viernes, 28 de febrero de 2020

José Antonio Labordeta


Hasta ahora nunca había escuchado hablar de él, no tengo la menor idea de su vida. Sin embargo, hay personas que aun siendo desconocidas para uno, nos resultan entrañables. Tal es el caso de lo que me sucede con José Antonio Labordeta a partir de algunos testimonios en relación a su vida.

Comencemos por lo que afirma José Luis Melero.

A pesar de haber estado siempre con los perdedores, José Antonio Labordeta ha ganado todas las batallas. Hermosa y casi irrepetible paradoja. Pocos como él concitan el afecto de miles de ciudadanos que lo ven como un tipo sencillo, honrado y nada pagado de sí mismo. (…) Yo soy su amigo desde hace tantos años que ni me acuerdo. (…) 
Le veía ya seriamente desmejorado y quise darle cariño en vida, que es cuando hay que dar el cariño. He ido durante este último año a verle todas las semanas. Casi siempre dos o tres días por semana. En su casa me juntaba con otros buenos amigos que lo querían tanto como yo. Todos lo mimábamos, le llevábamos libros, los dulces que le gustaban y hablábamos de política, de fútbol, de literatura…, de cualquier cosa con tal de que olvidara que se estaba muriendo. Juana y sus hijas estaban siempre a su lado, atendiendo cualquier deseo, atentas a cualquier gesto de impaciencia. Nunca se quejó. Ni un solo día. Nunca maldijo su suerte ni nos dio la lata con sus dolencias. Solo hablaba bien de todo el mundo: de su médica, de las enfermeras del hospital, de los amigos de Cariñena que querían homenajearle poniendo su nombre a unas botellas de vino, de los políticos que lo visitaban… No había ya apenas sorna ni ironía en sus palabras. Tan solo resignación.

Su muerte fue vivida por Melero en la devastación y el desamparo.

A mí no me importa hoy nada que fuera un icono de la libertades o del aragonesismo; ni que fuera un político querido por todos; ni que haya sido con Goya, Costa, Cajal y Buñuel uno de los cinco aragoneses más importantes de los últimos doscientos años como nos recordaba su querido Eloy Fernández Clemente el día que lo incineramos y llevamos flores a la tumba de Costa. A mí no me importa nada de eso. A mí lo único que me importa es que se me ha muerto mi amigo Labordeta, que no lo voy a ver más y que no sé cómo voy a llenar ese vacío. Y que me costará mucho olvidar cómo me enseñó a no guardar rencor a nadie, a no ser altivo ni soberbio, a no ambicionar bienes materiales y a querer a la familia y a los amigos con pasión y lealtad. A mí solo me importa saber cuándo voy a poder dejar de llorarle.

Otro testimonio es el su colega cantante Víctor Manuel, quien rememora el origen de su amistad.

Nos encontramos por vez primera en 1975, en el barrio de Torrero (Zaragoza) (…) Encontrarte fue como estar frente a un amigo al que conoces de toda la vida, cariñoso a lo aragonés, cercano, tierno...
Te dije cuanto me gustaba tu trabajo, como te admiraba y de un manotazo cambiaste de conversación temiendo que aquello se convirtiera en un merengue. Unos meses después nos encontramos en el Festival de los Pueblos Ibéricos, en la Universidad Autónoma de Madrid, donde 50.000 cantamos contigo el Canto a la libertad.
Te he conocido siempre igual, vertical, inquebrantable. Plantado en el escenario o defendiéndote como gato panza arriba, en el Congreso (…)
Tardará en nacer, si es que nace, alguien más pegado a un territorio, Aragón, más resuelto a cargar sobre sus hombros la historia grande y la intrahistoria; empotrado en su paisaje, hombro con hombro con el paisanaje. Indisolublemente unidos para siempre.

Subraya Víctor Manuel el hecho de que José Antonio Labordeta se mantuviera distante de ciertas prácticas propias de su arte.

En este oficio de cantar nuestro, ya sabes, uno encuentra de todo, meteoritos de una sola canción que desaparecen como el humo; cantamañanas dispuestos a transar pagando el gasto de su propio bolsillo; ambiciosos con la ambición dibujada en el rostro; mentirosos compulsivos; envidiosos corroídos por la envidia... Y tú, al que nunca escuché hablar mal de un compañero, con la sabiduría del que sabe escuchar porque siempre está dispuesto a saber algo que desconoce; al hombre libre que no necesita renunciar a nada para tener el afecto de sus contemporáneos.

Concluye Víctor Manuel expresando su emocionado deseo: “De mayor quiero ser como tú, querido José Antonio”.

Entre sus amigos más cercanos nos encontramos con Luis Alegre quien realza su bondad (aunque ella tenga mala prensa en nuestros tiempos). “Vivimos en un mundo tan malvado que reivindicar la bondad de alguien puede sonar raro, un poquito cursi y hasta revolucionario. Pero eso es lo que era, esencialmente, José Antonio Labordeta: alguien que hizo de la bondad una obra de arte.” Y enuncia las muy distintas actividades a las que se dedicó a lo largo de su vida.

José Antonio Labordeta no se acababa nunca. Dentro de él cabían muchas personas: el poeta, el novelista, el periodista, el profesor, el activista cultural y político, el presentador de televisión, el diputado, el autor de algunas canciones pegadas a la memoria colectiva o el líder moral de una generación decisiva en la historia de Aragón. Pero, sobre todo, dentro de él había un tipo emocionante al que la gente siempre sentía como uno de los suyos.

Para Luis Alegre es de destacar en Labordeta el enorme compromiso con su tierra, con su gente, que tanto lo quiso.

Desde hace unos años, una asociación de empresas cerveceras realiza una encuesta para conocer los personajes -nacionales e internacionales- preferidos por los aragoneses para irse de cañas. Hasta el año pasado José Antonio Labordeta siempre salió el primero. El resultado de la encuesta era de lo más revelador: los aragoneses, realmente, sentíamos total devoción por él. La irrupción de Labordeta en la vida pública aragonesa supuso un subidón de autoestima para nuestra tierra: gracias a él nos aprendimos a querer mucho más y mejor. Los aragoneses nos sentíamos muy orgullosos de "El Abuelo" porque nos devolvía una imagen de nosotros mismos que nos hacía sentir muy bien.
Labordeta sentía debilidad por la España olvidada, como dejó bien claro en el programa Un país en la mochila o en sus años en el Congreso. José Antonio se metió en el bolsillo a muchos ciudadanos que compartían muy pocas de sus ideas pero a los que inspiraba una confianza personal absoluta. Labordeta era el antiarribista y el anticorrupto. No sé si habrá habido algún político en la historia de España en el que se haya percibido tanta integridad y tanta nobleza.
La gente sabía que el amor de Labordeta era verdadero. Por eso la gente lo quería de esa maravillosa manera.

Llegados a este punto recordemos uno de los versos de José Antonio Labordeta

Al fin me voy, al fin me alejo,
al fin os dejo mi soledad.
Al fin y al cabo
todo buen rato
siempre termina por terminar.

Y sí, me sumo a la lista: a mí también me hubiese gustado mucho ir a tomar unas cervezas con José Antonio Labordeta.

jueves, 27 de febrero de 2020

Celos profesionales y robo entre académicos


Podría suponerse que en las altas esferas del trabajo intelectual todo es armonía y colaboración y que no se presentan actos de mezquindad propios de otros entornos.

Se trata de una falsa suposición y Oliver Sacks nos cuenta sus vivencias al respecto.

En el verano de 1967, después de trabajar un año en la clínica de cefaleas, regresé a Inglaterra de vacaciones, y para mi gran sorpresa escribí un libro sobre la migraña en el curso de un par de semanas. Surgió de repente, sin una planificación  consciente.
Le mandé un telegrama a [Arnold P.] Friedman desde Londres contándole que, sin saber muy bien cómo, me había salido un libro, que lo había llevado a Faber & Faber, un editor británico (que había publicado un libro de mi madre), y que estaban interesados en su edición.

Párrafo aparte merece la crítica formulada por uno de los dictaminadores. “Un lector de Faber, sin embargo, realizó un comentario peculiar. Dijo: ‘El libro es demasiado fácil de leer. Hará que la gente lo vea con recelo; dele un enfoque más profesional’.”

Pero volvamos al tema. Sacks esperaba que el maestro se alegraría ante los logros de su discípulo. “Esperaba que a Friedman pudiera gustarle el libro y me escribiera un prefacio.” Pero los hechos tomaron otra dirección. “El telegrama que me mandó de respuesta decía: ‘¡Basta! Interrúmpalo todo’.” Los acontecimientos siguieron su curso.

Cuando volví a Nueva York, a Friedman no se le veía muy amistoso, sino más bien agitado. Casi me arrancó el manuscrito de las manos. ¿Quién me había creído que era para escribir un libro sobre la migraña?, me preguntó. ¡Menudo  atrevimiento! Le dije: “Lo siento, simplemente ocurrió.” Dijo que daría a revisar el manuscrito a una de las máximas eminencias en el mundo de la migraña.
Aquellas reacciones me desconcertaron. Unos días más tarde vi que uno de los ayudantes de Friedman fotocopiaba mi manuscrito. No le presté mucha atención, pero tomé nota mental. Al cabo de tres semanas, Friedman me entregó una carta de la persona que había revisado el texto, de la cual se habían eliminado todas las características que pudieran identificarla. La carta carecía de cualquier sustancia crítica constructiva y real, y estaba llena de críticas personales y a menudo  envenenadas referidas al estilo del libro y a su autor. Cuando se lo comenté a Friedman, me contestó: “Al contrario, tiene toda la razón. En eso consiste su libro: básicamente es basura.” Siguió diciendo que en el futuro no me permitiría  acceder a las notas que yo mismo tomaba acerca de mis pacientes, que todo quedaría cerrado con llave. Me advirtió que no se me ocurriera volver a pensar en el libro, y dijo que  si lo hacía no sólo me despediría, sino que jamás volvería a conseguir trabajo de neurólogo en los Estados Unidos. En aquella época, Friedman era presidente de la sección de cefaleas de la Asociación Neurológica  Americana, y me habría sido imposible conseguir otro trabajo sin su recomendación.

Pero la situación aún guardaba otras desagradables sorpresas para el doctor Sacks.

Cuando se publicó Migraña, me llegaron un par de cartas de algunos colegas perplejos que me preguntaban por qué había publicado versiones anteriores de algunos capítulos con el seudónimo de A. P. Friedman. Les contesté que de ninguna manera había publicado esos capítulos, y que debían formularle esa pregunta al doctor Friedman de Nueva York. Friedman había apostado estúpidamente a que no publicaría el libro, y cuando se editó debió de darse cuenta de que estaba metido en un lío. Yo no le dije nada, y no volví a verlo.

Cuestiones de ego, poder y envidia pueden ayudar a entender estas actitudes tan reñidas con la ética. “Creo que Friedman no sólo creía poseer la propiedad exclusiva del tema de la migraña, sino también la propiedad de la clínica y de todos los que trabajaban en ella, y que eso le granjeaba el derecho a apropiarse de sus pensamientos y su trabajo.”

Concluye Sacks citando otros casos similares que se han presentado en la élite de académicos e investigadores.

Esta desagradable historia -desagradable por ambas partes- no es infrecuente: una  figura paternal y anciana, y su joven protegido, ven invertidos sus papeles cuando el hijo comienza a eclipsar al padre. Lo mismo les ocurrió a Humphry Davy y a Michael Faraday. Al principio Davy le prestó todo su apoyo a Faraday, y posteriormente intentó obstaculizar su carrera. También ocurrió con Arthur Eddington, el astrofísico, y su joven y brillante protegido Subrahmanyan  Chandrasekhar. Yo no soy Faraday ni Chandrasekhar, y Friedman no era Davy ni Eddington, pero creo que entre nosotros funcionó la misma dinámica letal, aunque  a un nivel mucho  más humilde.

Quiero suponer que alertados por tantos ejemplos, los jóvenes académicos actualmente toman providencias antes de compartir los hallazgos de sus investigaciones con los superiores.

miércoles, 26 de febrero de 2020

Tarea compleja la de escribir sencillo


Hay escritores con los que nomás no se puede, no hay ni para dónde hacerse por lo que es recomendable mantenerse a prudencial distancia de ellos. Es posible que en muchos casos no sea su culpa sino de la escasa formación del lector. 
Existen distintos tipos de escritores entre los que encontramos a aquellos que nadie lee (tal vez ni ellos mismos). Otros orientan su obra a la elite intelectual que les puede seguir la letra. Están quienes apuntan al lector de poca o escasa preparación. 
Pero también hallamos escritores que se dirigen a todo el público lector mediante una sencillez de lenguaje que no es nada fácil de adquirir, tal como lo reconoce Pierre Lemaitre.
Es muy difícil escribir sencillo. Es lo más difícil que hay. Escribir de forma barroca es muy fácil. La gente piensa que como es fácil de leer, es fácil de escribir. (…) Una página y media de Nos vemos allá arriba me llevó una semana de trabajo. El lector la lee en 45 segundos. Pero si lo hace en 45 segundos es porque está bien escrita.
Es importante precisar que la sencillez de escritura no necesariamente conduce a la trivialidad y de ello Tolstói sabía mucho: “Cuanto más verdaderamente sabio es un hombre, más sencillo es el lenguaje en el que expresa su pensamiento.” 
Así pues hay quienes en forma accesible escriben sobre temas profundos, lo que –de acuerdo con José Jiménez Lozano- implica mucho trabajo.
(…) la sed no se apaga sino con agua de manantial, y así es la sed de lo que es una narración o un poema que se busca. Lo que pasa es que, para hallar esa agua, hay que cavar un pozo inmenso y que se nos conceda encontrar una veta pura. Porque siempre la claridad –luz o agua- es un don. No se sabe de dónde viene, sólo se sabe que hay que cavar mucho, esperar mucho, y que quizás no se nos dé.

Tal vez por ello en muchas obras de estos escritores no leemos el libro sino que lo vivimos, como Stefan Zweig afirma que le sucedió con Job de Joseph Roth.

Y en estas cuestiones de libros vividos, cada quien tiene su lista.

martes, 25 de febrero de 2020

Respuestas al (sin) sentido de la vida


En este mismo espacio ayer presentamos varias consideraciones a las que unía cierto tono de escepticismo en relación al sentido de la vida. Ahora andaremos otros caminos al traer a colación la opinión de diferentes autores que encuentran o construyen sentido a su existencia.

Cabe precisar que en este terreno preferimos hablar en plural: sentidos de vida que van cambiando en el transcurso del tiempo personal y del social, por lo que el sentido de ayer puede que sea el sinsentido de hoy. En ocasiones la búsqueda se orienta hacia dentro de uno mismo pero con mucha frecuencia la atención está puesta en el afuera; tal vez por ello Juan Gil-Albert afirma que “hay que vivir ilusionados, pero sin hacerse ilusiones.”

Antes de ceder la palabra a los autores convocados, compartiré una experiencia personal. Hace unos meses vi el documental “Monrovia, Indiana” (Frederick Wiseman, Estados Unidos, 2018). La película da cuenta de la forma de vida en esa pequeña localidad de los Estados Unidos y subraya la simplicidad que conlleva: nacer, casarse, tener hijos, trabajar en el campo, participar en las fiestas populares, comer –a veces bárbaramente-, asistir a eventos de gran convocatoria como la exposición de autos antiguos o la feria de colchones, sociabilizar en la cantina, concurrir al remate de vehículos industriales para la faena del campo, tomar parte en ceremonias religiosas en diversas iglesias cristianas, participar en la logia masónica, todo ello en un ambiente de marcado nacionalismo… Los habitantes de Monrovia no viajan (ni falta parece que les hace), no comentan noticias (ni nacionales ni internacionales). La memoria y la tradición son reverenciadas y un ejemplo de ello es la rememoración ante estudiantes de bachillerato de la hazaña del equipo de básquet de la localidad, logro alcanzado hace ya varias décadas… La vida transcurre en casas grandes y camionetas gigantescas. Finalmente el documental muestra las honras fúnebres llevadas a cabo en el cementerio de la localidad para despedir a un insigne ciudadano.

Concluida la película me quedé pensando en la falta de sentido de una vida que transcurre de esa manera, en lo aburrido de esa forma de existencia, en la falta de actividades y horizontes culturales de la ciudad, etc.

Pero poco después se me ocurrió que seguramente lo mismo opinarían ellos de mi forma de vida, a la que no le encontrarían ningún chiste. La tentación de siempre: ver el mundo situándonos en el centro, considerando que nuestra forma de vivir indudablemente es mucho mejor que la del otro.

En realidad cada quien (por supuesto que influido por su identidad familiar y comunitaria) es dueño de encontrar sentidos donde otros jamás los hallarían. En relación a ello, Juan José Millás dice que “(…) el sentido se encuentra allí donde no se busca. El sentido siempre está en la periferia.”

Pero vayamos a las opiniones que habíamos anunciado. Para Andrés Trapiello, retomando a Azorín, el sentido de la vida va tras el instinto.

Al empezar el año, uno (…) cree que puede ordenar algo su vida, y programar las etapas del camino. Más tarde se olvida de ellas, porque olvida el camino de una vida que a menudo no lo tiene. Y si somos vidas sin argumento, la vida, que no tiene un camino trazado, se entrega, sí, como decía Azorín, a su instinto, el único que podrá sacarla del laberinto (…)

Sin embargo, de acuerdo con Simon Leys, “(…) nuestro instinto exige con pasión que las cosas tengan un sentido (…). Una vez pasado, necesitamos dar un sentido a todo cuanto nos sucede de inesperado.” Y concluye recordando la sentencia ya clásica de Nietzsche a este respecto: “podemos soportar el cómo de lo que sea con tal de que sepamos el porqué.

Para Michel Tournier el sentido de la vida va por el lado de la curiosidad, el conocimiento, la admiración, el arte.

Curiosidad, es decir, apetito de descubrir, de ver, de saber. Y también admiración.
No hay nada como la admiración. Exultar porque te sientes abrumado por la gracia de un músico, la elegancia de un animal, la grandeza de un paisaje, incluso el horror grandioso de un infierno, son cosas que dan sentido a la vida. (…) Nuestros límites, nuestras insuficiencias, nuestras pequeñeces tienen su cura en la irrupción de lo sublime ante nuestros ojos. Como dijo Ingmar Bergman, la música de Juan Sebastián Bach nos consuela de nuestra impiedad.

A los escritores -no nos detendremos en ello dado que ya hemos dedicado un artículo al tema- también se les pregunta a menudo acerca del sentido de su escritura, que en muchos casos es lo mismo que interrogarlos por el de sus vidas. Hay respuestas, como la que cita Alejandro Zambra, que constituyen una pieza literaria. Escribo por si acaso, respondía José Santos González Vera cuando le hacían la clásica pregunta sobre el sentido de escribir.”

Hay quienes enfrentan la fragilidad de la vida con una buena dosis de humor y este sería el caso –según comenta Roberto Alifano- de Jorge Luis Borges.

El sentido del humor bien puede ser la clave para comprender la vida o para sobrellevarla. En el caso de Borges era también una forma de escepticismo; consciente de la fragilidad de nuestra existencia, se tomaba en broma y tomaba en broma muchas de las cuestiones a las que otros suelen otorgar una trascendencia inmerecida.

Mientras que para Susan Sontag el valor de la vida reside en el compromiso social que se pone de manifiesto en la atención hacia los otros.

No creo que haya ningún valor inherente en el cultivo del yo. Y no creo que haya cultura (usando el término de manera normativa) sin un estándar de altruismo, de cuidado por los otros. Sí creo que hay un valor inherente en ampliar nuestro sentido de lo que puede ser una vida humana.

Por su parte Miguel García-Baró pone énfasis en el lugar que ocupa la fe para dar trascendencia al trabajo cotidiano, “(…) lo que yo creo que es fundamentalmente el concepto de fe: un algo más que yo no puedo cumplir pero sin lo cuál no tiene sentido la parte de cumplimiento que yo estoy dando a mis tareas evidentes”.

Al mismo tiempo, y por paradójico que parezca, muchos son quienes buscan el sentido de la vida en el sentido de la muerte. Es el caso de Antoine de Saint-Exupéry (citado por Arturo Garcé) “(…) porque lo que da un sentido a la vida da un sentido a la muerte”. Raffaele Mantegazza profundiza en ello al afirmar que en la educación –contrariamente a lo que sucede habitualmente- debe estar presente la muerte porque ello conduce a amar la vida y darle sentido.

Lo que nosotros podemos jugar con la muerte es el juego del sentido. En esta época preñada de muertes insensatas, podemos desafiar la muerte al devolver el sentido de nuestra vida, al exhibir su sentido, el sentido del morir. Para ello se requieren proyectos educativos muy fuertes, suficientemente arraigados y lo bastante trágicos como para erigirse en auténticos desafíos a la muerte, que sólo pueden serlo si se cubren con la dimensión del sentido. (…)
Es necesario mostrar que el verdadero desafío al que hay que invitar a la muerte no es el juego de vivir y morir –que ha inventado ella y es, por lo tanto, su terreno- sino los innumerables juegos que la humanidad ha creado precisamente al borde del límite: el arte, la poesía y el amor.
Desafiar a la muerte no puede significar, por ejemplo, intentar no morir o morir de modo arriesgado, según la moda rock o de forma enrollada. Puede significar, en cambio, colmar de sentido las migajas de vida que, por un instante, hemos sustraído a la muerte. Y para hacerlo hay que llenar de muerte la educación, hacer sentir su escalofrío en las escuelas y en los servicios educativos, para que éstos puedan convertirse en espacios de elaboración de un posible desafío. No a la muerte, naturalmente, sino al morir solos o abandonados, al morir a los 15 años contra un poste eléctrico, maldiciendo o bendiciendo un airbag que no ha querido abrirse.

A lo anterior, Gabriel Rolón añade el factor tiempo. “La vida de un hombre tiene sentido porque el tiempo no es eterno. Por eso me maravillan los relojes de arena, porque con cada grano que cae, me recuerda que nada es para siempre y que un día ni siquiera yo seré.”

Tal vez recorriendo la misma línea que sigue Philip Roth –citado por Rodrigo Fresán- en cuanto a que “(…) la vida es ese breve período en el que estás vivo”, Claudio Naranjo concluye en que “el sentido de la vida es estar vivo”.

Para finalizar de momento con este tema del sentido de la vida, hacemos nuestras las palabras de José Jiménez Lozano cuando afirma que “nunca le pagaremos a Aliosha por el consejo: Amar la vida más que su sentido.”

lunes, 24 de febrero de 2020

El (sin) sentido de la vida


En el transcurso de la infancia a la vida no se le pide que tenga sentido, no lo necesita, ya viene dado. Pero a partir de la adolescencia las cosas cambian cuando, como dice Andrés Trapiello, “a veces uno se pregunta lo impreguntable: y todo esto, ¿para qué?”

La gran mayoría de los mortales somos simples aficionados en el tema pero también existen los profesionales; cuenta Juan Villoro que un día tuvo el siguiente diálogo con su padre

-¿A qué te dedicas?
-Soy filósofo.
-Y, ¿eso qué es?
-Busco el sentido de la vida.
Entonces cuando en la escuela le preguntaban: 
-¿Qué hace tu papá?
Se limitaba a contestar:
-Busca el sentido de la vida….

La pregunta sobre el sentido de la vida se hace presente a lo largo de la historia. Montaigne decía: “Nous n’allons pas: on nous emporte” (No vamos: somos llevados). La cuestión está estrechamente vinculada al tema de la libertad. En la opinión de Azorín las cosas –con salvedades- nos dominan; “el hombre es su circunstancia”. Por ello hay quienes hablan del “circunstancialismo” propio de la vida.

Claro está que las respuestas son muy variadas, entre ellas la de quienes no le ven ningún sentido. Según Juan José Millás: “Si se habla tanto del sentido de la vida, es porque no lo tiene. (…) El lenguaje se inventó para nombrar lo ausente. Lo presente está ahí, al alcance de las manos o de la vista.” Por su parte Philip Roth –citado por Rodrigo Fresán- reconoce: “Había aprendido la peor lección que la vida puede enseñarte: que no tiene ningún sentido.”

Así las cosas, al percibirnos deshabitados de sentido corremos en varias direcciones para encontrarlo. De acuerdo con Félix de Azúa: “El sexo, el turismo y el deporte son hoy los constituyentes del sentido de la existencia.” En este contexto la sociedad consumista hace su agosto, ofreciéndonos todo tipo de productos que, nos promete, llenarán nuestro vacío.

Pero todo parece indicar que las cosas son más complejas y la respuesta no va por ahí o no va únicamente por ahí. Paul Watzlawick aborda el tema e ilustra su opinión con situaciones que proceden del trabajo en clínica. “He tenido la oportunidad de trabajar profesionalmente también con millonarios y he podido comprobar una y otra vez que el cuarto coche de lujo o el tercer abrigo de piel de la consorte no representan, sin embargo, el sentido de la vida.”

Tampoco faltan quienes pretenden encontrar el sentido jugándose la vida en situaciones más que temerarias; Raffaele Mantegazza narra una historia a ese respecto.

Entre los juegos preferidos por los jóvenes alemanes destaca uno que goza de gran popularidad. Nos lo cuenta Stefano Pistolini en su hermosísimo libro sobre los adolescentes [Gli sprecati]: se trata de robar un coche provisto de airbag y conducirlo a gran velocidad contra un muro o una barrera; si el airbag se abre, se gana, en caso contrario, se pierde. Nada nuevo se puede decir si recordamos el desafío al tren de la película Stand By Me (Cuenta conmigo). ¿Típicas modalidades adolescente de relacionarse con el sentido del límite? Más trágicamente, ¿juegos perdedores para generaciones perdidas? (…)
Es el completo sinsentido lo que distingue al juego del airbag de los ritos iniciáticos.

Sin embargo el escepticismo en relación al sentido de la vida desemboca en distintos caminos, como el de fortalecer otras actitudes en la persona. José Jiménez Lozano se refiere a ello.

L. Durrell habla de un aristócrata griego, amigo suyo y amigo de la filosofía, que decía espléndidamente que “la filosofía es una duda que vive en uno como una lombriz que causa palidez y falta de apetito. De pronto, un día despierta uno y comprende con total certeza que el noventa y cinco por ciento de las actividades de la especie humana… no tienen sentido alguno para uno mismo. ¿Qué va a ser de uno?”.
De ordinario, que queda absolutamente potenciado el sentido del humor. Pero también el de un amor más intenso a este extraño y admirable mundo.

Y contrariamente a lo que pudiera suponerse la fe no entra en contradicción con la incertidumbre de sentido; Thomas Moore –citando a Nicolás de Cusa- alude al punto.

Nicolás de Cusa, ciertamente uno de los teólogos más profundos del Renacimiento, nos cuenta cómo viajando en un barco comprendió súbitamente, en una especie de visión, que debemos reconocer nuestra ignorancia de las cosas más profundas. Descubrir que no sabemos quién es Dios ni qué es la vida, dice, es el aprendizaje de la ignorancia: de la ignorancia del sentido y el valor de nuestra vida.

Recuerdo la entrevista realizada, hace ya unos cuantos años, por un periodista español al padre Mateo, salesiano uruguayo que narraba las condiciones muy difíciles en que desempeñaba su labor junto a personas en situación de calle. Al final de aquel encuentro el periodista preguntó: “¿Y si Dios no existe?, ¿y si no existiera otra vida?” El padre Mateo reflexionó unos segundos y respondió con una pregunta: “¿Y a usted quién le dijo que yo lo hago por ello?”

La seguimos mañana. Hasta entonces.

viernes, 21 de febrero de 2020

Camilo José Cela y los anuncios clasificados


Una afición compartida entre los escritores es la de recopilar distintos materiales de prensa. En el caso de Camilo José Cela se dedicó a coleccionar anuncios publicados en diversos periódicos y es posible que se inspirara en algunos de ellos para ciertos pasajes de su obra. Eso sí, se quejaba porque el paso del tiempo -y los cambios en los comportamientos públicos que trajo consigo- hizo que algunas piezas de su colección ya no suscitaran sorpresa alguna. “Mi colección de anuncios por palabras ha sufrido un rudo embate con esto del descaro de los sentimientos y la erotización de las costumbres.” Sin embargo algunos de ellos conservaron plena vigencia.

Una de las perlas de mi colección, en esta esquina del desacato al sexto mandamiento, había nacido en las páginas de El Liberal de poco antes de la guerra y decía así: “Viuda joven, saludable y bien parecida desea protección caballero formal preferible funcionario o sacerdote”.

Otro notable coleccionista de anuncios fue Eulalio Ferrer (tal como ya lo hemos referido http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2017/09/eulalio-ferrer-y-los-anuncios.html, http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2017/09/eulalio-ferrer-y-los-anuncios_14.html y http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2017/10/eulalio-ferrer-y-los-anuncios.html). Ferrer destaca algunos textos recopilados por Cela.

Confiesa Cela que entre todos los anuncios que glosó ninguno se aproximaba ni en belleza, ni en concisión, ni en posibilidades al que vio publicado en el periódico inglés “Westminster Herald”, con este misterioso texto: 
Deseo cambiar traje de novia, ajuar y otros accesorios, por pistola en buen uso.

Para concluir esta pequeña muestra citemos otros materiales seleccionados por Cela y que retoma Eulalio Ferrer.

Del mismo periódico proceden dos anuncios de una dama norteamericana que fueron seleccionados por su extravagancia. Decía el primero:
Se vende marido barato, con equipo completo de caza y pesca incluyendo perro de caza.
Tras de recibir 60 respuestas, la dama hizo saber en el segundo anuncio:
Marido invendible. Todo el mundo quiere el perro, nadie el marido.

jueves, 20 de febrero de 2020

Una historia en el metro


Aun no se ha hecho un más que merecido reconocimiento público a los medios de transporte en su calidad de proveedores de relatos. En trenes, barcos, autobuses, aviones, automóviles, microbuses, tienen lugar sucesos que dan ganas de contarlos. Claro está que en este entorno el metro ocupa un lugar destacado y como muestra de ello va la historia que comparte Juan José Millás.

En el metro, sentado, con el aire acondicionado golpeándome en la nuca. Voy leyendo un libro de poemas que de vez en cuando me obliga a levantar un poco la vista, para dirigir un verso. Levantar la vista, dada la posición inclinada de mi cabeza, significa tropezar con los pies de los viajeros. Veo zapatos menesterosos, calcetines caídos, bordes desgastados de pantalones. También las piernas desnudas de las mujeres con falda. En esto, entre todo ese muestrario, descubro un pie maravilloso, prácticamente desnudo, con las uñas pintadas de un rojo intensísimo. La sandalia sobre la que se asienta, de tacón de aguja, solo tiene dos tiras, la del talón y otra muy delgada que atraviesa en diagonal la extremidad. El erotismo clásico que desprende el conjunto me obliga a regresar, avergonzado, al libro. Entonces me doy cuenta de que solo he visto un pie, no su pareja. La busco por los alrededores sin resultado alguno, y cuando levanto la vista siguiendo la línea del cuerpo advierto que pertenece a una chica a la que le falta una pierna. Lleva una falda muy ligera, por encima de la rodilla, y sustituye la pierna ausente (la derecha, a la altura, calculo, del muslo) con una muleta sorprendentemente ligera y funcional. Es muy guapa y va muy bien arreglada, con los labios pintados del mismo rojo intenso que las uñas del pie y una melena negra, muy espesa, que le llega a los hombros. Le calculo unos treinta años. Me levanto, le ofrezco mi asiento y lo acepta con una sonrisa de gratitud.

Los protagonistas de este encuentro descubrirán que tienen algo en común: el gusto por la poesía y más concretamente por la obra de una reconocida poeta.

Una vez sentada, hace el gesto de querer decirme algo. Agacho la cabeza para colocar la oreja a la altura de su boca y me dice:
-Me encanta esa poeta.
Se refiere a Idea Vilariño, la autora del libro que iba leyendo yo. A continuación, casi en un susurro, recita unos versos suyos que precisamente acabo de leer:
-“Qué fue la vida / qué / qué podrida manzana / qué sobra / qué desecho.”

Llegará el momento en que cada quien seguirá su camino y es cuando Millás formula algunas preguntas.

Me pongo en pie aturdido, con la respiración entrecortada, preguntándome por qué el destino nos envía, sin avisar, estos ángeles que entran en nuestras vidas y salen de ellas como una corriente de aire.
En efecto, dos paradas más allá, la chica sin pierna se incorpora sobre su sandalia de tacón de aguja, me lanza una sonrisa de afecto y abandona el vagón. Durante unos instantes, la veo caminar por el andén como una gaviota que tuviera dificultades para emprender el vuelo, arremolinándose la falda en torno a la ausencia.

Y es que como dice Idea Vilariño

Todo es muy simple mucho
más simple y sin embargo
aún así hay momentos
en que es demasiado para mí
en que no entiendo
y no sé si reírme a carcajadas
o si llorar de miedo
o estarme aquí sin llanto
sin risas
en silencio
asumiendo mi vida
mi tránsito
mi tiempo.

miércoles, 19 de febrero de 2020

Oliver Sacks y la bendición de llegar tarde


Ya nos hemos referido al testimonio de Oliver Sacks en relación al difícil periodo de su vida en que fue adicto a las drogas, en particular a las anfetaminas. Cuenta que por aquel entonces lo invitaron a una singular fiesta.

Polvo de ángel, ¡qué nombre tan dulce y atractivo! Y también engañoso, pues sus efectos estaban muy lejos de ser dulces. Dado que en la década de 1960 era un impulsivo consumidor de droga, estaba dispuesto a probarlo todo, y, conociendo  mi curiosidad peligrosa e insaciable, un amigo me invitó a participar en una “fiesta” de polvo de ángel en un loft del East Village.

El azar, los imponderables de la vida, la casualidad o el destino –como quiera llamársele- hicieron que aquel día llegara tarde y describe el panorama con el que se encontró.

Llegué un poco tarde -la fiesta ya había comenzado- y cuando abrí la puerta me encontré con una escena tan surrealista, tan delirante, que el té del Sombrerero Loco parecía, en comparación, un ejemplo de cordura y decoro. Había casi una docena de personas, todas ellas sonrojadas, algunas con los ojos inyectados en sangre, varias se tambaleaban. Un hombre profería gritos estridentes y saltaba sobre el mobiliario, quizá pensando que  era un chimpancé. Otro “despiojaba” a su vecino, arrancándole insectos imaginarios del brazo. Uno había defecado en el suelo y jugaba con las heces, haciendo dibujos en ellas con el dedo. Dos de los invitados estaban inmóviles, catatónicos, y otro hacía muecas y balbuceaba un fárrago que sonaba como las “ensaladas de palabras” de los esquizofrénicos. Telefoneé a urgencias, y todos los participantes fueron trasladados a Bellevue. Algunos tuvieron que permanecer hospitalizados durante semanas. Me alegré enormemente de haber llegado tarde y no haber probado el polvo de ángel.

Concluye el relato con observaciones propias de su experiencia como neurólogo.

Tiempo después, cuando ya trabajaba de neurólogo en el Hospital Estatal del Bronx, vi a algunos pacientes a los que el polvo de ángel (fenciclidina, o PCP) había precipitado a estados pseudoesquizofrénicos que a veces duraban meses. Algunos también sufrían ataques, y descubrí que muchos mostraban un electroencefalograma muy anormal incluso transcurrido ya un año desde que probaran el polvo de ángel. Uno de mis pacientes asesinó a su novia cuando los dos estaban colocados de PCP, aunque no recordaba nada del hecho. (…)
El PCP se introdujo originariamente como anestésico en la década de 1950, pero en 1965 ya no se le daba ningún uso médico debido a sus espantosos efectos secundarios.

Polvo de ángel le llaman.

martes, 18 de febrero de 2020

Una aproximación a los jóvenes de comienzos del siglo XX


Se trata de una antigua costumbre: personas mayores que hacen consideraciones en relación a la juventud de su tiempo. Es el caso de Luis de Zulueta que en su libro La nueva edad heroica (publicado en 1942 y donde retoma una serie de conferencias suyas que ya cumplieron cien años) alude a los jóvenes españoles.

Al escribir ahora estas páginas en los días de esta segunda guerra mundial, recuerdo que fue cabalmente durante la guerra pasada cuando publiqué mi primer libro.
Formé aquel breve volumen con tres conferencias que, ante un auditorio juvenil, pronuncié en noviembre de 1915 en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Lo titulé “La Edad Heroica”.
Para mí, la edad heroica es la juventud. La edad de los mayores esfuerzos y de las conquistas espirituales decisivas.

El exceso de energía que tienen los jóvenes, en su opinión, lejos de ser un problema constituye una virtud.

Por lo común, los educadores, los padres y maestros –decía yo entonces- creen que hay en la juventud un exceso, un sobrante de energía y vitalidad, que se manifiesta en formas explosivas, a veces francamente reprobables, porque son contrarias a las conveniencias del individuo y a los fines de la sociedad. Y, observando esto, procuran entonces reprimir, contener, enfrenar (enfrenar suele ser la palabra empleada), esa energía excesiva, sin darse cuenta de que, por el contrario, debería ser intensificada y elevada a un plano superior, en el cual se desbordase en manifestaciones más nobles y más puras. 
Nunca, a mi juicio, se peca por sobra de energía; siempre por falta de energía verdadera.

Por otra parte de Zulueta pone énfasis en la importancia de combatir “los males morales” no con la idea de suprimirlos sino de “ahogarlos en la abundancia del bien”.

No deben combatirse los males morales directamente, como si algo fuera preciso suprimir, sino indirectamente, suscitando impulsos mejores, “ahogando el mal en la abundancia del bien”… Los vicios no se aniquilan, se superan.

A poco de haber iniciado el siglo XX –cuando la entonces denominada “Gran Guerra” estaba aun en su primera fase- Luis de Zulueta vislumbraba frivolidad y falta de horizontes en la vida de los jóvenes.

Es preciso hacer sentir a los jóvenes –añadía yo en la primera de aquellas conferencias- que, con todo su bullicio, con todas sus algaradas estudiantiles, viven, en general, una vida pobre, triste, oscura, sin emociones intensas, ajena a los grandes anhelos del mundo. Estudiantes hay en cuyo horizonte mental apenas encontraríamos otra cosa que la sórdida casa de huéspedes (…) el café o el billar con el ambiente lleno de humo de tabaco y de chistes repetidos; la clase a que se asiste rutinariamente para no perder el curso. ¿Qué más? Tal cual retazo de ramplona literatura, el periódico grosero o algún harapo de música chabacana, el cuplé del día, que durará todo el año, repitiéndose centenares, miles de veces, hasta la idiotez.

Y concluye con palabras que al cabo de los años no han perdido vigencia. “No olvidemos lo que significa la juventud. En la juventud es perdido el día en que no se descubre un nuevo horizonte. Es perdido el día en que no se anhela un mundo nuevo.”

lunes, 17 de febrero de 2020

La ascesis, sendero de ida y vuelta


Ya nos hemos referido en este espacio –y lo seguiremos haciendo- al tema de quienes en los primeros siglos d.C. abandonaron su lugar de residencia para dirigirse al desierto en búsqueda de purificación; J. Lacarriére sintetiza el objetivo perseguido.

“Morir en el mundo”, meta fundamental de las ascesis en el desierto, significa, pues, morir en cuerpo y en espíritu. El cuerpo debe estar muerto, debe cesar de  reaccionar normalmente a las necesidades de la carne, debe dominar la sed, el  hambre, la fatiga, el sueño. “Yo mato mi cuerpo porque él me mata”, responde san  Doroteo a Paladio, un día en que éste le interrogaba acerca de las razones de su ascesis. Y si él “mata” su cuerpo, evidentemente, es para forjarse otro para “hacer  purísima la tierra de su cuerpo”; en una palabra, para alcanzar ese estado que los textos ascéticos llaman  apatheia.

Actualmente la apatía está caracterizada por connotaciones negativas pero conviene aclarar que no siempre fue así, tal como lo señala el mismo Lacarriére

En su primera acepción, la apatheia (del griego a y pathos) significa literalmente:   insensibilidad. Se trata de un estado físico que conduce naturalmente a igual  estado de alma. La insensibilidad se convierte entonces en impasibilidad. El  apático no conoce ya la cólera, el miedo ni los deseos; ha excluido de sí mismo  todo el universo emocional; deja de vivir de acuerdo con los dictados del corazón.  Porque el corazón, dice Macario, “es un  sepulcro. Cuando el Príncipe del Mal y  sus ángeles lo habitan, cuando las potencias de Satán se pasean en vuestro espíritu y pensamientos, ¿no estáis muertos para Dios?”. Las  emociones,  según  su bella expresión, encuentran su alimento en “los pastos del corazón”. Es  necesario, pues, para rechazar las emociones e impedir al corazón “regir y gobernar todo el  cuerpo”, prestarse “atención  a    mismo”,  impedir  al  pecado   “pasar a través del corazón y de los pensamientos como el agua discurre a través de un canal”.

Lo que no sabía era que el camino al desierto en algunos casos tuvo regreso, sin que ello significara una derrota espiritual. Nuevamente J. Lacarriére nos ilustra

La ascesis tiene también sus paradojas. Porque un asceta que a fuerza de ayunos  y de oraciones está totalmente “muerto en el mundo”, nada tiene ya entonces que  temer o desear de este mundo. Ya no tiene que huirle. Y aquel desprecio y miedo  del mundo que originaron al principio las primeras partidas para los desiertos,  acabaron por purificarse, por agotarse en su propia realización. Así concluye ese ciclo prodigioso nacido con la aversión al mundo, proseguido por el amor a la  soledad y que encuentra su fin en la extinción de todos los sentimientos. El hombre alcanza entonces ese estado supremo de la ascesis, donde su desposeimiento interior llega a tal punto que puede, añade aún Diadoco de Fotice, “darse a la buena mesa, a la relajación, sin pecado, e incluso sin peligro, puesto que ya no está sujeto a ninguna pasión, y por tanto puede darse a las pasiones  prohibidas”. Por lo mismo, después de años de soledad, puede retornar a las ciudades, a su familia, a sus amigos; abandona el desierto y se mezcla a la muchedumbre.

La radical transformación vivida por la persona durante su estadía en el desierto lleva a que Lacarriére se pregunte si al momento de su retorno al grupo sería reconocido. Su respuesta es contundente: “No” y para dejar las cosas en claro concluye con un ejemplo

(…) ved a san Alejo, de retorno al seno de su propia familia, después de diecisiete años de ausencia: nadie le reconoce, ni su madre ni su mujer; es él mismo y a la vez es otro. En adelante puede vivir donde se le antoje. ¿Qué  importa que esa mujer que le habla como a un extraño sea en realidad su esposa? Ahora es un asceta que ha rebasado los límites de la propia ascesis y puede, sin romper la hesiquía, reír, cantar, darse a los recuerdos. 

Así el asceta, al decir de Lacarriére, “es él mismo y a la vez es otro”.

viernes, 14 de febrero de 2020

Mamá, ¿estás bien?


Hay historias que nos dejan sin palabras, tal como esta que cuenta James Rhodes.

Hace años, una madre roció a sus dos hijos con gasolina y les prendió fuego. Quizá se dio cuenta tarde de que no estaba preparada para la maternidad. Mientras los regaba con gasolina, el líquido le salpicó en los brazos. Cuando prendió la cerilla, ella y sus hijos empezaron a arder.
Uno de los niños ha sobrevivido. Está cubierto de quemaduras, de la cabecita a los pies, tumbado en la cama de un hospital. Su madre, arrestada y con los brazos quemados, puede pasar el resto de su vida entre rejas. Tiene permiso para visitarle. Su hijo sabe lo que ella le ha hecho a él y a su hermano, mira sus vendajes y lo primero que pregunta es: “Mamá, ¿estás bien?”.
Mamá.
¿Estás bien?

Rhodes, reconocido pianista británico, intenta entender. 

Todos necesitamos proteger aquello que amamos. Tanto si ese amor es correspondido como si no. Los padres lo sienten por sus hijos y los hijos por sus padres, incluso si son unos monstruos. Quizás es una necesidad que nos imbuyó Dios al ser concebidos para obligarnos a ser mejor personas. Para poner amor donde hay odio.

En lo dicho al inicio, sin palabras.

jueves, 13 de febrero de 2020

Espionaje de amor


Muchos han sido (y continúan siendo) los regímenes políticos que recurrieron al espionaje para inmiscuirse en la vida de los opositores al gobierno; el comunismo soviético fue uno de ellos. Precisamente en estos días estoy leyendo el libro “Los que susurran” de Orlando Figes que presenta una documentada investigación a ese respecto.

El espionaje procura sacar a la luz aquello que se mueve en el espacio que va de la clandestinidad al sigilo. Sucede a veces que lo hallado está muy lejos de lo buscado y Juan Forn da cuenta de un ejemplo de ello.

[Cuando la mujer de Sergei Dovlatov emigra con la hijita de ambos, a Estados Unidos] él no quiere saber nada con irse, le firma los papeles de divorcio y sale a festejar con los amigos, en un raid etílico que culmina dieciocho meses después, frente a un coronel de la KGB, que le dice, desde el otro lado del escritorio: “Escúcheme, Dovlatov, mire las cartas que le escribe a esta mujer, ¿no se da cuenta de que la quiere? Hágame el favor, acá tiene el pasaporte. Deje de hacer papelones y váyase de una vez”.

Ante tal contundente recomendación formulada por el espía devenido en consejero en materia de amor

Dovlatov llama por teléfono a su mujer desde Leningrado para anunciarle que va para allá. Su esposa le pregunta por qué. “Porque el coronel dice que te quiero”, le contesta él.

No conocemos el final de la historia pero es de suponer que ninguna acción de resistencia pudo intentarse ante tal razón de amor.

miércoles, 12 de febrero de 2020

Se precisan afiladores


Hace ya muchos años que veo circular por las calles de la colonia Santa Cruz Atoyac a un afilador que parece haberse dedicado toda su vida a ello y conserva el mismo equipo de siempre. El silbato con el que se anuncia es inconfundible y forma parte del acervo sonoro de la ciudad.

Aun cuando en otra ocasión nos hemos referido al oficio (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2013/01/el-afilador.html), la evocación de Andrés Trapiello es razón suficiente para reincidir en el tema.

Qué bonita es la rueda de un afilador, qué surrealista de verdad, antes de los surrealistas. Afilaba cuchillos y arreglaba paraguas. La gente llegaba con los cuchillos y tijeras en la mano, se los dejaba, y se iban. Traían también paraguas negros, grandes, viejos, grandes buitres negros, con las varillas fuera de lugar, descoyuntadas, como si se tratase de un saludador que fuese a recomponer sus articulaciones. Yo me quedé a un lado mirando. La piedra esmeril, conectada a un sistema de poleas, daba vueltas impulsada por el estribo que el hombre movía con el pie. Este impelía una rueda grande, de madera, con radios de madera, rodeada de una badana que abrazaba igualmente al torno donde estaba la pequeña piedra esmeril. A un lado, colgando, tenía un cuerno de vaca muy grande y lleno de curvas armoniosas, en el que había agua, con la que mojaba la piedra de vez en cuando, para hacer más fino el vaciado. Creo que me quedé allí tanto tiempo porque estaba arrobado por las centellas que nacían del filo de las navajas y cuchillos al contacto con la muela, como un surtidor de estrellas.

Para los niños de antaño la visita del afilador era acontecimiento que no pasaba desapercibido. “Cuando llegaban los afiladores anunciándose con sus caramillos a nuestro barrio en León, corríamos los chicos y nos disputábamos el lugar en el que pudiéramos recibir aquel chorro de chispas en nuestras manos.”

En cierta ocasión en que Trapiello se encontraba de viaje por Portugal volvió a sorprenderse con su presencia y descubrió que las similitudes son mucho más que las diferencias entre quienes desempeñan este arte.  

El afilador era un hombre ni joven ni viejo, vestido pobremente, con las manos negras, taciturno, ensimismado en su trabajo, que realizaba de modo concienzudo. No le contrariaba interrumpir su labra cuando llegaba alguien a dejar o recoger un cuchillo o un trabajo. Si iban a llevárselo, se lo mostraba antes y lo ponía en sus manos para que comprobasen si había quedado a su satisfacción. Le pagaban unas monedas y se iban, apenas sin hablar. Me quedé hasta que se le acabó la tarea en aquella plaza, sólo por ver cómo plegaba el artilugio, dándole la vuelta y haciendo que la rueda que le había servido para impulsar la muela, se convirtiera en la que le iba a permitir arrastrar su tinglado por aquellas pendientes, y por saber si en Portugal los afiladores se hacían anunciar también con un silbato. Y sí, así fue. Metió la mano en el bolsillo de su americana y sacó el pequeño peine musical que se llevó a los labios, y lo deslizó a uno y otro lado como una flauta de Pan. El sonido que salió era, sin embargo, diferente al que oíamos en nuestra infancia, y al mismo tiempo muy parecido como puede serlo el castellano respecto del galaicoportugués o a la inversa.

¿Dónde encontraremos afilador que saque filo nuevamente a tantas cosas -¡ay, tantas!- que lo fueron perdiendo en el transcurso de nuestras vidas?

martes, 11 de febrero de 2020

Tolstoi, santo patrono de los inicios


Mucho se ha subrayado la importancia de la primera frase en un texto literario y existe consenso en cuanto a que León Tolstoi es uno de los mayores maestros en la materia, al extremo que Simon Leys supone

que incluso aquellos que nunca han leído Ana Karenina reconocerían su frase de apertura: “Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo”.

Para Juan José Millás se trata de “un arranque espectacular”, más allá de si el contenido de la frase es veraz o no.

No tenemos ni idea de si lo que afirma es verdadero o falso. De hecho, se podría aseverar lo contrario sin que nadie nos pudiera contradecir: “Todas las familias desdichadas se parecen las felices lo son cada una a su manera”.
Esto significa que el éxito de la frase no reside en su contenido, sino en su forma, como si contuviera un juego de oposiciones con propiedades hipnóticas. Algo misterioso se remueve en el sótano de esa oración.

En opinión de Amos Oz ese inicio constituye un “contrato filosófico” aun cuando señala que el propio Tolstói, en Anna Karénina y en otras obras, contradice la dicotomía que la frase plantea.

¡Qué difícil seguir escribiendo luego de tener ese inicio! Juan José Millás recrea la escena.

Pero imaginemos a Tolstoi sentado en la mesa, con las cuartillas delante y la pluma en la mano. Acaba de escribir las primeras líneas. Quizá él mismo permanezca asombrado ante un comienzo tan espectacular. Es posible que se haya dicho: “Por hoy basta, seguiremos mañana”.

Por lo pronto Millás reconoce que eso fue lo que le sucedió apenas comenzar la lectura de la obra.

A mí me ocurrió como lector cuando cayó en mis manos por primera vez ese libro asombroso. Leí la primera frase y tuve que cerrarlo para rumiarla. Hasta el día siguiente.

Concluye Juan José Millás formulando algunas preguntas.

¿Sabía Tolstoi que le quedaban por escribir cientos de páginas? ¿Temía que no todas estuvieran a la altura de ese arranque? ¿Imaginaba las habitaciones que tendría que recorrer hasta alcanzar el final de ese edificio narrativo?

En fin que sería recomendable que al comenzar sus obras, los escritores se encomendaran a Tolstoi pidiendo su inspiración.

lunes, 10 de febrero de 2020

Arturo Pérez-Reverte y titulares de amarrar navajas




En este mismo espacio ya nos hemos referido al acierto que significaron algunos titulares en diversas notas de prensa (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2015/03/el-arte-de-saber-titular.html). Ahora veremos otra dimensión del mismo tema.

Si bien hay que reconocer que no es tarea sencilla la de acomodar en pocas palabras el contenido de una extensa declaración, está claro que algunos son especialistas en titular lo que no es. Arturo Pérez-Reverte introduce el tema precisando los costos que ha llegado a tener una desafortunada cabeza de nota: “Conozco a escritores, actores, políticos y deportistas enemistados para siempre con compañeros de profesión o en graves aprietos por un titular infiel.”

El siguiente paso es compartir algunas situaciones de este tipo que lo tuvieron como protagonista; vayamos a la primera de ellas

Hay simplificaciones que son letales, y yo mismo fui objeto de ellas alguna vez, como todos. Mi favorita es la de cuando, tras una conferencia en la que dije que a veces era más reprobable moralmente el político infame que se beneficiaba del terrorismo que el terrorista propiamente dicho, ya que este último corría riesgos y el otro ninguno, un diario tituló, en primera página: “Pérez-Reverte prefiere un terrorista a un político”.

Otro ejemplo refiere a las vivencias del escritor en tanto corresponsal en situaciones de guerra.

Con mi última novela tuve oportunidad de ampliar la hemeroteca. Una revista publicó una entrevista en la que, entre otras cosas, yo decía que la guerra tiene un olor que se queda en la nariz y en la ropa y que tarda mucho en disiparse. Tanto debió de gustarle la idea al redactor jefe o al director, que, en un exceso de celo melodramático, decidieron titular en primera: “Llevo el olor de la guerra pegado a mi piel”. Con lo cual, supongo que con toda la buena voluntad del mundo, me dejaron como un perfecto gilipollas.

Y Pérez-Reverte guarda para el final aquellos titulares que considera deberían llevarse el primer premio en el género.

De todos modos, la perla de mi última presentación novelera es de las que costarían la amistad de amigos y colegas, de no ser porque los amigos y colegas saben, por experiencia propia, con quién nos jugamos los cuartos. Durante una conferencia de prensa, un periodista preguntó si, en mi opinión, Marsé, Vargas Llosa o Javier Marías podrían haber escrito El pintor de batallas, mi última novela. Mi respuesta fue la única posible: con el mismo asunto, mis colegas –amigos, además- habrían escrito magníficas novelas, pero no ésta. Para escribirla así, añadí, necesitarían mi biografía, y cada cual tiene la suya.
El comentario, recogido por una agencia de prensa, fue difundido correcta y literalmente; pero al día siguiente, un diario puso en mi boca, en titulares gordos: “Ni Marsé ni Vargas Llosa tienen mi biografía”, otro precisó: “Vargas Llosa o Marías no habrían podido escribir esta novela”, y un tercero: el premio Reverte me Alegro de Verte al tonto del culo de este año, tituló: “Vargas Llosa es incapaz de escribir esta novela”.

Solamente amistades de muy buena madera tienen las reservas necesarias para sobrevivir a estos titulares.

viernes, 7 de febrero de 2020

Los otros monumentos


Ya deben existir estudios estadísticos que esclarezcan a quiénes están dedicados los monumentos en las diversas ciudades y países. ¿Qué porcentaje a mujeres y a hombres? ¿Cuántos a militares y a civiles? ¿Qué relación hay entre la cantidad de monumentos a políticos, científicos, deportistas, religiosos, etc.? Algo así como dime a quién destacas en tus monumentos y te diré quién eres.

Ahora nos ocupa una variante de este tema. Hace tiempo Noel Clarasó –reconociendo una deuda histórica- propuso que las diversas ciudades y regiones de España emplazaran monumentos a sus productos emblemáticos. A modo de ejemplo hacía algunas sugerencias:

A los higos secos, en Fraga.
A la mantequilla, en Soria.
Al melón, en Colmenar.
Al porrón lleno, en Priorato.
Al tomate y al plátano, en Canarias. 
A la alcuza, en Jaén.
Al espárrago, en Aranjuez.
A la faca, en Albacete.
A la bicicleta, en Eibar.
A la sardina, en Santurce.
Al calcetín, en Mataró.
Al chorizo, en Cantimpalos.
A la butifarra, en Vich.
A la paella, en Valencia.
A la fabada, en Asturias.
A la venencia, en Jerez.

La intención de Clarasó era que su lista fungiera únicamente como punto de partida para dejar sembrada la idea que debería ser enriquecida por las diversas comunidades. De ahí que añada

Y a tantas otras cosas en tantos otros sitios que nutren nuestra arrogancia nacional, y que nos ayudarían a justificarla ante los extranjeros si estuvieran inmortalizados en monumentos, todos con la debida inscripción.

No estaría de más preguntarnos ¿qué monumentos elegiríamos? y ¿dónde estarían emplazados? si decidiéramos retomar la propuesta de Clarasó por estos rumbos.