jueves, 31 de julio de 2014

¡Cácaro!


Es propio del lenguaje que existan palabras nuevas mientras otras van desapareciendo ya que en esto del habla también hay natalidad y mortalidad. Una de las palabras que en México se encuentra en peligro de extinción es la de cácaro. Con esa expresión, devenida en grito, el público asistente a una sala de cine llamaba la atención del operario al momento de presentarse un problema (corte, enfoque, sonido) con la película proyectada. En relación a los integrantes de ese oficio, Jorge Ibargüengoitia comenta que el público sólo los recuerda “(…) en momentos de desastre y para insultarlos. Nunca he visto que la gente aplauda porque la película no se cortó” (lo que le permite trazar un símil con lo que sucede a los policías, de los que nadie se acuerda cuando cumplen debidamente con su trabajo).
¿Cuál es el origen de tan curiosa expresión? Un primer indicio lo brinda Joaquín Antonio Peñalosa: “Cácaro –porque el primero de todos, allá por los años veinte, era un cacarizo irreductible a la mejor cirugía plástica- (…) ‘Cácaro, deja la botella’, gritan además algunos que como bien juzgan.” La información que proporciona Carlos Martínez Vázquez permite hacernos una idea más completa del entorno en que se estrenó la expresión.
El vocablo cácaro (…) nació, igual que el México Independiente, un 15 de Septiembre; sólo que no en Dolores, sino en la carpa Cosmopolita, ubicada sobre la Calzada Porfirio Díaz, hoy Independencia (en la ciudad de Guadalajara). (...)
Corrían los tiempos en que el Cine aún no aprendía a hablar y don José Castañeda, dueño del local, debía decir al público, levantando la voz como un falso testimonio, lo que iba aconteciendo en la película; mientras que don Rafael González, de profesión manipulador (...) daba vueltas a la manija para que pasaran las vistas.
A veces, la cinta se trozaba; o, en un descuido, el foco de proyección podía incendiar un buen tramo de la misma. Debido a eso, luego del estreno, las funciones eran cada vez más cortas; hasta el día en que la película comenzaba con 5 4 3 2 1 borronazo... y fin.
Cada vez que acontecía la rotura o quemazón, el señor González se dedicaba a pegar, con éter, las puntas dañadas; para que el espectáculo pudiera continuar.
Los tramos rescatables de cada tarde, producían una fuente de ingresos extra para don Rafita, a quien los muchachos arrebataban materialmente las vistas de sus actores preferidos: Tom Mix, Buck Jones, Bili Boyd & Steve Mc Coy. (...)
Ese día, tal vez por el calor, el éter y la aburrición de ver siempre lo mismo, don Rafa, quien entre otras peculiaridades ostentaba en su cara las huellas devastadoras de una viruela loca malcuidada, se puso a cabecear, soltó la manilla y la cinta fue pasando tan despacio, que doña Mary Pickford parecía que nunca se iba a encasquetar aquel ridículo sombrero; ante la creciente desesperación del público al que le urgía saber si por fin se lo iba a poner o no (El Sombrero de Nueva York /1912/dirigida por David Wark Griffith)
En ese suspense a trois, don Pepe, desesperado, le gritó al operador llamándolo por su apodo: Cácaro.
Éste, con el sobresalto, le dio velocidad a la manivela, así que las vistas pasaban ahora a 78 rpm y la Pickford agitaba su pamela como si estuviera avivando la lumbre de un brasero, con lo que nuestros antecesores, que eran más simples que un viaje de ida, se atacaban de la risa.
Entonces don José, coreado por cientos de voces divertidas, se puso a gritar nuevamente: Cácaro.
Con los avances técnicos es poco frecuente que hoy día se presenten aquellas dificultades que dieron origen, hace ya casi cien años, al grito de: ¡Cácaro!, por lo que es posible que estemos asistiendo a la despedida de una expresión que fuera tan útil.

martes, 29 de julio de 2014

Los invitados


El tema se las trae. En ocasión de un cumpleaños, casamiento o reunión por el sólo gusto, hay que elaborar la lista de invitados; por lo general muchos son los mencionados y menos los elegidos. En el mejor de los casos las invitaciones se formulan en reconocimiento al parentesco y la amistad; en el peor, por intereses inconfesables como: simetría (“ellos nos invitaron cuando fue su evento”), esperanza de ascenso laboral (“es el jefe”), temor a represalias (“si no los invitamos son capaces de cualquier cosa”), etc.


Hay ocasiones en que se da un malentendido al suponer que el invitado estará contentísimo de haber sido sujeto de tal distinción, cuando el pobre en realidad no ve la forma de disculparse. Esto ha dado lugar a la existencia de un verdadero arte de las disculpas, que siempre es deseable se formulen con anticipación y así hay quien inventa viajes, compromisos previamente contraídos y muchos etcéteras. Las hay creíbles y dudosas; a este respecto Alfonso Reyes afirma: “Entre los mil géneros de disculpas prefiero –por pintorescas- las levemente inverosímiles.” Es posible concluir en que las que se presentan a posterior no dejan de ser muy antipáticas: un trabajo de última hora, la enfermedad de un familiar, un malestar agudo… Los lugares quedaron vacíos y el gasto fue hecho.
 

Pero aclaremos las cosas: esto sucede en nuestro tiempo porque en el pasado quien incumplía con el compromiso de concurrir a una comida no alcanzaba indulto, debiendo el anfitrión tomar nota de tamaña afrenta. Veamos lo que señala B.A. Grimod de la Reynière, verdadero especialista en cuanto a las costumbres imperantes en el Antiguo Régimen.

 
Un invitado que ha aceptado una invitación formalmente o con un silencio de veinticuatro horas, debe respetarla como un soldado a su bandera y considerar el compromiso como sagrado. Sobre todo porque tenía libertad de elección. Nada le obligaba a aceptar una invitación hecha por escrito, la única, por cierto, que merece respuesta. Había un día y una noche entera para decidirse, pero una vez que se ha dado el sí, se contrae un compromiso más sagrado que el del matrimonio. Para un hombre de palabra, es más sagrado aún y los deberes que conlleva son tan dulces que, cuando se viola, se es doblemente culpable.
Esto nos lleva a hablar naturalmente de los incumplimientos.
El concepto tiene diversas acepciones en nuestra lengua, pero todas son más o menos peyorativas. Sólo rompe su palabra el que no la tiene, lo que, en casi todas las circunstancias, significa ultraje a la buena fe. Desentenderse de sus obligaciones es sustraerse al deber de cumplirlas, de manera que protestar sus efectos, pedir un contrato de prórroga, pedir tiempo a la justicia, son otras tantas deserciones. De lo que se deduce que, en muchos casos, el incumplimiento es sinónimo de fracaso y de bancarrota.
Romper un compromiso en golosinería es no tener palabra, desorganizar una cena, provocar inquietud y descontento en el alma de un honesto anfitrión, hacerle una injuria mortal y exponerse a no volver a ser invitado por él, pues hace falta una dosis sobrenatural de indulgencia para invitar de nuevo al convidado informal, que ha osado no cumplir con un compromiso.


En su opinión solamente existían situaciones muy excepcionales (y verán que no exageramos) que hacen un poco menos grave la inasistencia. “La más grave enfermedad, un miembro fracturado, la cárcel o la muerte, son lo único que puede excusar un abandono.” Pero para que no nos confundamos, afirma con contundencia: “No lo legitiman, pero al menos lo hacen comprensible.” Claro que en estas situaciones extremas había que aportar las pruebas respectivas, “(…) en los dos primeros casos, es exigible un certificado del médico o del cirujano que señale el estado del enfermo, en el tercero un documento judicial y en el último el acta de fallecimiento, que será enviada junto con la ruptura del compromiso al lugar de la invitación.”

 
B.A. Grimod de la Reynière concluye el punto estableciendo la penalización que debería afrontar quien incumpliera su compromiso con el llamado imperio goloso.

 
Fuera de estos casos no se aceptará otra excusa y, además de sufrir la vergüenza, el infractor se obligará a pagar a todos los anfitriones que conozcan el reglamento de Aze una multa de 500 luises, pagaderos a ocho días vista. Nada es pues más soberanamente deshonesto, más vergonzoso incluso que una ausencia no justificada, y el autor de esta obra lo considera como la más sensible herida que se le pueda hacer a él y a todos los que se enorgullecen de conocer y practicar las leyes del imperio goloso. No, nada hay más insultante que un abandono, como no sea la anulación de una invitación.         


De aquellos ayeres a hoy, mucha agua ha pasado bajo el puente. Prueba de ello es una nota de prensa de hace unos pocos años que da cuenta del problema opuesto: cuando los invitados no sólo llegan sino que luego no se van...
  

Los hemos sufrido todos. Es horrible. En un sentido literal, una tortura. Luego de una larga fiesta o de una buena cena, cuando llega la hora en que el sentido común aconseja dar las gracias, decir que todo estuvo delicioso, que habría que ver cuándo la repetimos y partir, uno o varios de los invitados se transforman, se amarran al sillón, piden otra copa y, sencillamente, no se van.
No se van.
No se van.
Y no se van.
La situación no es cosa de risa. Catedráticos de la Universidad de Middletory, en Calgary, han registrado que 36% de los conflictos conyugales son provocados directa o indirectamente por estos personajes a los que la academia denomina lategoers, mientras que el índice de distanciamiento afectivo se dispara a 73% cuando se produce este fenómeno del invitado pertinaz. En un estudio publicado en el Journal of Abusive Frienship, en noviembre de 1997, se llegó a la conclusión de que la práctica del lategoism se ha incrementado notablemente en los últimos años y amenaza con legitimarse por la lamentable cultura de la informalidad y el florecimiento de las actitudes emocionalmente correctas. Porque te quiero mucho y estoy a gusto tengo todo el derecho de ver el amanecer desde tu sala. El alcohol, la carcajada o el llanto, afirman Larry F. Jhonson y Jane P. Wilcott, sirven como el adhesivo fatal de tan inextirpable presencia. El “triángulo de la perpetuidad”, lo llaman Jhonson y Wilcott.
El drama, señalan los estudiosos, es la condición inerme de las víctimas.
 
 
Y tal vez sea cosa de, como es usual en algunas invitaciones para cumpleaños infantiles, establecer el horario de inicio y de final de la fiesta. Mejor no imaginar lo que opinaría B.A. Grimod de la Reynière al respecto…

jueves, 24 de julio de 2014

La mala fama del 13


Una de las supersticiones de mayor difusión tiene que ver con el número 13 que está asociado a la mala suerte, al aumento de probabilidades de que acontezcan hechos trágicos. La revista Muy Interesante realiza algunas conjeturas al origen de esta creencia.


El trece es un número al que se le otorga mala suerte desde la antigüedad. Trece eran los comensales en la Última Cena de Jesucristo, en la Cábala judía se enumeran 13 espíritus malignos, en el Apocalipsis el anticristo llega en el capítulo 13, y en el Tarot este número hace referencia a la muerte. (…)
El temor desproporcionado hacia el número 13 -el séptimo número primo- recibe el nombre de triscaidecafobia. El término procede de los términos de origen griego triscaideca, que significa “13”, y phobos, que significa “miedo”. (…) Según el investigador Donald Dossey, en Francia llegó a existir un grupo de nobles llamados los quatorziennes (los "catorceavos") que asistían a eventos sociales como décimocuarto invitado cuando por algún invitado cancelaba su asistencia y acudían sólo 13 personas al festejo.


Y como el cliente siempre tiene la razón, no son pocas las actividades en que se procura evitar el número 13 para no ahuyentar a la clientela. Un ejemplo de ello es que los aviones suelen no tener fila 13, pasando de la 12 a la 14 sin escalas. Armando Alonso Piñeiro abunda en los ejemplos
 

Es tal la cualidad maléfica que se le atribuye al décimotercio número, que nuestra civilización ha incorporado este hecho negativo a muchas de sus expresiones. En París y otras capitales europeas, los hoteles evitan denominar la habitación número 13, y saltan del 12 al 14. En muchos países las calles no tienen el 13 en su numeración, y los rascacielos de Estados Unidos también carecen del piso 13; lo reemplazan con el 12 ½. (…) En nuestro porteño barrio de la Boca (en Buenos Aires) ninguna cantina acepta trece comensales juntos a la misma mesa, y cerca de allí, ¿qué barco osaría partir un martes 13?
 

No faltan ejemplos que ilustran lo fatídico que puede resultar el número 13. Gregorio Doval aporta el suyo

 
Según cuentan biógrafos aficionados a este tipo de curiosidades, la vida del compositor alemán Richard Wagner (1813-1883) estuvo marcada por la sombra del núme­ro 13.  Además de nacer en 1813, su nombre y apellido tie­ne trece letras (en alemán, la ch equivale a dos letras) y los números de su año de nacimiento suman 13. Sintió su primer impulso musical un 13 de octubre. Sufrió un des­tierro de trece años. Compuso trece óperas, terminando una de las más famosas, Tannhäuser, un 13 de abril. Esta misma obra, que fue estrenada en París el 13 de marzo de 1845, estuvo cincuenta años sin ser repuesta hasta el 13 de mayo de 1895. Su primera actuación al frente de una orquesta se produjo en Riga, en un teatro inaugurado un 13 de septiembre. Se fue a vivir a Bayreuth a una casa que fue abierta un 13 de agosto y que abandonó un 13 de septiembre. Su suegro, Franz Liszt, le visitó por última vez el 13 de enero de 1883. Como no podía ser menos, Wagner falleció el 13 de febrero de aquel mismo año, en el que, por cierto, se conmemoraba el decimotercer aniversario, de la unificación nacional alemana...

 
Armando Alonso Piñeiro alude al temor que se siente por este número en el medio de las competencias automovilísticas.


El terror por este número no respeta popularidades. El volante Carlos Menditeguy nunca quiso correr cuando le tocaba el 13. Por algo Europa eliminó ese día de todas las competencias automovilísticas. Claro; siempre ha quedado flotando aprensivamente la muerte del corredor inglés Richard Seaman, que se mató con un coche número 13, un día 13, en el kilómetro 13. Había trece coches en aquella carrera antológica, y Seaman durmió su última noche en la habitación número 13 de un hotel de Bruselas.
 

De acuerdo con Luciano Wernicke en el fútbol existe también esta superstición sin embargo no son pocos los jugadores que se atreven a desafiarla.
 

Según la agencia France-Presse, la FIFA evaluó permitir a los equipos presentar una camiseta sin número para el jugador al que se le asignara el “13”, si éste no deseaba utilizarlo por considerarlo de “mala suerte”. También se estudió la posibilidad de reemplazar la “mufosa” cifra por el “23”. No obstante estas alternativas, no se concretó ningún cambio. Es más: varios futbolistas eligieron el “13” porque, por el contrario, lo consideraban un talismán para atraer la buena fortuna. Uno de ellos fue el delantero alemán Gerd Müller, quien optó por ese número porque pretendía igualar el récord del francés Just Fontaine, goleador del Mundial de Suecia '58 precisamente con trece tantos. Müller no logró alcanzar a Fontaine, pero al menos el “13” lo ayudó a consagrarse como el máximo anotador, con diez conquistas.

 
Los temores aumentan en nuestro entorno cuando –señala la revista Muy Interesante- se trata de un martes 13 lo que representa muy mal vaticinio (para los anglosajones la combinación maligna es la de viernes 13).


Pero ¿por qué martes? Porque es el día de la semana dedicado a Marte, el dios romano de la guerra, la sangre y la violencia, que también dio nombre a nuestro vecino planeta rojo.
Así, desde tiempos medievales, en España y Grecia, y también en Latinoamérica, se considera que la coincidencia del día del dios de la guerra y la muerte con el número de la muerte traen "mala suerte". Una superstición popular que también recoge el refranero español: "En trece y martes, ni te cases ni te embarques".


Como no es cuestión de tomar el asunto a broma, existe una extraña palabra que identifica este síndrome que, según Alfred López, requiere atención especializada.
 

Cuando el martes cae en 13 los trezidavomartiofóbicos sufren por su miedo irracional a este día.
(…) la trezidavomartiofobia es una patología que debe ser atendida por especialistas. Sus afectados pasan este día con ansiedad, miedo e inseguridades que van mucho más allá de la simple superstición.

martes, 22 de julio de 2014

Libros prestados de dudoso retorno


En otra oportunidad nos hemos referido a los ladrones de libros que desempeñan su oficio en las librerías (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2012/07/ladrones-de-libros.html). Ahora bien existe una variante conformada por aquellos que piden prestados libros que jamás regresan. No es raro que a este grupo se integren familiares y amigos a quienes nos negamos a identificar como ladrones de libros; es por ello que recurrimos a una adaptación del ya clásico eufemismo: lectores que enriquecen sus bibliotecas en forma inexplicable. Amado Nervo alude a ellos.

Hay una rapiña civilizada, dolorosa para la víctima... la rapiña que se ejerce en los libros, rapiña universal, sí, universal; el que esté sin pecado que me arroje la primera piedra.
De tal suerte que la biblioteca de todo hombre ilustrado o de todo estudiante amigo de las traducciones de Amancio Peratoner o de toda muchacha romántica, está compuesta así, suponiendo que tenga cien volúmenes:
              50 comprados,
              10 regalados y
              40 robados.
La palabra es dura, pero exacta.
Y más aún: robados no como el lápiz, la aguja o el alfiler, esto es, inconscientemente, por rapiña atávica, sino con plena conciencia de lo que se hace, con deliberada intención, con alevosía, premeditación y ventaja.
Para la impunidad se cuenta con la prescripción.
Cuando el que nos ha prestado el libro nos lo reclama al cabo de un mes, le decimos:
-He estado tan ocupado que no lo he podido leer.
Al mes siguiente decimos:
-Ya lo estoy acabando.
Un mes después:
-¡Qué! ¿Me prestaste algún libro? ¡No me acuerdo!...
Un mes más y la deuda ha prescrito, y la biblioteca propia cuenta con otro volumen.
Hay una circunstancia todavía más agravante, más negra, más infame, por la diabólica malicia que revela:
Los que ejercen de una manera “consuetudinaria” la rapiña de los libros... ¡no prestan los suyos!

En el arte de apropiarse libros ajenos es posible diferenciar aficionados y profesionales. Efraín Huerta da un ejemplo (en el que no se ahorra nombre y apellido) de un verdadero experto en el ramo.

(…) un año remoto en que un tal Rafael Lozano llegó de París, se presentó en mi casa con el conque de que yo era el único que podía enterarlo del movimiento poético de los últimos años –los años de su ausencia-. Y caí en la trampa, y a sus tenebrosas garras fueron a dar no menos de veinte libros autografiados, con Luna silvestre, de Octavio Paz, y Saludo de alba, del llorado Alberto Quintero Álvarez a la cabeza; pasaron los años y los libros pasaban también, pero a otras manos.

Pocas –pero existen- aquellas personas que son garantía, a quienes se puede prestar libros con toda confianza. Pero en este acto de desprendimiento se corren riesgos de consideración, sea por la facilidad de algunos para olvidar los préstamos o en el caso de otros por su enorme amor a los libros. Posiblemente por esto último Efraín Huerta conjetura: “Yo no le prestaría jamás un libro –claro, si me lo pidiera- a por ejemplo Emmanuel Carballo.”

Otra variante con que operan los amantes de los libros ajenos es la de sustraer ejemplares de las bibliotecas públicas. No se vaya a creer que ello constituye una costumbre moderna; una prueba de ello la proporciona Gregorio Doval.

Uno de los problemas habituales de las bibliotecas modernas es el de la sustracción de libros por parte de los usuarios; pero ése no parece ser un problema exclusivamente moderno. En 1872, los arqueólogos George Smith (1840-1876) y Hormuzd Rassam (1826-1910), que trabajaban en las ruinas de Nínive, concretamente en el que fuera palacio de Asurbanipal (el rey asirio del siglo VII a.C. también conocido con su nombre griego de Sardanápalo), observando las numerosas tablillas de arcilla que formaban parte de la gran biblioteca de este rey (se cree que contenía más de 30.000 volúmenes), descubrieron en sus bordes unas marcas con anotaciones relativas a las materias que contenían, así como una severa advertencia contra su sustracción: “Al que se llevare esta tabla, abrúmenle Asur y Belit con su ira, y borren su nombre y posteridad de la faz de la tierra”.

Desconozco si el Libro Guinness de los Récords lleva algún registro en esta especilidad pero Homero Alsina Thevenet presenta un serio candidato.

De acuerdo a una reseña en el Washington Post, el caso más fascinante es el de Stephen Carrie Blumberg, que se enorgullece de haber robado 23.600 libros en 268 bibliotecas repartidas en 45 estados america­nos, la capital Washington y dos provincias de Canadá. No tuvo tiempo de leerlos, porque estaba muy ocupado robándolos, pero después cayó preso y ahora puede leer otros libros de la prisión.

Si usted tiene nostalgia por libros que no le fueron devueltos, no caiga en la desesperanza y el derrotismo. No son muchos los casos pero a veces ocurren milagros: el regreso de un libro pródigo que ya había dado por perdido, suscitó tal alegría en el escritor Christopher Morley –citado por Efraín Huerta- que lo expresó en forma de plegaria.

Doy humildes gracias de todo corazón por el feliz regreso de este libro, que habiendo resistido los peligros de la biblioteca de mi amigo y de los anaqueles de los amigos de mi amigo, vuelve a mi poder en condiciones razonablemente buenas.
Doy humildes gracias de todo corazón de que mi amigo no hubiera tenido la ocurrencia de darle este libro a su hijo pequeño como juguete, ni de usarlo como cenicero para su cigarro, ni como chupador para su mastín.
Al prestar el libro lo di por perdido. Me había resignado a la amargura de aquella larga separación. Nunca pensé que contemplaría nuevamente sus páginas.
Mas ahora que el tomo ha vuelto a mi poder, lo celebro y me regocijo. Traed el becerro gordo y hagamos de su piel fino tafilete para forrar  el volumen y colocarlo en el anaquel de honor; porque este libro fue prestado y ha sido devuelto.

Esta acción de gracias concluye con un acto de contrición en el que Morley anuncia sus buenos deseos: “Pronto, por tanto, puede que yo mismo devuelva algunos de los libros que me han prestado.”

jueves, 17 de julio de 2014

De la despedida de Zico a la importancia de las tías


Por lo general se considera que los profesionales del fútbol (jugadores, entrenadores) son poco afectos a la lectura y que cuando incursionan en la escritura, su labor es intrascendente. Sin embargo, hay ocasiones en que este supuesto ha resultado falso. Uno de estos casos es el de Jorge Valdano y como muestra transcribimos un breve fragmento acerca de la despedida de Zico, famoso jugador brasileño.


Las 100.000 personas que en febrero de 1990 acompañaron a Zico en su despedida pueden atestiguar que en el maravilloso mundo del fútbol a veces son borrosas las líneas que separan la alegría de la tristeza. Los torcedores del Flamengo disfrutaron de la fiesta del ídolo más grande de su historia, pero en ningún momento dejaron de compadecerse por ellos mismos: “¿Qué será de nosotros el domingo”, se decían, “sin Zico en el Maracaná?”.
Tampoco resultaron claras en esta ocasión las fronteras que separan el amor del odio. Sus adversarios del Fluminense, Botafogo o Vasco da Gama olvidaron sus malos recuerdos para reconocer que no sólo se iba un futbolista de soluciones incomparables, sino también un atleta ejemplar. También los rivales de Zico se apenaban por ellos mismos: “Dormiremos más tranquilos los sábados”, se decían, “pero nuestros domingos serán más pobres”.
Carteles, banderas y camisetas saludaban el homenaje del ídolo con una frase inquietante: “Se futebol tem alma, o nome dela é Zico”. Era fácil deducir que si Zico decía adiós, el fútbol se quedaba desanimado; esto es: sin alma. Todos, amigos y enemigos, tenían derecho al dolor el martes 6 de febrero de 1990 a las nueve de la noche en el colosal Maracaná.
 

Un aspecto no menor al que alude Valdano, tiene que ver con  el origen del apodo del futbolista. “A Artur Antúnez Coimbra todos le decían Arturzico, menos una tía que se empeñó en llamarlo Zico. Que el mundo entero haya acabado conociéndolo por Zico no es más que una prueba de lo que puede lograr una tía cuando se le mete algo en la cabeza.”

 
Jorge Valdano tiene mucha razón cuando destaca el enorme poder de las tías, lo que parece confirmar Jorge Ibargüengoitia al citar una sentencia contundente de su tía Lola Sierra: “El Destino quiso que yo fuera desgraciada, pero no me dio la gana.” Y es que a una tía con convicciones, hasta el destino termina haciéndole los mandados.

 
Finalmente digamos que otro rasgo de las tías tiene que ver con la sencillez de sus anhelos. Son felices con poca cosa y sus placeres (tanto en este como en el otro mundo) son muy austeros, tal como lo demuestra la pregunta que se hace Mario Quintana: “Y si no hubiera mecedoras en el cielo, ¿qué será de tía Elisa, que se fue al cielo tan confiada?”

martes, 15 de julio de 2014

Vidas de bohemia


Los bohemios son seres muy peculiares que no siguen las normas sociales, ni el modelo social vigente y suelen poner en duda aquello de que hay que ganarse la vida con el propio trabajo. Rafael Solana alude al origen de la expresión y recorre algunas de sus características.

La bohemia tiene un nombre extraño, el de una región del centro de Europa, de donde partían, muy probablemente, los gitanos (originalmente, "egiptanos", es decir, naturales de Egipto; pero en nuestro país se les llamaba húngaros; solían viajar en carretas, con sus violines y con sus osos). Los bohemios, a quienes dio celebridad Murger con su novela, a la que Puccini puso música, eran los poetas, o músicos, o pintores, desinteresados del ganar dinero, viviendo al día en una miseria alegremente compartida; también connotaba el término un poco de desaseo y otro poco de inclinación a vicios como el tabaco y el alcohol (específicamente el ajenjo) y poca tendencia a la vida familiar, a la formación de hogares sólidos.

Tal vez sea por esto último que el oficio de bohemio siempre ha sido más valorado por los amigos y conocidos que por la propia familia. Afirma Solana que suelen distinguirse por su singular vestimenta.

En su atuendo habrían de figurar un sombrero de anchas alas ("negro y tímidamente mosquetero" era el de Ramón López Velarde, según José Juan Tablada); también una chalina, o corbata de amplio lazo; tal vez una capa, como las que usan los estudiantes en "La casa de la Troya"; capa, sombrero y chalina usaba don José Menéndez, "el hombre del corbatón", defensor de pobres (…)

La vida bohemia está íntimamente vinculada tanto a la literatura como al alcohol y  a ello se refiere Renato Leduc citado por Carlos Monsiváis.

Son poetas –a ellos les gusta titularse vates, porque no tuvieron acceso ni a las Antologías ni a las academias… y probablemente menos aún al Parnaso. (…) Totalmente marginados por las élites literarias (…) sus obras no alcanzaron la honra ni siquiera de ediciones modestas y se perdieron irremediablemente. Aquellos poetas conocidos míos eras auténticos rapsodas que como el viejo Homero –todas las proporciones guardadas- iban, no de pueblo en pueblo, sino de cantina en cantina o de pulquería en pulquería, declamando sus versos por una copa de tequila o un tornillo de neutle como otrora –siglo XIII- iba Gonzalo de Berceo por las tabernas de Castilla recitando sus versos por “un vaso de bon vino…”

Vicente Ortega Colunga, gran amigo de Renato Leduc, fue otro distinguido integrante del gremio y –como ya hemos visto en otra ocasión- de él partió la idea de llevarle Mañanitas a la Virgen de Guadalupe los 12 de diciembre. José Luis Martínez S. presenta su semblanza.


Vicente Ortega Colunga nació en 1917 en Cuchillo Parado, pueblo cercano a la ciudad de Saltillo, Coahuila, del que salió a los once años a causa de la muerte de su padre, pero también llevado por su precoz espíritu aventurero.
A Ortega Colunga le gustaba contar su vida, recordar la infancia difícil en Saltillo, donde al terminar la primaria se dedicó a la venta de periódicos. Muchas veces, para librarse del aburrimiento se escapaba a Monterrey, donde más tarde se iniciaría como aprendiz de fotógrafo con Alfonso Sánchez, que poseía un estudio muy apreciado en la sociedad regiomontana. (...)
El violinista Elías Breeskin (padre de Olga, la vedette más deseada de los ochenta), a quien conoció en Monterrey en 1939, fue quien le despertó el deseo de viajar a la Ciudad de México. Dos años más tarde cumpliría este propósito y luego de la inicial incertidumbre, del inevitable vagabundeo en busca de trabajo, comienza a colaborar en la revista Arena y pasa sus noches en los fastuosos centros nocturnos El Patio, Waikiki, Ciro’s, Sans Souci, donde descubre y frecuenta un mundo de glamur y mujeres bellas. (...)
Don Vicente fue uno de los personajes que contribuyeron a la celebridad de la cafetería de la farmacia Regis, donde se reunían en los cuarenta y cincuenta las grandes personalidades del periodismo y la farándula. Allí surgió y se fortaleció su amistad con María Félix, ya entonces diva inalcanzable y la primera en alentar sus sueños editoriales cuando en 1956 le autorizó publicar la historieta La vida deslumbrante de María Félix, cuyos excesos fraguaban él y Alberto Domingo. El argumento era seriado y cada semana María quedaba en una situación complicada que, por supuesto, se resolvía en el siguiente capítulo.
Impaciente, curiosa, la actriz llamaba a don Vicente un día antes de que el número correspondiente comenzara a circular para hacerle siempre la misma pregunta: “¿Y ahora qué estupideces voy a hacer?”, y sus carcajadas, después de escuchar la respuesta, era el esperado signo de aprobación para el editor. (...)
Su indoblegable ánimo lo llevó en 1959 a impulsar la fallida Agencia Mexicana de Información y un año más tarde a crear el periódico Pueblo. “De aparición muy irregular –escribe Roberto Diego Ortega-, Pueblo se caracteriza por el radicalismo de sus artículos y su calidad es motivo de felicitación por parte del general Lázaro Cárdenas. En el placer de las retrospectivas que frecuentaba cuando el ambiente era propicio, Colunga pudo ufanarse con una fórmula simple y desmesurada: ‘Yo vendí periódicos, ahora los hago’.”

                                              
La forma de vida de los bohemios los convierte en protagonistas de jugosísimas anécdotas. Eulalio Ferrer rememora lo que aconteció en un programa del canal 2 de televisión.

Tenía algunas semanas de haberse iniciado con éxito Rincón Bohemio y Tequila Sauza era su patrocinador. Tres bohemios lo animaban: Tata Nacho, Renato Leduc y Mario Talavera. Cada semana, un invitado famoso. Cuando le tocó el turno a Agustín Lara, el Flaco llegó ¡iluminado!, de la mano de Renato Leduc, quien comenzó a entrevistarle con preguntas atrevidas que encandilarían al teleauditorio.
En un momento dado, Agustín interrumpió a Renato y rápidamente puso sobre la mesa el ánfora de cognac Martell, que llevaba en el bolsillo posterior del pantalón, diciendo con voz pastosa:
-Bueno, y ahora brindemos con un buen cognac y no con las porquerías que se anuncian en este programa.
Los camarógrafos casi se paralizaron; se cayeron algunas luces; Mario Talavera puso sus manos en una cara aterrorizada; Tata Nacho se autohipnotizó. Agustín bebía tranquilo de su ánfora y sonaban las risotadas de Renato. Un desastre... el caos. Al día siguiente, suspensión del programa y aviso de cancelación de la cuenta de uno de los clientes fundadores de Publicidad Ferrer. 

Cuando muere un bohemio se va con él una personalísima forma de existir. Se rompe el molde y la sociedad pierde a un protagonista insustituible. Tal vez sea por ello que llegado el momento las crónicas aludan a “la muerte del último bohemio” la que, felizmente, nunca llega. A ello se refiere Rafael Solana.

Siempre hay un último bohemio. Durante toda mi vida, que es larga, he venido oyendo decir, o leyendo: "El último bohemio", a la muerte de algún personaje. Después de ese último, sin embargo, queda otro más último, un postrero, un supremo. (…)
Con "El corbatón" murió un último bohemio. Y con Luis G. Urbina había muerto otro; y con Tata Nacho desapareció uno más; y con Mario Talavera otro, sin que nunca se agoten los especímenes de esa raza inextinguible.
A la muerte (…) del poeta y periodista Renato Leduc volvió a salir el estribillo. Otro último bohemio que se iba; otro hombre que escapaba a la regularidad burguesa, en su vestimenta, en su habitación, en su sistema familiar, en su poesía; fumador, tequilero, mal hablado, despeinado, pero simpático, ingenioso, con un alma noble, generoso, buen amigo de sus amigos.
¿Fue realmente Renato el último de los bohemios? Imposible creerlo; siempre queda alguno más.

Tomando nota de ello, llegado el caso habría que referirse a la muerte del penúltimo bohemio.

jueves, 10 de julio de 2014

La educación familiar desde el humor


Lo más frecuente es que los temas de educación familiar se aborden desde la seriedad que la cuestión exige. Pero también es posible hacerlo desde el humor y a continuación se presentan algunas muestras de ello.

Comencemos por el principio. No cabe duda que el nacimiento de un niño altera y cambia de manera radical las formas de vida que hasta ese momento tuvo la pareja. Paul Reiser narra su propia experiencia al respecto.

Cuando la pareja se convierte en madre y padre de un niño recién nacido, toda la ansiedad y el deseo que han sentido por el sexo se transfiere al sueño. Es como que alguien se colara en tu cerebro, encontrara todos los cables que van al botón del sexo y los que van al del sueño y simplemente los mezclara.
No me di cuenta de cuán profundo era el cambio hasta que me descubrí un día mirando un aviso de lencería con la foto de una hermosa y seductora joven echada casi desnuda sobre una cama con sábanas de satén, y todo lo que pude pensar fue: Hombre, qué cómoda parece esa cama.

Por su parte Jorge Ibargüengoitia da cuenta de lo extraño que debe resultar el comportamiento de la madre desde la mirada de su hijo pequeño.

En primer lugar, hay que corregirle el lenguaje. Nos va a decir “pichocho” por precioso, “papos” por zapatos, “quedes más”, por quieres más, etc. Cuando la madre diga “papos”, el infante debe contestar, severamente:
-Nada de “papos”: zapatos.
Porque en la ignorancia fingida de la madre hay una mala fe notoria. Nos enseña a hablar como idiotas, y después cree que somos idiotas porque hablamos como ella nos enseñó. Es mala fe notoria, pero inocente. (…)
Este fenómeno abarca, no sólo el lenguaje, sino la mayoría de las actividades de un bebé. Nos pone una ropa ridícula que nadie en sus cabales se atrevería a escoger, nos da una comida insípida e indigesta, nos atraganta con ella, nos impide el uso de las instalaciones sanitarias, y prefiere pasarse el día cambiándonos pañales y, lo que es peor, después se queja y nos acusa de esclavizarla. (…)
En el fondo del cerebro de cada madre hay la esperanza de que su hijo llegue a ser un modelo. ¿Un modelo de qué? Nadie sabe. Pero un modelo.
Es responsabilidad única, directa y especial del hijo, quitarle estas ideas de la cabeza a su madre. Para esto, hay que recurrir a la polémica y al convencimiento.

En relación a la manera en que los padres de antes ejercían la autoridad, a Juan José Millás le llama la atención que con ingenuidad se sitúe el origen del pensamiento binario en tiempos recientes. Si ese fuera el caso, su madre resultó una adelantada

Mi madre era de pensamiento binario, siempre decía una de dos: “Una de dos, o haces los deberes o te vas a la cama sin cenar”.

El filósofo Fernando Savater no es particularmente conocido por sus consideraciones en torno a temas educativos pero su libro Ética para Amador alcanzó gran difusión y ello generó que en muchas ocasiones le hicieran entrevistas sobre esas cuestiones. Hace muchos años una joven reportera le preguntó si él se consideraba amigo de su hijo adolescente, a lo que Savater se limitó a responder.

No, señorita, yo no me considero amigo de mi hijo; cómo se ve que usted no conoce a mi hijo, ni a sus amigos. Son terribles. No podría vivir como ellos, yo no podría ni vestirme, ni desvelarme, ni bailar como ellos; no puedo comer lo que ellos comen, ni hacer lo que ellos hacen, ni escuchar eso que ellos en su pleno derecho llaman música. No me alcanzarían las fuerzas y tendría que renunciar a mi propia vida. No, señorita, yo no soy amigo de mi hijo; me conformo con ser el padre de mi hijo.

En los tiempos que habitamos se suele hablar de pre-adolescencia ya que actitudes y comportamientos propios de esa etapa se vienen presentando en niños que, de acuerdo a la división clásica de los diversos estadios de desarrollo, aún no deberían tenerlos. Por otro lado Françoise Dolto se refiere a la pos-adolescencia para indicar que la salida de esa etapa es cada vez más tardía, en cuanto a que los jóvenes siguen viviendo en casa de sus padres y dependiendo de ellos. Pues bien, aludiendo a esta situación, Germán Dehesa sostiene

El cine nacional ya nos mostró las melodramáticas y llorosas consecuencias que se presentan Cuando los hijos se van, pero nada nos ha dicho de la abismal tragedia que cimbra a los padres cuando los hijos no se van.

El mismo Dehesa se refiere a la forma en que el varón vivía la paternidad en el pasado (lo que identifica como época de oro). Eran tiempos en que –agrega- cuando la escuela citaba a junta de padres, ello quería decir reunión de madres.

En la época de oro, el padre asistía por brevísimos minutos a la concepción de la criatura y luego recuperaba la vertical y se perdía en el horizonte. Iba rumbo a la guerra de Troya, o a conseguir un carburador. En ambos casos, era probable que no regresara, o que reapareciera cuando el hijo ya era una gente de razón con la que se podía hablar de hombre a hombre. Esto aún en el caso de que el hijo fuera hija.

Los tiempos han cambiado y el hombre debe asumir la paternidad de manera muy diferente. Concluyamos señalando que Germán Dehesa no se queja de estas transformaciones, sino todo lo contrario. “Llegado el momento comencé a ejercer como padre. Me ha correspondido ejercer de padre de tiempo completo. Lejos de quejarme, confieso que me he divertido mucho y declaro que estoy muy orgulloso de la educación que mis hijos me han dado.”

martes, 8 de julio de 2014

Que por esto y que por lo otro… ¡Salud!


Ser o estar borracho es condición o estado que por lo general cuenta con censura social, cuando no con franca persecución. Así que alcoholizados, beodos, indispuestos y borrachitos han tenido que sufrir no sólo la cruda inevitable sino también el señalamiento social. Durante la Edad Media en algunos lugares se les castigaba metiéndolos en toneles con orina y excrementos, además –para hacer más patente la burla- les colocaban unos gorros ridículos. No se crea que por estos rumbos la tenían más fácil; a ese respecto afirma Joaquín Antonio Peñalosa, siguiendo la crónica de Fray Jerónimo de Mendieta, que

                                                       
Las ordenanzas de Netzahualcóyotl castigan con la muerte al sacerdote sorprendido en estado de ebriedad y lo mismo al dignatario, funcionario o embajador que se encuentre borracho en palacio; el dignatario que se haya embriagado sin hacer escándalo, recibe por ello un castigo menor, pues pierde funciones y títulos. Al plebeyo sorprendido en estado de ebriedad, se le exponía la primera vez a la rechifla de la multitud mientras se le rapaba la cabeza en la plaza pública y "luego le iban a derribar la casa, añade Mendieta, dando a entender que quien tal hacía, que no era digno de tener casa en el pueblo, sino que pues se hacía bestia, viviese en el campo como bestia, y era privado de todo oficio honroso en la república". En caso de reincidencia, se le castigaba nada menos que con la muerte, pena que correspondía a los nobles desde la primera infracción.


No deja de llamar la atención que el castigo fuera más severo con los funcionarios que con el común de las gentes y José N. Iturriaga explica el punto. “Nezahualcóyotl argumentaba que ‘la culpa del caballero era mayor por su mayor dignidad, y así había de ser su castigo más riguroso que el de la gente plebeya’.”

 
El tiempo ha transcurrido y, salvo en algunas regiones por motivos generalmente religiosos, las sanciones han dejado de ser tan drásticas.

 
Para el caso de México la enumeración de términos con que se identifica al aficionado al alcohol, y que Francisco Padrón registró a manera de muestra, asume gran diversidad.
 

La forma de expresar que una persona está bajo la influencia del alcohol es variadísima. Enumeraremos en seguida lo que consideramos que puede escribirse en letras de molde: El individuo que, después de “sepultarse entre pecho y espalda” la cantidad suficiente de copas o de tragos, se considera en estado agudo de alcoholismo, anda jalado, anda pando, anda troley o trole, se puso cachetón, anda en copas, anda tapado de copas, anda pegando programas, está pedernal, anda sonámbulo, está negro, anda en la uva, anda en l’agua, está firuláis, anda burro, anda alumbrado, anda trompeto o trompeta, anda zumbo, anda bien servido, anda bien parejo, se tomó sus alacrancitos, le entró a los petróleos, anda intróspido, anda incróspito, está bien mamado, anda cuete (cohete), está más pando que un riel, anda pando, está tícuaro, anda entrado en copiosas, anda pepe, está gis, anda jetón, está cañón, anda bebido, está pandolfo, anda enchispado, está trinquis, trae una buena franca, anda atrancado, anda muy pasado, anda chispa, se le pasaron las cucharadas, trae su briaga, agarró una papalina, trae una buena guarapeta, agarró una de órdago, trae o agarró una estocada. Esta estocada puede ser atravesada, o en todo lo alto, o tendenciosa, usando términos taurinos. En estos casos basta con decir que trae una atravesada, por ejemplo, sobreentendiéndose lo de estocada. Andar rayado significa lo mismo, lo que ha dado lugar al apodo de “la cebra” a los que “les gusta el gusto”, como también se acostumbra decir. Equivale a lo mismo, agarrar varias cosas; por ejemplo: agarrar una zumba, una zorra, una taranta, una guarapeta, una atravesada, o una buena, simplemente. Para dar idea del grado de embriaguez se usan expresiones como éstas: se puso una de andar en cuatro patas, se colocó una de andar a gatas, se puso una de padre y señor mío, se puso una de arrastrar la cobija, se agarró una de aguilita, se puso una de cargador, acabó hoguiche (ahogado). Si se ha bebido moderadamente, y los efectos son de embriaguez incompleta, se dice que se anda a medios chiles, a media asta, anda como el robalo: a media agua; medio cuete, nomás alegre, anda sarazo, medio jalado, nomás se puso cachetón, agarró media estocada.
Para indicar que se tiene afición a las bebidas alcohólicas, hay no pocas expresiones: es muy pánfilo, le gusta empinar el codo, le rechoca un trago, se las pone, se las coloca, le cuadran los farolazos, se sabe echar sus fogonazos, es bueno para un fajo, le hace al soyate, l’entra a las copiosas, le gustan las cucharadas, se truena sus petróleos, tiene mal del vino, le da puñaladas al hígado, le gusta resbalarse con cáscaras de mezcal, se tropieza con el cántaro del pulque, se revienta sus tragos, se sepulta sus tencuarnices entre pecho y espalda, le hace al vinagre, se requema sus alipuces.

 
Aun cuando la enumeración anterior parece ser exhaustiva, no lo es y por ello José Moreno Villa se encarga de completarla.


Estuve informándome estos días de los calificativos que usa el pueblo mexicano para señalar el estado de embriaguez. Si a la lista conseguida se añadieran los sinónimos españoles, no acabaríamos nunca.
Figura en primer término el sustantivo zumbo. "Estar zumba" y "tener una zumba de pronóstico reservado". Viene luego el sustantivo chispo, el cual me recuerda que en los giros de nueva invención el pueblo prefiere usar el sustantivo en vez del participio; antes hubiéramos dicho "estoy achispado". Véanse otros casos: Fulano tenía un trole. Zutano está chuco, o Zutano tenía una chuca; aquel amigo andaba jalado (éste es un caso de participio); aquel otro traía un candado padre; Mengano llevaba una bimba; Perengano estaba a medios chiles y su compañero a media bolinia; el camarada tenía una borrachera de quiniela (o sea de combinación; verbigracia, alcohol y mariguana).
Hay giros de muy distinto valor plástico. "Traía una borrachera de trapeador" es, por ejemplo, tan evidente y tan mexicano que desde luego vemos al individuo convertido en un trapo húmedo y zarandeado como los que sirven para fregar el suelo, es decir, para trapearlo, porque aquí no se friega como en España generalmente. Cuando se dice de un individuo que "es muy pita", es que se le compara con esta planta por la cantidad de líquido embriagador que es capaz de almacenar. Pero de todos los giros que han llegado a mi conocimiento, los más agudos me parecen estos tres: "Ganar altura". "agarrar vapor" y "estar cuete". Los dos primeros, inspirados por la mecánica y, el tercero, por la pirotecnia. El más feliz de todos es el último y por eso es el más usado. Estar en estado de cohete es, en efecto, la realidad del borracho. Su ser parece que vive entre detonaciones y explosiones incoherentes e irregulares. Siente como un tirón de acá y otro de allá que se le convierten en relámpagos. Se siente capaz de un viaje raudo, se lanza a la acción con ímpetu como el cohete y como éste llega a un límite en que se cae, en que azota, como dicen en México.
 

Hay de borrachos a borrachos y a un tipo de ellos se les denomina “teporocho”, según algunos esa expresión se origina en el té con piquete que se tomaba para curar la cruda. Costaba 8 cent. y se pedía “un té por 8”. Gonzalo Celorio aporta otra hipótesis.

 
Entiendo que una de las posibles etimologías de la palabra teporocho se sustenta en una proporción aritmética: tres por ocho. Tres tantos de alcohol por ocho de refresco. El eufemismo de Jefe caite con un peso pa’ mi refresco no es gratuito. Refiérese al ingrediente mayoritario: ocho tantos de Lulú roja por tres de alcohol potable de 96 grados, que ciertamente no se vende en la farmacia sino en la vinatería.
Tres por ocho, teporocho.

 
Joaquín Antonio Peñalosa señala que el alcoholismo en México constituye un “vicio nacional de rostro alegre y corazón amargo, que marca con sello de tragedia a la persona, la familia y la sociedad.” En su opinión nunca faltan los “mil y un motivos, pretextos y disculpas que siempre tienen a mano los bebedores. Porque el mexicano nunca bebe porque sí. Cada copa tiene una razón. No sabrá por qué vive, pero sí sabe por qué bebe. No sabe lo que deja, pero sí sabe lo que toma.” Y añade Peñalosa

 
Después de cuatro siglos y medio en que irrumpió el alcoholismo al filo de la Conquista, no ha dejado de conquistarnos y nos conquista desde la infancia. Desde pequeño, el mexicano observa cómo hay necesidad de ingerir bebidas embriagantes para celebrar cuanto acontecimiento amable y benéfico le sucede a uno; el onomástico de la mamá, el cumpleaños del abuelo, las fiestas patrias, la petición de mano de la hermana, el examen profesional del primo, la bendición del negocio, el estreno de una televisión a colores, el ascenso en el trabajo, el reintegro de la lotería y hasta el regreso de la peregrinación de San Juan de los Lagos. Todo lo humano y lo divino, la alegría y el dolor, terminan en una copa. Es decir, una tras otra.

Para todo mal mezcal
y para todo bien, también.
Con amor y aguardiente
nada se siente.

Contra las muchas penas,
las copas llenas.
Contra las penas pocas,
llenas las copas.

 
Está claro que para unos pocos el alto consumo de alcohol representa ganancias muy elevadas mientras que para la mayoría es fuente de problemas sociales varios: conflictos y violencia intrafamiliar; peleas y riñas callejeras; ausentismo laboral y baja productividad; elevación en los costos de la atención médica, accidentes de tránsito y un largo etcétera en el que no deja de apuntarse la supuesta anulación del talento personal.

 
Aunque en esto último entra aquello de qué fue primero, si el huevo o la gallina por lo que Jorge Ibargüengoitia presenta sus dudas al respecto de un conocido. “Este hombre, al principio de su carrera dio muestras de gran talento y después se apagó. Una de las discusiones que teníamos en aquella época era: ¿se le apagó el talento porque se volvió alcohólico, se volvió alcohólico porque se le apagó el talento, o por una tercera causa, se volvió alcohólico y se le apagó el talento?”. Hay quienes salen de la bebida de buena manera y también están aquellos que lo hacen a un altísimo costo, dejando de ser ellos mismos al perder el entusiasmo y la alegría que los caracterizaba. En sus memorias el caudillo potosino Gonzalo N. Santos comenta un caso en el que el proceso de rehabilitación no fue benéfico para la persona en cuestión, tanto que el trabajo que no perdió por su alcoholismo, lo vino a perder en tiempos de sobriedad.
 

(...) Ahora llevaba yo por asistente a un muchacho muy brioso de Nispishol o del Corosal, Veracruz, no estoy seguro, apodado el Tigrillo, pues mi viejo asistente Ciriaco Guzmán, que era propietario de un pequeño rancho en el antiguo Taquín y de unas 50 o 60 cabezas de ganado, lo había curado un hierbero de su eterna borrachera, y cuando se volvió sobrio quedó hecho un ente abúlico que no servía para nada.
 

A la fecha siguen los estudios acerca del origen de la propensión al consumo de alcohol. Hay quienes como José Antonio Peñalosa le atribuyen un peso importante a factores sociales y culturales. “La monotonía de la vida del campo, el miserable letargo con que los pueblos vegetan sin ilusión, empuja a los hombres a la cantina que es el único lugar donde pueden encontrarse y matar el tiempo, privados como están de cualquier otro espectáculo y aun de elementales canchas para el deporte.” Por otro lado están aquellos que priorizan el peso de lo hereditario. En relación a ello, no tiene desperdicio una nota del periódico El Telegrama de Guadalajara del 19 de marzo de 1887 que, en su peculiar estilo sintético de dar las noticias, afirma:

 
Sabio doctor Lanceaux presentó informe Academia Ciencias París, sosteniendo que embriaguez es hereditaria. Sí, échenle la culpa a sus padres.

jueves, 3 de julio de 2014

Los anticuarios


Para quienes no son iniciados en el oficio resulta muy difícil comprender la pasión con que los anticuarios persiguen a sus presas, al tiempo que suponen un verdadero derroche las energías, el tiempo y el dinero invertido en ello.

Pero todo es cuestión de pedir permiso y aproximarse a los sentires del anticuario; basta conocer más de cerca sus motivos, para empezar a entender de qué se trata. Esta oportunidad llega por medio de Álvaro Armero (Por eso coleccionamos. Sensaciones de una pasión fría. Sevilla, Renacimiento, 2009) quien cita la conferencia pronunciada por Santiago Rusiñol en el Ateneo de Barcelona, la noche del 21 de enero de 1893. Sostiene que el anticuario debe ser un buen maniático.

Los maniáticos, esos, son de entre la clase, los que mejor disfrutan de la incurable manía y son los anticuarios auténticos. Los que aman lo bello por el mero hecho de serlo y lo encuentran en el testamento artístico del pasado; los que sienten en sus obras el encanto del color y la forma, aunque padezcan algunas amarguras debidas a tan extraña pasión, sienten deleites mayores cuanto mayor es el mal y de más refinamiento.

Aun viendo un mismo objeto –afirma Rusiñol- la forma en que lo aprecia un anticuario y un ignorante en la materia es totalmente diferente.

El placer que causa a la vista y al mismo tacto, un viejo objeto dorado por el oro del tiempo, artístico y realmente bello, no es posible serlo sin ser de esos últimos fanáticos. No es posible saber lo que llega a traducir el devoto de lo antiguo allí donde el mísero indiferente no ve más que telarañas y polillas. No parece sino que el aire, el sol, el viento y la lluvia de los siglos, han trabajado con pausa, labrando una pátina para darles un gustazo que no puede disfrutar quien no comprende esas caricias del tiempo; que el misterio de una iglesia con su velada y dulcísima claridad ha teñido los objetos de cariñosa manera para dar una nueva sensación, que no puede adivinar quien no esté iniciado en estas santas locuras; que las simples obras de artífices han subido a obras de arte para darnos a admirar maravillas vueltas reliquias y que el tiempo nos conserva, dándonos como regalo lo que el tiempo ha guardado con tino y aumentado el valor a nuestros ojos en pago de nuestro afecto.

Será el transcurso del tiempo (que cuenta con tan mala prensa en nuestros días) quien aporte el valor agregado tan caro (en ambos sentidos) al amante del pasado. Seguramente por ello, permítasenos la digresión, cuenta James Aldreen


Agatha Christie, la célebre escritora de novelas policíacas, vivía la mayor parte del tiempo en Bagdad, donde su marido, que era arqueólogo, estaba haciendo importantes excavaciones.
-Un arqueólogo -decía ella completamente convencida- es el mejor de los maridos para cualquier mujer: cuanto más vieja se pone, más se interesa en ella.

Pero volvamos a Rusiñol y su referencia al coleccionista de objetos de abolengo ilustre.

Sabe un coleccionista auténtico, que un vidrio, un pedazo de tela, un hierro, un objeto cualquiera acabado de nacer, puede llevar en sí el germen de la belleza, el pensamiento entre líneas, el contacto genial; pero encuentra que le falta la veladura que le irán imprimiendo el misterio de los años, el roce que al suavizar las líneas le abrigue con ese algo, que es como la niebla plástica que envuelve en aureola a los objetos; la dulzura del modelado que sólo alcanza a dar la sucesión de muchos siglos. Que le falta, además, al objeto recién nacido, la autoridad de la obra madurada, que le falta sobre todo el abolengo ilustre, adquirido en la eterna e imperecedera evolución que todo sufre en el mundo. Esto ama el coleccionista.

Otro aspecto muy valorado por parte del coleccionista es la dificultad que tuvo para hacerse de una pieza determinada. Lo improbable, fortuito o trabajoso que fue lograr su objetivo. Ni se diga cuando supone que de no haberse contado con sus afanes, aquel objeto se hubiese perdido irremediablemente y para siempre. Es así, continúa Rusiñol, que cada cosa tiene su historia y el coleccionista gusta de hacérsela saber a quien esté dispuesto a escucharlo.

Pero más que esto y más que el valor de la obra, lo que le agrada a sus ojos, es el hecho de haberla recogido por sus manos, de haberla salvado de una destrucción segura, de haberle evitado el destierro de la patria y de tenerla bajo su amparo. Los objetos encontrados en medio del abandono, son los mimados del amante de esas cosas, los ama y los considera como inválidos gloriosos de la eterna batalla de la moda, recogidos llenos de heridas; despojos del olvido y la ignorancia, que guarda como trofeos, bálsamo que calma la fiebre de que hablaba Gavarni; aquella ansia, rayando en la codicia de tesoros hasta entonces perdidos para el mundo, cuyo hallazgo constituye un placer tan sólo comparable a la resurrección de un muerto ilustre. (…)
Así como el viejo calavera siente deseos de explicar las conquistas de su tiempo y el veterano las batallas de su época, también nosotros tenemos la cuerda triste de contar como un viejo cerrojo o un gótico llamador ha caído en nuestras manos y en virtud de que medios y tropiezos. Si de todos pudiéramos saber su vida íntima, si tuviera el poder de hacer narrar a esos pedazos de hierro lo que han visto en su larga estancia en este mundo, oiríamos historias que nos harían gozar y estremecer al mismo tiempo. (…)
Para tener en veneración un objeto, hay que haberle hecho la corte, haberlo deseado desde tiempo y así se le estima en proporción de los trabajos y sinsabores que cuesta.

Pero no vaya a creerse que en estos tiempos de vértigo los anticuarios constituyen una especie en riesgo de extinción, por el contrario gozan de muy buena salud. Álvaro Armero proporciona un ejemplo de ello

En el 8 de King Street, en el barrio londinense de St. Jame, se subastaron en 2006, las cinco vigas de la Mezquita de Córdoba, las autoridades eclesiásticas españolas intentaron sin éxito buscar la fórmula para frenar la venta de los sagrados andamios; el valor de cada viga oscila entre 148.000 y 445.000 euros. El tema de su autenticidad y procedencia desató una gran polémica, a pesar que no es la primera vez que “los históricos maderos” se ofertan en el mercado londinense.

Se supone que antes de abonar semejantes sumas el coleccionista está totalmente seguro de la autenticidad de las piezas, pero y si…

No, mejor ni pensarlo.