lunes, 5 de marzo de 2012

Entre diminutivos te veas


Muchos son los autores que han analizado el uso y abuso de diminutivos en el lenguaje cotidiano. Samuel Ramos, Octavio Paz, Santiago Ramírez -entre otros-  han encarado la cuestión de la identidad nacional y en algún momento, más temprano que tarde,  recalan en el tema. Otro autor que se refiere a este punto es Joaquín Antonio Peñalosa “El diminutivo es la salsa de nuestra conversación. Ni es mexicano el platillo sin el picor del chile, ni la conversación sin el dulzor del diminutivo. Por lo que nos entra de picante nos sale de dulzura.”

Como no podía ser de otra manera su uso llega al ámbito familiar ya que como afirma Peñalosa “La familia mexicana (…) compónese de una serie de diminutivos a partir del abuelito y la abuelita, el jefecito y la jefecita, el hermanito y la hermanita, el nietecito y la nietecita hasta llegar al niño chiquito y en dado caso, al huerfanito (…). Ay del ingrato que llame a su abuelita, abuela; ese tal merecería descolgarse del árbol genealógico por ofensivo y desdeñoso con la ‘cabecita blanca’ (…)”. La cosa sigue cuando llega la bebida. “Nuestro huésped comienza la ceremonia ofreciéndonos la inevitable ‘copita’. Cuando todo mundo la sostiene en alto, tensa y trémula en un momento de expectación, alguien irrumpe con la señal esperada: ‘Salucita’. Que es como el tiro de salva para que arranquen los atletas.” Ni qué decir a la hora de la comida, tal como lo indica el mismo Peñalosa

Aquí está ya el primer diminutivo, es decir el primer platillo, que es un "caldito" caliente con "cebollita" picada y su "limoncito" como para asentar el estómago y entrenarlo para el incierto futuro inmediato. Siguen los otros platillos, es decir, los otros diminutivos en serie: una "sopita" de arroz con sus "huevitos" estrellados, una "carnita" de puerco aderezada con la imprescindible, inefable "salsita", y las "tortillitas calientitas, suavecitas" y el fin feliz de los "frijolitos" siempre antiguos, siempre nuevos, sin que se olvide un "platito" de dulce y una "tacita" de café con un bienoliente "cigarrito" del país o "de carita".
Los diminutivos, es claro, se vuelcan en la designación de los antojitos. Ahí están las "patitas" de puerco, el "cabrito" al horno del Norte, el "cochinito" pibil del Sur, los potosinos "nopalitos", los "ceritos" en vinagre, las indecibles "carnitas", la "pancita" y los "machitos" para digestiones a prueba de bomba, las enchiladas llovidas de "quesito", los beatíficos "pambacitos", las "gorditas" tiernas, y la institución nacional de los “taquitos", que el mexicano come a toda hora en una prolífica variedad de más de 150 clases diferentes.

En ocasiones el diminutivo cumple la función de encubrir la desmesura o disfrazar de austeridad al lujo más flagrante; continúa Peñalosa “Cuando el mexicano alude a su casa siempre la designa como su pobre casa, así sea soberana residencia. (...) Tendencia connatural a hacer pequeño lo grande, y más cuando todo esto es pertenencia suya. ‘Tengo una casita en las Lomas de Chapultepec y otra casita en Las Brisas de Acapulco’. Pues pobrecito.” Sin embargo cabe aclarar que los diminutivos aplican tanto para un barrido como para un fregado porque así como disimulan el escándalo de la opulencia, en opinión de Andrés Henestrosa también logran hacer menos lacerante la pobreza.

Así, tú dices, en diminutivo: “Venga un día a casa a comer unos frijolitos”. El diminutivo no es privativo de ningún pueblo, desde luego, no del mexicano; pero en la lengua de los indios, el diminutivo no sólo es la reducción física, digamos, de las cosas, sino que sirve para reducir su pobreza y su tristeza. Y cosa curiosa, pondera. (...)
El diminutivo es una alusión tierna a las cosas. No es lo mismo decir “mi casa” que “mi casita”, no es lo mismo decir “frijoles” que “frijolitos”. La terminación “ito” le pone ternura, resta tristeza, resta pobreza a las cosas.

Tal como se deduce del análisis del multicitado Joaquín Antonio Peñalosa, la gramática ortodoxa le hace los mandados al habla mexicana.

La gramática afirma que las partes invariables de la oración son inalterables, jamás deben modificarse, ni admitir sufijos ni prefijos, siempre fieles a su genio y figura. Pero todo es que llegue el mexicano con su cascada saltarina de diminutivos, y hace variables las partes invariables, como sucede con los adverbios. Ahora, dice la gramática; ahorita, dice el mexicano y, en caso de urgencia, ahoritita; o para imprimirle mayor velocidad, ahorititita. Lo mismo sucede con poquito, muchito, lueguito, despuesito, enseguidita y otras deliciosas arbitrariedades. Puede más el alma que la gramática, la psicología que la lexicografía.
¿Cuál es el secreto de esta micromanía, de este amor trémulo por lo pequeño y abreviado?¿Cuál la fuente de este interminable rocío de diminutivos que empapan hasta el tuétano del habla cotidiana, sino la cálida afectividad, la sensibilidad emotiva de los mexicanos, tan fáciles al amor y a la amistad, con un corazón más grande que el cerebro? El mexicano puede afirmar con permiso de Descartes: Amo, luego existo.

Hay quienes discrepan con esta interpretación tan romántica. Es el caso de Santiago Ramírez cuando señala que en una manifestación muy violenta el macho mexicano “hará uso excesivo del diminutivo inclusive en sus más apasionados ratos de hostilidad; matará en medio tono y con suavidad; cuando entierra un cuchillo en el vientre de su adversario, expresa dulcemente: ‘guárdame este fierrito’”. Juan Villoro alude a otra situación, cuando alguien logra conciliar rencor con amabilidad hundiendo el puñal con extremada cortesía acompañado de la pregunta: “¿No me lo guarda un ratito?”. En fin, que es cuestión de no confiarse demasiado en los diminutivos.

Por último nada queda fuera de esta “diminutivitis” aguda, tal como lo ilustra el monumento a Carlos IV situado en la Plaza Manuel Tolsá (que homenajea al autor de la obra, reconocido escultor y arquitecto) en el centro histórico de la ciudad de México. No es un dato menor el que la mirada colectiva haya olvidado al jinete al centrarse en el equino, que a pesar de sus dimensiones colosales, es conocido popularmente como “el caballito”.

Así las cosas, nada es imposible para un diminutivo que quiera dar de sí.

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