lunes, 21 de noviembre de 2011

Las vueltas de la vida

Si damos crédito a numerosas letras de tangos y boleros, cuando la mujer se va por lo general se va para no volver, quizás porque la decisión fue cuidadosamente considerada desde mucho tiempo antes.  En el caso de los hombres, y tal vez porque la partida suele ser resultado de un impulso intempestivo, la cosa es diferente: muchos son los que se van pero con pasaje de ida y vuelta.
Con frecuencia se menciona a aquel marido que salió a comprar cigarros y volvió a su casa muchos años después. Ahora bien, lo que parecía ser tan solo una leyenda urbana se confirma en los hechos si nos atenemos a testimonios originados en diferentes tiempos y diversas latitudes. Así hubo esposos que efectivamente vivían muy lejos de la cigarrería. Alejandro Gómez Maganda refiere algo acontecido en México hace ya muchos años.
(…) Chucho Urueta, el Príncipe de la Palabra, cuyo renombre llega hasta nuestros días
cargado de luminosos créditos, (…) un día, sin más ni más, y obedeciendo a sus apetencias amorosas, con una ella de la farándula que habíale cautivado ciertamente; a pretexto de marcharse a la calle para adquirir una cajetilla de cigarros que, a su decir: “le era muy necesaria”. Sucede que sucedió, que el tribuno de Chihuahua prolongara inusitadamente su viaje hasta Europa, desde la esquina del estanco a donde afirmó dirigíase.
Pasaron los meses y al cabo de un año, el ático orador mexicano de merecido y singular renombre, hubo de retornar a su hogar sin explicaciones habituales. Pidiendo sencillamente, como si en verdad se hubiese ausentado tan sólo por momentos para ir a comprar tabaco; “sus pantuflas y bata, hogareñas...”               

No sabemos si lo anterior fue acompañado del clásico “ahorita”, porque como dice Joaquín Antonio Peñalosa: “Ahorita vengo, avisó el marido a su esposa y lleva tres años esperándolo.” Además, es posible advertir que el regreso de don Chucho se produjo en un entorno de machismo autoritario que le permite no sólo no dar explicaciones sino regresar exigiendo el trato privilegiado de siempre.
Algunos años después en otros rumbos se presentaron situaciones similares. María Esther Gilio relata lo sucedido en Argentina a Aníbal Troilo (el inolvidable Pichuco) con su esposa Zita.
(Zita) era muy tierna con Troilo, él podría haber sido su hijo también. Cuando ella te cuenta que una vez Troilo se fue a buscar fósforos y que eso le llevó tres días y que además llegó sin los fósforos… yo que sé, a cualquier mujer le daría un ataque de furia, pero ella le encontraba gracia a eso, como las gracias que una madre le puede encontrar a un hijo aun cuando en el momento la cosa la volvió loca. Lo quería como era, me parece.
Difícil frontera de amor, aceptación y resignación la que se hace presente en querer a la pareja tal como es.
Adolfo Bioy Casares también incursiona en el tema y documenta casos de algunos maridos que se ausentaron del hogar.
Burone me contó de alguien que, siguiendo a una muchacha, se fue de la casa. Dos años después, una noche, a la hora de comer, volvió. Entregó a su mujer un envoltorio:
—Traje esto —dijo.
Era una pizza.

Parece que no sólo las cigarrerías quedan lejos, también las pizzerías… En el relato anterior no se aclara el destino que tuvo el marido (ni la pizza) a la hora de su regreso. Tal vez el reconocido escritor argentino olvidó comentar el desenlace o quizá ello obedeció a que el tal Burone únicamente conoció la mitad del chisme. Pero sí sabemos del triste desenlace que tuvo otro de los casos citados por el mismo autor

(…) se fue a Cuba y dejó en la aldea mujer y críos sin nunca mandar una carta ni menos una peseta. En la aldea sabían por otros que allá en La Habana el hombre amasó una gran fortuna. Pasados treinta años, volvió: muy elegante con bastón con empuñadura en cabeza de perro, sombrero de fieltro, bigotes, corbata de moño, polainas blancas. Fue a la casa, revoleando el bastón, y lo primero que hizo fue darle a uno de sus hijos unas pesetas para que le comprara cigarritos; después le dijo que se guardara el vuelto, lo que causa muy buena impresión. Por poco tiempo, ya que descubrieron al rato que las pesetas para los cigarritos fueron las últimas que traía. La mujer le dijo: "Por mí, quédate en la casa, pero nada más". De todos modos,  la mujer consultó con los hijos, que dijeron: "Esta bien, pero que quede como criado". Así como criado vivió en su casa y después de no pocos años enfermó y murió. Como criado, siempre.

Otro de los episodios citados por Bioy alude a un fugado que, a la hora de su regreso y seguramente atormentado por su conducta, se impuso a sí mismo una peculiar pena suponiendo que con ello repararía de alguna forma el daño ocasionado.

Eleuterio B. vivía en Córdoba, con su mujer. Una vez fue al almacén, a comprar algo; no volvió a la casa, sino después de diez años (que pasó en el Paraguay, con una china). Cuando volvió no dio explicaciones ni se las pidieron. Al poco tiempo com­pró una enorme jaula de alambre tejido, como las de pájaros, de algunos zoológicos y la llevó a la casa. Introdujo en ella una cama, un ropero, un escritorio, una silla y pasó la vida en la jaula. Los criados la llamaban "el cuarto del señor".

Ahora bien, no se crea que todos los que abandonaron su casa (y para quienes parece que Cuba llegó a ser uno de sus destinos predilectos) fueron recibidos de buena manera por su esposa. Tal es el caso que menciona María del Pilar Montes de Oca Sicilia.

Cuenta mi abuelo que en las Islas Canarias, la tatarabuela o la chozna, se casó a mediados del siglo XIX con su novio de toda la vida. Al poco tiempos y después de hacerle varios hijos, él, pensando en su porvenir y en el de sus hijos, la dejó para irse “a hacer la América”, prometiéndole que, en cuanto tuviera un trabajo y una casa, mandaría por la familia. La señora no tuvo más remedio que aceptar y así fue.
Pasaron los años y esperó y esperó noticias de él, mismas que nunca llegaron –sabía que estaba en Cuba, pero nada más. Ella trabajó en el campo y sacó a su familia adelante.
Tiempo después empezó a cultivar la cochinilla –un insecto que entonces se utilizaba como colorante y era de lo más preciado- y empezó a hacer dinero; se enriqueció, compró una casa más grande y vio crecer a sus hijos y a sus primeros nietos.
Un día, mientras estaba sentada en la terraza de la casa, bordando al atardecer, vio cómo subía un viejo enjuto y flaco por el camino que bordea la colina que llega al pueblo. Era su marido, del que por más de 30 años había perdido el rastro. Estaba solo, se veía demacrado y acabado y lo único que traía consigo era un bote de miel de abeja sobre el hombro. Ella  esperó a que llegara a la casa, lo miró de frente, de arriba abajo y, en tono claro y simple, le dijo:
-Dónde dejaste la pulpa, hubieses dejado el hueso.

Llegados a este punto se podría deducir que todos los regresos fueron motivados por la revalorización del amor perdido o por el remordimiento. Nada más lejos de la realidad, tal como lo demuestra lo que sucedió con un amigo de Fernando Fernán-Gómez de acuerdo a lo narrado por Rafael Azcona.

(…) con el matrimonio en crisis desde hace ya tiempo, decide acabar con la situación y una madrugada, en medio de una bronca con su mujer, echa en una maleta unos calzoncillos y el cepillo de dientes, abandona el hogar dando un portazo, baja a la calle, llueve a mares y no pasa un taxi. Harto de esperar sube a su casa, y su mujer, que está llorando, al oírlo entrar se precipita en sus brazos: “¡Haz vuelto!” Y el amigo, de Fernando echa las manos por delante, para frenarla, y le explica: “No. Es que no hay taxis”.
Volviendo a Adolfo Bioy Casares, es posible que su curiosidad por conocer las circunstancias en medio de las cuales un hombre abandona a su mujer y a sus hijos, lo llevó a registrar casos que conoció directamente o que le fueron referidos por fuentes fidedignas. Entre ellos resaltan algunas situaciones en que el fugado, que en realidad estaba harto de su esposa, disfrazó la partida como un acto de heroísmo guiado por causas muy nobles. “No fue Byron a Missolonghi para pelear por la libertad de Grecia, fue para escapar de Teresa Guiccioli.” Y para dejar claro que no se trató de un evento aislado, concluye: “Es copiosa la lista de héroes que fueron a la guerra para huir de una mujer”. En caso de que dicha suposición se confirmara, es posible entonces que quienes derrocharon valentía en el campo de batalla fueran al mismo tiempo desertores de su frente doméstico.

Por último, cabe preguntarse: ¿esta conjetura expresa la opinión del escritor o le fue trasmitida por alguna de sus tantas amigas conocedora de las ocultas motivaciones del corazón masculino? Sea lo uno o lo otro, una vez más se confirma que nunca falta un desconfiado que siembre dudas en las verdaderas motivaciones que movieron a quienes se comprometieron en causas altruistas.

Se dice que Pascal afirmó que “el corazón tiene razones que la razón desconoce”, ante estas situaciones también podría ser cierto lo contrario: la razón tiene razones que el corazón desconoce.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Un libro de no retorno

Recientemente las autoridades de la ciudad anunciaron que, debido a obras de mantenimiento de carácter impostergable, habría recortes en el suministro de agua. Ese anuncio fue invitación para tomar alguna medida preventiva (siempre insuficiente ante la emergencia) así como para releer “La gota de agua” de Vicente Leñero (México, Plaza Janés, 1984).

Mi padre fue un gran lector. Disfrutaba particularmente de las novelas policiales pero no le hacía el feo a lecturas de política, historia, literatura y crónica en general. Es por ello que desde que vine a vivir a México, en cada viaje a Uruguay le llevaba una buena dotación de libros. Eran de su predilección las obras de Juan Rulfo, Elena Poniatowska, Juan José Arreola, Carlos Fuentes, Fernando del Paso,  así como algunas de Octavio Paz.
Algo especial aconteció con “La gota de agua”. Fue mi querida amiga Beatriz Ibiñete quien me recomendó que se lo llevara suponiendo, y suponiendo bien, que le podría gustar. Durante su lectura reía a carcajadas al tiempo que contaba diversos pasajes a quienes lo acompañábamos en ese momento. Tanto le gustó que lo recomendó y prestó a varios de sus amigos; por lo visto a alguno de ellos también le gustó porque en uno de esos tantos préstamos, el libro ya no regresó a sus manos. Por tanto en sus cartas me pedía que no olvidara llevárselo nuevamente en el próximo viaje. Tanto el préstamo como la no devolución se repitieron muchas veces, por lo que “La gota de agua” ha sido el libro que más veces he comprado.
El argumento se basa en la vivencia personal del autor referente a  una temporada en que faltó agua en su casa. De alguna manera ello lo conduce a rememorar algunos incidentes que tuvieron lugar en su época de estudiante, cuando al finalizar su carrera de ingeniero le correspondió prestar servicio social cuando se construía la Ciudad Universitaria, siendo responsable de la instalación de los urinarios en uno de los baños de varones.

Enamorado como andaba por aquel entonces, sufrí una pequeña confusión en el momento de leer el catálogo de muebles sanitarios. En lugar de dictar a Saúl Mercado las alturas a que debían instalarse la alimentación y el desagüe del urinario 2422, pongamos por caso –seleccionado por las Oficinas Técnicas de CU, dicté las especificaciones del urinario 2423 que no había seleccionado nadie. Las diferencias entre uno y otro mueble eran de unos cuantos centímetros y no advertí el error hasta después de enmosaicados los muros e instalados los urinarios en los baños para hombres del largo edificio rectangular.
Llegué a la obra un mediodía, seguro de que mis plomeros habían concluido ya la última etapa de nuestro trabajo en Ciencias Políticas. Antes de subir al baño-hombres del segundo piso me detuve a contemplar la construcción hermética como una caja de zapatos. De aquí saldrán, reflexioné, los nuevos políticos que cambiarán el rumbo del país.
Iba a seguir reflexionando cuando se me presentó de sopetón el ayudante de Saúl Mercado.
-¿Ya terminaron? –pregunté con firmeza.
-Sí, ingeniero, nomás que hay un problemita.
-No llegaron los urinarios.
-Cómo no. Los acabamos de instalar.
-¿Y funcionan?
-Funcionan muy bien, ingeniero. Su alimentación perfecta, su descarga normal: todo funciona. Pero hay un problema.
El ayudante de Saúl Mercado tenía la maldita manía de impacientarme. A veces se comportaba como un lerdo, era lento en sus reflejos; medio tarolas, la verdad.
Dejó de rascarse la cabeza. Dijo:
-No alcanzo.
-Qué cosa.
-Estuvieron mal nuestras medidas, ingeniero; no alcanzo.
-No alcanzas a qué.
-A miar, ingeniero.
Reprobé con un gesto la vulgaridad del ayudante de Saúl Mercado y subí de dos en dos los escalones hasta el baño-hombres del segundo piso. Brillaba de limpio. Los excusados preciosos, los lavabos encantadores, pero sí, ciertamente los urinarios se veían un poquitín más elevados de lo normal, digamos unos 15 o 20 centímetros.
Aunque de inmediato capté el origen de la equivocación, no quise manifestar el menor signo de alarma ante el plomero para no mellar mi imagen de autoridad. Prefería realizar una verificación técnica, in situ. Me planté frente al primer urinario de la batería, desabroché la bragueta y descargué contra el mueble el hilo amarillo de mi vejiga. Lo hice con un trazo parabólico, sin excesiva dificultad. El ayudante de Saúl Mercado me observaba a distancia, con discreción.
Mientras me abrochaba de nuevo la bragueta lo miré severamente:
-Cuál problema, tú.
-Usted si alcanza porque está alto –sonrió el ayudante de Saúl Mercado-, pero dónde van a miar los chaparros como yo.
-Qué orinen en el excusado –grité, y salí del baño sin darle más explicaciones. Tampoco se las di a Enrique González. En mis hojas del reporte puse puras palomas y OK OK OK OK a todos los renglones del programa. Los supervisores de las Oficinas Técnicas de CU, seguramente basquetbolistas, jamás hicieron reclamación alguna.
Veinticinco años después fui a mironear, por pura nostalgia, el edificio donde trabajé por primera vez. Supe que nunca perteneció a la Facultad de Ciencias Políticas. Lo destinaron primero a Economía y luego alojó la Escuela de Administración. El tiempo no había pasado en balde. El baño-hombres del segundo piso estaba sucio, pintarrajeadas sus paredes de mosaico, deteriorados los muebles. Alguien, sin embargo, había llevado a cabo una modificación estructural: bajo la batería de urinarios, sobre el piso, levantó una plataforma de cemento de 15 centímetros de altura. Ahora hasta los jockeys podían orinar ahí cómodamente.
Es así que preocupado por la falta de agua en su casa y los contratiempos que ello le ocasiona, Vicente Leñero continúa recordando otros episodios singulares que tuvieron lugar durante su servicio social
(…) se presentó el administrador de la escuela. Se permitía distraernos de nuestro trabajo, dijo, para que le resolviéramos un problema secundario pero muy urgente. Un excusado de la planta baja estaba tapadísimo y quería ver si nosotros/
-Cómo no, desde luego, en un ratito –dije al administrador.
Con Saúl Mercado y su ayudante me asomé al baño. El excusado estaba ciertamente tapado, pero el verdadero problema era que más que una persona había hecho uso del mueble y la mierda acumulada durante quién sabe cuánto tiempo en la taza producía, además de un espectáculo espantoso, un olor nauseabundo.
Hui del baño con deseos de vomitar. Saúl Mercado y su ayudante salieron corriendo tras de mí.
Me puse serio:
-Hay que destapar ese excusado, Saúl, inmediatamente.
-Sí ingeniero, cómo no –dijo Saúl, pero se dirigió a su ayudante-: Ya oíste. Traite la bomba y el gusano y te lo destapas.
Durante segundos el ayudante de Saúl Mercado se quedó como una estatua mirando a su jefe y luego a mí. Al fin estalló:
-Oigan no, no se vale, a mí no me pongan a hacer eso. Yo no tengo la culpa de que esa gente cochina se ponga a cagar donde no debe. Cómo voy a meter ahí las manos. Yo no le entro de plano.
-Alguien tiene que hacerlo.
-Yo no, ingeniero.
-Ándale y no repeles –ordenó Saúl-. Si no se puede con la bomba quitas la taza y le das con el gusano.
De nada sirvieron las protestas del ayudante. Sus jefes nos mantuvimos inflexibles.
-Bueno, está bien. Pero con una condición, ingeniero: que me dispare una botella de tequila. Sólo pedo me pongo a destapar esta chingadera.
Le di un billete y regresó al poco tiempo con las herramientas y una botella de Sauza. Ya sin repelar se introdujo en el baño nauseabundo y ahí se pasó toda la mañana y toda la tarde accionando como un desesperado. Cuando salió no podía mantenerse en pie de borracho que estaba. Gruesos lagrimones le resbalaban por los cachetes.
-No pude –gemía-. No pude, no pude, no pude.
En “La gota de agua”, Leñero narra las múltiples vicisitudes por las que atraviesa su familia ante la falta del vital líquido, así como los muchos intentos fallidos por solucionar ese drama doméstico. Durante el tiempo que se mantuvo la falta de suministro todo era pensado en términos de disposición o carencia de agua. Ejemplo de ello fue el domingo 31 de enero de 1982 en que concurrió con su familia al Palacio de Bellas Artes a un concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por el maestro Sergio Cárdenas
(…) imaginé a más de uno (de los músicos) enjabonado bajo la regadera, histérico porque el agua se acabó de repente. Cuántos de aquellos músicos se habrían desayunado con la sorpresa de una llave que no escupe, de un tanque de excusado completamente vacío. Tocaban ahora ocultando el malhumor, sudorosos por el trajín musical. Tal vez el mismo Sergio Cárdenas no tuvo agua ni para mojarse la cabeza que sacudía de derecha a izquierda como un plumero durante el adagio de la Sinfonía en do mayor K. 425 de Mozart.
Por esos días la posibilidad de ser feliz quedaba restringida a los privilegiados que contaban con normal abastecimiento de agua en sus casas y que por lo mismo no dejaban de ser  envidiados.
En la tele, a eso de las diez de la noche, cantaba Napoleón. Se veía rozagante, limpiecito, como si acabara de salir de una ducha. Pinche Napoleón privilegiado, qué envidia.
Me dormí hasta las tres de la madrugada cansado de esperar el ruido del agua subiendo a los tinacos y llenado el tanque del excusado.
Nada se oyó.
Mi padre falleció hace muchos años pero aun mantengo la costumbre de que si al entrar a una librería de viejo me encuentro con un ejemplar perdido de “La gota de agua”, no resisto la tentación de adquirirlo. Por alguna extraña razón la historia se repite ya que lo he prestado en varias ocasiones y en más de una oportunidad su salida fue sin retorno; es por ello que siempre tengo más de uno.
Hace unos días Vicente Leñero recibió un muy merecido reconocimiento literario, por tanto es buena ocasión para releerlo. Sí, ya sé que los tiempos imponen lecturas serias acordes con lo que se vive pero tal vez no haya nada más serio que convocar a la sonrisa en estos días en que las cosas están como están.

lunes, 7 de noviembre de 2011

El encarguito de El Gaucho

Sea por exceso de actividades, eventos imprevistos, necesidad de viajar y tantos otros etcéteras,  en muchos momentos no se puede hacer frente a todas las responsabilidades y obligaciones por lo que es necesario respaldarse en familiares, amigos o vecinos. Aún cuando en nuestro tiempo domina la prédica que afianza al individualismo, no faltan manos solidarias con las que es posible contar.

Es así que los encargos revisten diversas presentaciones: hay quien pide que cuiden su mascota o que rieguen las plantas durante su ausencia o que le hagan el favor de pagar la cuenta de teléfono. Cuando no hay alternativa, llega a ser necesario dejar a los hijos al cuidado momentáneo de personas de mucha confianza.

Ahora bien, en este tema de los encargos llama mi atención lo que narra Oscar Orcajo en su libro “Los revolucionarios van al paraíso”.

El hecho tiene lugar en una época en que los afanes revolucionarios contaban con elevados niveles de convocatoria. Luego se instauró la dictadura: la militancia política fue perseguida con asesinatos, tortura, cárcel. En ese doloroso entorno hubo quienes optaron por emigrar.

Años después, al momento del retorno a la vida democrática, muchos renunciaron al exilio y regresaron orientados por su compromiso de construir una sociedad más justa. Sin embargo, este proceso distó mucho de ser sencillo: el país evocado fronteras afuera, no coincidía con el real; las condiciones económicas y laborales por lo general eran más favorables en el exterior; el cambio de condiciones en el contexto nacional e internacional condujo, en muchos casos, a un revisionismo caracterizado por acaloradas polémicas y la dispersión tanto en objetivos como en estrategias a seguir.

En fin, las cosas no resultaron fáciles y hubo quienes, después de intentar readaptarse al paisito, terminaron por emprender nuevamente el camino del exilio. Cuenta Orcajo que

El Gaucho había vuelto a su pueblo natal directo de Europa. Luego de arduas gestiones consiguió un préstamo. Con mucho esfuerzo y sacrificio lideró un grupo de gente que abrió una fuente de trabajo en un lugar donde es utópico hasta tener utopías. Pero el hombre había dejado familia del otro lado del océano y estaba preocupado. Cada tanto bajaba a Montevideo, para hacer algún trámite y tomarse algún respiro... o grapita, con los amigos. La última vez entró serio y me dijo:

—Mire compadre, me vuelvo a Europa... por el gurí sabe. Entonces voy a tener que dejar la revolución...ustedes hagan lo que puedan.

 Pareciera entonces que en esto de dejar encargues todo es cuestión de empezar; la cosa puede ir del pago de las cuentas, al cuidado de las plantas, las mascotas, los niños…. a hacer la revolución.

Me gustaría poder formularle a El Gaucho unas cuantas preguntas. ¿Aquello que dejó encargado sigue siendo prioridad en su vida o quedó simplemente como un anhelo de  juventud?; ¿al cabo de los años considera que sus compañeros estuvieron a la altura de la trascendencia de lo solicitado?; ¿en ese “hagan lo que puedan” estaba implícito el reconocimiento de que con su regreso a Europa la revolución perdía a uno de sus más lúcidos constructores?, ¿o daba cuenta de cierta subestimación respecto a los compañeros destinatarios del encargo?, ¿o con ello expresaba el reconocimiento de lo ambicioso y desmedido del pedido?

Por otra parte, con el paso de los años aquel gurí ya debe ser joven o adulto, ¿ello le habrá permitido a El Gaucho regresar al paisito para hacerse cargo personalmente de la tarea revolucionaria? Tal vez con la llegada de la izquierda al poder, El Gaucho o algunos de sus compañeros ocupen hoy altos puestos de gobierno, ¿ello forma parte de aquella tarea pendiente?

Por último, aquel gurí por el cual El Gaucho abandonó –cuando menos momentáneamente- la tarea revolucionaria, ¿andará hoy por el mismo trillo en que anduvo su padre o se mantendrá al margen de la vida política mientras se desempeña como agente en alguna agencia calificadora de riesgos de fondos de inversión?

Pero como no sólo de preguntas vive el hombre, ya sabes Gaucho, cuando tengas algún encarguito, aquí estamos para lo que se ofrezca.

martes, 1 de noviembre de 2011

Enemigos a la medida

Muy pronto en la vida aprendemos a diferenciarnos: por una parte estamos  nosotros y por otra ellos. Los vínculos con los otros pueden ser de encuentro, indiferencia,  hostilidad…

Es frecuente que la afirmación de la propia identidad se haga a expensas de un otro que, con mucha frecuencia, deviene en enemigo; al decir de Martín Caparrós

Hay que armarse un buen enemigo, porque un enemigo sirve para muchas cosas: produce identidad –nosotros somos los que nos peleamos contra ésos–, produce cohesión –nosotros estamos peleando contra ésos así que no vamos a discutir entre nosotros–, produce un orden –aquí estamos nosotros, allá ellos. Así que buena parte de la astucia de un proyecto consiste en saber hacerse su enemigo.

La frontera, dice Claudio Magris, es un dios que a veces exige sacrificios de sangre. No han faltado situaciones peculiares que han tenido lugar en los límites del territorio considerado propio, como la narrada por Anthony de Mello.

Durante una de las recientes guerras entre la India y el Paquistán, unos oficiales del ejército paquistaní fueron hechos prisioneros por los indios y custodiados como correspondía a su rango hasta el final de las hostilidades.
Cuando llegó el día de devolverlos a su patria, se presentó un oficial indio, los puso en libertad, los acompañó hasta el límite de los dos países y les dijo:
-Aquella línea de árboles que ven ustedes es la frontera entre la India y el Paquistán. Una vez que la crucen, estarán en su tierra. ¡Buena suerte!
Los oficiales paquistaníes, al divisar su tierra, se llenaron de alegría, salieron corriendo, pasaron la línea de árboles y, al llegar a suelo paquistaní, se arrodillaron y comenzaron a besarlo, a derramar lágrimas de gozo y a decir:
-¡Oh, Madre Paquistán! Te amamos, te servimos, te veneramos. Hemos sufrido por ti, y por ti sufriríamos mucho más, hasta derramar gustosos nuestra sangre por tu seguridad y tu gloria. Sólo el pisar otra vez tu bendito suelo nos hace felices.
En eso estaban los fervorosos oficiales cuando se les acercó corriendo, por detrás, el oficial indio, que blandía unos papeles en su mano y comenzó a decirles en cuanto consiguió que le prestaran atención:
-Ustedes perdonen, señores, si les interrumpo, pero ha habido un error. Acabo de mirar bien el mapa, y Paquistán no comienza en esta línea de árboles, sino en la siguiente que ven ustedes cien metros más allá. El terreno en que están ustedes es todavía la India. Tengan la bondad de trasladarse un poco más allá, y estarán en su casa. Espero no les haya causado ninguna molestia, y vuelvo a presentarles mis excusas.

Piero Zannini, citado por Oliviero Ponte di Pino, da cuenta de una manera diferente de ver las cosas en una de tantos enfrentamientos por territorios.

Un día, la gente que fue a la central de Correos de Sarajevo leyó en un muro el letrero “Esto es Serbia”; la guerra había estallado hacía ya un año. Al día siguiente, alguien había tachado la provocadora inscripción, pero había agregado otra: “Esto es Bosnia”. Pero el intento de poner las cosas en su sitio duraba sólo el espacio de una noche. Al día siguiente, en efecto, alguien trató de nuevo de poner orden en la geografía de la antigua Yugoslavia, tachó a su vez la inscripción del día anterior y, con la cruda lucidez de quien no quiere resignarse a las idioteces ajenas, escribió: “¡Esto es Correos, estúpidos!”.

 De más está decir que en este contexto de animadversión nosotros somos los buenos y ellos los malos. La culpa siempre es del otro. El equivocado, el culpable, el provocador, el victimario siempre es el enemigo ya que en caso contrario acabaría por dejar de serlo. Elías Canetti profundiza al respecto.

El enemigo viene como anillo al dedo, pues él fue quien pronunció la sentencia, él dijo “¡morid!” primero. Sobre él recae lo que él mismo dirigió contra los demás. Siempre es el enemigo el que empezó. Si quizá no fue el primero en decirlo, al menos lo planeaba, y si no lo planeaba, ya lo había pensado para sus adentros; incluso si aún no lo había pensado lo “habría” pensado en breve plazo.

Por tanto, quien no tenga identificados claramente a su enemigo se verá en aprietos, tal como describe Umberto Eco

Una vez me encontraba en un taxi en Nueva York, y el conductor, que era paquistaní o indio, me preguntó de dónde era. Contesté que de Italia, y él quiso saber dónde se encontraba ese país. Me di cuenta de que tenía ideas muy vagas, como si le estuviera hablando de Surinam a un italiano, y él siguió preguntándome: “¿Qué idioma habláis?”. “El italiano”, dije, y él me preguntó: “¿Y cuál es vuestro enemigo?”. Le pregunté qué quería decir, y me contestó que cada país tiene un enemigo contra el que lucha desde hace siglos. Le contesté que no tenemos. Y me miró muy mal, porque un pueblo sin enemigo era poco viril.

 Sin embargo, el propio Eco cambió su forma de ver las cosas al descubrir que el enemigo puede venir en diversas presentaciones.

Pero luego reflexioné: nuestro enemigo es interno. A lo largo de toda nuestra historia nos hemos masacrado unos a otros, y ésa es también nuestra manera de entender la política.