudante de dirección, hijo de Carlos Saura.
Creo que mi método de trabajo no dio mal resultado, pues, aunque me esté mal el decirlo, obtuve el premio de la crítica internacional a la mejor interpretación masculina en el Festival de Venecia.

Si grande es el mérito cuando el público considera que el personaje resulta convincente, aún más lo es lograrlo ante los propios colegas. Continúa Fernán Gómez

Pues bien, a lo que iba: años después, creo recordar que me hallaba en Roma trabajando en Marcelino, pan y vino, nos encontramos con Laura del Sol, si cabe, más bella y atrayente que años atrás.
Al explicarle a su acompañante quién era yo lo hizo elogiosamente y mencionó lo bien que lo pasamos y lo bien que, como director, me comporté con todos en el rodaje de El viaje a ninguna parte.
Pero en cuanto a mi trato, hizo una excepción: las semanas de Los zancos. Según ella, y así lo habían comentado “todos”, estuve desagradabilísimo, seco, sin comunicarme con los demás, áspero, esquivo. “Todos” pensaron que estaba disgustado por algo que no me atrevía a decir.
Estábamos, lo recuerdo bien, tomando unas copas a la caída de la tarde, en una terraza de Vía Véneto y no era circunstancia propicia para dar una lección sobre el método Antoine-Stanislawsky, que, por supuesto, Laura conocía de sobra.

Por otra parte Fernando Fernán Gómez distingue los diversos papeles a representar: protagónicos, secundarios y de relleno. En relación a ello –y tal como lo hace frecuentemente- traza un paralelo entre el mundo actuación y el de la vida cotidiana. “En la vida también hay galanes, actores cómicos, actores de carácter, damitas jóvenes, segundos. Esos papeles se los han repartido quizás ellos mismos o quizás las circunstancias.” Pero en la vida todos los papeles son protagónicos para uno mismo, aun cuando en ocasiones seamos solamente actores de reparto en la vida de los otros. “Pero en cuanto a la actitud frente a los avatares cotidianos, la de los hombres de la realidad se diferencia de la de los personajes teatrales en que los hombres de la realidad siempre son protagonistas, todos son protagonistas, aun cuando al mismo tiempo sean personajes secundarios en las peripecias ajenas.”

Concluye Fernando Fernán Gómez reconociendo la sabiduría de quienes saben distinguir entre uno y otro. “Rara y admirable cualidad la que tienen algunas personas de saber cuándo deben comportarse como secundarios. Y cualidad imperdonable la que tienen otros de erigirse obstinadamente en protagonistas aun en los momentos más inadecuados.”

martes, 10 de mayo de 2016

Médicos de ayer y hoy


Ya otras ocasiones nos hemos referido al prestigio de los médicos (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2014/10/el-prestigio-de-los-medicos.html) así como al uso y abuso de la jerga que les es propia (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2013/12/jerga-medica.html).  En relación a esto último cabe aclarar que el tema tiene su historia tal como queda de manifiesto en el artículo que Ángel de Campo publicaba en El Universal el 26 de junio de 1896

(…) los médicos que para engañar bobos van a los nombres raros y le dan a usted puras raíces griegas cuando más provecho haría la raíz de contrayerba, por ejemplo, que se me pudrirá en la rebotica porque se revientan de fríos pero no se lo compran a usted y prefieren gastar en Vino de Triglicina Dializada de Hoffenbatünger o Elíxir Térmico de Cleveland y Ohio...

Y así como actualmente se sospecha de los vínculos tan estrechos que mantienen algunos doctores con empresas de la industria farmacéutica que premian a los galenos con diversos obsequios como costosos viajes al exterior (lo que obliga a preguntarse ¿a cambio de qué?), antes la sospecha estaba en la relación que mantenían con los boticarios; continúa Ángel de Campo en el artículo mencionado

Ahora estos señores médicos han perdido la vergüen­za: ¡hombre, se venden a los boticarios! ¡Van a medias con ellos, y recetan lo que más caro cuesta para soplarse un tanto por ciento mayor! Ése es un abuso, eso es care­cer de dignidad profesional, eso es faltar a la moral médi­ca, eso es prostituir el arte.

Al mismo tiempo es importante reconocer la existencia (tanto ayer como hoy) de muchos médicos que, sin renunciar a tener ingresos decorosos, han dado  muestra de un gran compromiso en su ejercicio profesional. También es de reconocer el esfuerzo que conlleva completar los estudios en esta carrera tan demandante.

Párrafo aparte merece Matilde Montoya quien logró graduarse teniendo que enfrentar múltiples obstáculos; Rosaura Hernández -citada por Refugio Bautista Zane- da cuenta de ello.

Matilde Montoya nació en la Ciudad de México en 1859. Quiso ser maestra, pero fue rechazada de la escuela normal por no tener la edad mínima requerida. Estudió de manera autodidacta, y en ocasiones tomaba clases con maestros particulares. De esta manera aprendió matemáticas, cirugía, latín y griego. En Cuernavaca (Morelos) ayudó a una mujer a dar a luz en un parto complicado. Quiso entrar al Hospital de San Andrés para aprender cirugía, pero los médicos la rechazaron porque consideraban indecente que una mujer viera el cuerpo desnudo de un hombre, aunque éste fuera el de un cadáver. Uno que otro médico le permitió la disección, siempre y cuando el cuerpo de la persona fuera cubierto con lienzos en ciertas partes. Si las clases exigían que el cuerpo estuviera desnudo, sus compañeros le avisaban para que no estuviera en la clase. Al retirarse todos del anfiteatro, Matilde se quedaba y ella sola hacía sus estudios de cirugía sin testigos. Recibió su título en 1887.

En un tema como el que nos ocupa no conviene dejar de lado el humor y un ejemplo de ello está dado por los epigramas de José F. Elizondo publicados en la década de los años treinta del siglo pasado.

                        Drama rápido y frecuente.
                        Sobre la plancha, el paciente.
                        A su vera, el cirujano
                        con el bisturí en la mano
                        y esta frase en el ambiente:
                        “Como el caso es muy urgente
                        hay que cortar por lo sano”.


                        A un doctor, que se llama Segura
                        confundí por error con un cura
                        de la calle de San Salvador.
                        Y hoy me ha dicho su primo Ventura
                        que fue grande y rotundo mi error,
                        pues su primo es doctor, y no cura.

Y claro está que los dichos populares no podían quedarse atrás: “Si se alivia el enfermo, ¡bendito San Alejo! y si se muere, ¡a qué médico tan pendejo!”

jueves, 5 de mayo de 2016

Si la envidia fuera tiña…


Uno de los pecados capitales que cuenta con más clientela es el de la envidia, ¿quién no la ha experimentado en algún momento de su vida? Claro está que el tema tiene sus complejidades y a veces se identifica de esta manera lo que está muy lejos de serlo: es el caso de quienes aspiran tener las mismas condiciones de vida digna (alimentación, vivienda, trabajo, educación, atención a la salud) con la que cuentan algunos de sus semejantes. Cabe puntualizar que esto tiene mucho más que ver con el anhelo de justicia social que con la envidia.

La envidia se manifiesta en el recelo ante el éxito ajeno o las habilidades sobresalientes del prójimo. Entre estos últimos están aquellos que disfrutan sus triunfos con discreción y quienes necesitan sentir la admiración de los demás para poder disfrutar sus logros; ejemplo de ello es un conocido relato atribuido a muy diversos personajes y al que citamos en la versión de Fernando Savater

Hay una anécdota que cuentan en España: el famosísimo torero Luis Miguel Dominguín tuvo una aventura amorosa con la actriz Ava Gardner. A medianoche, él se levantó de la cama y empezó a vestirse apresuradamente, entonces ella le dijo desde el lecho: “No hay apuro, ¿adónde vas?”, y él le respondió: “¡A contarlo!”


La envidia –que tanto tiene en común con la admiración- se hace presente en todos los ámbitos; Alberto Salcedo Ramos da cuenta de dos grandes estrellas del balompié que procuran por todos los medios hacer menos a su competidor.


Todos creemos que Maradona era un genio del fútbol, pero Pelé –la otra gran lumbrera de las canchas– solo se refiere a él en forma despectiva: lo trata de “pobre diablo”, de “vergüenza para el deporte”, y jamás le reconoce ningún mérito. Desde luego, su aversión está correspondida por Maradona: “a Pelé que lo devuelvan al museo”, propuso hace poco. (...) Alguien tendría que decirles lo ridículos que se ven al intentar reducirse entre sí a caricaturas grotescas, negándose mutuamente las virtudes que los demás mortales les alabamos.

Por supuesto que la envidia alcanza su punto más álgido entre quienes comparten oficio y generación, tal como lo señala Salcedo Ramos

La inquina entre Maradona y Pelé es similar a la que había entre los actores Marlon Brando y Montgomery Clift, entre los escritores William Faulkner y Ernest Hemingway, entre los políticos Lyndon Johnson y Gerald Ford. Los poetas –sentenció Woody Allen– son como los mafiosos: solo se matan entre ellos. La frase podría aplicarse a los escultores, a los médicos, a cualquier gremio. Pintor desnuca a pintor y abogado desnuca a abogado. En cambio, hay que ver la generosidad con la cual el músico elogia al dramaturgo, el dramaturgo al diseñador de modas y el diseñador de modas al acróbata de circo.
A los seres humanos, tan competidores, tan egoístas, nos cuesta lágrimas y sangre admitir las cualidades de quienes comparten oficio con nosotros, lo cual se torna más dramático cuando, para rematar, los colegas pertenecen a nuestra propia generación. Gore Vidal, por ejemplo, era un torrente de elogios cuando se refería a Walt Whitman, poeta que le llevaba 106 años, y una catarata de improperios cuando hablaba de Truman Capote, quien era narrador, como él, y tenía prácticamente su edad.

La envidia, que tanto conspira contra la convivencia afectando principalmente al sujeto que la sufre, llega a extremos difíciles de concebir; a ello también se refiere Alberto Salcedo Ramos.

El envidioso es infeliz, amargado. Se pone, de entrada, en una situación de inferioridad. En su paladar de criatura enfadada, el mejor vino del mundo se transforma en un vinagre tóxico. Nada le sabe bien, nada le satisface. Lo paradójico es que por pasar tanto tiempo deseando anular al envidiado –a quien en el fondo admira de manera pervertida– el envidioso termina anulándose a sí mismo. Y a menudo se convierte en un vulgar hampón. Entonces es Caín asesinando a su hermano Abel, o la patinadora Tonya Harding mandando a romperle una rodilla a su colega Nancy Kerrigan, o la reina de belleza cucuteña que ordenó quemarle la cara con ácido a su competidora María Fernanda Núñez.

Para los envidiosos Dante Alighieri había imaginado una sanción a la que Salcedo Ramos propone agravar.

Dante Alighieri imaginó un escarmiento terrible para los envidiosos: cerrarles los ojos y cosérselos, para que jamás festejen la desgracia del prójimo. Me temo que el verdadero castigo no es condenarlos a la ceguera sino dejarles intacta la vista, justamente para que sufran más con los laureles ajenos. Porque ese es el problema de los envidiosos: se dan mala vida por cuenta de una pasión dañina que, de todos modos, es inútil, pues no les ahorra la desdicha de ver desfilar frente a su casa la carroza triunfal de los seres a los cuales envidian.

martes, 3 de mayo de 2016

El humor, una forma de resistencia


Al momento de armar este artículo son pocos, muy pocos, los motivos para reír de acuerdo al acontecer social. Porque aunque en lo personal las cosas caminen bien, alcanza ver lo que sucede a otros para tomar prestadas las palabras de don Atahualpa Yupanqui: “en lo personal estoy bien pero en lo social mal”.
En este contexto la risa pudiera parecer frívola, inconveniente y de mal gusto para los tiempos en que se vive. Sin embargo, a esta forma de ver las cosas se opuso, entre tantos otros, Mario Benedetti convocando a “defender la alegría”. Y es que frente al desaliento, el humor se convierte en una forma de resistencia que en el caso de México adquiere características muy peculiares; a ello se refería José Revueltas.
Es un rasgo muy característico de la imaginación popular en México la tendencia a descubrir todo lo que de más asombroso pueda existir en lo obvio, para lo cual se deforma esta obviedad mediante el solo recurso de subrayarla hasta volverla ironía, sarcasmo, humor negro. Los cuentos, las canciones, los refranes ofrecen incontables ejemplos en este sentido. Podríamos reproducir centenares de ellos que tanto nos hacen reír a los mexicanos pero que no por eso dejan de tener un aire delirante. Hay la historia de cierto sujeto víctima de un asalto a mano armada en un lejano suburbio sin vigilancia, a muy altas horas de la noche. Los maleantes no sólo arrebatan al hombre lo que lleva encima, sino que le abren el vientre de lado a lado con espantosa cuchillada. La víctima, sin perder la serenidad pese a las circunstancias desoladoras de su situación, sostiene en las manos sus  propios intestinos que le dejaran fuera los malhechores con el bárbaro tajo, y echa a caminar en busca del más próximo puesto de socorro. Después de un largo recorrido que le lleva más de una hora, por fin llega a una estación médica de emergencia en cuyo interior, sin más explicaciones, se deja caer sobre la primera cama que encuentra. Lo atiende de inmediato una enfermera, asombrada por la resistencia del individuo que pudo soportar caminata tan abrumadora con semejante herida. Comenta entonces que al pobrecito le ha de doler mucho. El sujeto replica que “mucho mucho, no”. Pero luego de reflexionar por un instante, rectifica, al servicio de la exactitud: “¿Viera? Pos nomás cuando me río”. Aquí parecería cifrarse el sentido de una de las paradojas emotivas del mexicano: sufre más mientras más alegre se encuentra, porque en gran parte su alegría no es sino burla de sí mismo, tantas veces burlado y por tantos, a través de una historia trágica tan llena de heridas que apenas comienzan a restañarse.
Se trata de lo que Germán Dehesa identificara como la subversiva risa de los fregados. “¿De qué se ríen? ¿De qué se reía Chava Flores? Creo que la respuesta es sencilla. Se reía, se ríen, nos reímos de sabernos todos igualmente vulnerables, igualmente cursis, igualmente ateridos, igualmente fiesteros.” Y claro que en este tema no podía faltar el maestro Carlos Monsiváis quien en su famosa sección Por mi madre bohemios recopilaba dislates de los personajes del momento a los que añadía sus comentarios sarcásticos. Algunos de estas muestras de humor involuntario han pasado a la historia:
En la Central de Trabajadores de México somos más marxistas que el papa.
En el Estado de Guerrero, los únicos que se quejan son los pobres (que constituyen más del 80% de la población).
De esta manera el humor se rebela ante tanta violencia, injusticia, abuso de poder, aportando el mensaje de que no todo está perdido. En opinión de Juan Villoro: "A veces se piensa que lo más radical es lo más duro, lo cabrón, lo sórdido, hoy en día, es mucho más radical generar espacios de felicidad, de humor, no hay nada más transgresor en estos momentos que sentirse bien, precisamente porque no hay muchos elementos para sentirse bien".
Quizás por ello, Germán Dehesa afirmaba que “la risa es un privilegio al que no pretendo renunciar”.