martes, 29 de noviembre de 2016

La línea Maginot



Puede acontecer que ante complejas coyunturas personales, uno procure defenderse de la mejor manera intentando prever cómo se presentarán los hechos y lleve a cabo estrategias cuyo objeto sea disminuir los efectos negativos que aquella situación pudiera representar. Pero a veces ya de cara al evento consumado, las previsiones y los gastos de energía sirvieron para poca cosa –o más claramente, para nada- ya que el curso de los acontecimientos no tuvo nada que ver con lo previsto.

Algo parecido le sucedió a Francia –según narra Homero Alsina Thevenet- en tiempos de la Segunda Guerra Mundial.

Tras la experiencia bélica de 1914-1918, los gobiernos franceses comenzaron a preocuparse de que Alemania pudiera armarse y atacar. Por iniciativa de su Ministro de guerra, el ex soldado André Maginot, llegó a construirse la llamada Línea Maginot para proteger su frontera. Las fortalezas y casamatas ocuparon una línea de 314 kilómetros, de norte a sur, cubriendo todo el posible frente bélico alemán. Terminada en 1938, a un costo tremendo, esa defensa fue un motivo de tranquilidad nacional, con instalaciones modernas en lo militar y muchas previsiones en materia de comunicación interna y aprovisionamiento. (...)
Lamentablemente, la Línea Maginot no cubría, al norte, los 200 kilómetros de frontera con Bélgica. En la Segunda Guerra Mundial el ejército alemán invadió sucesivamente Holanda, Dinamarca y Bélgica, entró en Francia por el norte y llegó rápidamente a París (junio 1940), convirtiendo en inútil a la línea Maginot. Del fracaso no se enteró el propio André Maginot, que había fallecido en 1932.

No creo que sirva de consuelo saber que no hemos sido los únicos a quienes ha pasado esto de construir inútiles líneas Maginot a modo de defensas que a la postre resultarían fácilmente burladas pero… uno nunca sabe.                                                 
                                       

jueves, 24 de noviembre de 2016

Niccolò Paganini: músico y personaje


Considerado uno de los mejores violinistas de todos los tiempos, Niccolò Paganini tuvo una vida, y una muerte, muy cercana a la leyenda. Omar López Mato comenta de qué manera -al igual que otros artistas- logró beneficiarse de la enfermedad que le aquejaba.

Las enfermedades son una desgracia para todos. Sin embargo, para Paganini no fue así; sufría un síndrome de Marfan (al igual que Abraham Lincoln). Esta afección del tejido colágeno caracteriza a los portadores por ser altos, delgados y tener dedos largos y finos, propicios para la digitación sobre el violín y otros instrumentos de cuerda, que Paganini también dominaba. Se dice que sus manos estiradas medían cuarenta y cinco centímetros. Esta aracnodactilia (dedos de araña) le otorgaba la extraordinaria flexibilidad con la que cubría acordes y escalas en asombrosa extensión.

Claro está que no todos los afectados de aracnodactilia han logrado convertirse en Paganini. Lo cierto –continúa López Malo- es que “su técnica admiraba y desconcertaba tanto a sus contemporáneos que creían que algún influjo diabólico era la causa de sus habilidades”. A ello también se refiere Julio Scherer García. “Rodeado de un halo de misterio, la fama del ínclito violinista se acrecentaba con cada concierto. Para un ser común y corriente era imposible un dominio instrumental de tal magnitud sin haber vendido su alma al diablo.” López Malo añade que según la leyenda no tocaba en iglesias por ese pacto diabólico pero en realidad se debía a que creía que su música no era apta para ese recinto. Otros decían que había aprendido a tocar el violín en ocasión de su estancia en prisión por un crimen pasional. Todo parece indicar que Paganini además de músico extraordinario fue un buen publicista de sí mismo que alimentó las leyendas en torno a su persona. Según Omar López Mato su apariencia reforzaba las conjeturas: “su aspecto casi cadavérico, sus pómulos salientes, ojos hundidos, extrema delgadez y cabellos sobre los hombros, sumado a su invariable ropa negra, le otorgaban ese aire de ultratumba y acentuaban el aura diabólica (…)” Agrega Scherer que “con tal de inspeccionar de cerca al hacedor de prodigios, el Vaticano lo recibió en San Pedro y lo condecoró a posteriori con ‘La Espuela de Oro’.” Y no dice más al respecto.

El mismo autor alude a las circunstancias que rodearon su muerte.

Sifilítico, envenenada la sangre con mercurio, la agonía del célebre maestro fue lenta y atroz. Entre sus desgracias, fue tiranizado por charlatanes que le ofrecían curas milagrosas y en Niza, su hijo ilegítimo pidió que le fueran administrados los santos óleos.
Pero la voluntad del padre se impuso: era pronto aún para exhalar el último aliento.

Debido a este rechazo del sacerdote, a su cadáver se le negó cristiana sepultura por lo que sostiene Scherer

A Aquiles, el hijo bastardo, le tocaría en su suerte deambular 11 años con el cadáver embalsamado a cuestas. Hubo de rechazar ofertas de circos que pretendían exponer al público a ese mago del violín que yacía inerte en su ataúd de nogal. En el cementerio de Parma se decía que, de vez en cuando, un grupo de brujas acudía con sus escobas para rendirle tributo al indómito violinista.

La leyenda le sobreviviría porque –tal como señala Julio Scherer- “hubo quien afirmara que del ‘Guarneri de Gesú’, que Paganini dejó en heredad al ayuntamiento de Génova, se desprendía humo a través de sus efes si alguien se atrevía a recrear la música sobre sus cuerdas portentosas”.

martes, 22 de noviembre de 2016

El traje de Antonio Machado o la defensa de la dignidad


En un artículo emocionante Javier Cercas (“La leyenda del último traje de Antonio Machado”, en El País Semanal, 25 de septiembre de 2016) comenta la ocasión en que concurrió con su familia al cementerio de “Colliure, el pueblito francés situado a pocos kilómetros de la frontera española donde, huyendo de la victoria franquista, Machado encontró refugió y murió justo antes del fin de la guerra.” Antonio Machado quien se definiera a sí mismo: “soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”; el que sabía distinguir “las voces de los ecos” y reconocía que “converso con el hombre que siempre va conmigo”.

Continúa Cercas con su narración

Al salir del cementerio me adentro en el callejón Antonio Machado y veo al pasar junto a un patio una pareja de ancianos. Pocos metros más allá desemboco en el hotel donde el poeta se alojó durante sus últimas semanas de vida, con su hermano José y su madre, que está enterrada con él. El hotel es un viejo caserón de tres plantas, con balaustradas y escalinatas de piedra; en tiempos de Machado se llamaba Bougnol Quintana; yo siempre lo he visto cerrado. Nos quedamos mirando la fachada y, cuando llevamos un rato frente a ella, pido a mi familia que me espere y vuelvo con los dos ancianos (…) Son ingleses, se llaman Weaver (…) pasan allí los veranos desde finales de los años ochenta. (…) les pregunto si han oído contar historias del paso de Machado por Coillure. “Alguna”, reconoce el señor Weaver. Y me cuenta lo siguiente. Al parecer, los habituales del hotel estaban muy intrigados porque nunca veían comer juntos a los hermanos Machado, y algunos atribuyeron esa rareza a una inquina provocada por las amarguras del exilio; hasta que un día descubrieron la verdad: los hermanos no tenían más que un traje, y se lo turnaban para bajar al comedor. “Es sólo una leyenda”, sonríe el señor Weaver. “Quizá no sea verdad”.

Antonio Machado no debía nada a los poderosos, con su trabajo cubría sus gastos y pagaba su traje, ¡ay su traje!

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

Javier Cercas concluye su sobrecogedor relato

Me despido de los Weaver y me reúno con mi familia, que me somete a un interrogatorio sobre mi entrevista a los dos ancianos y, mientras caminamos hacia el coche para volver a casa y divago sin responder, me pregunto si voy a ser capaz de contarles la leyenda del último traje de Machado, si acertaré a explicar sin que me tiemble la voz que hay hombres que no aceptan perder la dignidad ni en la peor de las derrotas (…)

Que nunca falten personas de la talla de don Antonio que al decir de Javier Cercas “no aceptan perder la dignidad ni en la peor de las derrotas”.

¡Así sea!



jueves, 17 de noviembre de 2016

Pruebas


Hubo épocas en que las pruebas contra los acusados de diversos delitos solían ser fabricadas con total arbitrariedad y a los inculpados se los sometía a inenarrables torturas que quebraban cualquier resistencia hasta que llegaban a aceptar su inexistente culpabilidad. Luis Melnik ilustra el punto con el caso de las denominadas brujas.

En tiempos de los primitivos anglosajones existía una práctica por decisiones "sobrenaturales" para dirimir cuestiones criminales, sometiendo al acusado a pruebas físicas, convencidos como estaban que Dios defendería al recto, con un milagro, si fuese necesario. Algunas pruebas sugerían arrojar a supuestas brujas al curso de un río caudaloso. Si se ahogaban, era prueba irrefutable de que eran culpables de ser brujas. Si se salvaban, no había duda alguna de que eran brujas. Recién en el siglo XII se suspendieron estos juicios, aunque no para las brujas que, como se vio, siempre perdían.

La violencia e irracionalidad con que actuaban los representantes de la justicia  era patente; Melnik proporciona más ejemplos de ello.

Otra forma de juicio era introducir la mano del acusado en agua hirviendo y otorgarle el perdón si no salía cocinada. Otro juicio llamado Judicium Crucis, era parar frente a una gran cruz al acusado y al acusador. El primero que se movía, perdía el juicio. Estas parodias de juicio, también llamados "juicios de Dios" en una invocación espantosa, se dirimían a veces por duelo, sorteo, fuego o hierro candente.

Las formas más burdas de inventar culpables son historia. Pero suponer que nada de esto acontece actualmente sería de una inocencia estremecedora ante la siembra de evidencias o la impunidad comprada con dinero.

Así las cosas, no estamos como para reírnos de lo que acontecía en el pasado.

martes, 15 de noviembre de 2016

Una ley aguafiestas


No deja de llamar la atención que la infelicidad puede provenir de la ignorancia de las leyes, pero cabe precisar que en esta ocasión el asunto no tiene que ver con el corpus jurídico sino con otro tipo de normas. Se trata de la ley de la utilidad marginal decreciente (a la que alude Eduardo Giannetti) o la ley de la disminución en la reiteración (mencionada por Aldous Huxley). Para Huxley su origen está en la economía pero no se restringe a ella.
Fueron los economistas quienes le dieron el nombre y quienes reconocieron por primera vez y describieron claramente sus deplorables efectos. Pero sería un error suponer que este demonio limita su campo de acción a la esfera económica. La ley de la disminución en la reiteración se adapta perfectamente a casi todos los sectores de nuestro humano universo.
Por su parte Giannetti señala que -de acuerdo con estudios realizados en la Universidad de Princeton- a partir de cierto nivel de ingreso per cápita, el aumento del mismo ya no genera incremento del bienestar subjetivo. Es decir que aunque el bienestar objetivo siga creciendo (lo que permite elevar el nivel de consumo) “el bienestar subjetivo –cómo se siente la persona- se estanca”. Diversos ejemplos proporcionados por estos mismos autores parecen confirmar el alcance de la ley; veamos los que enuncia Huxley
Aquí, por ejemplo, se halla un hombre muy melancólico bebiendo borgoña mientras come. Su melancolía, desaparece de pronto y es sustituida por el buen humor, que va aumentando a medida que ingiere un nuevo sorbo de borgoña, hasta que cuando ha consumido las tres cuartas partes de una botella alcanza el máximo de euforia. Sigue bebiendo; mas ya la próxima botella no produce modificación alguna en su estado de ánimo, que continúa manteniéndose en pie. Unos cuantos vasos más, empero, y su alegría empezará a decaer, comenzando por irritarse a la menor cosa, para volverse después lacrimoso y concluir por sentirse muy mal y, en consecuencia, muy desgraciado; mucho peor, en suma, al concluir su segunda botella, que cuando tenía el estómago vacío.                             
El ejemplo de Eduardo Giannetti va por el mismo camino: “Si te quedas sin ingerir líquido durante un día, el primer vaso de agua después del ayuno será intensamente placentero. Pero si enseguida tomas otro vaso, el placer ya será menor. El tercero exigirá algún esfuerzo; y el cuarto, sólo si fuese obligado.” Y esto le sacar sus conclusiones.
Todo lo que proporciona placer en la vida es así: a partir de un cierto punto satura, deja de satisfacer y comienza a resultar positivamente desagradable.
El ser humano fue conformado de tal manera que sólo siente placer y satisfacción al pasar de una condición a otra, al experimentar algún tipo de contraste y no al permanecer indefinidamente en la misma situación, no importa cuán agradable ella sea.
Paul Watzlawick es otro de los autores que aborda el tema e ilustra su opinión con situaciones que proceden de su labor en la clínica. “He tenido la oportunidad de trabajar profesionalmente también con millonarios y he podido comprobar una y otra vez que el cuarto coche de lujo o el tercer abrigo de piel de la consorte no representan, sin embargo, el sentido de la vida.”
Así las cosas, en estos tiempos en que los excesos de unos pocos tienen mucho que ver con las privaciones de las mayorías, no estaría de más que aquéllos tuvieran en cuenta lo que Franco Cassano identifica como el don de la Medida. El repaso de las leyes tal vez ayude a convencerse de su pertinencia.

jueves, 10 de noviembre de 2016

Los valores y la felicidad


Hay culturas que pretenden dictar cátedra a otras acerca de cuál debería ser el ordenamiento de sus valores para poder, siguiendo esa receta, acceder al paraíso del desarrollo. Estos intentos suelen fracasar puesto que la prioridad que se otorga a unos valores en relación a otros, tiene que ver con el concepto que se tenga de felicidad. Un buen ejemplo de ello es el que describe Ryszard Kapuscinski

(...) hay culturas cuya escala de valores nada tiene que ver con la occidental. Las hay, por ejemplo, que antes que el culto al trabajo, tienen en la más alta estima el tiempo de ocio compartido con la familia. Estas personas trabajan lo imprescindible para cubrir sus necesidades básicas. (...)
Con estas “inexplicables” diferencias culturales se topa a diario todo empresario europeo en África.  Contrata a un determinado número de personas y, contento, las ve trabajar. Pero, al cabo de una o dos semanas, sus trabajadores de repente desaparecen. Perplejo, el hombre se pregunta qué ha pasado. Y ha pasado algo muy sencillo: el obrero acudió al trabajo porque necesitaba dinero para casar a su hija o para comprarse un saco de maíz. En cuanto ha reunido la suma necesaria, se va a casa.
Para ellos, la felicidad no se mide con la posesión de un tercer televisor, pues no tienen ninguno (¿para qué, si tampoco tienen luz?). La persona feliz es aquella que vive rodeada de amistad en su aldea natal, habitada por sus seres queridos. 

Llegado a este punto tal vez no esté por demás recordar que para Thomas Hardy “la felicidad no depende de lo que uno no tiene, sino del buen uso que hace de lo que tiene”.

martes, 8 de noviembre de 2016

Las tabernas


Mucho se ha hablado respecto que a los pueblos se les conoce por su comida pero no se ha puesto tanto énfasis en lo que hace a su bebida (cabe anotar que en otras ocasiones nos hemos referido a este tema, tal como en  http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2016/04/en-defensa-de-la-bebida.html así como también en http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2012/11/abstemios-renegados-y-arrepentidos.html).

De todos son conocidas las graves consecuencias que a nivel personal, familiar y social origina el consumo excesivo de alcohol. Sin embargo no faltan quienes ponderan sus aspectos benéficos, argumentando por la negativa al subrayar los problemas de consideración que sufren aquellos pueblos que carecen de grandes bebedores entre sus filas; a ello se refiere Josep Muñoz Redón. “Numerosos historiadores hacen referencia a la regeneración que supone el uso y abuso del vino en las diferentes culturas que han estudiado. Algunos han llegado a proponer un teorema de la dominancia alcohólica según el cual los bárbaros bebedores siempre triunfan sobre los pueblos civilizados”. Ambrose Bierce (en su famoso diccionario y tal como ya lo hemos citado en otro momento) profundiza en la cuestión.

Beber. (…) El individuo que se da a la bebida es mal visto, pero las naciones bebedoras ocupan la vanguardia de la civilización y el poder. Enfrentados con los cristianos, que beben mucho, los abstemios mahometanos se derrumban como el pasto frente a la guadaña. En la India cien mil británicos comedores de carne y chupadores de brandy con soda subyugan a doscientos cincuenta millones de abstemios vegetarianos de la misma raza aria. ¡Y con cuánta gallardía el norteamericano bebedor de whisky desalojó al moderado español de sus posesiones! Desde la época en que los piratas nórdicos asolaron las costas de Europa occidental y durmieron, borrachos, en cada puerto conquistado, ha sido lo mismo: en todas partes las naciones que toman demasiado pelean bien, aunque no las acompañe la justicia.

Así las cosas, todo pueblo de grandes bebedores debe contar con lugares adecuados para la ingesta del alcohol, tal como son las tabernas o cantinas. Sabido es que beber en estos lugares dista mucho de hacerlo en casas; nada menos que un verdadero erudito como Samuel Johnson -citado por James Boswell- es quien aclara esta cuestión.

No hay ninguna casa particular en donde la gente pueda disfrutar tanto como en una buena taberna. Aunque haya tanta abundancia de cosas buenas, tanta grandeza, tanta elegancia, tanto deseo de que todo el mundo esté a gusto; la naturaleza de las cosas no lo permite: tiene siempre que haber alguna medida de preocupación y de ansiedad. El dueño de la casa está preocupado de entretener a sus huéspedes; estos están preocupados por agradarle a él, y nadie, salvo si es un sinvergüenza o un descarado, puede disponer de lo que hay en la casa de otro con tanta libertad como en la propia. Mientras que en la taberna hay una liberación general de la preocupación. Estamos seguros de ser bien acogidos, y cuanto más ruido hagamos, cuanta más molestia proporcionemos, cuantas más cosas buenas pidamos, mejor acogidos seremos. Ningún criado os servirá con la presteza con que lo hacen los camareros, incitados por la perspectiva de una recompensa inmediata en proporción al agrado que produzcan.

Lo anterior le permite al doctor Johnson concluir implacablemente: “No, señor; no hay nada de lo ideado hasta ahora por los hombres que produzca tanta felicidad como una buena taberna o posada”.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Larga vida a los spaghetti


No es novedad para nadie que los pueblos también se conocen por medio de su cocina: alimentos, aromas, salsas, combinaciones. En esta oportunidad vamos a referirnos al caso de Italia y para ello recurriremos a Julio Camba quien se interesó en el tema. “En general, toda la cocina italiana se distingue por su carácter lírico. Es una cocina fácil y sencilla como ninguna otra, pero siempre tiene emoción.” Llegado a este punto debe aludir necesariamente a una de sus reconocidas especialidades: las democráticas pastas.
Las pastas, que constituyen su base principal, se hacen ex profeso en las casas ricas, donde se las adereza con un buen jugo de carne, y se compran hechas para las casas pobres, en las que sólo el tomate les sirve de condimento; pero en todas partes están deliciosas. Al revés de los platos franceses, que, no admitiendo términos medios, exigen una primera materia muy difícil de obtener y una técnica muy difícil de conseguir, los platos italianos están al alcance de todas las fortunas y de todas las capacidades (…) Son, como digo, platos de una gran simplicidad, pero yo no sé qué ternura les comunica la cebolla ni qué gracia les añade el queso, que hasta los mismos turistas anglosajones se ponen a suspirar después de tomarlos.
Camba coincide con la opinión generalizada en cuanto a que la cuestión reside en que las pastas estén en su punto. “El secreto primario de las pastas está en darles el punto justo de cocción a fin de que, como dicen los italianos, crescan in corpo y a fin de que el cuerpo crezca con ellas. Una pasta demasiado cocida, en efecto, es una pasta muerta o, por lo menos, inerte.” Y apunta que los nombres también tienen lo suyo en todo esto.
Spaghetti, ravioli, tagliarini, lasagne, tagliatelli… Comprenderán ustedes que estos nombres deliciosos no pueden designar ninguna cosa mala, y aun no hemos hablado de los macarroni, con sus hijos los macarroncelli y sus padres los etrozzapreti o asfixia-curas: unos macarrones gordísimos, cuyo excesivo diámetro no les permite pasar sin disturbio por las gargantas del bajo clero, y que se reservan para los canónigos.
Pero, ¿quién fue el creador de este portento culinario? Para Rafael Galvano no hay dudas respecto a que el genio de Leonardo da Vinci aquí también se hizo presente
(…) y, no se sabe bien cuándo ni dónde, Leonardo inventa los spaghetti. Esto no es más que una simplificación, ya que los traídos originalmente de China por Marco Polo aún se conservaban, pero eran utilizados como adornos para decorar las mesas. A su vez, ya había existido la pasta en Italia: en Nápoles se preparaba una pasta bastante espesa, más parecida a la lasagna. Leonardo no hace otra cosa que alterar su forma, convirtiéndola en delgados hilos parecidos a cuerdas que, cortados y hervidos, constituyen aquello que Leonardo llama spago mangiabile (esto es, cuerda comestible).
Según Galvano el tenedor en uso por aquellos entonces no era adecuado para comer spaghetti y Leonardo debió perfeccionarlo. “Al comienzo no tienen mucho éxito, y por eso Leonardo provee otro gran invento: al agregarle un diente más al tenedor de dos dientes que se utiliza normalmente en las cocinas, llevando este nuevo utensilio a la mesa” (a esto ya nos hemos referido en otra ocasión http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2014/04/aproximacion-la-historia-del-tenedor.html)  
Existe amplia experiencia de que comer spaghetti no es cosa fácil; Julio Camba aborda el tema subrayando que en este terreno el comensal requiere más pericia que el cocinero.
No es que yo vaya a pronunciarme aquí de buenas a primeras contra los spaghetti, la más popular, sin duda, de todas las creaciones gastronómicas italianas; pero sí quiero decir que este plato exige una técnica mucho más laboriosa, complicada y artística por parte del comensal que por parte del cocinero. Al cocinero, después de todo, le basta con hacer la pasta, si es que no la adquiere ya hecha; como ocu­rre en la mayoría de los casos, y cocerla; pero el comensal tiene que tomársela, y una vez lanzado a esta empresa, no tarda en realizar el carácter teme­rario de la misma. Los primeros spaghetti, en efecto, que el hombre engancha en su tenedor y levanta del plato con el designio evidente de entenderse con ellos a solas se agarran desesperadamente a los otros, arrastrándolos consigo y poniendo al infeliz en la dramática disyuntiva de zampárselos todos juntos en un solo bocado o de no zamparse ninguno. Entonces nuestro héroe trinca su hebra de spaghetti con los dientes y, echando la cabeza hacia atrás, se pone a tirar de ellos con toda su alma; pero los spaghetti están dotados de un prodigioso coeficiente de elasticidad, y cuando, en fuerza de tirones, el in­sensato rompe alguno de ellos, lo único que consigue es que el spaghetti roto se dispare violentamente contra sus propias narices como una goma en ten­sión que se soltara de pronto. (...)
No está, ni mucho menos, al alcance de todo el mundo la tarea de tomarse un plato de spaghetti con limpieza y pulcritud, y si alguien lo consigue por excepción alguna vez, nosotros apostamos desde ahora mismo lo que ustedes quieran a que no se trata de un comensal barbudo, porque al amparo de una buena boloñesa este tipo de comensal suele encontrar sus barbas sumamente sabrosas, y no es nada extraño el que se engulla algunas de ellas con­fundiéndolas con los spaghetti, ni el que se deje luego en el hueco algunos spaghetti creyéndose que son barbas.
Y tal vez por aquello que a dónde fueres haz lo que vieres, Camba describe el procedimiento oficialmente aceptado. “Los italianos cogen unos cuantos spaghetti entre las púas del tenedor, apoyan luego el tenedor contra una cuchara y, teniendo la cuchara fija, le imprimen al tenedor un movimiento giratorio hasta formar en su extremidad con los spaghetti un ovillo perfecto.” Así pues una buena opción sería la de copiar estas maniobras aunque claro está –concluye Julio Camba- podría ser divertimento de otros. Si ustedes ensayan el procedimiento, lograrán comer sus spaghetti de una manera decorosa, y al mismo tiempo distraerán a los vecinos de mesa con un bonito número de circo.”

martes, 1 de noviembre de 2016

Biografías de escritores y artistas


Sabido es que durante mucho tiempo la atención estuvo puesta exclusivamente en las obras de arte, mientras que los autores de las mismas habían quedado cubiertos por el anonimato tal como lo refiere Aldous Huxley.
En la antigüedad las artes eran, casi absolutamente, anónimas. Los artistas producían sin esperar que sus obras les reportaran personal nombradía o eso que se conoce con el nombre de “inmortalidad”. Considérese la recatada modestia del fresquista egipcio que consumía su existencia realizando obras maestras, sin firmar, en el interior de los sepulcros, donde no serían contempladas por ninguna mirada viviente. La literatura primitiva de todos los países se encuentra refugiada en un anónimo semejante.
Recién los griegos –de acuerdo con Huxley- comenzaron a interesarse por el autor de aquellas obras que destacaban por su belleza y armonía. “Fueron los griegos los primeros en agregar a las obras de arte los nombres de sus autores con vistas a una glorificación inmediata y a la inmortalidad. Entre los griegos fue donde se empezó a sentir un marcado interés por la personalidad de los artistas.”
Con la caída del Imperio romano –continúa Huxley- reaparece el anonimato artístico.
La Edad Media produjo una gran cantidad de pintores innominados, obras arquitectónicas, esculturas, baladas y relatos cuyos autores se desconocen. Incluso de aquellos artistas cuyos nombres han llegado hasta nosotros muy poco es lo que se sabe. Sus contemporáneos no se hallaban lo bastante interesados por las vidas privadas y la personalidad de los mismos, para preocuparse de transmitirnos aquellos detalles que a nosotros nos gustaría conocer.
Será hasta el Renacimiento, afirma Aldoux Huxley, cuando el arte nuevamente deje de ser anónimo. “Los artistas trabajaron por la celebridad entre sus contemporáneos, por la fama póstuma, y el público comenzó a interesarse por ellos, además de cómo artistas, como seres humanos. La autobiografía de Benvenuto Cellini resulta muy sintomática de la época en que fue escrita.” Y este interés por la vida del artista seguirá creciendo.
Desde los días del Renacimiento, el interés del público por la personalidad del artista, más que disminuir, ha ido en aumento. Y el artista, por su parte, ha hecho cuanto ha podido para satisfacer esta curiosidad. (…) La actual boga de las revelaciones autobiográficas no constituye sino el último síntoma de la gran tendencia, puesta de manifiesto en época reciente, hacia una personificación cada vez mayor en el arte.
A Simon Leys le interesa lo relativo a la biografía literaria y después de describir rasgos íntimos de la vida de Victor Hugo le llega el momento del cuestionamiento.
De hecho, es precisamente cuando se abordan personajes como Victor Hugo cuando uno se siente obligado una vez más a poner en tela de juicio si es deseable, e incluso si es factible, la biografía literaria.
No se trata sólo de que los gigantes no soportan un examen de cerca (como descubrió Gulliver con gran desasosiego cuando tuvo que trepar a los pechos de las damas de la corte de Brobdingnag), sino, más básicamente, de que existe esta verdad básica: lo único que podría justificar nuestra curiosidad es precisamente lo que por necesidad debe escapar al análisis del biógrafo: el misterio de la creación artística.
Citando las opiniones de Malraux y de Pushkin, se pregunta Simon Leys dónde se genera el interés por conocer a los escritores en su vida íntima.
La tesis de que la biografía literaria está condenada al fracaso por su propia naturaleza no es nueva (…) Malraux resumió la cuestión muy ajustadamente: “A nuestra época le gusta desvelar secretos; primero porque raras veces perdonamos a los que admiramos; segundo, porque albergamos vagamente la esperanza de poder descubrir el secreto del genio en medio de los demás secretos desvelados. Deseamos llegar al hombre que hay detrás del artista. Pero cuando raspamos un fresco, si lo raspamos hasta su vergonzosa capa de fondo, lo único que obtenemos al final es sólo yeso”. Sin embargo, fue Pushkin, mucho antes que él, quien más memorablemente expresó la indignación que un poeta debe experimentar ante nuestro apetito indiscreto por la información biográfica: “La chusma lee tan ávidamente confesiones y notas, etcétera, porque se regocija en su ruindad con las humillaciones de los que están más alto y con las debilidades de los poderosos. Disfrutan al descubrir cualquier clase de vileza. ¡Es pequeño como nosotros! ¡Es vil como nosotros! Mentís, miserables: es pequeño y vil, pero de un modo diferente, no como vosotros”.
Concluye Leys en una confesión pública de sus propias debilidades. “Téngase en cuenta que soy plenamente consciente de mis propias contradicciones. (…) Aunque dude de la utilidad de escribir biografías literarias, sé demasiado bien que seguiré leyéndolas…”
Finalmente, muchos son quienes han señalado la decepcionante distancia que se presenta entre el artista y la persona; uno de ellos ha sido Oscar Wilde. “Los artistas personalmente encantadores que he conocido han sido malos artistas. Los buenos artistas existen solamente en lo que hacen, y por lo tanto carecen completamente de interés en lo que son.” Mientras que Woody Allen comparte su propia experiencia al respecto.
Groucho Marx era una persona a quien yo había encumbrado durante muchos años, lo amaba. Pero cuando lo conocí, me recordó a uno de mis tíos chistosos, de ésos que hacen bromas en las bodas. Tras esta experiencia, nunca más quise conocer a nadie a quien admiro; porque no quiero que mis ídolos se conviertan en gente común y corriente que se aburre, tiene hambre y le da dolor de cabeza.

Tal vez por ello sea conveniente adaptar en este ámbito una de las recomendaciones de los señalamientos viales: “Mantenga su distancia”.