jueves, 27 de septiembre de 2012

Modelos para desistir


La posibilidad de trazar proyectos así como desistir de los mismos, es uno de los derechos más importantes en la vida. No todos los proyectos realizados tienen un final feliz; no todas las decisiones de apartarse de ellos resultan negativas. En fin, que el asunto tiene su complejidad.

Uno de los proyectos de juventud más recurrido es el de viajar, cambiar de aires, conocer otras realidades, hacerle de Ulises durante un rato (que puede ser toda la vida). Para emprender tamaña empresa, por lo general se requiere de los amigos porque es sabido que toda travesía compartida no parece tan riesgosa.

El escritor Sergio Pitol rememora sus primeros proyectos de viaje (que luego fueran tan frecuentes en su vida).  “Mi deseo de viajar, el afán que me acuciaba de conocer lo otro, lo que siempre está más allá, me llevó a realizar un viaje a Nueva York y a Nueva Orleáns a principios de 1953, con escalas en varios puertos estadounidenses, y a planear con unos amigos un viaje sudamericano para las vacaciones durante el año de 1954.”

Pero sucedió que a medida en que se acercaba el momento de partir, uno a uno sus amigos se fueron bajando. “En el último mes, uno por uno mis amigos fueron desistiendo de la travesía”.

Llama la atención las diversas razones que, de acuerdo con el mismo Pitol, fueron presentando sus cuates. Así es como desfilan las materiales (“algunos por falta de dinero”), las físicas (“otros aludieron a enfermedades y accidentes repentinos”), las especializadas (“otro, sobrino de un almirante, insistió en que aquel viaje sería un desastre, era la época de las peores tormentas en el Atlántico y viajar en barco significaría internarse en el infierno”). También sucedió que hubo quienes propusieron bajar las miras del viaje y orientarlo hacia destinos internacionales más cercanos (“alguien propuso que mejor fuéramos unos días a Guatemala, otro que a San Antonio, Texas”). Tampoco faltó quien contra ofertara un destino más modesto (“otro más que a Pachuca, donde, según él, las barbacoas eran de primera”). En esto último sin duda le asistía razón: las barbacoas de Pachuca son las mejores.

Hay quienes al quedar solos en su proyecto, también terminan por abandonarlo. No fue el caso de Sergio Pitol: “En fin, emprendí solo el viaje.”  

Me queda la duda de si sus amigos habrán optado por llevar a cabo alguno de los planes alternativos, ya sea el recorrido por Guatemala o un fin de semana en Pachuca, la bella airosa. Respecto a lo que aconteció posteriormente en la vida del escritor, él mismo se encarga de describirlo. Lo que ya no pude saber, en mi calidad de metiche, es qué fue de la vida de sus amigos.

En lo que a mí respecta, ante algunos proyectos tuve la persistencia del maestro Pitol y frente a otros, desistí tal como lo hicieron sus amigos. En más de una ocasión opté por ir a comer barbacoa a Pachuca. Y a mucha honra.

 

martes, 25 de septiembre de 2012

Hay de cantinfleadas a cantinfleadas


No sé si Cantinflas pueda ser considerado patrimonio histórico de la humanidad pero en relación a Latinoamérica no cabe la menor duda que sí lo es. Cantinflas ha hecho (y hace) reír a distintas generaciones que habitan diversas geografías, al tiempo que tiene una rara virtud reservada a los grandes: en sus mejores películas es posible reírse con carcajadas de estreno aun de aquello que se recuerda por haberlo visto infinidad de veces.

Una de sus peculiaridades más notables es la manera de hablar. Tal es así que desde hace varios años el Diccionario de la Real Academia Española introdujo el verbo “cantinflear” al que define como: “Hablar de forma disparatada e incongruente y sin decir nada; actuar de la misma manera.” Gracias a esa locuacidad inconducente y al doble sentido de sus palabras, Cantinflas salía adelante ante cualquier situación conflictiva que se le presentara, logrando escabullirse de los problemas mientras generaba un sentimiento de enorme simpatía hacia el personaje. Luis González cita uno de sus discursos más desopilantes.

A nadie pudo haber escogido Lombardo (Toledano) mejor que a mí para solucionar la solución del problema... Como dije, naturalmente, si él no puede arreglar nada y dice mucho, a mí me pasa lo mismo... ¡y ahora voy a hablar claro! ¡Camaradas! Hay momentos en la vida que son verdaderamente momentáneos... Y no es que uno diga, sino que hay que ver. ¿Qué vemos? Lo que hay que ver... No digamos... pero sí hay que comprender la psicología de la vida para analizar la síntesis de la humanidad, ¿verdad? Yo creo, compañeros, que si esto llega... porque puede llegar y es muy feo devolverlo... Hay que mostrarse como dice el dicho... Debemos estar todos unidos para la unificación de la ideología emancipada que lucha... ¡Obrero!, proletario por la causa del trabajo que cuesta encauzar la misma causa... y ahora, ¡hay que ver la causa por la que estamos así! ¿Por qué han subido los víveres? Porque todo ser viviente tiene que vivir, o sea el principio de la gravitación, que viene a ser lo más grave del asunto....

Existen diversos puntos de vista en cuanto a lo que significa “cantinflear”. Para algunos es perderse en las palabras y no decir nada, mientras que otros –más cercanos al análisis del discurso- ven en ello una marcada intencionalidad que, a diferencia de lo que sucedía con el personaje original, está muy lejos de resultar simpática. Al respecto Joaquín Antonio Peñalosa afirma:

A riesgo de equivocarme, yo creo que muchos líderes de aquí no pecan de mudez, sino de tartamudez. Para que me entiendas mejor, te diré que muchos hablan como Cantinflas. No se entiende lo que dicen, porque no quieren que uno los entienda. Escamotean los problemas, los hechos, los nombres, las verdades, las soluciones. No aluden a lo que sucede, sino que eluden la realidad. No son expresivos, sino evasivos.
Y como tienen un santo horror a llamar a las cosas por su nombre, prefieren la bruma, la opacidad, la neblina, la penumbra elusión. ¡Arriba el smog!
“Compañeros de partido, lucharemos por acabar de una vez por todas, con los enemigos vendepatrias, las fuerzas oscuras que se oponen al progreso y las doctrinas exóticas que se mueven fuera y dentro del país.”
All right. Pero, ¿no hubiera sido más útil para el auditorio y más digno para el orador que dio la bienvenida a López Pérez, haber explicado quiénes son esos enemigos en concreto, cuáles son esas fuerzas oscuras, en qué consisten esas doctrinas, por qué son exóticas y quiénes las auspician?
¿No te parece que es muy cómodo denunciar en abstracto, y muy estúpido? Como un disparo al aire. Eludir, yo creo que es tener miedo a la verdad. Y quien tiene miedo a la verdad no puede ser conductor de palabras, mucho menos de hombres.

De lo anterior es posible concluir que una cosa en cantinflear en una película y muy otra hacerlo en la vida política, pero da la impresión de que en ella también hay rollo para rato.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Asuntito


Entre las tantas clasificaciones caracteriológicas que es posible trazar, se encuentra la que divide a las personas entre quienes siempre procuran ser el centro de atención y, por otro lado aquellas con vocación de simples artistas de reparto.
Así hay quienes se conducen con afán de protagonismo convirtiendo cualquier pequeño suceso  en evento de trascendencia, al tiempo que hacen posible que el lugar secundario que tuvieron en un acontecimiento dado se transforme –mediante ciertos retoques de edición- en rol decisivo. Ni se diga que en la civilización del espectáculo en que habitamos este grupo cuenta con un nutrido contingente de adherentes.
Pero también están los otros, lo que se inclinan hacia el perfil bajo, aquellos que procuran pasar desapercibidos restando trascendencia a toda situación en que se hayan visto involucrados.
Como los primeros cuentan con sus propios medios de publicidad, nos referiremos a lo acontecido con alguien que integra el sector de los discretos. Es el periodista Ángel María Luna quien da cuenta de lo acontecido hace algunos años en la ciudad de Montevideo.
 
Un móvil de Prensa (auto, periodista, camarógrafo y ayudante) puede ser una caja de sorpresas. Normalmente sale con una trayectoria y una agenda preestablecidas en la Redacción, pero en ocasiones tiene que cambiar el rumbo y dirigirse a cubrir algún imprevisto.
Eso le sucedió una neblinosa mañana al equipo integrado por Omar García (periodista) y José Correa (cámara).
-Estábamos circulando a la altura del Parque Hotel, cuando la radio policial reporta una “clave 91”... accidente ferroviario. Hechas las averiguaciones correspondientes, pusimos proa a Manga. Al llegar, entre una mezcla de niebla y humo, nos encontramos con una escena lamentable. Un tren había chocado a un viejo automóvil y lo había arrastrado por más de trescientos metros. Era una mezcla informe de hierros retorcidos, en la que no era posible reconocer ni el más mínimo trazo de lo que había sido el camioncito. Había cientos de personas alrededor, más de media docena de ambulancias y un murmullo que iba creciendo entre el asombro y la incredulidad. Y no era para menos: los dos tripulantes del “cachilo” (*), un hombre y su suegro, estaban vivos, sanos y caminaban conversando con los curiosos. Queríamos saber cómo era que habían podido salvarse y, a cuatro pasos del veterano, le digo a José: “prendé la luz”. Me acerco al hombre y le pregunto: “¿Me permite un minuto?”. Y me responde: “Cómo no...¿por qué asuntito era?


(*) carcacha

martes, 18 de septiembre de 2012

Antropología, profesión de alto riesgo


La curiosidad impulsa a los seres humanos a comunicarse con los que son distintos, con quienes tienen comportamientos diferentes y ello ha propiciado el desarrollo de diversas ramas del conocimiento. En una sociedad multicultural el confrontar diversas culturas, estudiar sus orígenes, analizar sus usos y costumbres, adquiere enorme importancia. Es aquí donde la antropología marca presencia ya que –de acuerdo con Claude Lévi-Straus- revela

que aquello que consideramos “natural”, fundado en el orden de las cosas, se reduce a limitaciones y hábitos mentales propios de nuestra cultura. De tal modo, nos ayuda a quitarnos las anteojeras, a comprender cómo y por qué otras sociedades pueden tener por simples y obvios usos que a nosotros nos parecen inconcebibles e incluso escandalosos. (…) La antropología nos invita, pues, a atemperar nuestra vanagloria, a respetar otras formas de vivir, a cuestionarnos a través del conocimiento de otros usos que nos asombran, nos chocan o nos repugnan (…)
 Claro que, como todo, en algunos momentos de la historia ello ha devenido en moda. Hay quienes sostienen, por ejemplo, que durante el siglo XVIII el oficio de ermitaño en Inglaterra gozó de pleno empleo; Edgardo Cozarinsky se refiere a ello.

En la Inglaterra del siglo XVIII no había casa de campo distinguida que no se preciara de tener su ermitaño ornamental.
En un periódico, por ejemplo, podía leerse un anuncio que ofrecía a cualquier caballero o noble que lo deseara los servicios de un aspirante a "recluso en el paisaje".
El naturalista Gilbert White hacía vestir de ermitaño a su hermano para sus celebrados picnics. Charles Hamilton, noveno hijo del sexto conde de Abercorn, publicó un aviso en el que pedía un ermitaño por un lapso de siete años; especificaba: "Deberá usar un hábito rústico, y bajo ningún concepto podrá cortarse pelo, barba o uñas, ni alejarse de la propiedad ni intercambiar una palabra con los sirvientes".
En Hawkstone, Shropshire, un ermitaño locuaz llamado Padre Francis, celebrado por sus disquisiciones sobre la muerte y la vida eterna, murió en el ejercicio de sus funciones y fue reemplazado durante algún tiempo por un (inevitablemente silencioso) autómata, que las inclemencias climáticas descompusieron; a éste sucedió un ermitaño embalsamado al que se adhirió una barba de chivo.
En Derbyshire, una familia de "ermitaños hereditarios" se transmitió el oficio durante generaciones.

Durante los años sesenta e inicios de los setenta del siglo pasado hubo cierto furor por este tipo de estudios de tal manera que ser antropólogo o tener un antropólogo en las proximidades, era buena cosa. En relación a ello no faltan descripciones incisivas como la que propone Guillermo Sheridan.

Una amiga antropóloga decía que todos sus colegas se vestían en una tienda que estaba por el mercado de Jamaica que se llamaba El Antropólogo Elegante, donde se vaciaban mensualmente toneladas de telas bordadas, rebozos, camisas de manta cruda y huaraches de suela de llanta. Las casas igual. Un antropólogo que se respeta tiene, junto a la televisión Sony Trinitrón, por lo menos dos fierros oxidados, un retablo robado un librero de tabla y ladrillo, una bola de mecate, un par de máscaras hechizas, algunos huacales que sirven a veces como sillones y a veces como refrigerador y una foto en la que aparece abrazado de su informante favorito cuando andaba en trabajo de campo. Algunos prolongan el afán hasta su Golf: junto a la palanca de velocidades hay un atado de ojos de venado.
Una vez, fuimos a visitar a unos amigos antropólogos que andaban haciendo trabajo de campo. Esto consiste en vivir unos meses en un pueblo del estado de Morelos robándose los retablos, enfermándose del estómago y preguntándole a los pueblerinos qué entienden por nahual y escribiendo cartas a los colegas que comienzan «No sabes qué gente tan maravillosa hay aquí en Chalchipotle». (Desde luego el colega, que vive en Chichalputla, sí sabe.) La gente es tan maravillosa que los antropólogos se regresan a Coyoacán, Tlalpan o San Ángel a escribir siete años sobre ella.
Estoy convencido de que las autoridades de la Ibero, donde se enseñaba antropología, habían construido ese pueblo y lo habían poblado de ex empleados suyos para llevar ahí a sus alumnos a hacer sus prácticas de campo. Incluso de que habían llevado los retablos a la iglesia para que los alumnos se los robaran impunemente. Y es que los pobladores ya se sabían de memoria la hoja de interrogatorios y hasta decían las respuestas antes que les hicieran las preguntas, o corregían al antropólogo cuando se equivocaba en el orden.

Muchas comunidades constituían el objeto de estudio de un número considerable de antropólogos así como de quienes estaban en proceso de serlo. Cuanto más apartadas se encontraran, más interesantes; cuanto más extravagantes -a ojos de los observadores- en sus usos y costumbres, más valoradas. Sin embargo la observación era recíproca porque tan extraños resultaban los comportamientos comunitarios a ojos de los estudiosos, como estrafalarios los hábitos de los expertos en la mirada de las poblaciones autóctonas. En este círculo de correspondencias no fueron pocas las veces en que los lugares se invirtieron; Juan Villoro aporta un ejemplo en el que el orden de los factores sí afecta el producto.

En Sayil presencié una escena que captura la situación de los mayas actuales. Un artesano tallaba algo que anunció como caoba y parecía triplay, pero lo sorprendente no era el material sino el modelo que usaba: ¡una reproducción en un libro de Sir Eric S. Thompson! Supongo que así se cierra el círculo antropológico: el estudioso como objeto de estudio de los estudiados.

¡Ay, qué lejos estamos de aquellos tiempos! La antropología ya no es lo que era habiendo devenido en profesión de alto riesgo. El narcotráfico y la violencia en un entorno de inseguridad creciente han obligado a modificar el protocolo de los trabajos de campo. Jorge Durand analiza el punto.

En enero de este fatídico 2010 un grupo de estudiantes de la Universidad de Guadalajara salió a hacer trabajo de campo sobre temas migratorios. Una tradición que ya tiene más de 20 años en el Proyecto de Migración Mexicana, mejor conocido por sus siglas en inglés, MMP. La selección de las comunidades que íbamos a encuestar no fue fortuita. Buscábamos localidades que tuvieran migrantes con visas H2, de trabajo para la agricultura y los servicios en Estados Unidos.
La primera opción fue descartada porque era una localidad del municipio de Guasave, en Sinaloa, donde hay una presencia reconocida de narcos en esa zona. La segunda opción era Tabasco, en concreto la localidad de El Paraíso. Tuvo que ser descartada, porque ahí se aplicó la ley del Talión con la familia de un marino que había muerto en el enfrentamiento con el jefe de jefes en Cuernavaca.
La tercera opción era ir a San Luis Potosí. Cerca de Ciudad del Maíz había varias localidades y ejidos que tenían muchos migrantes que habían obtenido visas H2. Después de dos días de trabajo en la comunidad X uno de los encuestadores fue interpelado sobre su trabajo. Lo amenazaron diciéndole que tenía que abandonar el pueblo. Para evitar problemas, ese encuestador fue cambiado de zona, para que no lo volvieran a molestar. Pero al día siguiente, el mismo fulano, en otra camioneta, le dio el ultimátum: “Si no abandonas el pueblo te atienes a las consecuencias”. En ese momento todo el equipo abandonó el lugar y dejó el trabajo a medias. (…)
Hace más de dos décadas que vamos al campo cada año, de manera sistemática y rigurosa. Hemos encuestado más de 130 localidades en 21 estados de la República (…)
Hemos realizado trabajo de campo en colonias complicadas y difíciles en sitios como Ciudad Juárez y Tijuana. Ahora sería imposible. Tenemos experiencia en el trabajo de campo y reconocemos que siempre hay incidentes, los cuales consideramos como gajes del oficio para los antropólogos. Pero en México las cosas han cambiado. Antes se podía viajar por pueblos y rancherías sin mayor temor, ni cuidado. ¡Ahora no!
(…) El campo mexicano, el lugar perfecto para hacer investigación, con gente amable, honrada y platicadora, se ha convertido en un lugar inseguro, riesgoso, peligroso. Si vas en camioneta tienes el riesgo de que te la expropien; si vas en camión te asaltan (ya nos ha pasado); si vas en coche y no te detienes ante un supuesto retén de soldados, te disparan o te ponchan las llantas (lo segundo nos ha pasado).

Hace años había padres que procuraban desalentar en sus hijos la vocación hacia la antropología por las dificultades que tendrían para conseguir trabajo y ganar un salario decoroso. Actualmente la preocupación de los padres se ha desplazado hacia los peligros que representa estudiar antropología.
¿Será que habrá llegado el momento en que nadie quiera ser antropólogo por los riesgos propios del oficio? ¿Hacia dónde migrarán quienes tienen esa vocación? ¿Se convertirán en vendedores de seguros? ¿En artesanos? ¿En asesores de imagen?

jueves, 13 de septiembre de 2012

Gente habilidosa para resolver conflictos


Hay personas que cuentan con las condiciones necesarias para complicar cualquier situación o para hacerla más grave de lo que aun es de por sí. Lamentablemente son (¿somos?) muy numerosos. Hay quien las identifica como personas “enredadas” o “complicadas”. También están quienes no cuentan (¿contamos?) con las reservas suficientes para hacerle frente a los problemas cotidianos que forman parte de la vida, son quienes se ahogan en un vaso de agua y a veces coinciden (para seguir con este objeto tan presto a las metáforas) con quienes siempre ven el vaso medio vacío.

Son menos, pero también existen aquellos que poseen los atributos necesarios para resolver cualquier problema que se les presente, para proponer sencillas soluciones que, en caso de haber sido atendidas, hubiesen podido ahorrar muchas vidas. Son personas que bien podrían ser designadas como Secretario General de la ONU o cuando menos directores de cualquier posgrado en mediación o de resolución no violenta de conflictos. Tal es el caso de la abuela del escritor Amos Oz quien nos permite conocerla al narrar la manera sencilla en que explicó a su nieto las diferencias entre judíos y cristianos.  
Hace muchos años, cuando todavía era un niño, mi sapientísima abuela me explicó con palabras muy sencillas la diferencia entre judío y cristiano, no ya entre judío y musulmán, sino entre judío y cristiano: “Mira –dijo-, los cristianos creen que el Mesías ya estuvo aquí una vez y que, desde luego, regresará algún día. Los judíos mantienen que el Mesías está todavía por llegar. (…)”
La explicación del conflicto que la abuela presenta al pequeño Amos ocupa menos de diez renglones. Y aquí viene lo más asombroso, la solución que propone no le lleva más.
Por esto –dijo mi abuela- ha habido tanta ira, tantas persecuciones, derramamiento de sangre, odio... ¿Por qué? ¿Por qué no podemos esperar todos sin más y ver qué pasa? Si el Mesías vuelve diciendo: “¡Hola, me alegro de volver a veros!”, los judíos tendrían que ceder. Si, al contrario, el Mesías llega diciendo: “¿Qué tal estáis?, me alegro de conoceros”, toda la cristiandad tendrá que disculparse con los judíos. Mientras tanto –dijo mi sabia abuela- sólo vive y deja vivir”.
Casi nada eso de “vive y deja vivir” que la abuela recetaba a su nieto; en esas pocas palabras se sostiene la convivencia en una sociedad tan diversa como la que habitamos.

martes, 11 de septiembre de 2012

En el carril de alta velocidad

Ilustración: Margarita Nava

Tema recurrente el del ritmo acelerado con que vivimos nuestra vida en los tiempos que –hoy más que nunca- corren. Varios autores, Eduardo Giannetti entre ellos, sostienen que lo que sucede al hombre contemporáneo hace recordar al hámster que gira velozmente hacia ningún lado. El propio ritmo vertiginoso actúa como sedante y es posible que si se le quitara la rueda de la felicidad, esa pobre criatura podría llegar a experimentar un profundo desasosiego. Pasando a lo que acontece a las personas, se nos dificulta mucho apretar el botón de “pausa”, bajar las revoluciones, detener el paso o colocar el aviso tan conocido de “cerrado por inventario” mientras nos damos tiempo para evaluar cómo estamos en relación a nuestro proyecto de vida.
Es importante aclarar que en pequeñas ciudades así como en el medio rural es posible encontrar personas que continúan viviendo con el ritmo del pasado, en una especie de cámara lenta. Y de esta forma se toman su tiempo para las diversas actividades dejando entrever que no tienen mayor apuro, que todo puede esperar, que no hay que comer ansias. Para ilustrar el punto basta con recordar el clásico relato –algunos lo presentan como un hecho real, otros como un cuento- del turista que ofrece comprar todos los productos que un artesano tiene a la venta pero éste se niega bajo el argumento de en qué se ocupa al quedarse sin mercancía que ofrecer.
Una vez puntualizado lo anterior, regresemos a la cultura de la prisa. Estamos habituados a vivir en el carril de alta velocidad, sin poder estar plenamente en un sitio cuando ya debemos ir a otro, con dificultades para disfrutar el aquí y el ahora por estar pendientes del allá y el después. Por otra parte no es posible desconocer la presión que ejercen los medios para acelerar los tiempos, para que se viva en forma apresurada; los ejemplos al respecto se multiplican. En septiembre ya se ponen a la venta los productos navideños. Hay niños con nutrida agenda de actividades y que a los 8, 9 o 10 años de edad manifiestan conductas adolescentes. Una educadora de pre-escolar me comentó que en la etapa de desarrollo en que los niños juegan al “como si” fuera doctor o estuviera en la escuela o en el mercado, observó a un grupo de niños que caminaban muy rápido de un lado a otro. La educadora les preguntó a qué estaban jugando. La contestación a coro no se hizo esperar: “a como si estuviésemos apurados”. Concluía la maestra diciendo que es lógico que esto suceda porque en cuanto se despiertan, una de las primeras frases que escuchan los niños es: “vamos, apúrate que se nos hace tarde”. 
Fernando Savater aborda este tema refiriéndolo a la adolescencia cuando enuncia (en su libro Ética para Amador) los diversos modelos de imbecilidad que todo adolescente (y adulto) deberían evitar. En uno de ellos se centra en la confusión existente entre querer vivir a fondo, plenamente, con intensidad para terminar haciendo polvo la propia vida. Es el caso del adolescente que quiere adelantar sus tiempos y que a los 14, 15, 16 años procura tener la experiencia de una señora de 45 o de un señor de 50. Savater sostiene que la vida tiene sus etapas y no es conveniente agotarlas en forma prematura para no terminar siendo uno más de esos jóvenes viejos que no le encuentran chiste a la vida, que andan en búsqueda de diversas sustancias porque pareciera que para ellos la existencia no tiene los suficientes efectos especiales que la pudieran hacer atractiva.
Por su parte Michel Ende da cuenta de un caso que tuvo lugar en una nación centroamericana. Un equipo de investigadores franceses contrató a un grupo de indígenas mayas para que los fueran orientando en una excursión de investigación arqueológica que se habían propuesto realizar. Al cabo de unos días de marcha aquellos indígenas se sentaron y no había manera de hacerlos caminar, se negaban terminantemente. Luego de mucho tiempo y cuando los franceses comenzaban a desesperar porque no se cumpliría con los tiempos previstos en el cronograma, los guías indígenas retomaron su marcha y aquello concluyó bien. Luego de que se diera un mayor conocimiento entre ellos, los investigadores preguntaron a sus guías acerca de por qué se habían resistido en aquel momento a avanzar y expusieron sus hipótesis en forma de preguntas: ¿alguien los había tratado mal?, ¿la comida no era de su gusto?, ¿la paga acordada era poca?, etc. Finalmente uno de los guías contestó: “No, nada de eso. El problema es que nuestra marcha era muy rápida, muy veloz, por lo que nuestra alma se quedó atrás. Entonces debimos sentarnos para que ella pudiera darnos alcance. Y cuando ello sucedió, retomamos el camino”.
Son muchos los expertos que desde diferentes áreas del conocimiento han venido alertando sobre los costos de la aceleración en el ritmo de vida actual. Afirman que los efectos no se hacen esperar y ya están a la vista de todos: estrés, depresión, pérdida de tiempos compartidos con la familia, ausencia de espacios lúdicos y de momentos de ocio, síndrome de insatisfacción permanente, etc.
No todas las personas están dispuestas a que esto siga ocurriendo en sus vidas y es así que en diversos países han aparecido una amplia gama de iniciativas en el sentido de recuperar la lentitud, de bajar la velocidad, de darse el tiempo necesario para vivir las situaciones que así lo requieren. En esta línea es que Carl Honoré publicó hace pocos años un libro titulado “Elogio de la lentitud” en el que da cuenta de sus propias vivencias.
(...) Y es entonces cuando tropiezo con el artículo que acabará por inspirarme para escribir un libro acerca de la lentitud.He aquí el titular que me llama la atención: “El cuento para antes de dormir que sólo dura un minuto”. A fin de ayudar a los padres que han de ocuparse de sus pequeños consumidores de tiempo, varios autores han condensado cuentos de hadas clásicos en fragmentos sonoros de sesenta segundos. Hans Christian Andersen comprimido en un resumen para ejecutivos. Mi primer reflejo es gritar ¡eureka! Por entonces estoy trabado en un tira y afloja con mi hijo de dos años, a quien le gustan los relatos largos leídos despacio y con muchas digresiones. Pero todas las noches procuro echar mano de los cuentos más cortos y se los leo con rapidez. A menudo nos peleamos. “Vas demasiado rápido”, se queja. (...)Así pues, a primera vista, la serie de cuentos para antes de ir a dormir reducidos a un minuto parece demasiado buena para ser cierta. Sueltas de carrerilla seis o siete “cuentos” y terminas antes de que hayan pasado diez minutos: ¿podría haber algo mejor?
Honoré pensó haber encontrado algo que le solucionaría la vida pero será precisamente en ese momento, y a partir de una serie de interrogantes, cuando su vida de un vuelco decisivo. Sigamos con su relato.
Entonces, cuando empiezo a preguntarme con qué rapidez Amazon podrá enviarme toda la serie, aparece la redención en forma de interrogante: ¿acaso me he vuelto loco de remate? (...) Mi vida entera se ha convertido en un ejercicio de apresuramiento, mi objetivo es embutir el mayor número posible de cosas por hora. (...) Y no se trata sólo de mí. Todas las personas que me rodean, los colegas, los amigos, la familia, están atrapados en el mismo vórtice.En 1982, Larry Dossey, médico estadounidense, acuñó el término “enfermedad del tiempo” para denominar la creencia obsesiva de que “el tiempo se aleja, no lo hay en suficiente cantidad, y debes pedalear cada vez más rápido para mantenerte a su ritmo”. Hoy, todo el mundo sufre la enfermedad del tiempo. Todos pertenecemos al mismo culto a la velocidad.
Las reacciones se multiplican frente a lo que Honoré identifica como enfermedad del tiempo y culto a la velocidad. Alejandro Dolina integra este grupo de quienes invitan a resistir, a navegar contra corriente, y lo primero que hace es sugerir la necesidad de conducirse en la vida con más de una velocidad “premura en lo que molesta, lentitud en lo que es placentero”.  En el caso de Dolina le interesa particularmente el vínculo entre la prisa y el conocimiento.
En los últimos años han aparecido en nuestro medio numerosos institutos y  establecimientos que enseñan cosas con toda rapidez: "....haga el bachillerato en  6 meses, vuélvase perito mercantil en 3 semanas, avívese de golpe en 5 días, alcance el doctorado en 10 minutos....." (…)
¿Por qué florecen estos apurones educativos? Quizá por el ansia de recompensa inmediata que tiene la gente. A nadie le gusta esperar. Todos quieren cosechar, aún sin haber sembrado. Es una lamentable característica que viene acompañando a los hombres desde hace milenios. (…)
Tales actitudes no deben ser alentadas, me parece. Y sin embargo eso es precisamente lo que hacen los anuncios de los cursos acelerados de cualquier cosa. 

Emprenda una carrera corta. Triunfe rápidamente.
A Alejandro Dolina le parece que plantear las cosas de este modo constituye un  profundo error. “No me gusta. No me gusta que se fomente el deseo de obtener mucho entregando poco. Y menos me gusta que se deje caer la idea de que el conocimiento es algo tedioso y poco deseable. ¡No señores: aprender es hermoso y lleva la vida entera!” Es por ello que Dolina concluye su análisis invitando a modificar radicalmente este modelo de la rapidez aplicado al conocimiento.
Yo propongo a todos los amantes sinceros del conocimiento el establecimiento de cursos prolongadísimos, con anuncios en todos los periódicos y en las estaciones del subterráneo.

"Aprenda a tocar la flauta en 100 años".

"Aprenda a vivir durante toda la vida".

"Aprenda. No le prometemos nada, ni el éxito, ni la felicidad, ni el dinero. Ni siquiera la sabiduría. Tan solo los deliciosos sobresaltos del aprendizaje".
Finalmente es importante aclarar que aun cuando la aceleración de la vida es tan notoria en la sociedad de nuestros días, es posible encontrar algunos de sus indicios desde hace mucho tiempo. Muestra de ello es uno de los principios de la orden de los dominicos: “contemplar y dar de lo contemplado”; es decir que el fraile que se da tiempo para la contemplación debe compartir esa riqueza con quienes, dadas sus actividades y obligaciones, no disfrutan de ese privilegio (por cierto que el monje y el ejecutivo se sitúan en las antípodas en cuanto a la administración del tiempo personal). Otro tanto acontece con la reducción del tiempo destinado a la comida así como la proliferación de locales de comidas rápidas que constituyen uno de los sitios más representativos de la cultura del acelere. Sin embargo, esto no es novedad; en el caso de México ya era denunciado por el cronista Rafael López en un artículo periodístico de septiembre de 1916 en el que afirmaba: “Ahora se vive más aprisa. (…) Y hasta el puchero ha cedido el paso al ‘lunch comercial’.”
Es decir que, contrariamente a lo que se podría suponer, en plena Revolución Mexicana el tema de la comida rápida ya estaba sobre la mesa. ¿Será que no hay nada nuevo bajo el sol y que, como tanto se ha repetido, la Historia cambia más de personajes que de argumentos?

jueves, 6 de septiembre de 2012

Visitantes explicadores



Cuando uno llega a México procedente de otros rumbos, por lo general puede verse atacado por la tentación de pretender explicar a los naturales de estas tierras todo lo que les acontece y cuáles serían las soluciones idóneas para sus pesares nacionales. En las primeras impresiones que uno recibe todo se vuelve tan claro, tan diáfano, que es allí donde surge el deseo irreprimible de dictar cátedra sobre la realidad mexicana en sus diversas facetas: política, económica, social, cultural, religiosa, deportiva, etc.

No fui la excepción y después de leer “El mexicano. Psicología de sus motivaciones” de Santiago Ramírez, me pareció comprenderlo todo de manera aún más clara. En las reuniones sociales a las que me invitaban, en cuanto había oportunidad montaba mi cátedra itinerante ante la mirada asombrada y la sonrisa socarrona de mis cautivos alumnos. Fueron muchos los momentos en que valoré la posibilidad de escribir un libro al respecto pero felizmente mi dispersión fue mayor que el deseo de notoriedad académica.

Con el paso de los años el smog de la complejidad fue cayendo sobre mi manera de comprender las cosas. Así lo que era diáfano comenzó a perfilarse confuso y lo sencillo devino complicado, de tal manera que fueron desapareciendo mis afanes explicadores.

Hace unos cuantos años, en uno de sus artículos periodísticos, Jorge Ibargüengoitia expresaba su airada reacción frente a esta actitud tan propia de muchos de los extranjeros que visitan México.
Yo, francamente, a los intelectuales que llegan a México de visita, los compadezco. Apenas han puesto un pie en el suelo cuando ya tienen un periodista encima preguntándoles qué opinan de México y del 10 de junio.Por esta razón cuando leí el jueves pasado el encabezado del texto de la entrevista que Eduardo Deschamps le hizo a Susan Sontag, "No entiendo a México, dice S. Sontang' " pensé:-Ya llegó otra norteamericana, con El laberinto de la soledad en la mano, a explicarnos que la razón por la que estamos y por la que nunca progresamos es que nuestro padre violó a nuestra madre en el siglo XVI.La frase "no entiendo a México" a la cabeza de una plana (aunque sea la 10) da la impresión de insolencia. Claro que no lo entiende, si se acaba de bajar del avión.

Sin embargo la respuesta de tan destacada intelectual se orientaba hacia otros horizontes, lo que conduce a Ibargüengoitia a tener que modificar el tono en que venía su análisis.

Pero al leer el texto de la entrevista se da uno cuenta de que esta impresión es falsa, que no hay tal insolencia, y que la señora Sontag, que es una mujer inteligente, estaba queriendo decir lo que siente: no entiende a México porque es complicado y porque no hay datos fácilmente accesibles, no porque le parezca absurdo, que es lo que podría uno haber supuesto al leer el encabezado.

En algún lado leí el testimonio de un extranjero que al llegar a radicar en India recibió el consejo de uno de sus colegas: “si piensas escribir algo que explique la realidad de este gran país, debes hacerlo pronto porque con el paso de tiempo la confusión se apoderará de ti”. Dicha recomendación aplica también para el caso de México.

Hoy con mirada retrospectiva pienso en la gentileza y don de gentes de quienes, con paciente hospitalidad, escucharon por aquellos entonces mis peroratas supuestamente esclarecedoras. Al paso de los años no me queda más que pedir disculpas a quienes fueron víctimas de mi presunción al querer sacar conclusiones apresuradas, al realizar conjeturas en forma precipitada. En fin, tiempos en que –como afirma el dicho- andaba vendiendo hielo a los esquimales.


martes, 4 de septiembre de 2012

José Clemente Orozco en su faceta de crítico de espectáculos

Una queja recurrente en nuestros días apunta al franco deterioro en la calidad de diversiones y entretenimientos populares, apreciando en ello uno de los tantos síntomas de la crisis de valores que se vive. Con frecuencia se escuchan voces que alaban, al tiempo que añoran, las formas de esparcimiento del pasado en tanto manifestación de una convivencia más sana y más culta.

José Clemente Orozco

Sin embargo existen testimonios de que las cosas no siempre fueron así. Nada menos que el reconocido muralista José Clemente Orozco describe cómo eran las presentaciones teatrales de hace casi un siglo.

Uno de los lugares más concurridos durante el huertismo fue el Teatro María Guerrero, conocido también por María Tepache, en las calles de Peralvillo. Eran los mejores días de los actores Beristáin y Acevedo, que crearon ese género único. El público  era de lo más híbrido: lo más soez del “peladaje” se mezclaba con intelectuales y artistas, con oficiales del ejército y de la burocracia, personajes políticos y hasta secretarios de Estado. La concurrencia se portaba peor que en los toros; tomaba parte en la representación y se ponía al tú por tú con los actores y actrices, insultándose mutuamente y alternando los diálogos en tal forma que no había dos representaciones iguales a fuerza de improvisaciones. Desde la galería caían sobre el público de la luneta toda clase de proyectiles, incluyendo escupitajos, pulque o líquidos peores y, a veces, los borrachos mismos iban a dar con sus huesos sobre los concurrentes de abajo. Puede fácilmente imaginarse qué clase de “obras” se representaban entre actores y público. Las leperadas estallaban en el ambiente denso y nauseabundo y las escenas eran frecuentemente de lo más alarmante. Sin embargo, había mucho ingenio y caracterizaciones estupendas de Beristáin y de Acevedo, quienes creaban tipos de mariguanos, de presidiarios o de gendarmes maravillosamente. Las “actrices” eran todas antiquísimas y deformes.
 
De acuerdo con esta reseña, en realidad el ambiente del género chico estaba muy lejos de cumplir con las características de recato que por lo general se atribuyen al pasado y frente al cual el presente pareciera estar en franca desventaja.

Pero volvamos a las primeras décadas del siglo XX. Con el transcurso del tiempo las cosas fueron cambiando y los espectáculos innovaron su propuesta lo que, contrariamente a lo que se podría esperar, fue del total desagrado de Orozco quien advirtió en ello una innegable muestra de la decadencia de la sociedad moderna.

Posteriormente, este género de teatro se degeneró (no es paradoja), se volvió político y propio para familias. Se hizo turístico. Fue introducido el coro de tehuanas con jícaras, charros negros y canciones sentimentales y cursis por cancioneros de los Ángeles y San Antonio, Texas, cosas todas éstas verdaderamente insoportables y del peor gusto, pero caras a las familias decentes de las casas de apartamientos o de vecindad, como antes se llamaban. El castigo no se hizo esperar, todo acabó en el cine y en el horrible radio con sus locutores, magnavoces y necedades interminables.
No sé si esto es el fin de la civilización burguesa, de que tanto se habla, o el principio de la otra civilización. De todos modos, es detestable.

 No es difícil suponer que la propuesta de la cartelera actual no sería del agrado del connotado pintor originario de Zapotlán el Grande, quien podría confirmar su opinión de que el teatro del género chico ha seguido degenerando hacia formas que seguramente le parecerían excesivamente familiares además de fresas.