jueves, 28 de junio de 2018

Cuando Eduardo VII marcaba la moda


La moda, lo que se lleva y da prestigio lucir, tiene distintas fuentes de inspiración. Una de ellas, y no la menor, es lo que visten los poderosos aun cuando ello pudiera haberse originado en un percance, tal como cuenta Noel Clarasó que sucedió con los pantalones planchados con raya.

Eduardo VII de Inglaterra, hijo de la reina Victoria, no subió al trono hasta la edad de sesenta años. Había nacido en 1841, subió al trono en 1901 y murió nueve años después, en 1910. Tenía fama de muy elegante y a él se debe la moda de los pantalones planchados con raya. Nadie los llevaba. Un día, cuando sólo era príncipe de Gales, iba a una fiesta, en coche. Había llovido mucho y el paso de otro coche le salpicó los pantalones. No quiso ir con los pantalones manchados ni tampoco llegar con retraso. Entró en un almacén de confección, compró unos pantalones y se los puso. Los pantalones, por haber estado tiempo guardados en montón con otros, tenían marcada la raya. El dueño del almacén dio orden de que los plancharan rápidamente. El príncipe no quiso perder más tiempo y dijo que no, que daba igual. Y llegó a la fiesta con la raya marcada en los pantalones. Alguien le preguntó:
-¿Esos pantalones, alteza...?
-Es la última moda.
Y, a los pocos días, todos los elegantes de Londres llevaban los pantalones planchados con raya.

Según Clarasó esta no fue la única moda impuesta por tal personaje que se sigue haciendo presente hasta en la forma de saludar.

Pasaba, durante su largo principado, mucho tiempo en París. Como es sabido, era un hombre tenido por muy elegante y los otros elegantes le imitaban. Y así, sin proponérselo, introdujo algunas modas. (…) un día de lluvia, para no mojarse los bajos de los pantalones, se los dobló hacia arriba; se olvidó después de desdoblarlos y de este modo surgió la moda, que todavía dura, de la vuelta en los bajos de los pantalones. Padecía el príncipe un dolor reumático, que le impedía extender el brazo derecho. Y, al dar la mano, lo hacía con el codo unido al cuerpo; ademán que se puso de moda y se convirtió en una forma elegante de dar la mano.

Por su parte André de Fouquières -citado por Frédéric Rouvillois- anota otro aporte del príncipe de Gales (futuro Eduardo VII) a la moda de su tiempo

(…) fue un incontestable árbitro de la moda. El menor detalle de su vestimenta tomaba inmediatamente fuerza de ley y se imponía a la Gentry [gente bien]. Una vez, el Rey apareció con el último botón de su chaleco sin prender. De ahí en adelante fue obligatorio hacer lo mismo en Regent Street y en los Boulevards.

Por cierto, no deja de llamar la atención esa recurrida expresión de árbitro de la moda. ¿Será por la arbitrariedad que la misma implica? Es así que, como sostiene Frédéric Rouvillois, “lo que era un signo de incorrección, de descuido, el hecho de no abotonar enteramente el chaleco se convierte, porque lo hizo el soberano y sólo por eso, en una señal de elegancia, una verdadera regla”.

¡Ah, qué cosa! Representando a los diferentes círculos de poder los árbitros dictan a los ciudadanos de a pie lo que deben llevar para ser elegantes. Y como no sólo se trata de la forma de vestir, surge la pregunta inevitable: ¿cuántos pantalones planchados con raya y cuántos chalecos desabotonados ideológicos no habremos hecho nuestros?

Llegados a este punto es preciso recordar que la etimología de la palabra elegante refiere a quien sabe elegir, a quien ejerce su libertad con buen gusto. ¿Será que en estos tiempos hay mucha gente a la moda pero muy poca que en realidad e elegante?

martes, 26 de junio de 2018

El lenguaje de los ojos


Que los ojos y la mirada expresan la esencia de la persona está fuera de duda. Allí descubrimos amor y distancia; entusiasmo y depresión; alegría y tristeza; asombro y aburrimiento. Con solo mirarnos quienes nos conocen saben que algo sucede y por ello preguntan: ¿qué te pasa? Isaac Bashevis Singer se refiere al punto. “En alguna parte había leído que el alma asoma por los ojos, y me desconcertaba comprobar cuánta verdad encerraban estas palabras. Había ojos bobos, ojos inteligentes, ojos astutos, ojos llenos de bondad y ojos llenos de maldad, ojos que expresaban alegría y ojos cargados de tristeza.” En síntesis –concluye- “todos ellos transmitían historias que era incapaz de expresar con palabras”.

Por otra parte en tiempos recientes –y debido a grandes luchas que lograron cambios significativos- las mujeres han dado pasos muy importantes en cuanto al reconocimiento de sus derechos (esto no quita que aún hay mucho camino por andar). En el pasado las cosas fueron diferentes ya que sus movimientos eran rigurosamente vigilados, lo que comprometía seriamente el ejercicio de sus libertades. Comenta Javier Sanz que en muchas ocasiones “las mujeres en edad casadera iban acompañadas por sus madres, sirvientas u otros miembros de su familia que impedían la libre comunicación entre las parejas”. Así las cosas tuvieron que recurrir a formas alternativas de comunicación y coqueteo para lo que se valieron de abanicos y lunares postizos. El lenguaje con los ojos fue otra alternativa y Javier Sanz enuncia parte de ese código.

Las claves de aquel lenguaje las publicó en 1891 el periódico Taranaki Herald de New Plymouth (Nueva Zelanda) bajo el título Eye Flirtation:

Guiñar el ojo derecho – Te quiero
Guiñar el ojo izquierdo – Te odio.
Guiñar ambos ojos – Sí
Guiñar ambos ojos a la vez -Nos observan.
Guiñar el ojo derecho dos veces – Estoy comprometido.
Guiñar el ojo izquierdo dos veces -Estoy casado.
Bajar los párpados- ¿Puedo besarte?
Levantar las cejas – Bésame.
Cerrar el ojo izquierdo lentamente – Prueba y ámame.
Cerrar el ojo derecho lentamente – Eres bonita.
Colocar el índice derecho sobre el ojo derecho –  ¿Me amas?
Colocar el índice derecho sobre el ojo izquierdo – Eres guapo
Colocar el meñique derecho sobre el ojo derecho – ¿Estás avergonzado?


¡Qué lejos en algunos aspectos y qué cerca en otros nos encontramos de aquellos entonces!

jueves, 21 de junio de 2018

Despachos informativos de las agencias


Los periodistas deben respetar las reglas del oficio: artículos con un límite de palabras, de preferencia hay que usar lenguaje sencillo, apegarse al manual de corrección de estilo en uso, etc. Lo mismo sucede con los despachos informativos de las agencias de noticias que por lo general repiten un mismo formato.

Federico Campbell explica en forma muy clara cómo es la cosa y qué diferencias existen con otros géneros.

En la novela de aventuras o en el cuento clásico infantil, el clímax se sitúa al final. Sólo en el último momento el Lobo se come a Caperucita. Esa es la conclusión del relato. Si en el cuento policiaco tradicional (el que tiene como sustento un enigma) la identidad del asesino se reserva para el último párrafo, en la nota periodística ha de empezarse por revelar su nombre y todos sus datos cuanto antes, en las primeras líneas. Así, al informar sobre un partido de béisbol, antes de referir los pormenores del juego, el cronista debe empezar por establecer cuál equipo ganó y cuál perdió. “Los Mayos le ganaron a los Potros”, por ejemplo.

Por medio de “Pedro Páramo”, Campbell explica -en forma por demás ilustrativa- las diferencias que existen entre novela y nota periodística.

La novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo, concluye con el asesinato del cacique por uno de sus hijos. Sólo en la última página ocurre la muerte del personaje: “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”.

Una nota periodística sobre el mismo hecho rezaría de la siguiente manera:

COMALA, 3 de mayo (EFE). El cacique mexicano Pedro Páramo fue asesinado hoy por uno de sus hijos, Abundio Martínez, que ya se encuentra preso.
Pedro Páramo descansaba a la entrada de su hacienda de la Media Luna cuando Martínez, uno de los numerosos hijos que tuvo con diversas mujeres de la región, se le acercó y lo atacó a cuchilladas.
Damiana Cisneros cocinera del hombre fuerte de la localidad, dijo que Abundio Martínez se había presentado por la mañana en la Media Luna para pedir a Don Pedro una ayuda y que éste se la había negado. Desesperado, Abundio Martínez necesitaba dinero para enterrar a su esposa que acababa de fallecer. Al caer la tarde, y en completo estado de ebriedad, el hijo del cacique volvió a la hacienda para matar a su padre.

Esto no era de a gratis sino que existían razones por las que al principio de la nota debía presentarse lo más importante de la misma; continúa Federico Campbell         

Los redactores de las agencias, por la inseguridad técnica de las transmisiones y por economía de tiempo, fueron imponiendo poco a poco la estructura de la nota informativa. Se estableció la norma de anunciar de entrada el tema del despacho, por si se cortaba la comunicación, para después enviarla completa.
(...) Cada párrafo que se añade a una nota informativa puede ser el último que lea el lector. La estructura de la noticia está calculada para que el lector suspenda la lectura de la información antes de que el escrito concluya. Con sólo leer la entrada y los primeros párrafos, el lector debe quedar suficientemente informado de lo que sucedió.

El tiempo ha pasado. Los avances tecnológicos han sido notables y con ellos la posibilidad de que la nota no pase completa, se encuentra en lo que va de lo imposible a lo improbable.

Sin embargo el formato en el que las agencias presentan sus notas no ha cambiado mayormente.

martes, 19 de junio de 2018

Los niños que no tienen a nadie


Nota preliminar: si usted no pasa por buen momento, absténgase de leer lo que sigue. Déjelo para otro momento, si es que acaso.

A lo largo de la historia siempre han existido niños abandonados que debieron enfrentar múltiples obstáculos con pocos apoyos en una vida que se les presenta hostil, desolada. Padres que no brindaron a sus hijos lo mínimo que necesitaban para su desarrollo. Estados que no pudieron proteger a sus niños desamparados. Historias de desamor. De ayer, de hoy.

No es difícil encontrar ejemplos y José Luis Melero describe una de estas situaciones de la que tuvo noticia.

En el Hogar Pignatelli [en Zaragoza] convivían los niños abandonados (esos a los que siempre se conoció como expósitos o incluseros) con aquellos otros que pese a tener familia eran allí entregados por carecer ésta de medios para mantenerlos. Los domingos eran los días de visita. A los pobres niños abandonados, a los incluseros, nadie iba nunca a verlos. Esos domingos, sin embargo, siempre había algún alma noble que les llevaba galletas o golosinas. Entonces, una voz sobrecogedora avisaba a estos niños para que se pusieran en fila y recogieran esos obsequios. Y lo hacía con una expresión terrible, entonada con un peculiar sonsonete, que desde que la conocí se me representa una y otra vez con el mismo insistente dolor: “Los que no tienen a nadie”. Así los llamaban y esa era la señal que aquellos niños esperaban para ir a la cola de las golosinas. Me lo contó por primera vez, hace ya algunos años, el pintor Jorge Gay, que vivió en el Hogar Pignatelli pues su padre era allí Jefe de maestros educadores y allí tenía su residencia. Podrían haberles llamado de otras mil maneras, de cualquiera antes que recordarles cada semana, frente a sus compañeros que sí recibían visitas, que ellos no tenía a nadie, que estaban solos en el mundo y que todo lo que pudieran darles dependía de la caridad ajena. ¿Por qué esa crueldad gratuita? ¿Por qué esa insistencia en exhibir su triste orfandad?

Por su parte Eduardo Galeano narra la angustiosa historia de soledad de un niño nicaragüense en temporada de fiestas.

En víspera de Navidad el director del hospital de niños de Managua, Fernando Silva, se quedó trabajando en el hospital hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes de Navidad cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar la Noche Buena... Hizo un último recorrido por las salas del hospital; vio que todo quedaba en orden y decidió salir. A un cierto momento sintió que unos pasos lo seguían; eran unos pequeños pasos suaves, casi de algodón. Se volvió y descubrió que uno de los niños enfermos caminaba detrás de él, en la penumbra. Lo reconoció; era un niño que no tenía padres, ni parientes, ni amigos que lo vinieran a visitar. Fernando reconoció su cara, ya marcada por la muerte, y esos ojos que casi pedían disculpas por existir. Se acercó al niño y este lo tocó con la mano y le susurró: “dígale a alguien que estoy aquí”.

Como dice el clásico: lo demás es silencio.

jueves, 14 de junio de 2018

Comentarios de un apátrida deportivo


Tanto los Juegos Olímpicos como los Campeonatos Mundiales de Fútbol, además de las copas regionales, son eventos que concitan el interés generalizado y constituyen una oportunidad para dar rienda suelta a sentimientos de nacionalismo así como de patriotismo. Los resultados obtenidos en estas justas adquieren importantes repercusiones políticas en la forma en que los pueblos evalúan a sus gobernantes. La mayoría de los analistas valora estas competencias en forma positiva por cuanto canalizan los sentimientos de rivalidad, e incluso de animadversión, por caminos pacíficos (que a veces no lo son tanto). 
En el otro bando, claramente minoritario, se ubican aquellos que cuestionan los sentimientos que se dan cita en estas lides deportivas. Las críticas van de lo mesurado a lo vehemente; a esta última postura responde la opinión de Julio Llamazares publicada en El País el 27 de agosto del 2016. 
“Como carezco del gen del patriotismo no me he alegrado de las 17 medallas ganadas por los españoles en los Juegos Olímpicos de Brasil; quiero decir que no me ha alegrado más que por las conseguidas por los franceses, los jamaicanos o los estadounidenses.” No contento con sus primeras consideraciones, ahonda en su argumentación crítica.
Es más: a veces he deseado que ganaran los rivales de los nuestros ante la efusión de patrioterismo con la que quienes me rodeaban asistían al desarrollo de la competición, comenzando por los periodistas encargados de retransmitirla.
El patriotismo deportivo es quizá una de las manifestaciones más absurdas de ese sentimiento extraño que hace que los nacionales de un país se identifiquen con él aun a costa de excluir a los demás. Que se considere a unos deportistas detentadores de su representación es algo tan infantil que debería hacer psicoanalizarse a la sociedad que cree que, si sus deportistas triunfan, triunfa el país entero, y, al revés, si fracasan, fracasa este también. No digamos ya cuando en el empeño por que sus deportistas demuestren al mundo su superioridad les dopan, como hicieron algunos durante décadas. 
Llamazares entiende la alegría que un triunfo puede deparar a familiares y amigos del deportista pero no comprende que su alcance vaya más allá.
Cuando un atleta salta más que sus competidores lo único que demuestra es que salta más que estos, e igual sucede con los que corren, lanzan el peso o la jabalina, nadan o juegan al voleibol. Que se alegren sus familiares y amigos de sus victorias me parece lógico, pero ¿por qué me tengo que alegrar yo si no los conozco de nada? ¿Porque llevo un pasaporte con la misma nacionalidad que ellos?
Por supuesto que Julio Llamazares no ignora las reacciones y airadas protestas a las que dará lugar su punto de vista.
Mostrarte apátrida deportivo es motivo suficiente, sin embargo, para que te consideren un bicho raro, incluso sospechoso de antiespañol, que es un delito gravísimo para según qué personas. Que no te alegres de que un compatriota gane en su especialidad atlética o no te entristezca que otro pierda una prueba más de fórmula 1 te convierte en sospechoso de no amar a tu país tanto como deberías. Ni que pagues todos tus impuestos, colabores a su mejoría económica y participes de su vida pública, nada te exonerará de ser considerado un antipatriota si no te emocionas al ver a una chica de Huelva jugar mejor al bádminton que su competidora hindú o a un cubano nacionalizado español correr más rápido que sus adversarios. Hasta los catalanes que celebran sus victorias ondeando la senyera merecen mejor consideración que los apátridas deportivos, esos tocapelotas antiespañoles que no solo no celebramos los éxitos de nuestros atletas, sino que nos avergonzamos de ver a nuestros vecinos berrear envueltos en la bandera porque Nadal o Ruth Beitia han ganado una medalla, prueba de nuestra superioridad racial.
Siempre será conveniente –aunque resulte incómodo- leer a quienes van a contra corriente, los que toman distancia de las masas y que a veces aun van más allá atreviéndose a provocar la reacción del pensamiento hegemónico.

martes, 12 de junio de 2018

Literatura y felicidad


Abundan en estos tiempos las campañas de promoción de la lectura de las que por lo general –claro está que existen honrosas excepciones- dudo mucho de sus resultados al partir de la base que el gusto por la lectura se contagia y no se predica. Entre las razones para leer que enuncian estas campañas encontramos que la lectura nos convierte en mejores personas (ya llegará el momento de discutirlo en este mismo espacio) así como que nos conduce a ser más felices. En esto último también discrepo y para ello cito a Antonio Orejudo:

(…) la literatura no tiene por qué hacer feliz a nadie. Si lo hace, estupendo. Pero no es su función. A mí personalmente no me gustan los libros que me hacen feliz. De hecho, salvo los de Los Cinco no recuerdo que ningún libro me haya hecho feliz.

Ello no es obstáculo para que Orejudo deje de reconocer lo que sí le han proporcionado los libros. “Me han hecho pensar, me han incomodado, me han provocado, me han mostrado que las cosas son de otro modo, me han enseñado a pensar y en ese sentido me hacen más libre, sí…”

Sin embargo el que la literatura conduzca a la felicidad constituye una afirmación temeraria que Antonio Orejudo cuestiona.

Pero feliz… Yo soy feliz tomando vino con amigos. Es más, creo que sucede todo lo contrario: la literatura nos hace infelices porque los lectores nos acostumbramos a los argumentos, a los finales cerrados, a los sentimientos sublimes… Y luego, cuando cerramos el libro, nos damos cuenta de que nada de eso existe de verdad.

Es así que la lectura vuelve complejo al pensamiento y por lo mismo invita a revisar los indicadores que conducen a la felicidad porque uno se vuelve más exigente.

Dicen que Daniel Cosío Villegas al comenzar los cursos advertía a sus alumnos para que quienes no quisieran sufrir abandonaran el aula ya que el conocimiento, añadía, duele.

Algo así sucede también con la lectura.

jueves, 7 de junio de 2018

La lluvia amenazada


El acostumbramiento tiene sus innegables ventajas pero también, sin duda, representa riesgos de consideración como el de que la maravilla termine desdibujada por su repetición. En relación a la naturaleza ello sucede con los amaneceres, atardeceres, los cielos estrellados, una ráfaga de viento, etc.

Thomas Merton se rebela ante ello e invita a que valoremos el privilegio que significa que la lluvia sea gratuita, lo que en su opinión podría cambiar en este mundo en que todo parece ser pasible de adquirir cotización en el mercado. “Permítaseme decir esto, antes de que la lluvia se convierta en un suministro público que se pueda planificar y distribuir por dinero.” Sucede que hay quienes no aprecian el carácter festivo que reviste la lluvia y estarían dispuestos a capitalizarla a su exclusivo servicio y convertirla en bien privado.

Eso lo harían los que no pueden comprender que la lluvia es una fiesta, los que no aprecian su gratuidad, los que creen que lo que no tiene precio no tiene valor, y que lo que no se puede vender no es de verdad, de modo que la única forma de hacer que algo sea de verdad es ponerlo en el mercado.

Ante ello Merton advierte que la gratuidad de la lluvia se encuentra gravemente amenazada. “Llegará el día en que nos venderán hasta nuestra lluvia. Por ahora, sigue siendo gratis, y estoy en ella. Celebro su gratuidad y su falta de significación.”

Como en tantas otras cosas, cabe la posibilidad que los peligros que Thomas Merton anunciara (y que en su momento parecieron pura ficción producto de su exacerbada imaginación) pudieran ser en realidad trazos de una literatura de anticipación.

martes, 5 de junio de 2018

Calendarios de pared


Desconozco si sigue existiendo el calendario de pared, pero en caso que así sea está claro que son muy pocos quienes recurren a él y seguramente el progreso de la tecnología tenga que ver algo en el asunto.

En su momento Wislawa Szymborska comentó el Calendario de pared para el año 1973 en la sección de reseñas bibliográficas que tenía a su cargo en la prensa polaca.

¿Y por qué no dedicarle algunas palabras a ese calendario de pared al que le vamos arrancando las hojas? No deja de ser un libro, después de todo, y bastante gordo, ya que no puede tener menos de trescientas sesenta y cinco páginas. Llega a los quioscos en una edición que alcanza los tres millones trescientos mil ejemplares, por lo que se convierte en el mayor best-seller.

Si todo libro requiere una minuciosa revisión por parte del editor, ni se diga en el caso del Calendario.

Exige a sus editores una puntualidad absoluta, dado que su aparición en el mundo editorial no puede retrasarse un año o un año y medio. Requiere una perfección profesional de sus correctores, puesto que el más mínimo error podría remover la conciencia de los lectores. Da miedo solo de imaginar una semana con dos miércoles, o que el día de Sant Jordi usurpe la festividad de San José. El calendario no es como una obra científica a la que se le pueda añadir una fe de erratas. Tampoco es un volumen de poesía en el que los errores del corrector pasan como un capricho de la inspiración.  

Su contenido –continúa Szymborska- es variado e incluye una amplia gama de saberes necesarios en circunstancias muy disímiles.

Hay en él un poco de todo: aniversarios históricos que caen en un determinado día, rimas, grandes frases, chistes (los típicos de los calendarios, por supuesto), informaciones estadísticas, adivinanzas, advertencias contra el tabaco y consejos varios para combatir a los insectos domésticos. Una extraordinaria maraña de materias y enormes disonancias: la más excelsa historia junto a la trivialidad del día a día; sentencias de filósofos rivalizando con pronósticos del tiempo rimados; biografías de héroes acariciando benévolamente los prácticos consejos de la tía Clementina…

En mi caso no tengo reparo alguno en reconocerlo: extraño los Calendarios de pared con todo y su miscelánea informativa.