jueves, 27 de diciembre de 2018

Perfil de un excéntrico


Hay adjetivos de uso habitual que son huidizos a la definición certera. Es el caso de excéntrico, que siendo pariente cercano de extravagante y extrovertido, mantiene su distancia.

Jorge Ibargüengoitia se propone precisar el concepto y para ello -antes que nada- aclara lo que no es. “En primer lugar está el problema de saber determinar quién es excéntrico y saberlo distinguir de un loco, por un lado, y por otro, de alguien que es común y corriente, nomás que pintoresco.” Asimismo establece diferencias entre los aburridos y aquellos que presentan algún atractivo. “Por otra parte, ya dentro de la categoría de los excéntricos existe un gran porcentaje de individuos cuyas características, siendo excentricidades, son aburridísimas, y conviene, por consiguiente, relegar al olvido.”

Despejado el terreno, ahora sí Ibargüengoitia acomete la tarea de caracterizar al excéntrico y presentar algún ejemplo.

El excéntrico es una persona que a nadie se le ocurriría meter en un manicomio, pero que tiene ciertas peculiaridades que lo distinguen claramente del común de la gente. Para ser excéntrico se necesita cierta iniciativa, cierta pasión creadora, pero al mismo tiempo supone una falla o una deficiencia, que lo separa fatalmente, al excéntrico, del artista.
Es excéntrico, por ejemplo, el señor que un día descubre, gracias a algún razonamiento bastante complicado, que la habitación ideal debe ser hexagonal, y construye una casa de acuerdo con este principio, y vive en ella explicándole a los visitantes las virtudes de su figura geométrica predilecta. 
(…) Otra cualidad indispensable del excéntrico es que el resultado de sus locuras debe ser inofensivo para los demás. El único perjudicado debe ser él mismo.

En muchos de sus textos es usual que Jorge Ibargüengoitia evoque acontecimientos y personajes que le son familiares; esta no es la excepción.

El único excéntrico que he conocido –y reconocido como tal- era un tío político mío. Uno de los hombres más listos y más industriosos que he conocido.
La profesión más antigua que yo le conocí fue la de administrador de una fundición; cuando se aburrió puso una fundición artística –todo esto en un pueblo en donde no había ni un solo escultor-; cuando cerró la fundición puso una planta avícola en la sala de su casa –en su buró había un nido de palomas mensajeras-; después abrió una fábrica de licores e inventó una crema, muy parecida al chartreuse que se llama “crema Vergine”; después compró un caserón y pasó varios años reformándolo –él solo, sin ayuda de albañil- y cuando terminó la alberca, otro tío mío me dijo:
-¿Tu crees que va a llenarla con agua de la llave? Nada de eso. Va a comprar un tanque de oxígeno y dos de hidrógeno y va a producir su propia agua.

Finalmente, para ser reconocido el excéntrico requiere estar rodeado de quienes lo sepan valorar como tal. “Y aquí hemos llegado a otra característica de los excéntricos que consiste en una capacidad fuera de lo común para inspirar leyendas. Un excéntrico rodeado de malos observadores o de gente que lo considera normal, está perdido.”

jueves, 20 de diciembre de 2018

Un mensaje por descifrar


En muy pocas líneas Claudio Magris nos transporta al entorno de aquel acontecimiento que vivió en ocasión de su viaje por el Danubio.

La ciudad [Sopron, en Hungría] es poco vistosa, pero sólida e impenetrable, como si ocultara algo detrás de su decoro un poco descascarillado. Cerca del museo Liszt, por una ventana de la planta baja, se asoma un hombre en camisón. Es joven, con los cabellos negros, lisos y grasientos, un rostro agitanado estropeado por una expresión vacía y amable. Es un disminuido psíquico en grado bastante profundo, su cuerpo tiende a caer como un saco vacío y su torpeza sólo se altera por una repetida convulsión. Cuando pasamos por delante, se asoma por la ventana y farfulla, con dificultades, un sonido entrecortado, palabras o fragmentos de palabras húngaras. Gigi se detiene, le escucha, intenta entenderle y responderle con gestos, enfadándose consigo mismo porque no lo consigue y se pelea con el creador del opinable universo.

Después de que un principio hubiera desestimado a aquella persona de apariencia desagradable, Magris queda cuestionado por el mensaje que no pudo interpretar.

Si hubiéramos entendido lo que ese desconocido quería decirnos, tal vez lo habríamos entendido todo. Está claro que no se puede atribuir a ese joven macilento, incapaz de retener la saliva, un propósito claro y deliberado, pero en el impulso que le ha movido hacia nosotros, en las maneras y en las formas propias de su persona y de sus posibilidades, existía la urgencia de decir algo y, por tanteo de tener algo que decir, en ese momento, a nosotros.

Tal vez –continúa Claudio Magris- en la profundidad de aquel hombre habitaban las verdades fundamentales de la vida, porque como afirma el dicho “las apariencias engañan” y lo sabio puede estar oculto en la sencillez, lo profundo en lo pueril. “De la piedra desechada por los hombres, está escrito, he hecho la piedra angular de mi casa. Es posible que el desconocido que hemos abandonado en su miseria fuera la piedra real, el rey disfrazado de mendigo, el príncipe prisionero.”

Concluye Magris en que “puede que sea nuestro liberador, porque bastaría con reconocerlo como hermano para liberarnos de nuestros miedos, de nuestros histéricos escalofríos, de nuestra impotencia.” Llegado a este punto, deja la posibilidad abierta de que aquel joven pudiera ser “uno de los treinta y seis justos, desconocidos por el mundo y que ignoran serlo, gracias a los cuales, según la tradición hebraica, el mundo sigue existiendo.”

¿Qué habrá sido de él?, ¿alguien habrá podido interpretar su mensaje?

martes, 18 de diciembre de 2018

Cuando la guerra ha terminado


Se vivían tiempos de guerra y para no sufrir las represalias por haber desertado, Dario Fo tuvo la necesidad imperiosa de esconderse; él mismo narra las vicisitudes que afrontó. “En casa encuentro a toda la familia, y expongo en seguida mi situación: vuelvo a ser un desertor, pero esta vez corro más riesgos.” Un amigo de su padre -¡ay, los amigos!- colabora para encontrarle refugio. “Mi padre tiene un amigo que vive en Caldé, un colega con el que ha organizado la fuga de muchos perseguidos: ya se han puesto de acuerdo. El ferroviario me alojará en el desván de una vieja casa semiabandonada de su propiedad.” Ese lugar contaba con las condiciones necesarias para constituirse en guarida.

Es una especie de ruina casi completamente oculta en un bosque del interior del valle. Para llegar al granero sólo hay una escalera de desembarco; una vez arriba tendré que recogerla y ocultarla en el desván. Nadie, ni siquiera mi madre, conoce mi escondrijo. En el granero encuentro un jergón de paja y un armario con provisiones que ha preparado el ferroviario.

En aquella angustiosa soledad, Dario Fo aprende a interpretar los sonidos que le llegaban del entorno; los animales se convirtieron en sus aliados y custodios.

Pasé más de un mes allí dentro, sin salir jamás. Desde arriba espiaba los alrededores. Aprendí a descifrar gran parte de los murmullos y crujidos del bosque; reconocía el canto de los distintos pájaros, los finos reclamos de cada animal, puercoespines, hurones, ratones, nutrias, garduñas y zorros. Ellos eran mis guardianes: lanzaban señales de alarma y enmudecían al instante si alguien se disponía a adentrarse en nuestro territorio.

Aquel periodo de encierro y soledad llegaría a su término con el anuncio tan anhelado de que la pesadilla había acabado.

Creo que fue un martes, el sol resplandecía, en todo el valle las plantas habían florecido a ojos vistas. Oigo unas explosiones lejanas, una tras otra empiezan a repicar las campanas de todos los campanarios cercanos. El viento me favorece, me llegan los tañidos de campana desde la otra orilla del lago. Me meto en el tragaluz y subo hasta quedarme de pie en el tejado, desde donde consigo ver la plaza de Caldé: una banda toca estrepitosa y chicos, mujeres y niños corren de un lado a otro. Gritan, pero no entiendo sus palabras. Oigo gritos jubilosos de gente que sube hacia las ruinas, en seguida reconozco a Alba con sus amigas, al ferroviario y a otros habitantes del valle. “¡Ha terminado!”, repiten a voz en cuello. “¡La guerra ha terminado!”

Ningún sentimiento de felicidad debe poder compararse con el de quien vive el final de una guerra…, pero, ¿qué digo? No. La felicidad debe ser mucho mayor aun cuando se evitó una guerra que por un momento parecía inminente.

jueves, 13 de diciembre de 2018

Dificultades de un escritor e impresor en el siglo XVI


Quien crea que los problemas que desvelan a los escritores y editores han aparecido en nuestro tiempo debido a las dificultades para publicar, a las ediciones piratas, la aparición del libro electrónico o a que se editan muchos títulos y se lee poco, incurre en error de consideración.
Veamos lo que comenta Manuel de Olaguíbel en relación a Enrique Etienne (cabe acotar que se mantuvo la grafía del texto original que es de 1884).
Enrique [Etienne] quiso hacer [un gran servicio a] la lengua helénica, y trabajó doce años para poder dar á la luz pública su “Theasurus grecae linguae”. Paris, 1572, reimpreso en Londres, 1828, 7 vol. in folio, y posteriormente en Paris, en la casa de Didor.
Esta obra, que todos reputan excelente, no produjo ningun dinero á su autor; muy al contrario, puede decirse que causó su ruina, pues habiendo gastado grandes sumas en la impresión, no podia darla barata, y por lo mismo casi no tenia compradores.
La publicacion de su libro “Tratado preparatorio á la Apología por Herodoto”, le acarreó una persecucion, por la que tuvo que refugiarse en las nevadas montañas de la Auvernia. Hay quien refiera, aunque esto no se ha comprobado, que á la vez que alli se encontraba fué quemado en efigie en la plaza de Grève, lo que le hizo decir con donaire, que nunca habia sentido más frío que cuando lo habian quemado.
Con lo que llevamos del relato queda en claro los enormes problemas que debió afrontar. Sin embargo –de acuerdo con de Olaguíbel- las dificultades aún serían mayores para este hombre del siglo XVI comprometido con la cultura de su tiempo.
Grandes fueron desde entonces los sufrimientos de Enrique Etienne, pues se vió obligado á cambiar continuamente de domicilio, perseguido por acreedores que él se habia buscado por su amor inmenso á las letras, no por dilapidar el dinero en ningun vicio. Habia perdido su fortuna, quedábale sólo su clarísima inteligencia como una suprema compensacion á desgracia tanta; pero quiso el destino arrebatarle su último bien, y este hombre, que es considerado por alguno como el impresor más sabio que ha existido, murió loco en el hospital de Lyon el año de 1598.
Aun con todas las vicisitudes que debió afrontar, sus aportes –concluye Manuel de Olaguíbel- fueron enormes.
Varias son las obras con que contribuyó Enrique Etienne, como escritor, al progreso humano; entre ellas no podemos dejar de citar, por su importancia, las siguientes: en primer lugar la edición prínceps de Anacreon, con la preciosa traduccion latina en verso hecha por él, y que publicó en su imprenta en 1554, I vol. in 4º. 
Introduction au Traité de la conformité des merveilles anciennes avec les modernes, ou Traité preparatif á l’Apologie pour Herodote. Sin lugar de impresión. 1565, I vol. in 8º.
Apologie pour Herodote. Paris, 3 vol. in 8º. Obra prohibida. (…)
Deux dialogues du nouveau langage francois italianisé. Geneve, 1578, I vol. in 8º. 
Esta obra, en que critica de una manera dura á los cortesanos, obligó á su autor á ausentarse de Ginebra.
La pasión por los libros que tuvo Enrique Etienne hizo posible que no fuera vencido por los muchos obstáculos que debió enfrentar. 
Honor a quien honor merece.

martes, 11 de diciembre de 2018

Enfermo de domingo


Hay ocasiones en que uno da por concluido lo que en realidad recién está en sus comienzos. Así le sucedió a Oliver Sacks y para ilustrarlo evoca la relación que mantuvo con un paciente al inicio de su trayectoria como médico.
Vi a un joven que padecía “dolores de cabeza con náuseas” todos los domingos. Describió los centelleantes zigzags que veía antes del dolor de cabeza, de manera que resultó fácil diagnosticarlo como migraña clásica. Le dije que disponíamos de medicación para su dolencia, y que si se  ponía una pastilla de ergotamina bajo la lengua en cuanto comenzara a ver los zigzags, aquello  podría servir para frenar  el ataque. Me telefoneó muy entusiasmado una semana después. La pastilla había funcionado, y no le dolía la cabeza. Me dijo: “¡Dios le bendiga, doctor!”, y yo pensé: “¡Caramba, qué fácil es esto de la medicina!”
Aquello parecía caso cerrado, pero no fue así. 
El fin de semana siguiente no tuve noticias de él, y como sentía curiosidad por saber cómo le iba, le telefoneé. Con una voz bastante apagada me dijo que la pastilla había vuelto a funcionar, pero expresó una curiosa queja: se aburría. Durante los últimos quince años había dedicado cada domingo a las migrañas -su familia iba a verlo, era el centro de atención-, y ahora echaba de menos todo aquello.
Con el transcurso del tiempo aquel joven paciente sufría aún más las consecuencias negativas derivadas del exitoso tratamiento de la migraña. Continúa Sacks
A la semana siguiente recibí una llamada de emergencia de su hermana, que me dijo que el paciente padecía un grave ataque de asma y que le estaban administrando oxígeno y adrenalina. Su voz parecía sugerir que aquello podía ser culpa mía, que de alguna manera yo “había desbaratado su equilibrio”. Aquel mismo día llamé a mi paciente, quien me contó que había sufrido ataques de asma de niño, pero que posteriormente éstos habían sido “reemplazados” por la migraña. Se me había pasado por alto una parte importante de su historial por atender tan sólo a sus síntomas actuales.
Y fue entonces cuando Oliver Sacks mantuvo un diálogo sorprendente con el paciente:
-Podemos darle algo para el asma -sugerí.
-No -me contestó-. Tendré otra cosa... ¿Cree que tengo necesidad de estar enfermo los domingos?
Sus palabras me dejaron estupefacto, pero dije:
-Vamos a analizarlo.
Concluye Sacks en la importancia de considerar al paciente en forma integral, de tener en cuenta no sólo lo fisiológico sino también lo que llama los motivos inconscientes de cada persona.
A continuación pasamos dos semanas explorando su supuesta necesidad de estar enfermo los domingos. En esas dos semanas sus migrañas se volvieron menos molestas, y al final desaparecieron más o menos. Para mí aquello era un ejemplo de cómo los motivos inconscientes a veces se alían con las propensiones fisiológicas, de cómo no se puede abstraer una dolencia o su tratamiento de la totalidad, del contexto, de la economía de la vida de una persona. (…)
No había dos pacientes con migraña que fueran iguales, y todos ellos resultaban extraordinarios. Trabajar con ellos fue mi verdadero aprendizaje en la medicina.
Tan solo estaba en el inicio de los muchos aprendizajes que aún le esperarían a lo largo de su extensa y fructífera trayectoria.

jueves, 6 de diciembre de 2018

Cumpleaños


Por estos días andaré de cumpleaños. No seré demasiado original al decir cosas como: ¡me parece mentira!, ¡qué rápido se va la vida!, ¡parece que fue ayer que cumplí 40! y tantos lugares comunes por el estilo. Hace algún tiempo que integro el gremio de los sexagenarios.

Como la ocasión lo amerita traigo a colación algunas citas en relación al tema de los años de vida. Comencemos con Marguerite Yourcenar quien, en una carta dirigida a Jeane Carayon, dejaba en claro que se sentía de distintas edades según lo que estuviera haciendo.

Me atreveré a decirle que no pienso tanto en la vejez; nunca creí que la edad fuera un criterio. No me sentí particularmente joven hace cincuenta años (cuando tenía veinte, me gustaba mucho la compañía de la gente mayor), y no me siento "vieja" hoy. Mi edad cambia (y siempre ha cambiado) de hora en hora. En los momentos de cansancio tengo diez siglos; en los momentos de trabajo, cuarenta años; en el jardín, con el perro, tengo la impresión de tener cuatro años.

Por otro lado Josep Pla –entrevistado por Salvador Pániker- admite estar casi avergonzado de los años que sumaba: “Yo tengo una edad descarada, tengo sesenta y ocho años; una edad absolutamente escandalosa. A esta edad todo es diferente.”

Para Alfonso Reyes uno de los peligros de contar ya con cierta edad (o ser adulto mayor, gente grande, persona mayor, tener edad avanzada, o lo que usted guste y mande del nomenclator de nuestro tiempo) reside en tomarse demasiado en serio a sí mismo atribuyendo excesiva importancia al propio trabajo.

En rigor, los peligros de la “cierta edad” consisten en eso: en tomarse demasiado en serio a sí mismo, signo evidente de fatiga. Toda fatiga es gravedad, gravitación, pesantez, pesadumbre. El prudente, ¿o imprudente?, Bertrand Russell pide a los médicos que manden de vacaciones, que impongan una cura de aire y de reposo a todo el que cree demasiado en la importancia de su trabajo, porque éste es ya un primer síntoma de surmenage.

Tengo mucho que agradecer ante un nuevo cumpleaños y -retomando la sugerencia de don Alfonso en cuanto a evitar que con la edad enfermemos de importancia- concluyo haciendo mía la célebre salutación de cumpleaños enviada en cierta ocasión por Groucho Marx: “Si sigues cumpliendo años acabarás por morirte. Besos, Groucho.”

martes, 4 de diciembre de 2018

Pueblos chicos


Quienes vivimos en grandes urbes de vez en cuando soñamos con irnos a lugares más pequeños, a los que también idealizamos: allí se vive más tranquilo, no hay estrés, disminuyen las preocupaciones, la alimentación es más natural, el tiempo alcanza para todo, no hay contaminación…

Sin embargo, las cosas no son tan así. La mala fama de las pequeñas localidades está presente en el dicho: “pueblo chico, infierno grande”, que alude a las rivalidades, los chismes, las intrigas. Y es que la vida de todos está muy expuesta, no hay forma de pasar al anonimato tal como queda de manifiesto en un texto de Hernán Rivera Letelier retomado por Fernando Savater.

En algunos lugares, sobre todo en los pueblos chicos, los pecados se personifican, tal como dice el escritor chileno Hernán Rivera Letelier: “En la pampa, de donde yo vengo, en lugares que no tienen más de cinco calles, uno podía ver a los siete pecados caminando. Había una gorda inmensa, doña María Marabunta; representaba a la gula. Felipe el triste, que era como el prestamista, el usurero, representaba la avaricia”.

Otro problema de los pueblos tiene que ver con que están más ligados al pasado que al presente (y ni se diga al futuro), como lo expresa Santiago Kovadloff: “(...) porque los pueblos de provincia, aletargados como aún viven, dejan ver mejor de dónde se viene que a dónde se va (...)”

Tampoco es cosa menor la sensación de que en las pequeñas poblaciones nunca pasa nada. La vida hoy es igual a ayer e idéntica a mañana. Así la existencia transcurre en la monotonía, lo rutinario, lo predecible. No hay novedades, nunca irrumpe lo inesperado, no asoma lo insólito; se vive en una especie de domingo de tarde permanente. Tal vez ello haya inspirado el siguiente poema-plegaria de Luis Palés Matos.

¡Piedad, Señor, piedad para mi pobre pueblo
 donde mi pobre gente se morirá de nada!
 Aquel viejo notario que se pasa los días
 en su mínima y lenta preocupación de rata;
 este alcalde adiposo de grande abdomen vacuo
 chapoteando en su vida tal como en una salsa;
 aquel comercio lento, igual, de hace diez siglos;
 estas cabras que triscan el resol de la plaza;
 algún mendigo, algún caballo que atraviesa
 tiñoso, gris y flaco, por estas calles anchas;
 la fría y atrofiante modorra del domingo
 jugando en los casinos con billar y barajas;
 todo, todo el rebaño tedioso de estas vidas
 en este pueblo viejo donde no ocurre nada,
 todo esto se muere, se cae, se desmorona,
 a fuerza de ser cómodo y de estar a sus anchas.

 ¡Piedad, Señor, piedad para mi pobre pueblo!
 Sobre estas almas simples, desata algún canalla
 que contra el agua muerta de sus vidas arroje
 la piedra redentora de una insólita hazaña...
 Algún ladrón que asalte ese banco en la noche,
 algún Don Juan que viole esa doncella casta,
 algún tahúr de oficio que se meta en el pueblo
 y revuelva estas gentes honorables y mansas.

 ¡Piedad, Señor, piedad para mi pobre pueblo
 donde mi pobre gente se morirá de nada!

Todo parece indicar que en algunos lugares se muere de todo y en otros de nada.

Para concluir digamos que como vivimos en un mundo plural y diverso, hay quienes habiendo nacido en un pueblo pequeño en cuanto puedan huyen con destino a ciudades cercanas o lejanas. Pero también están –y no son pocos- quienes aman a su pueblo como a nada en este mundo y son incapaces siquiera de imaginar su existencia en otro lugar; consideran que la mayor bendición de su vida ha sido nacer y vivir allí.