La moda, lo que se lleva y da prestigio
lucir, tiene distintas fuentes de inspiración. Una de ellas, y no la menor, es
lo que visten los poderosos aun cuando ello pudiera haberse originado en un
percance, tal como cuenta Noel Clarasó que sucedió con los pantalones
planchados con raya.
Eduardo VII de Inglaterra, hijo de la
reina Victoria, no subió al trono hasta la edad de sesenta años. Había nacido
en 1841, subió al trono en 1901 y murió nueve años después, en 1910. Tenía fama
de muy elegante y a él se debe la moda de los pantalones planchados con raya.
Nadie los llevaba. Un día, cuando sólo era príncipe de Gales, iba a una fiesta,
en coche. Había llovido mucho y el paso de otro coche le salpicó los
pantalones. No quiso ir con los pantalones manchados ni tampoco llegar con
retraso. Entró en un almacén de confección, compró unos pantalones y se los
puso. Los pantalones, por haber estado tiempo guardados en montón con otros,
tenían marcada la raya. El dueño del almacén dio orden de que los plancharan
rápidamente. El príncipe no quiso perder más tiempo y dijo que no, que daba
igual. Y llegó a la fiesta con la raya marcada en los pantalones. Alguien le
preguntó:
-¿Esos pantalones, alteza...?
-Es la última moda.
Y, a los pocos días, todos los elegantes
de Londres llevaban los pantalones planchados con raya.
Según Clarasó esta no fue la única moda
impuesta por tal personaje que se sigue haciendo presente hasta en la forma de
saludar.
Pasaba, durante su largo principado,
mucho tiempo en París. Como es sabido, era un hombre tenido por muy elegante y
los otros elegantes le imitaban. Y así, sin proponérselo, introdujo algunas
modas. (…) un día de lluvia, para no mojarse los bajos de los pantalones, se los
dobló hacia arriba; se olvidó después de desdoblarlos y de este modo surgió la
moda, que todavía dura, de la vuelta en los bajos de los pantalones. Padecía el
príncipe un dolor reumático, que le impedía extender el brazo derecho. Y, al
dar la mano, lo hacía con el codo unido al cuerpo; ademán que se puso de moda y
se convirtió en una forma elegante de dar la mano.
Por su parte André de Fouquières -citado
por Frédéric Rouvillois- anota otro aporte del príncipe de Gales (futuro Eduardo
VII) a la moda de su tiempo
(…) fue un incontestable árbitro de la
moda. El menor detalle de su vestimenta tomaba inmediatamente fuerza de ley y
se imponía a la Gentry [gente bien]. Una vez, el Rey apareció
con el último botón de su chaleco sin prender. De ahí en adelante fue
obligatorio hacer lo mismo en Regent Street y en los Boulevards.
Por cierto, no deja de llamar la
atención esa recurrida expresión de árbitro
de la moda. ¿Será por la arbitrariedad que la misma implica? Es así que, como
sostiene Frédéric Rouvillois, “lo que era un signo de incorrección, de descuido,
el hecho de no abotonar enteramente el chaleco se convierte, porque lo hizo el
soberano y sólo por eso, en una señal de elegancia, una verdadera regla”.
¡Ah, qué cosa! Representando a los
diferentes círculos de poder los árbitros dictan a los ciudadanos de a pie lo
que deben llevar para ser elegantes. Y como no sólo se trata de la forma de
vestir, surge la pregunta inevitable: ¿cuántos pantalones planchados con raya y
cuántos chalecos desabotonados ideológicos no habremos hecho nuestros?
Llegados a este punto es preciso
recordar que la etimología de la palabra elegante
refiere a quien sabe elegir, a quien ejerce su libertad con buen gusto. ¿Será
que en estos tiempos hay mucha gente a la moda pero muy poca que en realidad e
elegante?