Hay expresiones que contienen gran
potencial destructivo para la convivencia. No sólo se trata de las palabras en
sí –lo que no es poca cosa- sino de la entonación con que se pronuncian, así
como el momento y lugar en que se formulan. Entre las más conocidos están el “¡yo
te lo dije…!, ¡te lo di-je…!” y también el “otra vez lo mismo contigo, ¿será
posible?”. Nada bueno puede cosecharse después de haber lanzado semejantes
dardos.
A esta lista podemos agregar el “hay
que” (usado generalmente por los varones) y en el cual profundiza Rosa Montero.
El
hay que es una perversión conyugal.
Quiero decir que es un subproducto de la vida en pareja. Pongamos que un
matrimonio o unos arrejuntados, da lo mismo, están sometidos, como es natural,
al obstinado desgaste de las cosas: los grifos de su casa gotean, o la puerta
de la calle no cierra bien, o tal vez existe algún problema con la luz de la
escalera. Entonces el marido exclamará: “Hay que llamar a un fontanero, hay que
arreglar esa puerta, hay que hablar con el portero”. Lo cual en realidad quiere
decir: “Llama tú a un fontanero, arregla tú esa puerta, habla tú con el
portero”. Pero, eso sí, el marido se quedará tan convencido de que ha
participado en la gestión conjunta de la convivencia.
Digo
el marido, o sea, el hombre, y digo bien. Seguro que también habrá alguna mujer
que se comporte con mangoneo tan olímpico, pero reconocerán ustedes que el hay que es un giro verbal mucho más
usado por los varones: para comprobar esta aseveración basta con mirar cada día
alrededor. Tal vez sea una cuestión de transición educativa: el hombre,
acostumbrado hasta hace nada a mandar sobre la mujer de una manera evidente,
puede estar ahora adaptando sus modos a los nuevos tiempos por medio de esta
frase mayestática y elíptica, de este verbo impersonal y mentiroso que desde
luego suena mucho mejor que la orden directa, pero que termina suscitando la
misma enrabietada inquina por parte de la mujer. Así son, en fin, los tontos
combates de la vida en pareja.
Por su parte
Hugo Hiriart enriquece esta compilación de frases de pre-conflicto con una verdadera
exquisitez: “lo que tu quieras, mi vida”.
(...) no es
cierto, es sólo prejuicio, que todos queremos en el fondo mandar o imperar ni
que el subordinante gana y el subordinado pierde. Observa este diálogo de
domingo:
-¿Qué quieres que hagamos hoy, amor?
-Lo que tú quieras, mi vida.
Esta amable respuesta es casi criminal. ¿Quién
quiere recibir el nombramiento de director del tiempo libre? ¿Quién quiere
mandar en estas cosas? El precio de subordinar se paga en términos de
compromiso y responsabilidad. Y muchas veces es un precio alto que preferimos
eludir. Escurrir el bulto al mando no se vive como derrota, sino como
liberación, y la subordinación se vuelve atractiva.
Incluir en los
diseños curriculares de la enseñanza algunas clases de “lenguaje para la
convivencia” no vendrían nada mal.