Hace unos días buena parte del
territorio de México fue cimbrado por un sismo de proporciones considerables y
la mayor parte de los estragos se presentaron en los estados de Oaxaca y Chiapas. En Ciudad de
México no hubo daños mayores pero quienes aquí vivimos quedamos, como sucede habitualmente,
conmocionados por el acontecimiento lo que se aprecia en las preguntas
obligadas por estos días: ¿dónde te agarró el temblor?, ¿lo sentiste feo?,
¿saliste a la calle?, etc. Y cada quien cuenta muchas veces sus vivencias
sísmicas.
¿Cómo se vivían los movimientos de
tierra en el pasado? Seguramente desde siempre produjeron gran impacto y prueba
de ello es el extenso artículo publicado por el Duque Job -Manuel Gutiérrez Nájera- en el periódico La Libertad del 23 de junio de 1882 (citado
por Blanca Estela Treviño).
¡Si hubieras podido contemplar el
espectáculo que presentaba la ciudad en ese instante! La mueca trágica y el guiño
cómico se miraban confundidos, como en los dramas de Shakespeare. Los
dependientes saltaban el mostrador de las tiendas e iban a arrodillarse en
medio de la calle. Los jugadores se asomaban a las puertas de Iturbide con los
tacos en las manos. Un escribano bajó las escaleras de su casa en mangas de
camisa. Aquella acartonada lady
yanqui se tendió boca abajo sobre el piso. Todos interrogaban los edificios
oscilantes con miradas de pavor, como el náufrago, sacudido por las olas,
interroga el oscuro seno de los mares.
Los rieles del tramway, movidos por el terremoto, se agitaban espejeando como dos
víboras de plata.
Y de las puertas cuyas mamparas se
columpiaban tristemente, salían como en tumulto, hombres de bata, damas
cubiertas apenas por el ligero peinador, niños trémulos, e iban a arrodillarse
en medio del arroyo, con las manos cruzadas sobre el pecho, clavados los ojos
en el cielo.
El sol, indiferente, derramaba su luz
cruda sobre esta escena desgarradora. Las aves, sintiendo que los edificios
vacilaban, salían de las cornisas y tejados agitando sus alas con espanto. En
ese instante los ateos creían en Dios.
La madre corría a la cama donde
descansaba el pequeñuelo, para llevarlo por la calle. Los prudentes se
colocaban en los quicios de las puertas. Los que no decían ¡Jesús!, proferían
lo más enérgico de las interjecciones españolas. Mientras las torres de la
Catedral se dirigían sendos saludos, inclinando sus enormes sombreros de
campana, un ratero hacía cosecha de relojes en la plaza.
En los salones de las fondas, quedaban
los sombreros y bastones, huesos a medio roer y botellas volcadas en el suelo.
La grasa se cuajaba en los platos y el vino se evaporaba en las copas. Algunos
salieron a la calle con la servilleta puesta, y otros levantaban al cielo sus
manos armadas de tenedores. Ninguno, sin embargo, atendía en esos momentos a
los cómicos episodios ni a las figuras caricaturescas. (…)
La Catedral se asemejaba a un hipopótamo
fabuloso que fuera a triturar con su pezuña de granito las copas de los fresnos
y el gran Zócalo de piedra. Las fachadas hacían muecas de clown, y las cruces en lo alto de las torres parecían gimnastas en
trapecio.
Los segundos o minutos que dura el
fenómeno parecen, en realidad son, interminables.
¿Cuántos minutos habían transcurrido? Un
segundo o un siglo. El tiempo no se mide con los cronómetros. Es un viejo
enfermo, que de improviso corre como un mozo.
En aquellos instantes de terror, los
minutos fueron horas, días, años, como lo son para los tomadores de opio. Las
ideas se atropellaban en los cerebros, como los espectadores al salir de un
teatro que se incendia. Medimos el tiempo como lo mide el pasajero en el puente
de un barco que va a hundirse.
Por una delicadeza de las leyes
naturales, en ese instante se detuvieron los relojes.
Y en ese período –tal como señala el Duque Job- las ideas catastróficas
vienen en tropel.
En aquellos segundos de congoja, las
ideas pasaron por los cerebros con una rapidez de cinco mil leguas por hora. Un
panorama de cataclismos, desarrollándose al girar, como la tela de un
transparente, presentó sus cuadros torcidos, sus figuras chuecas y sus escenas
de desplome, a la imaginación de aquella muchedumbre. (…) Yo vi bailar en el
espacio azul la esbelta cúpula de Santa Teresa, como si algún gigante de buen
humor hubiera lanzado al viento su montera; me pareció que las columnas del
teatro avanzaban sobre mí a paso de carga; sentí sobre mi cabeza las herraduras
del caballo que monta Carlos IV, y en un momento de pavor creí que la estatua
de Colón jugaba a la pelota con el mundo. El viento movía los anchos pliegues
de los hábitos que visten los frailes en el monumento de Colón y las guedejas
pétreas de sus barbas. La robusta matrona que representa la ciudad de México,
me llamaba con movimientos de sirena. San Agustín, en el bajorrelieve de la
Biblioteca, sufría un vértigo, y el ángel que corona la torre de Jesús agitaba
sus alas, como águila que va a tender el vuelo. ¡Oh, cuántas ideas caben en dos
minutos y treinta y tres segundos! Las casas se desmoronaban ante mis ojos,
como castillo de barajas; las piedras caían mezcladas con cabezas, y apenas si
quedaban algunos paredones oscilando, como ebrios en la puerta de una taberna.
Caídas las fachadas, se miraba el interior de algunas casas: desmelenados y
aturdidos bajaban los vecinos por las ruinosas escaleras, cuyas gradas se
movían como pedales de piano; en una alcoba alzaba desde la cuna sus bracitos
flacos un pobre niño abandonado; las grandes vigas se columpiaban un momento en
el espacio, y caían a plomo aplastando cabezas y desquebrajándose; remolinos de
polvo se levantaban ocultando todo, y un inmenso clamor, compuesto de
imprecaciones y plegarias, subía al cielo.
Pocas felicidades son tan intensas como la
experimentada al final del terremoto cuando –afirma el Duque Job- todo vuelve a su sitio.
De repente pasó la borrachera, los
santos de piedra se recogieron en sus nichos, cesó el cancán de las torres, y
se fueron desvaneciendo en el espacio los cuadros que dibujaba la imaginación. (…)
Pero ha pasado ya la pesadilla,
despertamos y volvemos en torno la mirada. Las cosas todas están en sus puestos.
La tierra no se mueve, los armarios están tranquilos. (…)
Los transeúntes se saludan en las
calles, como si volvieran de un largo viaje. Comienza a borrarse de los rostros
la palidez del miedo, y respiran con más desembarazo los pulmones. Los que han
tenido más terror, experimentan las agradables emociones del convaleciente que
vuelve a la vida. Las rosas parecen más frescas, y más bellas las mujeres.
Se ve el cielo más azul, y se acaricia
la cabeza del niño que todavía solloza en un rincón. De cuando en cuando, sin
embargo, se alza la cabeza para mirar si no se mueven los candiles y si el
cordón de la campanilla se está quieto. Las cuarteaduras de la pared inspiran
miedo.
Por la noche, las jóvenes acercan sus
catres a la cama de la madre, y despiertan a cada instante sobresaltadas,
creyendo que se repite el terremoto. El botiquín de la casa, abierto de par en
par, muestra los deshechos paquetes de tila y las rugadas hojas de naranjo. Los
padres refieren con espeluznantes detalles el terremoto que derribó la cúpula
de Santa Teresa. Los chiquitines se duermen en las rodillas de la madre, y los
novios amartelados de las niñas hablan poco de amor. Al día siguiente, están
muy concurridas las iglesias. Se oye misa con gran devoción, y al salir del templo
los novios, aprovechándose del tumulto, se aprietan la mano furtivamente.
En la noche, el amante cobra con usura
el beso que no pudo recibir la víspera.
Toma el té. Ya ha pasado el terremoto.
Estamos juntos y te arrío. La muerte no acobarda más que a los enamorados que
están ausentes. Si ha de venir, que nos mate a los dos de un mismo golpe. (…)
Pero la tierra no vacila ya; tu corazón
late más sosegado, y la lámpara azul de tu alcoba no se columpia como la Sara del
poeta. Ven conmigo; acabemos de comer.
Si en pleno terremoto -como dice el Duque Job- hasta “los ateos creían en
Dios”, ahora que todo acabó para muchos ya es hora de regresar a su ateísmo.