jueves, 27 de abril de 2017

El tiempo personal


El tiempo interior y el exterior transcurren en carriles disímiles, de tal forma que por estar atentos a la propia vida es posible que se ignore la trascendencia de lo que acontece en torno a ella. Tan es así que momentos decisivos en la historia colectiva han pasado desapercibidos para sus contemporáneos; Rafael Solana alude a ello

(…) El escritor Stefan Zweig los ha llamado "momentos estelares de la Humanidad", pero algunos autores opinan que quienes los viven no saben reconocer esos momentos. Según Anatole France, Poncio Pilatos, pasados muchos años, sólo recordaba el día de la Crucifixión porque en esa jornada tuvo un fuerte dolor de muelas, pero había ya olvidado los acontecimientos y los nombres de los reos ajusticiados; Eça de Queiroz por su parte, afirma que un joven recadero de una pastelería de París se detuvo cierta mañana en la plaza de la Bastilla, para ver cómo el populacho destruía esa fortaleza, luego, con cierta prisa, pues ya llevaba algún retraso, continuó la repartición de sus pasteles, sin ocuparse más de aquel incidente callejero.

Sucede entonces que diversos –y en ocasiones intrascendentes- acontecimientos personales modifican la visión de lo que nos rodea; al respecto afirma Antonio Porchia: “Me ha sucedido una pequeña tontería. Y el mundo se ha hecho otro y el mismo universo se ha hecho otro.” Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut también han abordado la cuestión. “Vivimos en el entrelazado perpetuo de la epopeya mundial y de nuestros dramas privados. Nosotros mismos somos algo así como un espacio cacofónico en el que se mezclan y se confunden un temblor de tierra y una digestión pesada, la desestabilización de África y una pequeña cita amorosa”.

Los ejemplos no faltan. Hace pocos días en este mismo espacio referíamos lo señalado por Lottman -citado por Adolfo Bioy Casares-: “Cuatro días antes de la entrada de los alemanes en París, Simone de Beauvoir tropezó con unos estudiantes que parecían incapaces de reprimir su júbilo, pues disfrutaban de una fiesta inesperada: ‘un día de exámenes sin examen’.”

Pero no se crea que ello sucede únicamente a jóvenes inexpertos; a Franz Kafka le aconteció a sus 31 años de edad. Afirma Víctor Roura: “[Iván] Klíma recuerda la anotación del diario del burócrata Franz Kafka el 2 de agosto de 1914: ‘Alemania declara la guerra a Rusia. Por la tarde, escuela de natación’.” Rodrigo Fresán también da cuenta del mismo hecho: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, fui a nadar, apunta Franz Kafka en su diario el 2 de agosto de 1914, recién llegado de las piscinas de la Escuela Civil de Natación. Eso es todo.”

Tal vez esta supremacía otorgada al tiempo interior por encima del exterior, condujo a Kierkegaard –según Pascal Bruckner- a concluir: “Qué horror cuando la Historia se borra ante la mórbida rumiación de nuestra pequeña historia”.

martes, 25 de abril de 2017

Los prospectos


Sería muy ingrato dejar de agradecer y reconocer la labor que llevan a cabo algunos médicos y laboratorios en bien de la salud pública. Tampoco se puede ignorar el gran negocio que han armado algunos galenos aliados a las grandes empresas farmacéuticas; hace algunos ayeres Salvador Novo se refirió a ello.
Ahora todo “medicamento es de empleo delicado”; su dosis, “la que el médico recete”, y no debe administrarse más que “por prescripción y bajo la vigilancia médica”. No sabe uno, en realidad, si esta confabulación de secreto obedece a una disposición del Gobierno, o nada más al resultado de un acuerdo entre los médicos y los laboratorios para que uno tenga que ver al médico hasta para ingerir una aspirina.
(Hagamos un no tan breve paréntesis. Por cierto que el poeta Xavier Villaurrutia, integrante junto a Novo del grupo de los Contemporáneos, ganó el concurso para publicitar el ácido acetilsalicílico. Comenta Federico Corral Vallejo: “En este concurso Xavier participa y gana el premio gracias, no solamente a la intención poética, sino al ludismo impreso y característico de su poética. El calambur acreedor al premio, es usado exclusivamente como una frase publicitaria, lo que hoy se conoce como slogan del medicamento: Mejor, mejora, mejoral.)
En relación al tema anunciado en el título de este artículo, reconozco que de por sí la palabra prospecto no me resulta demasiado simpática, pero eso es lo de menos. Lo de más es que su lenguaje siempre me resultó inaccesible y, por si fuera poco, de unos años a la fecha el tamaño de las letras me imposibilita su lectura. Sí, lo sé, no me pierdo de alguna joya literaria.
Siempre supuse que éramos muchos los que estábamos en esa misma situación pero la conjetura se volvió certeza gracias a un artículo de Margarita Riviére.
Acabamos de saber algo de capital importancia: la mitad -¿sólo la mitad?- de los consumidores de medicinas del mundo no entiende los prospectos de los medicamentos. Ya era hora que se hiciera público este gran secreto: somos muchos (…) los que cuando leemos que vamos a consumir “palmoesterato, lorazepan, dexketroporifeno, paracetamol o trometanol…” no sabemos si santiguarnos y tragar la píldora o devolver directamente el insulto.
Las consideraciones anteriores le permiten a Riviére hacer algunas consideraciones en cuanto al sitio distinguido que ocupan los especialistas en el arte de curar.
Y es un consuelo, aunque no lo parezca, que salga a la luz, por esta vía, que tenemos muchísimo más parecido del que creímos con las sociedades primitivas de los antiguos imperios egipcios y mesopotámicos: en ellas, los sacerdotes administraban pócimas secretas para curar al vulgo, el cual, agradecido, tragaba –pura cuestión de fe- lo que estos dioses humanos les ofrecían. Así se ha mantenido durante siglos algo que ahora se constata: algunos supersabios –estos dioses humanos hoy son imperios farmacéuticos- conocen y dosifican los secretos del bienestar y la salud; el resto de la gente, enfermos todos en potencia, ignorantes con alevosía, sólo podemos pagarles con fe, esperanza, caridad e incluso adoración, además de dinero. Cosa que, desde luego, hacemos con sumo gusto. Que remedio: pura supervivencia.
Hace tiempo en este mismo espacio hemos abordado la cuestión de la jerga médica (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2013/12/jerga-medica.html). Margarita Riviére profundiza en el tema.
He repasado algunos prospectos de medicamentos de uso corriente y me he encontrado con los secretos de los dioses expuestos con la habitual claridad de la casta sacerdotal. Daré dos o tres muestras, al azar. La gran ventaja de un analgésico de uso vulgar es que “puede asociarse a uricosúricos, no afecta al tiempo de la protrombina, se absorbe rápidamente en tracto gastroentérico y el máximo nivel plasmático se alcanza entre los 30 y 60 minutos”, ¡excelente recomendación! Las contraindicaciones de otro fármaco común son también transparentes: “glaucoma de ángulo estrecho, miastenia gravis, contracturas neurológicas con neuroplasticidad”, es decir, lo que se oye hablar cada día por la calle.
Riviére concluye su análisis proponiendo alternativas para solucionar esta problemática. “¿Alguna recomendación final? Tal vez un master generalizado a los 6.000 millones de habitantes del planeta para entender los prospectos, o un diccionario de uso casero o, sencillamente, no ponerse enfermo.”

jueves, 20 de abril de 2017

Escritor vs editor


El vínculo entre escritores y editores no siempre ha sido armónico, tanto que según Alberto Manguel desde la época de Gilgamesh los escritores se han quejado de la avaricia de los editores. Pero en el caso que hoy nos ocupa el reclamo del escritor nada tiene que ver con lo económico. Es Isaac Bashevis Singer quien comparte una de sus experiencias al respecto.

Había escrito un relato y se lo entregué al editor de la revista para la que trabajaba  como corrector de pruebas. Me prometió que lo leería y, si le parecía bien, lo publicaría. Al cabo de un tiempo me informó de que había leído el cuento y, pese a haberlo encontrado defectuoso, había decidido publicarlo. Cuando le pregunté por esos defectos me respondió, tras cavilar por un instante, que la obra era excesivamente pesimista, carecía de problemática, y que el tema le parecía negativo y casi antisemita. ¿Por qué escribir acerca de ladrones y rameras cuando abundaban los judíos decentes y las buenas esposas judías? Si algo así se tradujera al polaco y lo leyese un gentil, éste concluiría que todos los judíos eran unos depravados. Un escritor en yiddish, argumentaba mi editor, estaba moralmente obligado a poner de relieve lo bueno de nuestro pueblo, a resaltar lo noble, lo sagrado. Debía ser un defensor elocuente de los judíos, no un difamador.

A estas críticas del editor, el escritor responde con argumentos muy sólidos –y de acuerdo a una conocida tradición judía- mediante la formulación de una serie de preguntas.

¿Por qué debía ser optimista un cuento? ¿Qué clase de criterio era ése? Y ¿qué significaba  que “carecía de problemática”? ¿Acaso la esencia misma de la existencia del mundo y de la especie humana no constituía un problema enorme? Más aún, ¿por  qué razón el escritor en yiddish estaba obligado a convertirse en defensor de su pueblo? ¿Acaso era un deber para él mantener un eterno diálogo con los antisemitas? ¿Una obra escrita según este estilo poseería algún valor artístico? 

Y concluye: “Las Escrituras, a partir de las cuales fui educado, no halagaban a los judíos. Muy por el contrario, insistían constantemente en sus pecados. Ni siquiera Moisés  aparecía como íntegramente puro.” 

martes, 18 de abril de 2017

Almacén de anécdotas, citas y afines.


La salud, un tema delicado


En las últimas décadas se han dado pasos de enorme trascendencia respecto a la difusión de temas que tienen que ver con prevención, cuidado de la salud y campañas que dan a conocer hábitos saludables. Pero en ocasiones se ha exagerado, tal como lo pone manifiesto Josep Maria Esquirol. “Una de estas desviaciones es, por ejemplo, la actual patologización y medicalización de la vida, es decir, la tendencia a considerar todo problema como problema de salud (con la consiguiente aparición de ‘nuevas enfermedades’) y a priorizar el tratamiento farmacológico y eventualmente quirúrgico (…)”. Hasta la propia definición de salud de la OMS no está exenta –según Esquirol- de problemas.

Una especie de reflejo del problema lo podemos ver hasta en la definición de salud que ofrece la Organización Mundial de la Salud: “Estado de completo bienestar físico, mental y social”. Si se toma literalmente, como lo que indica no se da nunca, hay que concluir que todos estamos enfermos. Al desasosiego, por desorientación, del hombre moderno, se añade esta desafortunada definición de salud, tan amplia que siempre podrá encontrarse algún motivo para sentirse enfermo y acudir al médico. Los maximalismos suelen frustrar. Y esta definición de salud pone enfermo.

Por otra parte, Simon Leys ejemplifica el punto. “El ilustre doctor Farabeuf ya nos había puesto en guardia: ‘La buena salud es un estado precario que no presagia nada bueno’.” También alude a otro caso.

Sobre este tema, creo que Laurence Sterne expuso la perspectiva correcta en la descripción de una visita que hizo a su médico:
-Señor –me dijo el médico-, su salud es completamente normal. –Al oírlo, empecé a regocijarme, pero el doctor continuó-: Tal condición es sumamente rara; es motivo de preocupación y requiere suma cautela.

Esta precariedad queda de manifiesto, en opinión de Leys, cuando “toda la frágil armonía que hayamos conseguido acumular en nuestro interior se expone a diario a desafíos peligrosos y a agresiones crueles, y el resultado de nuestra lucha sigue siendo siempre incierto.”

Para concluir citemos a Ingmar Bergman, quien en sus memorias comparte una vivencia al respecto. “Una tarde le pregunto al amable médico si alguna vez en su vida ha curado a una sola persona. Reflexiona circunspecto y me contesta: ‘Curar es una palabra muy seria’, después mueve la cabeza y me sonríe para animarme.”

martes, 11 de abril de 2017

Regreso al origen


Quienes por diversas razones abandonan el lugar en que nacieron suelen llevar consigo algo que les recuerde su casa; Giovanni Papini no fue la excepción.
Al principio era tal el gusto del hallazgo que tenía necesidad de llevar a casa  algún trozo de este país fraternal y paterno, que reconocía y amaba cada día más: una piedra puntiaguda como una  montaña, una agalla arrancada de alguna hoja de encina, una bellota lisa y torneada, un manojo de flores del campo, una baya de ciprés, una espiga de maíz. Todas estas minucias, pobres, sencillas, toscas,  inútiles, sin valor, me producían  un placer infantil; las sentía muy cerca de mí, símbolo de mi tierra y de su tradición.
Para algunos con ello no basta y los habita una nostalgia que huele a raíces. Es entonces cuando -tal como lo refiere Papini- “los médicos prescriben a veces a ciertos enfermos los aires nativos”.
Como de esa pena de ausencia sufría el escritor, emprendió el camino de regreso. “Afortunadamente el convaleciente que soy yo ha vuelto a llenar sus pulmones del aire del terruño y se ha sentido saludablemente mejorado.” En tanto hijo agradecido con su tierra declara: “(…) soy un hombre nacido en la Toscana, entre toscanos, entre paisajes y valores toscanos; un hombre nacido en la Toscana en 1881 (…) Soy toscano, no sólo italiano. La verdadera patria no es el reino o la república a que pertenecemos. Italia es demasiado grande para cualquier italiano: la patria genuina ha de ser forzosamente pequeña.”
No cabe duda que el tratamiento recetado a Papini resultó ser el más adecuado para aliviar sus dolencias.
En este cerro rocoso, donde el viento no halla descanso, mi espíritu ha encontrado  la calma y se ha descubierto a sí mismo. (…) bajo este cielo verdaderamente celeste, transparente y delicado hasta cuando está cubierto de nubes, he  aspirado de nuevo el olor verdadero de la tierra, he sentido el gusto del aire, el sabor del pan, el calor preciso de los sarmientos y las fajinas al arder. La vida me ha reconquistado poco a poco con la belleza de su sencillez. Me he vuelto niño y primitivo, salvaje y  agreste. Me he ligado de nuevo a mis padres, campesinos de toda la vida, a los buenos aldeanos, que cuidaron vacas y segaron trigo por estas  tierras. Me he reconciliado con la vieja familia. A este hijo pródigo que se ha sentado en todos los banquetes intelectuales de Europa, la casa solariega le ha preparado un rincón, junto al hogar ennegrecido por el humo, junto a la mesa de abeto que sabe de amarillas polentas, jamones curados y panecillos recién sacados del horno.
Todo se me apareció como si lo viese por vez primera, y mi alma se empapó de cosas que parecían nuevas, pero cuyo marco apropiado ya existía anteriormente.
Con su regreso a la Toscana, Giovanni Papini inicia un camino que lo lleva a reencontrarse consigo mismo, tal como lo manifiesta en forma contundente.
(…) quiero permanecer fiel a esta gran Toscana reencontrada, puesto que para rehacerme a mí mismo he debido comenzar desde el mismo momento en que nací.
Primero yo era cual relicario en que todo el mundo permanece. Después me encontré solo y sin vida. Para recobrar las fuerzas he debido asir el pedazo de mundo que más próximo y afín tenía. Ahora que de nuevo mamé en los pechos de mi primera madre, y he vuelto a oír su voz, ahora que siento el cuerpo fortalecido y la lengua más suelta, puedo reemprender el camino hacia mi verdadero destino.
Así las cosas, hay quienes salen para encontrarse y quienes regresan con el mismo fin. Caminos que van y vienen.

jueves, 6 de abril de 2017

Consejo para olvidadizos


Hay personas dotadas de gran facilidad para olvidar a la gente que conocen. En ocasiones esta desmemoria viene acompañada de cargo de conciencia porque ese rostro resulta conocido, incluso muy conocido, lo que deviene en un leve sentimiento de culpa porque sabe que está en falta: debería poder ubicar a esa persona. En otras situaciones el olvido es total, ni siquiera se tiene idea de haber conocido nunca al sujeto de que se trate. El caso más extremo (y cabe aclarar que no nos referimos a ellos) es el de quienes sufren de prosopagnosia, una enfermedad cerebral que afecta la percepción visual y dificulta el reconocimiento de rostros.

Mariana Frenk-Westheim tiene algunas consideraciones para aquellos casos en que la cuestión se limite a olvido, distracción, despiste o similares. Antes que nada subraya lo que nunca hay que hacer.

(Consejo a los que asisten a menudo a cocteles, vino de honor, etcétera.) Si no tienes la menor idea de quién es la señora que te saluda efusivamente, te tutea y demuestra en sus preguntas un conocimiento exhaustivo de tu pasado, presente y futuro, y si, absurdamente, te interesa saber quién es, no le preguntes de ninguna manera ‒ni siquiera si ella parece tener todas las características de la mujer casada‒: “Y dime, ¿cómo está tu esposo?” Porque puede suceder que la señora esa condense la frustración de su vida en una mirada gélida y, alzando las cejas, te conteste: “Yo nunca he tenido esposo.” Cosas así no son agradables.

Por lo que Frenk-Westheim se permite ofrecer a quienes se encuentren en ese difícil trance un valioso consejo. “Más vale preguntar. ‘Y tú, ¿qué has hecho en los últimos tiempos?’ Toda la gente tiene últimos tiempos. Y es probable que se suelte ella contándote muchas cosas, más de las que tú quieres saber, y que así logres establecer su identidad.”

Pero como toda situación es factible de empeorar “si te contesta: ‘Pues lo de siempre’ ‒entonces, ni modo.”

martes, 4 de abril de 2017

Psicología y literatura


El tema de los vínculos, no siempre amistosos, entre literatura y psicología ha sido abordado desde muy diversos puntos de vista. En este espacio ya hemos aludido a  ello por medio de la extraordinaria intervención de Jorge Luis Borges en un congreso de psicoanalistas en el que fue invitado a participar   (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2012/08/un-colega-inesperado.html).  

Hoy retomamos la cuestión y para ir entrando en materia digamos que, de acuerdo a lo señalado por Jorge Ibargüengoitia, la figura del psicólogo siempre inspira algo de temor.

Un psicólogo, por ejemplo, es, en sociedad, mucho más aplastante que un ingeniero, aunque sea más difícil calcular un edificio que sentarse media hora a escuchar lo que dice un paciente. Todos le tienen miedo, porque creen que les va a descubrir un defectazo. La mecánica de este proceso es que el ignorante no sabe qué signos pondrán en evidencia qué cosa. La magia del psicólogo está en que él descubre lo que nadie ve y llega a conclusiones que nadie entiende. La base del prestigio es la incomprensión.

Por otra parte es innegable que existe –tal como da cuenta de ello Francisco Madrid con un acontecimiento puntual- cierta competencia o celo profesional entre literatos y psicoanalistas.

Cuando se conmemoró el centenario de la muerte de Stevenson, George Bernard Shaw releyó algunas páginas del autor de “La isla del tesoro”. Luego dijo a un periodista:
-Hay más psicoanálisis en “El doctor Jeckyll y Mr. Hyde” que en todo Freud.
                                                                                   
Y será Eduardo Galeano quien aporte una verdadera joya que tuvo lugar en el encuentro entre representantes de ambas disciplinas.

Eran tiempos de exilio. Héctor Tizón andaba con las raíces al aire, y las raíces le ardían como nervios sin piel.
Alguien le había recomendado un psicoanálisis, pero el psicoanalista y él pasaban mudos la eternidad de cada sesión. El paciente, tumbado en el diván, no abría la boca, por ser de naturaleza enroscado y por creer que su biografía carecía de importancia. Y también estaba callado el terapeuta, y en blanco, siempre en blanco, estaban las páginas del cuaderno que yacía sobre sus rodillas. Al cabo de los cuarenta minutos, el psicoanalista suspiraba:
-Bueno. Ya es hora.
A Héctor le daba pena el buen hombre, y él mismo se daba pena: aquel tormento, peor que el exilio, le estaba destrozando los nervios, y encima pagaba por padecerlo.
Un buen día, decidió que las cosas no podían seguir así. Desde entonces, a media mañana, mientras el tren lo llevaba desde Cercedilla hacia Madrid, Héctor iba inventando buenas historias para contar. Y apenas se echaba en el diván, se montaba en el arco iris y disparaba cuentos de montañas embrujadas, héroes endiablados, sirenas que llaman a los hombres desde el fondo de los ríos y fantasmas que hacen casa en la alta niebla.

Al finalizar aquella historia, Eduardo Galeano deja en claro la supremacía de la narración ante el análisis: “El psicoanalista tenía más ganas de aplaudirlo que de interpretarlo”.