jueves, 28 de abril de 2016

¿Conformarse con uno mismo?


¿No es desgastante vivir siempre anhelando ser quien no se es? ¿Habría que aceptar y/o resignarse a los aspectos más permanentes de la propia forma de ser? ¿Qué tanto podemos cambiar?
En relación a estas preguntas, así como para tantas otras, no hay consenso. No sólo diferentes personas tienen puntos de vista opuestos sino que uno mismo puede cambiar de opinión en diversos momentos de su vida. Se trata de uno de los tantos temas desfondados que están llamados a permanecer y que a pesar de su vejez gozan de plena lozanía.
¿Es posible dejar de ser el que somos para ser otro? ¿No será mejor convivir en paz con los propios aciertos y limitaciones? En su libro El último encuentro, Sándor Márai encara la cuestión por medio de uno de los protagonistas de la novela. Son las palabras que el general le dirige a Konrad:
(…) Pero en el fondo de tu alma habitaba una emoción convulsa, un deseo constante, el deseo de ser diferente de lo que eras. Es la mayor tragedia con que el destino puede castigar a una persona. El deseo de ser diferentes de quienes somos: no puede latir otro deseo más doloroso en el corazón humano. Porque la vida no se puede soportar de otra manera que sabiendo que nos conformamos con lo que significamos para nosotros mismos y para el mundo. Tenemos que conformarnos con lo que somos, y ser conscientes de que a cambio de esta sabiduría no recibiremos ningún galardón de la vida: no nos pondrán ninguna condecoración por saber y aceptar que somos vanidosos, egoístas, calvos y tripudos; no, hemos de saber que por nada de eso recibiremos galardones ni condecoraciones.
Prosigue el discurso del general quien ya no sólo habla de conformarse sino de soportarse; allí estaría la sabiduría para vivir en paz.
Tenemos que soportarlo, éste es el único secreto. Tenemos que soportar nuestro carácter y nuestro temperamento, ya que sus fallos, egoísmos y ansias no los podrán cambiar ni nuestras experiencias ni nuestra comprensión.  Tenemos que soportar que nuestros deseos no siempre tengan repercusión en el mundo. Tenemos que soportar que las personas que amamos no siempre nos amen, o que no nos amen como nos gustaría. Tenemos que soportar las traiciones y las infidelidades, y lo más difícil de todo: que una persona en concreto sea superior a nosotros, por sus cualidades morales o intelectuales.
Y concluye el general: “Esto es lo que he aprendido en setenta y cinco años de vida (…)”

martes, 26 de abril de 2016

La construcción de la identidad


Por lo general todo grupo (étnico, religioso, nacional, regional, familiar) tiene un relato que genera identidad y adhesión en sus integrantes. Esto se hace posible con la narración de lo acontecido en situaciones y coyunturas particularmente relevantes.

El proceso se inicia desde la niñez y al paso de los años el resultado puede ser la integración (total o parcial al grupo) o el distanciamiento.

En esta pedagogía de la identidad es usual que se resalten los logros y hazañas propias así como que se omitan las flaquezas, traiciones e injusticias que protagonizó. De esta manera se va imponiendo la historia oficial.

Ahora bien, hay ocasiones en que la pertenencia a diversos grupos conlleva a tener que asimilar historias diferentes que no siempre son fácilmente conciliables. Sabido es que para los niños esto no representa ningún problema. Un notable ejemplo de ello lo proporciona Sabina Berman (“La Tierra Prometida”, Nexos, agosto de 2011).

Viajamos en mi Mustang negro, de líneas supersónicas y tracción de cacharro antiguo. Modelo 75, hoy es 1993. Viajamos dentro mi sobrina Karla de cuatro años y yo, al volante. Karla hincada en el asiento negro de cuero, las manitas en el borde de la ventanilla, mirándolo todo, esa avenida Juárez, ese mundo tan distante de donde vive ella, en Lomas de Frondoso.

En esas estaban cuando de entre la Alameda hace su aparición el enorme Hemiciclo que llamó la atención de la niña.

Karla se gira sobre las rodillas y señala hacia mi nariz, pero en realidad está mirando por mi ventanilla el hemiciclo marmóreo con Juárez sentado al centro y siendo coronado con una U de laureles por dos ángeles alados.
-¡Es Benito! –grita Karla-. ¡Es don Benito y sus secretarias!
-¡Eso es Karlita: es don Benito!
También yo estoy emocionada. En el kínder del Colegio Israelita de México le enseñan muy bien historia a mi sobrina.

Pero seguramente Sabina Berman no esperaba la síntesis integradora que Karla había realizado a partir de su identidad judeo-mexicana.

Karla se reacomoda feliz en el asiento, las piernitas repantigadas. Y su excitación se desborda en un relato:
-Don Benito, el que nos sacó de Mitzraim al pueblo elegido hace millones de años.
-¿El pueblo elegido? –pregunto-. ¿Y cuál es ese pueblo?
Karlita duda en contestar. Mejor pregunta, con cautela:
-¿Tú no eres del pueblo elegido?
-Pues no sé. Cuéntame qué es el pueblo elegido y te digo.
Pasamos frente al Palacio de Bellas Artes, pero Karla ya está en Egipto, es decir: Mitzraim, en hebreo.
-Pues el pueblo elegido somos esos que éramos esclavos en Mitzraim. Y entonces este don Benito nos sacó y caminamos por el desierto y llegamos a un lago y en medio del lago había un nopal y encima un águila comiéndose a una serpiente y don Benito va  y nos dice: Pues ya llegamos a la tierra prometida, pueblo elegido.

Con esta novedosa síntesis historiográfica los dos relatos que le fueran trasmitidos a la pequeña Karla entraron en armónica convivencia, tal como queda de manifiesto en aquella vivencia que comparte Berman.

El Mustang ruge al doblar a la avenida que bordea la plancha de cemento del Zócalo y yo digo:
-Acá estaba ese lago, Karlita.
-¡¿De veras?! ¡¿Dónde?!, ¡¿dónde?!
Explico:
-Le pusieron cemento encima, los del pueblo elegido.
Karla se aferra al borde de su ventanilla y con ojos grandes observa la plancha de cemento, la gente caminando sobre la plancha, y en ese momento las campanas de Catedral empiezan a sonar.
Ton. Ton. Ton. Ton.
Diez minutos después la llevo de la mano por la plancha del Zócalo, hacia el asta donde la bandera tricolor ondea.
Miramos largo la bandera, que cambia sus ondulaciones con el pequeño viento que sopla, hasta que Karla verifica que sí, como le dije, en efecto en el color blanco está el retrato del águila parada en un nopal y comiéndose a la serpiente.

Sabina Berman pone punto final a este maravilloso relato: “Karla sonríe muy satisfecha. Es lindo saberse del pueblo elegido y estar pisando el centro mismo de la Tierra Prometida.”

No cabe duda: la convivencia entre las naciones sería mucho más armónica si viviéramos la identidad con la sabiduría propia de los niños.

jueves, 21 de abril de 2016

Aplican restricciones


Es posible caer en el equívoco de considerar que tanto la esperanza como la confianza siempre son recomendables, cuando en realidad existen circunstancias en que están contraindicadas.

Muy claro a este respecto es lo que señala Elie Wiesel: “La esperanza es uno de los más grandes misterios de la humanidad; sin ella (…) no podríamos sobrevivir. Sin embargo, estoy muy consciente de que la esperanza, cuando carece de sustento, puede ser una trampa peligrosa.” Ejemplifica su argumento con situaciones que tuvo la desgracia de conocer directamente: “Si mi generación hubiera sido más escéptica, otra hubiera sido la historia. La mayoría ‘esperanzada’ creyó que el pueblo de Goethe y Schiller no podía hundirse en la barbarie (…)”. Por el contrario, quienes perdieron la esperanza a tiempo pudieron eludir -en parte- aquella tragedia porque “(…) sólo los descreídos tomaron la decisión de huir y se salvaron”.

En relación al mismo período histórico, Ángeles Caso alude a los estragos ocasionados por la confianza. Muestra de ello es que “(…) algunos supervivientes de los campos de exterminio reconocen que no trataron de huir antes de ser deportados porque no creyeron que los rumores que corrían sobre las atrocidades a las que estaban siendo sometidos sus correligionarios de otras zonas fueran ciertos”. Y concluye con una sentencia lapidaria: “La confianza del ser humano en el ser humano es, a veces, digna de piedad.”

Lo anterior provoca la tan difícil como imperiosa tarea de desenmascarar a esas “esperanzas carentes de sustento”, a esa “confianza digna de piedad”, que en forma ingenua y peligrosa se presentan en la actualidad.

martes, 19 de abril de 2016

Antonio López de Santa Anna y el gusto por el oropel


Difícil resistir a las mieles y la cultura del servilismo que habitualmente rodean al poder. Pocos son quienes lo logran y muchos los que claudican en formas más o menos grotescas. Uno de estos casos fue el de Santa Anna de quien una nota publicada en la revista Relatos e Historia en México da su perfil.

Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna de Lebrón es el personaje que mejor explica el siglo XIX en México. Nacido el 21 de febrero de 1794 en la entonces Nueva España, desprovisto de las luces que preceden siempre a los grandes personajes de la historia, era, sin embargo, alguien que nunca pasaba inadvertido. A lo largo de su vida, Santa Anna ocupó once veces la presidencia de la República y osciló siempre entre la traición y la lealtad, entre la victoria y la derrota, entre la gloria y la sombra. Después de su frustrada resistencia militar en Texas en 1836, cedió a las pretensiones de anexión que los Estados Unidos tenían sobre ese territorio, y sólo dos años después perdió su pierna defendiendo heroicamente a la nación en la Guerra de los Pasteles. Mitómano, engreído e ignorante, le gustaba peinarse como suponía que lo hacía Napoleón, aunque la única imagen que conoció del emperador francés fue el cuadro que pintó Louis David, titulado Napoleón atravesando los Alpes, donde Bonaparte tiene el cabello girado hacia el rostro porque el viento lo despeinó. “Su Alteza Serenísima” –título que Santa Anna adoptó hacia la mitad del siglo- impuso esa moda entre los cortesanos mexicanos.

Una muestra de su gusto por el elogio inmoderado la presenta Alberto Barranco cuando alude a la colocación de la primera piedra de la plaza del Volador.

La primera piedra la colocaría el 31 de diciembre de 1841 el presidente Antonio López de Santa Anna, en cuyo honor se pronunciarían enmielados discursos. “El genio de vuestra excelencia —diría el contratista Oropeza— concibe el bien y su voluntad fuerte y decidida lo realiza. Que por los nobles y constantes esfuerzos de vuestra excelencia nuestra cara patria se vea próspera y feliz, para que nuestros hijos, al pasar delante de los monumentos que el reconocimiento erija en su honor, se detengan y digan: ‘Condujo a la victoria a nuestros padres y puso los cimientos del engrandecimiento de nuestra patria’.”
Para no quedarse atrás, el síndico del Ayuntamiento Manuel García Aguirre, dijo a su vez: “México se regocija al contemplar que su regenerador, que el protector de sus libertades, que el general Santa Anna será comparado por las generaciones venideras con el Washington norteamericano...”
El caso es que para dejar constancia del solemnísimo acto, se mandaron acuñar dos medallas de plata, a cuyo anverso se grabó en latín la leyenda “Puso los fundamentos de libertad y del ordenamiento de la Patria el ilustre general presidente de la República, Antonio López de Santa Anna.”

Durante su paso en varias ocasiones por la presidencia, procuró rodearse de un ceremonial que estuviera de acuerdo a la calidad de su investidura; Raoul Fournier profundiza en el punto.

En su último paso por la presidencia, Santa Anna se hizo llamar Su Alteza Serenísima –seguía picado con Iturbide- y con el dinero de la Mesilla encargó a su ministro en Francia que contratara tres regimientos de suizos para formar una guardia semejante a la del Papa. Envió al embajador quinientos mil pesos, encareciéndole prontitud. Como el diplomático tardara –“quien hace los mandados se come los bocados- improvisó un regimiento. Escogió a los más corpulentos de sus “juanes” y les puso barbas postizas negras, relucientes y rizadas, todo porque vio unos grabados del Zar de todas las Rusias rodeado de militares barbones.
Don Antonio quería ser más que Iturbide. Creó los “Lanceros de la Guardia de los Supremos Poderes” con lujosos trajes de paño blanco y rojo, cascos a la prusiana, lloronas de seda y botas federicas. Restableció la Orden de Guadalupe y se autodesignó Gran Maestro con derecho a usar el uniforme blanco, con manto azul forrado de tafetán con vivo violado, llevando por toda la orilla un bordado de oro que figura círculos, laureles y palmas. El manto se ataba con grandes cordones de hilo de oro, con borlas del mismo material.
Al cuello llevaba el collar de la Orden, que era de eslabones de águilas explayadas, alternadas con círculos de laureles y palmas, dentro de los cuales había en cifra una I. y una S., iniciales del fundador y restaurador de la Orden. Pendiente del collar llevaba la Gran Cruz (del tamaño de la mano) que era de oro, con los brazos esmaltados de los colores de nuestro pabellón, una elipse en el centro, y en el fondo, sobre campo blanco, la imagen de la Guadalupana. Encima del brazo superior de la cruz estaba un águila, en el inferior una palma y en la otra una rama de oliva. Llevaba alrededor de la elipse esta leyenda: “Al patriotismo heroico”.

No toleraba que se le formularan críticas y acostumbraba reaccionar en forma vehemente; un ejemplo de ello lo proporciona Guillermo Prieto, citado por Carlos Monsiváis.

(…) en Memorias de mis tiempos, Prieto nos informa de una escena de 1853. El mismo Prieto en El Monitor y Eufemio Romero en El Calavera, han escrito contra Su Alteza Serenísima Santa Anna “con ponzoña de alacranes”. El dictador los manda llamar:

Al vernos en su presencia, se dirigió impetuoso a Romero, señalando el artículo en cuestión, y le dijo con la voz sorda de cólera:
¡Eh! ¡Dígame usted de quién es este artículo para arrancarle la lengua!
—En estos casos, respondió Romero con frialdad extraordinaria, se hace la denuncia al Juez, se ve quién firma el artículo y se procede como la ley manda.
—¡Yo lo he llamado a usted, so escarabajo, para oír de sus labios, quién es el infame que ha escrito el artículo!
Y contestó Romero con la misma imperturbable sangre fría que antes:
—En estos casos, señor, se hace la denuncia al Juez, se ve quién firma el artículo y se procede como la ley manda.
—¡Indecente!, continuó Santa Anna, ¡haga usted lo que le digo!
—Pues señor, en estos casos...
—¡Silencio, quíteseme usted de delante!
Romero se aprovechó del iracundo pasaporte, y puso pies en polvorosa.
Santa Anna, todavía excitado por la cólera, se volvió a mí, y me dijo:
—¿Usted es el autor del artículo del Monitor?
—Sí señor.
—¿Y no sabe usted que yo tengo muchos calzones?
Yo como había escrito en tono sarcástico, aunque con miedo, quise seguir la broma, y le respondí:
—Sí, señor, ha de tener usted más que yo.
—Me parece que usted es insolente, y yo sé castigar y reducir a polvo a los que se hacen los valientes; eso lo ejecuta cualquier policía, pues usted o se desdice de sus injurias y necedades o aquí mismo le doy mil patadas. ¿Qué sucede?
—En esas estoy, en ver lo que sucede.
A estas palabras, Santa Anna, apoyándose en una mesa que allí había, y levantando el bastón, se acercó a mí, y yo, por una puerta excusada, me escurrí violentamente; no sé si más temeroso o iracundo de la entrevista con el Dictador.
          
Santa Anna disfrutaba los homenajes públicos que se le tributaban,  tal como lo refiere Jorge Mejía Prieto: “De tal manera que cuando algún lambiscón se le acercó para proponerle el tratamiento de Alteza Serenísima, le agradó tanto la propuesta que la aceptó de inmediato. De igual forma aprobó complacidísimo la dorada estatua de bronce que lo representaba de cuerpo entero, con un brazo extendido en actitud de señalar algo a la distancia.”

En aquel entonces, como ahora, existen héroes cuyas acciones viven entre las altas y las bajas en el mercado de valores patrios; al respecto prosigue Mejía Prieto

¡Y vaya que se vanagloriaba Santa Anna de sus efigies, que tomaba por genuinas demostraciones de amor del pueblo! Sin embargo, el mismo populacho que antes lo aclamó enardecido, el seis de diciembre de 1844 se lanzó a la calle para insultarlo y maldecirlo. (...)
La efigie del teatro Nacional y el busto colocado en el hotel de la Bella Unión fueron despedazados asimismo en medio de las injurias y el regocijo de la plebe. Y si la estatua de bronce del mercado del Volador se salvó de ser destruida fue porque un grupo de partidarios, protegidos por elementos de tropa, la desmontaron de su pedestal y fueron a esconderla en lugar seguro. Tiempo después fue sacada de su escondite y permaneció arrumbada como inservible cacharro en una cochera del Palacio Nacional. En 1852, hallándose de nuevo López de Santa Anna en el poder, algún adulador la encontró en la cochera y mandó desempolvarla y pulirla para ponerla otra vez en un pedestal. Mucho satisfizo al gobernante la recuperación de su imagen en bronce, la cual se mantuvo en exhibición hasta que a la caída definitiva del déspota, un empleado de gobierno, Luciano González, la enterró en su casa, con la ilusión codiciosa de desenterrarla cuando el dictador empuñara de nueva cuenta las riendas del gobierno, ocasión que jamás se presentó.

Vendrían tiempos aciagos para Santa Anna en los que fue derrotado y debió permanecer fuera del país. Sus últimos años, cuando se le permitió regresar, transcurrieron muy lejos del reconocimiento público en medio de austeridad y privación que sólo se rompía en forma imaginaria por el teatro montado por su esposa, quien amorosamente quería evitarle los sinsabores de la hora. De ello da cuenta Fournier

Más tarde, ni siquiera el ojo de la historia advierte la presencia de Santa Anna cuando Lerdo de Tejada le concede, al fin, regresar a México. El ex dictador vive de los menguados ahorros de su mujer y nutre su soledad con la farsa que representa una corte de pedigüeños y comparsas sobornados por doña Dolores Tosta de Santa Anna. La señora, en delicado e inteligente acto de caridad y mediante un peso por barba, hace que los improvisados actores halaguen y revivan las apagadas vanidades de su alicaído marido. Todas las mañanas acuden al estrado de una casa de las calles de Vergara en solicitud de supuestos favores e imaginarios planes y pronunciamientos revolucionarios. Nuestra insidiosa amnesia histórica encubre los últimos días de Santa Anna. Sólo nos queda un acta de defunción y las escuetas gacetillas de los diarios dando fe de que el gran cursi “héroe de Tampico” se rindió, ahora sí, en la madrugada del 21 de junio de 1876.

En esta oportunidad no llegaron mejores tiempos para la estatua que don Luciano enterró en su casa mientras esperaba la ocasión de sacarla a relucir; Mejía Prieto informa acerca de su destino. “Transcurrieron los años y los descendientes de don Luciano exhumaron un día la estatua para venderla al peso a unos mercaderes en metales viejos. De tan prosaica y deslucida manera terminaron los sueños de gloria y eternidad de Antonio López de Santa Anna.”

jueves, 14 de abril de 2016

Los riesgos del sarcasmo


Actualmente se vive una catástrofe en relación a la situación de millones de personas que ya no pueden vivir (por violencia, hambre, desocupación) en sus países de procedencia y que con frecuencia sólo encuentran rechazo y discriminación en los posibles lugares de arribo. Desde este doloroso contexto evoco un artículo que publicó Rosa Montero hace ya unos años.

Siempre me han pasmado de modo especial, quizá por mi trabajo, las confusiones que puede originar un mísero puñado de líneas impresas. Personalmente, el malentendido profesional mayor y muy patético que guardo en la memoria sucedió hará cinco o seis años, con un pequeño artículo que escribí en la última página de El País. Ya no recuerdo bien la noticia que desencadenó toda la historia, pero fue algo relacionado con un inmigrante ilegal africano con quien la autoridad cometió alguna tropelía especialmente inicua.

Para abordar lo doloroso de aquella situación la escritora optó por el sarcasmo, considerando que era una buena manera de condenar ese acontecimiento y expresar su sentir.

Recuerdo, eso sí, que escribí el articulito por la vía sarcástica y que exacerbé la situación hasta el absurdo, por ver de demostrar de esta manera la injusticia del caso. Y así, dije que a los negros, si se ponían mañosos, había que encadenarlos y azotarlos como en los buenos tiempos, y otras barbaridades semejantes de las que ahora ya no guardo memoria (…)

Todo ello desde el supuesto de que “nadie podía tomarse al pie de la letra” aquello. Pero no fue así y la misma Montero prosigue con la historia.

Pues bien, hubo alguien que sí lo hizo. Poco después de publicar el artículo, me llegó la carta de un hombre que decía ser negro, inmigrante y guineano. Había leído de manera literal y completamente en serio mi artículo atroz y, pese a ello, su tono no era indignado, sino apesadumbrado. Era una carta sencilla y modesta, apenas diez líneas escritas a mano, en la que me decía que los negros también tienen derecho a vivir. Carecía de firma y de remite, por lo que, para mi desesperación, no pude contestarle ni explicarle. Sin duda mandó una carta anónima porque temía posibles represalias.

Esa carta permitió a la escritora reflexionar en relación a la diversidad de los lugares desde donde se codifica lo expresado.

Entendemos las cosas desde lo que somos: desde nuestras necesidades, nuestros miedos, nuestras obsesiones. Estremece imaginar desde qué realidad leyó aquel hombre mi desenfrenado artículo sobre los negros para llegar a interpretarlo al pie de la letra. Cómo sería su vida, de qué infiernos venía para creer que esa sarta de infames disparates iba en serio. Para no tener ni siquiera la capacidad de indignarse. Para hablar de ese modo manso y dolorido.

Posiblemente estos desencuentros en muchos momentos son inevitables pero conviene tener en cuenta que, tal como subraya la misma Rosa Montero, “es la propia existencia la que nos va tallando nuestras entendederas”.

martes, 12 de abril de 2016

Vírgenes confrontadas


En la lucha por la Independencia de México los diversos bandos en pugna se pusieron bajo la protección de una misma Virgen pero en diferentes advocaciones. Los españoles reivindicaban a la Virgen de los Remedios (la “Cachupina”), los independentistas a la Virgen de Guadalupe (la “Virgen India”) y ambas partes confiaban en la supremacía de su Virgen.

Alejandro Rosas analiza la importancia que adquirió la Virgen de Guadalupe entre los independentistas.

El pueblo, los indios y los mestizos se veían reflejados en la Virgen morena. Los españoles admiraban la tez rosada de la Virgen a quien atribuían el triunfo de Cortés en 1521. La primera era la Guadalupana, a la segunda le llamaban de los Remedios. (…)
Cuando el cura Hidalgo decidió tomar el estandarte de la Virgen de Guadalupe, como bandera de la lucha que emprendía en septiembre de 1810, le dio un sentido religioso a la guerra de independencia. No era imposible imaginar la respuesta popular: el cura fue visto entonces como un hombre ungido por la divinidad para liberar al pueblo oprimido.
Durante los 11 años que duró la guerra, la Guadalupana ocupó un lugar fundamental para la causa insurgente. Al tomar este estandarte, Hidalgo le otorgó a la lucha un carácter sagrado. Cargaba siempre consigo, entre sus ropas, una imagen de la Virgen morena. En los Sentimientos de la nación, Morelos propuso que la celebración oficial de la “patrona de nuestra libertad” fuera el 12 de diciembre. Los miembros de una sociedad secreta que trabajaba en favor de la independencia desde la ciudad de México adoptaron el nombre de los Guadalupes. Los guerrilleros de Pedro Moreno portaban en sus sombreros estampas de la señora del Tepeyac, y uno de los jefes insurgentes que resistió hasta el final, Manuel Fernández Félix, adoptó su sagrado nombre creyendo fervorosamente en su intercesión para el triunfo final. Él era Guadalupe Victoria.

Por su parte, José Manuel Villalpando alude a la devoción que en ella depositó don José Morelos y Pavón al considerar que “sus triunfos militares se debían a la ‘Emperadora Guadalupana’, porque la nación tenía confianza en ‘el poder de Dios e intercesión de su Santísima Madre (…)’, diciendo además que Ella castigaría la insolencia de los gachupines”. La respuesta española -según Alejandro Rosas- no se hizo esperar.

De poder a poder, el virrey Francisco Xavier Venegas mandó traer la imagen de la Virgen de los Remedios para resguardarla de los insurgentes, pero sobre todo para enarbolarla como bandera de los ejércitos realistas. El virrey se veía a sí mismo como Cortés siglos atrás: ante una situación que parecía irremediable, la Virgen de los Remedios había acompañado al conquistador hasta el triunfo. Tres siglos después, ¿sucedería lo mismo?
Las medidas del virrey llegaron demasiado lejos. A la Virgen de los Remedios se le dio grado militar y desde entonces se le conoció como “La Generala”. Las monjas del convento de San Jerónimo la vistieron con los blasones y la banda correspondiente, y el niño Jesús —que cargaba en sus brazos— también fue vestido según la usanza. En procesión, la madre de Dios, recorrió la ciudad de México, mostrando su bastón de mando en una de sus manos, y podía observarse a su pequeño hijo portando un sable. La Virgen y su hijo, Jesucristo, en pie de guerra.
Una vez finalizados los actos públicos, la Virgen fue colocada en el altar principal de la catedral de México. En aquel santo lugar su función era doble: una espiritual, dar consuelo a los fieles, recibir ofrendas, exvotos o limosnas; la otra, muy humana, delatar insurgentes. De todos era sabido que los revolucionarios eran guadalupanos. Aquellas personas que, luego de escuchar misa en la catedral, no hicieran la reverencia correspondiente ante la Virgen de los Remedios, seguramente lo hacían ante la Guadalupana, por tanto eran insurgentes. De ese modo, mucha gente fue falsamente acusada de rebeldía. Las autoridades no repararon que, más allá de la banalidad de las cosas del mundo terrenal, había gente que de buena fe mostraba su devoción a una u otra Virgen sin tomar partido por alguna causa política.

Egon Erwin Kish también se refiere al tema.

La Virgen de los Remedios conduce al ejército del Virrey, quien ordena formalmente a la Guadalupana que abandone el territorio de México en el término de veinticuatro horas.
Dondequiera que las tropas españolas se apoderan de su efigie, la llevan delante del pelotón y la fusilan.
”¡Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines!” es el grito de guerra del cura insurgente Hidalgo y de sus huestes libertadoras.

El predominio de una u otra se fue alternando en las diversas fases del conflicto, la Marquesa Calderón de la Barca anota que en cierto momento la Virgen de los Remedios “fue acusada de Cachupina. Un general mexicano le arrebató valientemente la banda de generala y le extendió sus pasaportes, ordenándole que abandonase la República”. Es de suponer que ante el triunfo de la Guadalupana, los españoles que quedaron en estas tierras, por un tiempo deben haber sido muy discretos en su devoción hacia la Virgen de los Remedios.

Con el desenlace del enfrentamiento llegó la reconciliación –si no de los bandos, de las Vírgenes- tal lo que señala Alejandro Rosas.

Al final, triunfó la causa insurgente y la Virgen de Guadalupe. No en términos religiosos, ni porque fuera mayor la devoción del pueblo por ella; venció porque era un símbolo de unidad; un elemento que conjuntaba a todos aquéllos que se consideraban pertenecientes al mismo terruño; aquéllos que veían la historia desde 1521 como algo común a todos. La Guadalupana era una Virgen innegablemente mexicana. Con la consumación de la independencia, en 1821, llegó la reconciliación de ambas advocaciones a los ojos de los mexicanos:
La Morena y La Generala compartirían un futuro común en un país que iniciaba su andar en la historia.

Aun reconociendo el predominio alcanzado por la Virgen de Guadalupe es importante hacer notar que la devoción hacia la Virgen de los Remedios –cuya fiesta se celebra el 8 de septiembre-  se mantiene en diferentes rumbos del país (Naucalpan, Zitácuaro, Nacajuca, San Juan del Río, Chihuahua, Acatepec, etc.). En Cholula, el templo que le está dedicado se sitúa en la cima de una pirámide que aún no había sido descubierta cuando se inició la construcción del mismo. 

jueves, 7 de abril de 2016

En defensa de la bebida


Muchos son los estragos, ¡qué duda cabe!, que produce el consumo excesivo de alcohol y muchas son las campañas que procuran reducir o eliminar su consumo. Ante ello los bebedores habituales procuran defenderse. Y no es cosa de ahora; Cátulo, citado por Luis Ignacio Helguera, enunciaba los motivos para tomar la copa: “Cinco son las razones para beber: la visita de un huésped, la sed presente, la sed futura, la excelencia del vino y cualquier otra razón.”
Y Luis Ignacio Helguera cita a quien consideraba un verdadero maestro en el tema: Tito Matamala.
(…) el Manual del buen bebedor de Tito Matamala (Planeta, 1999) (…) No cabe duda: es uno de los mejores libros que hacen literatura con el alcohol y alcohol con la literatura.
(…) traza Matamala una amplia galería de tipos de borrachos, “guerreros del descorche”, de los que sólo destacaré aquí a unos cuantos. Está “el bebedor medicinal”, que ofrece recetas de tragos para cada dolor, pena o molestia (“¿te derrumbas por la ausencia de ella? Pero mi viejo, eso se arregla con unos cortitos de vodka, servidos en vasos grandes, con dos hielos y una torreja de limón. Es infalible”); “el bebedor otro”, “un águila escondida en un cuerpo de cervantillo” que espera la copa detonadora para ser otro (“síndrome de Buenos Aires”); “el bebedor pálido”, el que de pronto se queda como momia y “no recuerda en qué bar estuvo anoche”; “el bebedor rendidor”, “el que desea pasar inadvertido, aunque podemos creer que su meta es que la vida le pase inadvertida”; “el temerario”, “para allá vamos, en el minuto en que un médico entrometido nos intente prohibir lo que no se prohíbe (…) Si se le ha dicho que debe bajar a menos de una copa su consumo diario de alcohol, entonces le da por beber más de una o dos botellas (…) porque –a esas alturas de la contienda- ya sería una deslealtad mayor abandonar al más fiel de todos los amigos”; “el bebedor cuentero”, el que deleita con su invención fabuladora conforme se le llena su copa; “el bebedor lúcido”, el que alcanza, entre botella y botella, “un estado de mayor lucidez, ve con claridad el orden de su existencia y el secreto de las cosas”, antes de convertirse en un bulto más; “el bebedor bolsero” el que anda a la caza de cocteles literarios y afines; “el bebedor especializado”, el que aguanta en la carrera de beber mientras no le cambien su caballo de carreras; “el bebedor tiro corto”; “el bebedor tiro mediano”; “el bebedor tiro largo”, majestuoso, que “suele ser de movimientos largos, como oso satisfecho”, “ajeno a los altercados y conflictos que derivan del alcohol. El Largo lo ha conseguido todo en la ida y ya no tiene ambición ni prisa”: “el bebedor Inmortal”, un ejemplar casi único, el que bebe de todo, todo el tiempo sin bullicio ni mella ni pullas.
Otro defensor de las virtudes del alcohol fue Ambrose Bierce quien afirma en su famoso diccionario.
Beber. (…) El individuo que se da a la bebida es mal visto, pero las naciones bebedoras ocupan la vanguardia de la civilización y el poder. Enfrentados con los cristianos, que beben mucho, los abstemios mahometanos se derrumban como el pasto frente a la guadaña. En la India cien mil británicos comedores de carne y chupadores de brandy con soda subyugan a doscientos cincuenta millones de abstemios vegetarianos de la misma raza aria. ¡Y con cuánta gallardía el norteamericano bebedor de whisky desalojó al moderado español de sus posesiones! Desde la época en que los piratas nórdicos asolaron las costas de Europa occidental y durmieron, borrachos, en cada puerto conquistado, ha sido lo mismo: en todas partes las naciones que toman demasiado pelean bien, aunque no las acompañe la justicia.
Y para concluir nuevamente recurrimos a Tito Matamala, siempre citado por Luis Ignacio Helguera.
También recomienda [Tito] Matemala la existencia de “un amigo solvente”, es decir, de alguien que en las malas nos pueda financiar generosamente el “bebestible”. Entrevera sus recomendaciones con varios relatos magníficos, regocijantes. Por ejemplo, el de Don Hernán, cuya casa estaba provista de botellas, copas y descorchadores hasta en los baños: “Nunca se sabe en qué lugar de la casa te puedes quedar encerrado –se justificaba el anfitrión.” “Salud por los bebedores con sweaters ordinarios” –brindó Arturo Prat, y Matamala y Don Hernán miraron sus sweaters, tras lo cual Prat aclaró que había dicho: “Salud por los bebedores consuetudinarios.”

martes, 5 de abril de 2016

La vida es breve


Con frecuencia se hace alusión a la relación tan particular que tiene el mexicano con la muerte y que se manifiesta de muchas maneras. Sin embargo Víctor Hugo Rascón Banda –en momentos en que atravesaba un severo quebranto de salud- señalaba que nos falta mucha formación en tan trascendente materia.

Desde niños deberían enseñarnos que la vida es breve.
Así como en la primaria estudiamos geografía, historia, matemáticas y español, debería haber una materia, o un capítulo cuando menos, en el libro de biología o de civismo, en el que los maestros nos mostraran las aves, las flores, y nos dijeran que la vida es muy corta.
En biología nos enseñan que las plantas nacen, crecen, se reproducen y mueren, pero no nos dicen que también los seres humanos mueren y que la vida es tan breve como un parpadeo.

Y luego comparte su experiencia al respecto subrayando la importancia que adquirió la literatura en ello. “Desde la secundaria, yo memoricé las Coplas de Jorge Manrique por la muerte de su padre, pero no la versión corta que viene en los libros de texto de español, sino todas las cuarenta coplas.” Y al cabo de los años, en una coyuntura muy diferente a la de sus años de alumno de secundaria, las evocaba.

Ahora, en el hospital, me entretengo recordándolas. Hay unos versos que particularmente repito, porque sintetizan mis reflexiones:

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor,
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado fue mejor...

No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera,
más que duró lo que vio
porque todo ha de pasar
por tal manera.

Así queda formulada la invitación de Víctor Hugo Rascón Banda en el sentido de tener más presente la existencia de la muerte, con la intención de disfrutar más sabiamente de la vida.