jueves, 29 de junio de 2017

Las edades de la escritura



Las edades de la escritura

Hay autores que comenzaron a escribir siendo niños, otros cuando ya eran mayores tal como sucedió a José Saramago. Hay quienes tuvieron la dudosa fortuna de hacer obras memorables siendo muy jóvenes y después ya nada fue sencillo; uno de estos casos –según Carmen Rigalt- fue el de Josep Pla.

El cuaderno gris ha hecho historia en la literatura española. Es el diario de un escritor brillante, cínico, zumbón e insociable que tuvo la desgracia de escribir su obra maestra a los veinte años. Ésa es, sin duda, una contrariedad a la que jamás se sobrepone ningún escritor.

Y es que después de haber escrito una obra maravillosa puede llegar una especie de temor paralizante. Algo de esto sucedió con Juan José Arreola de acuerdo a lo señalado por José Joaquín Blanco. “Dice Juan José Arreola [El último juglar. Conversaciones con su hijo Orson] que fue abandonando la escritura a partir de La feria (1963), para no bajar su nivel de calidad, para no escribir textos inferiores a los antiguos.” Blanco censura esta actitud de su admirado y querido maestro, afirmando que por una parte pecó de soberbia: “nadie tiene por qué ser Dante todo el tiempo ni toda la vida” y por otra de insensatez: “los textos ‘perfectos’ ya estaban a salvo, bien escritos y publicados: nada podía hacerles daño; había que pasar libremente, sin remordimientos, a otra cosa.”

Concluye José Joaquín Blanco en una sentencia que puede extenderse a lo acontecido a muchos escritores. “¡Qué peligrosas y tiránicas resultan las sirenas de la perfección, las supersticiones e idolatrías del Texto con mayúscula!”

Para otros autores el camino fue a la inversa y sus comienzos llegan a ser incluso un tanto vergonzantes. Tal es el caso de Marguerite Yourcenar quien –citada por Matthieu Galey- cuenta su experiencia.


[El jardín de las quimeras] lo había escrito en 1919, tenía dieciséis años, y era un poemita “muy ambicioso, muy largo y muy aburrido”, cito exactamente, creo, la crítica que hizo un hombre cortés y distinguido (…) que estaba de moda en esa época, Jean-Louis Vaudoyer. Ese juicio no estaba equivocado.

Solo el amor de padre –acepta Yourcenar- pudo explicar que la obra se editara. “Con gran generosidad, mi padre gastó tres mil francos de entonces, para publicar ese volumen en Perrin, como edición del autor.” Los desaciertos continuaron. “A este libro siguió otro pequeño volumen de poemas, aún peores, porque eran más antiguos y eran un verdadero plagio de escolar: Los dioses no han muerto.”

Ello hace que Marguerite Yourcenar ponga énfasis en la necesidad de aprender a escribir antes de editar y observa que en este terreno los músicos llevan ventaja dado que los efectos de sus errores de juventud están más restringidos. “Por supuesto, hay que aprender el oficio, claro que, cuando se es músico, se hacen escalas en casa y no se molesta sino a la familia, mientras que, por desgracia, un joven escritor publica a veces demasiado pronto…”

El tema de la edad de los escritores no sólo se hace presente en lo que tiene que ver con sus primeros pasos. A Martin Amis le preocupa –y vaya en qué forma- la posibilidad de seguir escribiendo cuando ya se ha iniciado el declive.

(…) el problema en la era moderna es que ahora los escritores llegan a viejos. Esto es un fenómeno completamente nuevo, debido a la ciencia moderna: Shakespeare murió a los 56, Dickinson a los 59, Jane Austen a los 43, así que esto no había pasado. Tu cuerpo moría mucho antes de que tu talento muriera, ahora mueres dos veces: mueres como todos los demás, pero antes de eso tu talento muere, sin excepciones. Norman Mailer y otros no eran malos novelistas cuando tenían 85 años, pero no los puedes comparar con lo que escribieron cuando eran jóvenes. Te obsesionas con esto.


En esta forma –de acuerdo con Amis- se llega a la encrucijada: el deseo de seguir escribiendo permanece cuando las aptitudes han comenzado a retirarse.

Así que escribir se convierte en algo doloroso cuando los sentidos no trabajan de la manera en que solían trabajar. Se necesita más trabajo, manual, en alcanzar cierto estándar. Pero la alegría de escribir sigue así, yo ciertamente no haría nada más. ¿Hacer qué?

No todos los escritores coinciden con lo anterior. Por el contrario, Max Aub tiene una mirada mucho más optimista que lo lleva a sostener que en el mundo de las artes los viejos (y no sólo se refiere a los escritores) “son los amados de los dioses”.

Lo último de Quevedo, de Lope, de Tolstoi, de Miguel Ángel, de Goya. Ningún genio ha decaído en la vejez -y menos los locos-. Los últimos cuartetos de Beethoven. Los viejos son los amados de los dioses. Los árboles más viejos son los más altos, los más hermosos. El culto humano por las ruinas. Cuanto más viejo, más hermoso. Lo atrayente de lo más antiguo. ¿Es en parte por ello que la gente quiere llegar a viejo? La juventud es de todos: ¿es por eso que, en nuestro tiempo gregario, tiene tanta influencia, tanto arraigo? Joven lo es cualquiera. No se equivocaban los buscadores de la piedra filosofal, pero se equivocaba Fausto: lo que tenía que haberle pedido al Diablo era que Margarita le quisiera por viejo.

¿Será?

martes, 27 de junio de 2017

La frase fundacional


Las tipologías de personas no faltan, estén hechas a partir del temperamento, signo zodiacal, lugar de procedencia, profesión u oficio, peso del plasma (“fulano es un sangrón”, “mengano es de sangre liviana”), modo y lugar de aterrizaje (“me cae a todo dar”, “me cae en el hígado”), etc.

Tan solo tanteos y aproximaciones para navegar por la complejidad humana.

Sin embargo es extraño que entre estos esquemas clasificatorios aun no haya hecho su aparición uno que se base en la frase característica con que se conduce la persona: aquella expresión que utilizamos con frecuencia y que resulta toda una declaración de principios.

En mi caso juego en el equipo de: “lo bueno que tiene es que…” por mi costumbre –claro está, no siempre positiva- de andar buscando qué es lo que se puede rescatar en el peor de los naufragios. Una ligera variante de ello es la que presenta Wimpi en uno de sus cuentos: “Todo le salía bien a Fortunio Cajiga. El dicho de él era ‘pior si’… Ante cualquier cosa que le pasara, decía: -‘Güeno ¿y qué? Pior si…’. Y, entonces ponía por caso algo ‘mucho más pior’ que lo que le había acontecido. (…) Y gracias a ser así, siempre le iba bien en todo.”

En la acera de enfrente se sitúan los que se aferran a: “lo malo que tiene es que…” y que jamás darán el brazo a torcer antes de hallar algún error o falla en cualquier situación, por maravillosa que fuese. Muy próximo a este grupo se encuentra el de los: “sí, pero…”, cuando sabido es que en estos casos el “pero” se lleva de calle al “sí”. Aquí también se pueden situar los eternos pesimistas, profetas del desastre que utilizan el clásico: “sí está bien, pero… ¡ya veremos cuánto dura!”

Más sofisticados son quienes, como afirma Javier Gomá Lanzón sostienen que sus peores defectos pueden ser virtudes, al ser “muy perfeccionista”, “demasiado puntual”, “excesivamente cumplidor en el trabajo”, etc.

Y usted, ¿a qué estirpe pertenece?

jueves, 22 de junio de 2017

Alarmas


Anoche en mi calle el sueño fue a intermitencias debido al sonido de una alarma que no alarmó a nadie pero despertó a muchos. Parte de mi insomnio lo consumí especulando si llegará el día en que las prohíban o que impongan multas a los prevenidos propietarios -según consten en el RUA, Registro Único de Alarmas- que no las desconecten al pasar el tiempo permitido en modo escándalo, o que inventen  algún control remoto que permita silenciarlas aunque no sean de uno, etc.

Mientras espero que algo de esto suceda, salgo en búsqueda de literatura de consuelo surgida de la pluma de otros damnificados y me encuentro con Leo Maslíah.

Hay un auto estacionado en la calle. Viene uno y trata de abrir la puerta para robarlo. Empieza a sonar la alarma. Es una sucesión de ruidos molestos que interfieren con las actividades de prácticamente todos los que llegan a oírlos. Si estaban durmiendo, se despiertan. Si están escuchando a alguien por la radio, se pierden por lo menos los primeros segundos de lo que dijo, mientras el oído todavía no se acomodó a ignorar lo de la alarma y focalizar más la atención sobre lo que sale del parlante. Etcétera.

A partir de ahí, sólo queda a Maslíah (y a nosotros, sus lectores) enunciar una serie de preguntas sin respuestas.

Si el dueño del auto está lejos y no oye la alarma, ¿se supone que todos los que sí la oyen tienen que interrumpir lo que están haciendo y llamar a la policía? ¿O ir directamente ellos a combatir al ladrón? ¿Se da por sentado que todos se van a solidarizar con el dueño del auto? ¿El sentido de la alarma será “me están robando el auto y yo no lo puedo evitar, no puedo castigar al ladrón, pero sí puedo castigarlo a usté para que usté tome medidas que conduzcan a transferir ese castigo al ladrón”?

Todo sea por nuestra seguridad y confort.

martes, 20 de junio de 2017

Irrespetuosos con los árboles


En nuestros tiempos se ha vuelto habitual la tala de árboles por una amplia gama de “razones” tanto en el campo (obtener mucho dinero con la venta de madera; dejar los campos aptos para el cultivo) como en las ciudades (construir ejes viales, pasos a desnivel y nuevos edificios; sus raíces son muy estorbosas).

No siempre ha sido así, tal como se desprende de lo narrado por Simon Leys.

Los indios de la costa del Pacífico eran atrevidos navegantes. Tallaban sus grandes piraguas de guerra en el tronco de uno de esos cedros gigantes cuyos bosques cubrían todo el noroeste de América. La construcción comenzaba por una ceremonia ritual al pie del árbol elegido, para explicarle la necesidad urgente que tenían de talarlo, y pedirle perdón por ello. Cosa curiosa, en el otro extremo del Pacífico, los maoríes de Nueva Zelanda hacían piraguas parecidas ahuecando el tronco de los kauri; y también allí la tala era precedida de una ceremonia propiciatoria para obtener el perdón del árbol.

Hay quienes consideran esos ritos como muestras evidentes del atraso de los pueblos ancestrales. Para otros –entre ellos Leys- los “primitivos” tienen mucho que enseñar a los “civilizados”.

Unas costumbres tan exquisitamente civilizadas como éstas deberían avergonzarnos. Tal fue mi sentimiento la otra mañana; me habían despertado los chirridos de una sierra mecánica que trabajaba en el jardín de mi vecino, y, desde mi ventana, pude ver cómo éste –aparentemente sin haber hecho ninguna ceremonia previa- dirigía la tala de un magnífico árbol que daba sombra a nuestro rincón desde hacía medio siglo. Las grandes aves que anidaban en sus ramas (una variedad de cuervos desconocida en el hemisferio Norte y que, lejos de graznar, tiene un canto prodigiosamente melodioso), espantadas por la destrucción de su hábitat, revoloteaban en vuelos frenéticos, lanzando desgarradores chillidos de alarma. Mi vecino no es un mal tipo, y nuestras relaciones son perfectamente corteses, pero me hubiera gustado cuando menos saber la razón de su sorprendente vandalismo. Intuyendo sin duda mi curiosidad, me anunció alegremente que sus arriates tendrían en adelante más sol.

Concluye Simon Leys con una cita de Paul Claudel a la que es difícil dar crédito. “En su Diario, Claudel menciona una explicación parecida dada por un vecino suyo de campo que acababa de talar un olmo secular por el que el poeta sentía apego: ‘El árbol ese daba sombra y estaba infestado de ruiseñores’.”

jueves, 15 de junio de 2017

Dilemas de cortesía


Pocos lugares comunes son tan visitados como el que dice que los tiempos han cambiado. En tecnología, clima, mundo del trabajo, relaciones sociales. En este último rubro, ello se hace patente en el vínculo entre mujeres y varones; unos y otros están construyendo un nuevo lugar y en ese proceso no son pocas las incertidumbres que se presentan. Sergio Zabalza comenta una situación que lo tuvo como protagonista.

Semanas atrás me encontraba sentado junto a otras personas en una sala de espera, y mientras dejaba pasar el tiempo absorto en mis pensamientos entró una mujer. Como en el espacio no había sillas disponibles, me incorporé para ceder el asiento. La señorita me miró con cara extrañada y casi con fastidio me hizo un gesto que lo decía todo, o sea: ni gracias. Un tanto perplejo, decidí no volver a sentarme y permanecer de pie.
Ahora pienso que esa silla vacía era una metáfora de la desorientación que muchos hombres experimentan ante el cuestionamiento de los códigos y semblantes que, hasta no hace mucho tiempo, pautaban las relaciones entre los sexos, para decirlo todo: hoy muchos tipos no saben bien cuál es su lugar ni cómo ponerse.
Algo parecido sucede al subir a un colectivo o tomar un ascensor: en ciertas ocasiones el gesto de dar prioridad a la dama es considerado una actitud machista, sexista y paternalista que atenta contra la igualdad entre los sexos. No descarto que sea así, y que las damas en cuestión tengan sus fundadas razones para actuar de esta manera, solo que también hay muchas otras cuya manera de pensar es diametralmente opuesta: aprecian el gesto de cortesía y en caso de que no se les conceda, descalifican al varón en cuestión por mal educado o desconsiderado.

Como a Zabalza le preocupa la posibilidad de no expresarse con claridad lo que podría dar lugar a malentendidos, insiste en que sus reflexiones no están guiadas por la nostalgia que llega del pasado sino por la incertidumbre que surge en el hoy.

Insisto, considero tan válida la posición de las mujeres que rechazan la cortesía sexista como las que la agradecen y esperan. Sólo me interesa destacar la encrucijada en las que muchos varones quedan atrapados ante el vértigo con que los nuevos tiempos y acontecimientos reformulan códigos y expectativas de convivencia.

Así las cosas, los viejos manuales de urbanidad y cortesía deben ser revisados a la luz de los nuevos tiempos.

martes, 13 de junio de 2017

Autoevaluación


Evaluar el trabajo de los demás suele ser más fácil que hacerlo con el propio. Y los escritores no están exentos de ello.

Isaac Bashevis Singer estaba escribiendo una novela cuando hizo una acotada consulta pública para recibir opiniones de otros. “Le mostré a mi hermano el primer capítulo de mi novela y su reacción fue favorable.” Procuró otras sentencias ya no tan fraternales. “Abe Cahan, el editor del Forverts, también lo había leído y publicó una nota elogiosa acerca de él.”

Pero más allá de esta retroalimentación positiva, había algo que no convencía a Bashevis Singer en cuanto a las virtudes de su trabajo (“yo sabía que algo fallaba en esa novela”) y que lo resumió en la siguiente forma.

En mi cuaderno de notas tenía apuntadas las tres características que una obra de ficción ha de poseer para triunfar:
1. Su argumento debe ser preciso y cargado de suspense.
2. El autor debe sentir un deseo apasionado de escribirla.
3. Ha de tener la convicción, o al menos la ilusión, de que es el único capaz de abordar ese tema  concreto.                                            

Isaac Bashevis Singer estaba muy lejos de ser autocomplaciente por lo que su fallo es terminante: “De estos tres requisitos, empero, a esa novela le faltaban todos, y en especial mi pasión a la hora de escribirla.”

Es posible que el potencial lector de estas notas se pregunte: ¿cuál fue el destino de aquella novela?, ¿qué pasó?, ¿abandonó el proyecto?, ¿la reescribió?

Si usted se entera, sabremos agradecerle que nos pase el dato.

jueves, 8 de junio de 2017

La ley del silencio


El gremio devenido en corporación exige silencio solapador entre colegas, solidaridad muda, complicidad de cuerpo. Esto sucede con agrupaciones legales así como con las que se sitúan al margen de la ley. La fidelidad a los menos significa traición a los más. Nosotros y ellos; los de dentro y los de fuera. Al fin que todos tenemos nuestro día para celebrarnos y agradecernos favores.

Esta peculiar manera de entender la lealtad habita en casi todos los oficios y profesiones: clérigos, policías, líderes sindicales, jugadores de futbol, vendedores de crucero, maestros, burócratas, etc. Pero claro está que sus consecuencias no siempre son de la misma magnitud. Basta con un ejemplo sucedido en España y que relata, en su personal estilo, Arturo Pérez-Reverte.

En el ejercicio de la Sanidad, como en todos los oficios del mundo, hay artistas y chapuceros, gente de bien y cagamandurrias. (…) Esto viene a cuento porque la hija de unos amigos (…) María, se llama la enana, tuvo un esguince por el que le escayolaron la pierna. Pero se lo hicieron mal, inmovilizándole el pie en posición incorrecta, y ahora lo lleva como una pata de hipopótamo, y tendrá problemas circulatorios -tiene once años- el resto de su vida.

Después de reprimir sus ganas de actuar directamente sobre el galeno, el padre de la niña afectada comenzó a recorrer la vía legal. Sólo que para ello requería el juicio conocedor de los expertos, que casualmente eran colegas de quien había sido responsable del estropicio.

Empezó a llevar a su hija a diversos médicos, a fin de que certificaran la desgracia; mas, para su sorpresa, aunque todos se indignaron con la chapuza, cuando se les pidió un dictamen médico por escrito, ninguno accedió a proporcionarlo. Hasta hubo quien llegó a decir que no podía, moralmente, desautorizar a un compañero de profesión. El caso es que la chiquilla seguirá con su pie fastidiado de por vida, el matasanos que se lo desgració continúa ejerciendo como si nada, el padre de María está ahorrando para comprarse una escopeta del doce con cartuchos de posta, y cualquier día salen todos en los periódicos, pero a lo bestia.

Hay que subrayar –tal como lo hace Pérez-Reverte- que esta forma de proceder no es exclusiva de los médicos debido a que “es algo muy frecuente entre las putas, los jueces, los políticos y los periodistas, por citar unos cuantos ejemplos más o menos respetables”.

martes, 6 de junio de 2017

Escritor, un oficio poco serio



Hay escritores que provocan admiración y envidia pero muchos inspiran lástima o desconcierto. Pío Baroja –citado por Francisco L. Urquizo- describe el diálogo sin desperdicio que mantuvo con su padre al comentar la posibilidad de convertirse en escritor.

Pensando y pensando entonces en lo triste que es no tener un cuarto y no sentirse con aptitudes para nada, se me figuró que quizás sirviera yo para literato.
-¿Qué te parece, papá, si me metiese a escritor?
-Pchs..., bien –me contestó mi padre, encogiéndose de hombros. En España es la profesión de todos los inútiles. Se dedican a ella los que no pueden ser abogados, ni tenientes, los que salen mal en las oposiciones a Correos y Aduanas... Siempre es más fácil hacer una zarzuela o un artículo de periódico que un mal cerrojo.
-¿De modo que no te parece absurda la idea?
-No. En España no hay nada absurdo más que el trabajo, la iniciativa y la generosidad..., lo demás, no.
-Pero, bueno; ¿te parece bien o no que me meta a escritor?
-Hombre, casi preferiría que te metieses a torero.
Comprendí que no le había gustado la idea, pero como no se me ocurrió otra cosa, me puse a escribir poesías, artículos para periódicos, novelas y aquí estoy como ustedes lo están viendo.

No sólo de la familia provienen las reacciones que inspiran los escritores. También sucede con conocidos y amistades; Carmen Martín Gaite comparte su experiencia al respecto.

(…) Luego ella me preguntó que si yo tenía novio. “Sí, señora, aquel de allí.” “¿Y qué hace?” “También escribe” –dije yo tras una vacilación-. Carmen Isasi, mientras detallaba el perfil aguileño de Rafael, emitió un profundo suspiro. “¡Ay, pobre!” –se limitó a comentar. No sé si se refería a él o a mí.

Una situación peculiar que se da con los escritores es la idea de que se dedican a algo que es muy fácil, que cualquiera podría hacer. Arturo Pérez-Reverte refiere algo que lo tuvo como protagonista: “(…) vino uno que me dijo: ‘Ah, don Arturo tal y tal. Pues es que yo quiero escribir una novela’. ‘¿Sobre qué?’, le pregunté. ‘Ah, no sé, quiero escribir una novela’. Y le dije: ‘¿Y por qué no compone usted una canción?’. ‘No, no, una canción es muy difícil’. En fin…”

Tal vez sea por ello que cuando topa con la burocracia, el literato se ve en serias dificultades, tal como le sucedió -de acuerdo a lo narrado por Silvina Friera- a Luis Sepúlveda.

En la era de la grafomanía, el oficio de escritor no se considera tal. Cualquiera puede “ejercerlo”, basta con escribir un relato o algo que se le parezca. El chileno Luis Sepúlveda siempre se acuerda de un oficial de aduanas de Quito. “Cada vez que tenía que mendigar una visa me preguntaba la profesión. Cuando le contestaba: ‘Escritor’, repetía: ‘Le he preguntado la profesión’.” Muchos, como ese oficial de aduanas, creen que los escritores escriben cuando tienen “mal de amores”, cuando hay luna llena o, con suerte, cuando reciben la visita de esa extraña dama llamada Inspiración.

Y es que hay que ser serios, ¿cómo hay gente a la que se le ocurre dedicarse a eso?

jueves, 1 de junio de 2017

Miradas que iluminan


Los escritores vienen en diversas presentaciones: excéntricos o discretos; sencillos o con egos talla grande; habladores o reservados; prolíficos o con obra escasa; etc. Eso sí, tienen en común la mirada que ilumina, la que pudo ver lo que otros no o que habiéndolo visto no supieron expresarlo. Por eso a veces al leer algo nos preguntamos por qué nosotros no lo escribimos antes, tal como señala Aldous Huxley.

Los artistas (…) reciben de los hechos mucho más que el resto de los hombres, y pueden transmitir lo que han recibido con una peculiar fuerza de penetración, que introduce profundamente en el espíritu del lector cuanto le comunican.
Una de nuestras reacciones más habituales ante una buena obra literaria se expresa por medio de la fórmula: “Esto es lo mismo que yo he pensado o creído siempre, pero sin acertar nunca a expresarlo claramente por medio de palabras, ni tan siquiera para mí mismo.”

En síntesis, se trata de saber ver y saber contar.

Hay casos en que la mirada del escritor se detiene en la vida de otra persona que no se dio cuenta del verdadero alcance de lo que le sucedió. Juan Villoro ofrece un ejemplo de ello.

Para escribir Relato de un náufrago, Gabriel García Márquez interrogó al protagonista con un interés que él no se había concedido a sí mismo, aún absorto ante el milagro de estar a salvo. La mirada externa del cronista transformó al superviviente en relator y primer lector de su aventura.

Así fue como el protagonista pasó a ocupar su lugar gracias a la mediación del escritor que descubrió la trascendencia de lo acontecido.

Pero en otros momentos el escritor ni siquiera debe ir tan lejos para encontrar material. Abelardo Castillo ilustra el punto.

Te sentís escritor vos mismo, por una decisión tuya en cualquier momento. De pronto has tenido un gran amor, se te ha ido o te has ido, estás deshecho del dolor y de repente, pensás: “¡Qué historia es ésta! Me parece que está para escribirla”. En ese momento, decís: soy escritor. No soy un enamorado, porque el enamorado se mata o sale corriendo a buscar a la persona amada. El tipo que al perder un gran amor piensa “Qué tema para un cuento o para una novela”, ése es un escritor.

Al fin que ser escritor tiene sus ventajas.