martes, 30 de agosto de 2016

Un deporte muy difundido


No cabe duda que somos una especie muy singular. Ejemplo de ello es nuestra costumbre de que para dar a conocer y presumir una vivencia privilegiada -con el claro propósito de causar envidia a los demás- lo hagamos a partir de las pequeñas deficiencias que se presentaron en la ocasión. “En la boda podías beber todo el whisky que quisieras pero eso sí no había Bourbon especial serie 22/73-A que es el que habitualmente consumo porque no me provoca gastritis”; “compramos quince latas de caviar pero no estuvo tan bueno como las del año pasado”; “estamos estrenando la camioneta pero la garantía de fábrica ya no es por un trienio sino tan sólo por dos años y medio”, etc.

Sin ir más lejos ayer me sucedió.

En la mesa de junto en el restaurante al que fui a comer departían dos señoras acerca de dónde habían ido en las recientes vacaciones. La plática era francamente asimétrica dado que una de las susodichas comentó que no habían podido salir por el trabajo de su esposo mientras que la otra hizo la reseña de su espléndido viaje familiar a Cancún. Después de hablar de los días espectaculares que les tocaron, de las comodidades suntuosas del hotel, del plan todo incluido que permitía comer apetecibles delicadezas -que enumeró puntillosamente- sin restricción alguna, concluyó afirmando que “lo único malo era el jugo verde del desayuno ya que les quedaba un poco amargo”. Como la conversación fue en un tono de voz muy elevado no me quedó otra más que estar muy atento a todo el relato.

Me comprometí a vengarme por lo que ya de regreso en casa me puse a buscar un artículo que yo sabía que en algún lado tenía que estar guardado. No estuve tranquilo hasta dar con él; es de John Carlin y se refiere a lo que él denomina “chulería” que podríamos traducir en actitudes fanfarronas o propias de agrandados.

De viaje en Nueva York, me encuentro con una nueva definición de un antiguo fenómeno social. The humble brag: la humilde chulería. El tono o el contexto son humildes. Uno aparentemente se está menospreciando, o quejándose de la malicia del destino. Pero el objetivo real es chulear: lanzar un mensaje que provoque envidia o admiración. Ejemplos:
¡Hice el ridículo total! Viajé en primera pero el vuelo a las Seychelles llegó con dos horas de retraso.
¡Qué agobio! Conseguimos un palco para la final de Wimbledon pero los canapés en la sala VIP, un asco.
Mi hija de 10 años es la mejor de la clase pero me tiene preocupado: se pasa las vacaciones leyendo a Dostoievski.
Marqué cuatro goles pero no hubiera sido posible sin el apoyo de mis compañeros.
El servicio de limpieza de habitaciones en el hotel Sofitel de Manhattan, lamentable.

Pero como el asunto viene con segunda, Carlin profundiza en ello formulando su interpretación acerca del fenómeno en el que suelen no coincidir las intenciones con sus resultados.

Caer en la humilde chulería es mentirse a uno mismo. Uno necesita que el meollo presumido de la cuestión no pase inadvertido, pero quiere creer que al agregar el matiz, al echarle ese toquecito de autodesprecio, uno acaba cayendo supersimpático. Soy un campeón, pero sigo siendo un tipo cualquiera.
La verdad, claro, es que al interlocutor no le engañas. La respuesta infalible al chulo humilde es "¡Qué cretino! Me echa en cara su estatus superior, me hace sentirme pequeño, y encima pretende que le padezca sus desgracias".

A continuación, y sin anestesia, John Carlin invita a sus lectores a que no nos vayamos con la finta de considerarnos muy lejanos a este tipo de vivencias.

Lo peor es que todos hemos sucumbido en algún momento a esta doble idiotez. El fanfarroneo es un impulso infantil que coge fuerza durante la adolescencia, que se diluye con el tiempo -al darnos cuenta de que genera rechazo-, pero que nunca desaparece del todo. Por eso buscamos fórmulas menos inaceptables para comunicar lo mismo. Lo ideal, como bromeaba mi padre, es hacer algo espléndido o generoso sin decir nada, pero que al final la gente se entere por otros medios. "¿Sabes que fulano contribuye con 50 euros cada mes a Médicos sin Fronteras pero nunca lo ha contado? ¡Qué tipo más majo!".
Pero pocos tenemos la paciencia o la modestia para esperar meses o años hasta que nuestra grandeza se descubra. Caemos en la tentación, y demasiadas veces hacemos doblemente el tonto al recurrir a la humilde chulería.

Y tal vez para acompañar nuestra desazón, Carlin hace un mea culpa público. “Yo mismo no he podido reprimir contar en la primera línea de esta columna que he estado de viaje en Nueva York. Pero, créanme, hacía un calor insoportable, pegajoso, y dos capuchinos en el hotel Pierre de la Quinta Avenida me costaron 24 dólares, y...”

jueves, 25 de agosto de 2016

Escritores por delegación

Una de las máximas de quienes se dedican a temas de gestión es que hay que saber delegar. Algunos escritores parecen ser expertos en el tema tal como lo señala Verónica Murguía.

No me puedo explicar el fenómeno: una cosa es ser prolífico, y otra escribir dos novelas en seis meses. (…)
El misterio de la velocidad de realización me intriga, a pesar de que en el mundo editorial estadunidense hay escándalos muy divertidos que tienen que ver con el plagio, con los ghost writers o negros, como se les llama en español a los escritores detrás de un nombre, y con los equipos de producción –porque escribir es una labor distinta a redactar nada más. Me imagino estas empresas como oficinas llenas de personas sudando frente a una computadora desarrollando los capítulos que les tocan, afinando los detalles, y pergeñando tramas insulsas.

De acuerdo con Murguía “el negro no es un invento reciente” y se refiere al caso de Alejandro Dumas. “Se dice que Alejandro Dumas, a quien amo, tenía uno, y que cuando se murió lo lamentó mucho, porque a él ya no se le ocurrían historias buenas. Dice la leyenda que ese negro talentosísimo tenía a su vez otro negro, que era el verdadero autor de las novelas. Y claro, también se murió.” A la misma situación alude Noel Clarasó

Sabido es que Dumas padre tenía un equipo de “negros” que le escribían las novelas. Él recogía los datos, trazaba el esquema y el guión de la novela y sus “negros” la escribían. Sólo así pudo componer tanto en tan poco tiempo. Se cuenta que un día los dos Dumas se encontraron y el padre preguntó al hijo:
-¿Has leído, hijo mío, mi última novela? y el hijo contestó al padre:
-No, padre mío. ¿Y tú?

Hace poco nos referíamos al alumno que examinado por Gabriel Zaid no tuvo más remedio que confesar no haber leído “personalmente” al autor que citaba en un examen oral; pues parece que también existen quienes no escriben “personalmente”.

Ahora bien, es necesario aclarar que no todos los autores que han requerido –y requieren- del trabajo de “negros” llegan al nivel de Alejandro Dumas padre. Pero eso ya es tema de especialistas.

martes, 23 de agosto de 2016

Homenaje al nuevo catedrático


No es secreto para nadie que la lucha por obtener cátedras universitarias es, hasta la fecha, motivo de múltiples rivalidades. La disputa -que puede ser velada o manifiesta- además de los merecimientos académicos exhibe el antagonismo de líneas políticas, amiguismos, regionalismos, etc. No ha faltado quien subraye el carácter marcadamente endogámico de algunas instituciones universitarias.
J. García Mercadal en su libro “Estudiantes, sopistas y pícaros” (Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1954) deja en claro que esta problemática ya se presentaba desde el origen de las Universidades y por aquellos entonces la pelea por obtener los cargos no en pocos casos llegaba al asesinato de alguno de los candidatos. A ello ya nos referimos en otra ocasión (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2013/04/oposiciones-por-catedras-universitarias.html)

En donde sí existen diferencias respecto al pasado es en el tipo de festejos que se brindaban al flamante maestro, tal como lo establece el mismo García Mercadal.
Conocido el resultado de la votación, los amigos del elegido corren hasta su casa para anunciarle la victoria, llenando las calles con sus gritos ensordecedores, siendo costumbre que el vencedor espere en su casa hasta que el Rector le haya enviado el testimonium delatae, es decir, el acta de nombramiento, aumentando el alboroto cuando aparece en la esquina de a la calle el bedel de la Universidad, llevando el rollo de pergamino que contiene el testimonio escrito de su designación, la prueba fehaciente de su triunfo. Penetran todos en el domicilio del nuevo maestro, quítanle su bonete, corónanlo de laurel, lo elevan en hombros y llévanlo de este modo hasta la cátedra que acaba de ganar, de la que toma posesión en medio de las entusiastas aclamaciones de sus admiradores. Los más ricos de sus amigos, que durante todo aquel tiempo habrán ensillado sus caballos y corrido por la ciudad pregonando su nombre, penetran en el patio de la Universidad como una avalancha, que recuerda la invasión bárbara; cabalgan vertiginosamente por los claustros e invaden con sus caballos hasta la misma cátedra, donde el nuevo maestro celebra su victoria académica.
Cuando la noche ha cerrado fórmase un sorprendente cortejo. Teniendo en las manos antorchas y linternas, agitando por cima de sus cabezas palmas y ramas de laurel, varios centenares de estudiantes van en busca del héroe de la jornada y le hacen dar la vuelta a Salamanca. Inmensos cartelones colocados en la punta de un palo hacen conocer al pueblo su nombre, el de su país y el de su nuevo título. A cada momento se escuchan los disparos de las pistolas, y alumbran el misterio de las calles en sombra los resplandores detonantes de los petardos; multitud de cohetes se remontan al cielo, y los vivas entusiastas de los que forman tan animada comitiva expresan la alegría de sus espíritus juveniles. Los castellanos gritan: ¡Viva la espiga!; los extremeños, el chorizo; los andaluces, la aceituna, y a este tenor los de las otras provincias. La villa, iluminada: las gentes más pobres han puesto en el alféizar de sus ventanas una lámpara o una candela; hasta las monjas alumbran con antorchas las puertas de sus conventos.
La afición de los estudiantes por el graffiti ya estaba presente. “De tiempo en tiempo el cortejo se detiene delante de una iglesia, de una casa construida con sillares de piedra; apoyan en su pared una escalera, sube por ella un estudiante y traza una inscripción admirativa con almagre, sangre de vaca y cierto barniz, inscripciones que reciben el nombre de Vitor, y que todavía se conservan indelebles en los muros del caserío salmantino.” Y aquellas celebraciones –concluye García Mercadal- no siempre acababan bien.
Las oposiciones hacen que se exterioricen las rivalidades entre las naciones, nombre que equivalía a diócesis o lugar de nacimiento de los estudiantes, y muchas veces la comitiva se ve sorprendida al pasar por un callejón encrucijada; partidarios y contrarios arman encarnizada pelea con palos, rodelas y espadas, turbando el sosiego de los que antes escuchaban arrobados las músicas y ahora han de oír, amedrentados, los ayes y las imprecaciones; la guerra se recrudece cuando, al alumbrar el sol el campo de la nocturna refriega, vence manchados de lodo los vítores o rótulos que la noche anterior escribieran los triunfadores.
Actualmente la alegría por obtener una plaza como docente universitario no pasa del festejo con la familia y algunos amigos. ¿Será que la cosa ya no da para tanto? 

jueves, 18 de agosto de 2016

Un examen exitoso


Heinrich Böll no quiere pasar por quien no es y así lo hace saber en una autodefinición que precisa su escasa predilección por el trabajo. “Por naturaleza, siento más afición por reflexionar y no hacer nada por trabajar, sin embargo, de vez en cuando, dificultades económicas permanentes –pues la reflexión es tan poco rentable como el ocio– me obligan a aceptar lo que llaman un puesto de trabajo.”
Y en una de esas desagradables coyunturas no le quedó de otra más que salir a buscar trabajo.
Llegado una vez más a tal situación me confié a la oficina de colocaciones y fui enviado, junto con otros siete compañeros de infortunio, a la fábrica de [Alfred] Wunsiedel, donde debíamos ser sometidos a un examen de capacitación. Ya el aspecto de la fábrica me llenó de desconfianza; la fábrica estaba enteramente construida en ladrillo de vidrio, y mi aversión a los edificios claros y a las estancias claras es tan grande como la que siento al trabajo. Pero mi desconfianza aumentó cuando acto seguido nos sirvieron una especie de desayuno en una cafetería clara, de colores alegres: hermosas camareras nos trajeron huevos, café y pan tostado; en elegantes garrafas había jugo de naranja; peces de colores aplastaban su displicente cara contra las paredes de unos acuarios verde claro. Las camareras eran tan alegres que parecían que iban a explotar de alegría. Sólo un gran esfuerzo de voluntad –así me lo pareció– le impedía andar tarareando continuamente. Estaban tan repletas de canciones no cantadas como las gallinas que aún no han puesto los huevos.
Ante tanta belleza y armonía se hizo presente la sospecha que lo llevó a desconfiar de lo que acontecía en aquel escenario.
En seguida adiviné lo que ninguno de mis compañeros de infortunio parecía adivinar; que también este desayuno era parte del examen, de manera que comencé a masticar totalmente entregado a esta tarea, con la conciencia clara de un ser humano que está suministrando a su cuerpo materias valiosas. Hice algo que en circunstancias normales no haría por nada del mundo: tomé en ayunas un zumo de naranja, dejé el café, un huevo y casi todo el pan tostado, me levanté y empecé a pasearme ansioso por hacer algo, de un lado a otro de la cafetería.
Así pues, fui el primero en ir a la sala de exámenes, donde, sobre deliciosas mesas, estaban colocados los cuestionarios. Las paredes eran de un tono verde que los fanáticos de la decoración hubieran calificado de “encantador”. No se veía a nadie, pero yo estaba tan seguro de que me observaban: saqué impaciente mi estilográfica del bolsillo, quité el capuchón, me senté a la mesa más próxima y agarré el cuestionario de la misma forma que los coléricos agarran la cuenta del restaurante.
Las pocas preguntas obtuvieron respuestas contundentes, tal como lo narra el mismo Böll en un texto fechado en 1954 (lo que permite constatar que la psicología laboral ya tiene su historia).
Primera pregunta: ¿Le parece bien que el ser humano sólo tenga dos brazos, dos piernas, dos ojos y  dos orejas?
Aquí coseché por primera vez los frutos de mi reflexión y escribí sin dudarlo: “Aunque tuviésemos cuatro brazos, cuatro piernas y cuatro oídos, no bastarían a mis ansias de acción. El equipamiento del ser humano es raquítico”.
Segunda pregunta: ¿Cuántos teléfonos puede atender al mismo tiempo?
También esta respuesta era tan sencilla como la solución a una ecuación de primer grado: “Cuando no hay más que siete teléfonos –escribí– me impaciento; sólo con nueve me siento por completo en pleno rendimiento”.
Tercera pregunta: ¿Qué hace usted después del trabajo?
Mi respuesta: “No conozco la expresión después del trabajo. A los quince años la borré de mi vocabulario,  pues en el principio existía la acción”
El resultado era de esperarse: “Me dieron el puesto”.
Avisados.

martes, 16 de agosto de 2016

Una herencia maldita: los residuos nucleares


El tema de la basura se ha convertido en uno de los grandes retos que enfrentan las urbes; recolección, clasificación y depósito de desechos no es tarea sencilla. Ni se diga en el caso de los residuos nucleares, Antonio Martínez Ron se refiere a este tema (Next, 13 de enero 2016).   
Durante los últimos 15 años el Departamento de Energía de Estados Unidos ha estado almacenando los restos nucleares procedentes de su programa de defensa en un depósito enterrado a 600 metros bajo el desierto de Nuevo México. La Planta Piloto para el Aislamiento de Residuos (WIPP) está diseñada para albergar los residuos con elementos más pesados que el uranio, los denominados transuránicos, como el plutonio-239, con un periodo de decaimiento de unos 24.000 años, o el plutonio-240, con una vida media de 6.500 años. El lugar -un lecho de sal que ha permanecido estable durante los últimos 200 millones de años- se consideró ideal para almacenar el material procedente de las miles de cabezas nucleares y mantenerlo aislado de la superficie durante los próximos 10.000 años. Para garantizarlo, el gobierno encargó un plan de comunicación y seguridad para que la humanidad se mantuviera alejada del lugar en un futuro lejano.
La intención del Departamento de Energía es sellar el depósito en el año 2033, fecha en que alcanzaría su máxima capacidad. Al día de hoy, tras 15 años de actividad, la planta ha completado la mitad se su espacio tras almacenar unos 91.000 metros cúbicos de residuos nucleares, el equivalente a enterrar un campo de fútbol a unos 13 metros de profundidad. El material se almacena en bidones de acero apilados en las galerías naturales, pero un par de sucesos recientes han demostrado que la seguridad y aislamientos no están del todo garantizados. En un artículo publicado en la revista Nature, varios expertos nucleares encabezados por Rodney Ewing utilizan éste y otros argumentos para cuestionar abiertamente la seguridad del depósito y alertar de los peligros de aumentar la cantidad de plutonio almacenada.
Como era de suponer fueron muchas las voces que se levantaron contra esta planta; una de ellas es la de Bengt Oldenburg.
Teóricamente, los residuos permanecerán así, enterrados, durante los doscientos cincuenta mil años que tardarán en perder su radiación nociva. (…)
Aparte de una desoladora idea general acerca de cómo guardar residuos  nucleares -muy parecida a la desaprensiva práctica de empujar lo barrido debajo de la alfombra- se encuentra aquí un colosal optimismo en cuanto a prever lo que pueda  pasar con las ruinas que dejemos. Las especulaciones respecto a la escala del tiempo -el año 2033, 2133, 12033- hacen pensar que las obras de Julio Verne  o de H.G. Wells fueron intentos mucho más serios de proyectar el futuro. Y la solución, si cabe la expresión, comunicativa de los expertos estadounidenses haría desternillarse de risa a cualquier artista conceptual de la década de 1970.
La dirección del proyecto reunió a un grupo de especialistas en historia,  antropología y semiótica que, después de más de diez años de arduo trabajo, han propuesto un modelo para esa nueva tumba faraónica de residuos activamente  mortales. Se trata de un depósito a seiscientos metros de profundidad y, en la superficie, un engendro informativo extravagante: un rectángulo de aproximadamente cincuenta por ochenta  metros, rodeado de una barrera de roca y tierra de diez metros de altura y treinta de ancho. Dentro del perímetro,  simétricamente colocados, se erigirán 16 monolitos, de ocho metros de altura.
Antonio Martínez Ron coincide en las complejidades implícitas a estos programas de larga duración y por otro lado añade que la zona podría volverse muy atractiva en la búsqueda de nuevas fuentes de petróleo y gas.
Los científicos creen que las posibilidades de que los futuros humanos hagan pozos en busca de petróleo y gas en este tipo de terreno van en aumento, pues las cifras indican que las compañías dirigen sus intereses cada vez más hacia zonas como ésta. "No podemos tener la certeza de que los futuros habitantes de la zona sepan ni siquiera que la WIPP está aquí", aseguran. "Para poner las escalas de tiempo en perspectiva, la agricultura se desarrolló hace alrededor de 10.000 años". Además, argumentan, al aumentar las cantidades de material radiactivo y su duración habrá que aumentar el periodo de seguridad, lo que aumenta las posibilidades de intrusión humana. Todo esto les lleva a concluir que el Departamento de Energía "debe examinar con mayor cuidado su protocolo de seguridad para una intervención que se prolongará durante 10.000 años y más allá". Y para ello debería mirara  lo que ha sucedido en los últimos 15 años de almacenamiento y aprender de los errores.
Entre tantas otras preocupaciones que se presentan, no son menores las que tienen que ver con los señalamientos adecuados para advertir la peligrosidad del lugar para que la gente se mantenga alejada de la zona. Oldenburg profundiza en la cuestión.
Pero según las reglas establecidas por el mismo Estado, el depósito tiene que estar señalado durante un mínimo de diez mil años. Suponiendo que entonces todavía exista una civilización humana, es posible que, aunque fuese tecnológicamente más avanzada, no dispondría de nociones precisas acerca de nuestra cultura, incluyendo los lenguajes y las ciencias. De modo que los especialistas en comunicación del proyecto han pergeñado un modo de marcar el sitio con un  mensaje que, dentro de cien siglos, pueda ser correctamente interpretado. (…)
Lo más relevante son las inscripciones sobre estos obeliscos truncados, algo que hubiese encantado tanto a Kafka como a los miembros de Monthy Python. No sólo incluye una advertencia en cuanto a la peligrosidad del lugar escrita en siete idiomas, además de los símbolos actuales para señalar peligro biológico y radioactividad. Se grabarán dos rostros de frente, en dibujo lineal, el primero de los cuales demostrará “revulsión y disgusto”, según sus autores, y el  segundo, “miedo”, basado en El grito, una obra clásica del artista noruego Edvard Munch. Debajo de una versión xilográfica, el autor había anotado, en alemán: “oí el grito de la Naturaleza”.
Sin querer despreciar los esfuerzos, seguramente inmensos, de los grupos de especialistas, ni los sueldos que, durante decenios, han desembolsado los  responsables del proyecto, se puede proceder a algunas constataciones. En primer lugar, acerca de la perduración de los símbolos y, al mismo tiempo, de las posibles alteraciones de su significado. La esvástica surgió como un símbolo religioso hindú hace ocho mil años, para adquirir, no hace tanto, un significado político. Luego, elegir a un expresionista noruego, por genial que fuere, para mandar un mensaje de miedo mediante el arte visual a un eventual público a diez mil años de distancia, denota un etnocentrismo histórico y cultural de mucho cuidado.
Por si lo anterior fuera poco, la historia enseña -según Bengt Oldenburg- que la advertencia sobre la peligrosidad de ciertos recintos nunca ha desanimado a los investigadores.
Pensando en cierta realidad, pese a ese ejemplo, puede servir nuestra historia antigua y el destino  de sus restos materiales. Egipto, en particular, es instructivo  en este sentido. Los arqueólogos siempre han sentido pasión por hurgar en cualquier vestigio antiguo a su alcance, aunque se tratara de lugares antaño  sagrados, protegidos por fórmulas mágicas y maldiciones. Así pasó con la tumba   de Tutankamon cuando el equipo de lord Carnarvon y Howard Carter perturbó  ese recinto en el año 1922.
Naturalmente hubo muertes, tildadas de extrañas, entre los participantes. Si se debió a la maldición de la momia o a otras causas, queda por dilucidar.
Es así como Oldenburg no ve razones que permitan suponer que en el futuro las cosas sean distintas, ya que “los seres humanos seguiremos impulsados por una curiosidad insaciable y ningún monumento actual o futuro parece capaz de impedir que sea investigado, protegido o no por mensajes tal vez crípticos.” Y claro está, su conclusión está muy lejos de ser alentadora.
Quienes hurguen, en el futuro, en los restos de esa mina de sal encontrarán una Gomorra que los dejará, literalmente, fritos. Nuestra cultura autodestructiva se dispone a enviar sus mortíferos tentáculos a miles de años de distancia. El Apocalipsis por delegación, como herencia, por vocación.
Nada que agregar.

jueves, 11 de agosto de 2016

¿Cómo? ¿Todo está aquí? ¿Y luego?


En un momento de su trayectoria Giovanni Papini consideró que el reconocimiento obtenido por su labor intelectual era poco, que siempre le quedaban a deber. Así lo que para otros podría haber significado el techo, para él tan sólo era el piso. “Cuando hube conquistado con la actividad caprichosa y temeraria de tres o cuatro años lo que para otro cualquiera -para muchos- hubiera parecido una meta y una victoria -tener un nombre, ser leído, discutido, imitado, temido-, sentí más profundamente aún que antes un vergonzoso vacío en mi interior.”
Y no ocultaba su insatisfacción.
¿Cómo? ¿Todo está aquí? ¿Esto solamente es el fin definitivo de mis días y de mis noches de fatiga, la conclusión de mis esfuerzos tentaculados hacia una  luz menos terrenal, el resultado único y definitivo de toda mi juventud, de todos los ardores y furores de una juventud concentrada durante largos años, y llameante de pronto como un fuego alegre en la montaña? ¿Solamente esto? ¿Nada más que esto? Ver impreso el propio nombre, repetidas las propias palabras, reproducido el rostro propio, pregonadas las ideas más queridas, arrojadas  para pasto de cualquiera las confesiones más recónditas y los más inoportunos   entusiasmos. ¿Y luego? Tener alrededor algunas monas que imitan tus gestos y cualquier papagayo que recita tus frases; descubrir libros con tu nombre en la cubierta, artículos en cuyo final aparece estampada tu firma; oír que la gente habla de ti sin conocerte, que te desprecia o te envidia y ni siquiera sabe aplastarte.  Llegar a ser un autor, un autor conocido, apreciado quizá, buscado por los directores de los diarios, deseado por los editores, perseguido por los críticos y por los censores de oficio, traducido a otros idiomas, candidato a la honesta celebridad de los cuarenta años.
Todo eso estaba muy lejos de colmar su deseo de trascendencia, le desagradaba convertirse en un simple fabricante y vendedor más o menos afortunado de palabras y de pensamientos; ni aunque ello lo condujera al Nobel.
¿Y luego? Comenzaba  a lograr todo esto y sentía que no me bastaba, que no me habría bastado jamás. ¿Qué me importaba ser o llegar a ser un  filósofo “brillante”, un escritor “muy conocido en el mundo  literario”, un fabricante y vendedor más o menos afortunado de palabras y de pensamientos? ¿Dónde  iba  a  acabar?  Poco  se requería para saberlo. Aun mirando adelante con toda la locura permitida a los mediocres, sólo veía esto: mis obras impresas en Tréveris, profesor de la universidad, académico, y finalmente, siendo ya un viejo decrépito y alelado, conseguir el premio Nobel…
Reconocía que lo suyo no era ambición ni vanidad, sino lo que identificaba como soberbia del mejor estilo. “¡Y nada  más! Yo sentía haber nacido para otras cosas, anhelar otros fines. No era ambición, no era vanidad, sino soberbia, soberbia del mejor estilo, soberbia diabólica, soberbia divina.”
No fue el único pero sí un destacado exponente de quienes creyeron en el poder de redención del trabajo intelectual.
Quería ser verdaderamente grande, épico, inconmensurable; quería lograr algo gigantesco, inaudito, que cambiase la faz de la tierra  y el corazón de los hombres. (…)
Necesidad  antigua y continua de ser jefe, guía, centro; pero especialmente inquietante en aquel tiempo de subidas y de deseos animosos. Lo confieso: no me importaba gran cosa el porqué, sino que los ojos de todo el mundo estuvieran clavados en mí -¡al  menos un momento!-  y que los labios de todos repitieran mi nombre.
Fundador de una escuela, iniciador de una secta, profeta de una religión, descubridor de teorías y de admirables ingenios, capitán de un nuevo partido,  redentor de almas, autor de un libro de cien ediciones, maestro de un cenáculo: cualquier cosa, pero siempre el primero, el más célebre, el más grande en algo.
Ser uno de aquellos que dan el nombre a una idea, a una multitud de hombres;  que revelan una verdad nueva, imprevista, valiente; de aquellos que todo el mundo debe conocer y juzgar; a quien se debe un capítulo, un párrafo en las historias, y que poseen su propio dominio, su campo aparte, su bandera reconocida.
No me importaba el porqué, no me importaba el cómo; pero no quería permanecer aparte, en segunda o tercera fila, entre las personas sencillamente interesantes, sencillamente curiosas y cultas e inteligentes. Incluso una necedad, incluso una locura; ser el inventor de esta necedad, el héroe de esta locura.
Todo esto escribió Giovanni Papini en un artículo al que –como no podía ser de otra manera- tituló: “La misión”.

martes, 9 de agosto de 2016

El privilegio de la vocación


Se ha dicho hasta el cansancio que la persona que encontró (¿descubrió?, ¿construyó?) su vocación es verdaderamente privilegiada y no debería dejar de agradecerlo nunca. Para Santiago Kovadloff no se trata de la libre opción del individuo. “La vocación (…) no es una elección. Hay, entre una y otra, radicales diferencias. La elección es siempre obra del sujeto; la vocación, en cambio, da forma al sujeto, lo constituye. Sí, la vocación nos elige. Ella dispone de nosotros, se nos impone.”

Lo anterior parecería tener lugar también –o particularmente- en el ámbito religioso como queda de manifiesto en el testimonio de Ernesto Cardenal: “(…) Cristo dice que quien quiera conservar su vida, la perderá. Pero que quien pierde su vida por él, la salvará. Cuando quise conservar mi vida sin entregarla a Dios, la perdí. Considero que esa fue una vida perdida. Después la entregué a Dios, y ese sacrificio significó el haberla ganado.” Es así como el elegido se transforma paradójicamente en feliz prisionero de aquello que lo elige; continúa Kovadloff

Si falta la vocación, quien de ella carece podrá decidir, con razonable libertad, en qué ocuparse. No ha sido elegido: podrá, en consecuencia, elegir. No está hipotecado por la irreversible dependencia hacia el mandato. Puede decidir qué hacer. El hombre de vocación, en cambio no tiene remedio. Ha sido escogido. Si no acatara el mandato impuesto, vivirá acosado por el dolor incesante de una transgresión primordial. (…) No puede eludir el cumplimiento de su pasión sin caer en desgracia.

Seguramente a algo de esto se refería Federico Fellini cuando señaló en una entrevista: “Si quieres colgarme una bandera a toda costa, una bandera pedagógica, resúmela en este lema: ser lo que se es, es decir, descubrirnos a nosotros mismos para poder amar la vida.” Y la vocación –retomando a Santiago Kovadloff- puede hacerse presente de diversas maneras y a muy diferentes edades.

Porque si es cierto que una vez que se manifiesta ya no retrocede, nadie sabe, en verdad, a qué altura de una vida habrá de aparecer. Francia nos brinda, al respecto, dos ejemplos elocuentes: Rimbaud se supo poeta casi en la niñez, y, cuando la muerte lo alcanzó, hacía ya mucho tiempo que vivía violentamente apartado de su vocación. Tenía por entonces la edad aproximada en que Montaigne, no sin asombro, se descubría ensayista.

Ahora bien, según Clarice Lispector la vocación no siempre viene acompañada del talento y ella misma se ofrece como ejemplo.

Una cosa yo adivinaba: era necesario intentar escribir siempre, no esperar un momento mejor pues éste simplemente no llegaba. Escribir siempre me costó, aunque hubiera partido de lo que se llama vocación. Vocación no es lo mismo que talento. Se puede tener vocación y no tener talento, es decir, se puede ser convocado y no saber cómo ir.

Muchos son los ejemplos de quienes ejercieron su labor –así sea en sueños, hasta el final de su vida; Luis Sepúlveda narra uno de estos casos.

El invierno del 85 fue muy duro, y don Carlos contrajo una neumonía que lo llevó a la tumba. Unos días antes de que lo internaran en el hospital de Altona le visité en su pequeño piso de hombre solo, y lo encontré embriagado de la felicidad de un sueño dichoso: “Soñé que estaba en mi escuelita enseñando los verbos regulares a un grupo de niños muy pequeños. Y al despertar tenía los dedos llenos de tiza”.

Han existido situaciones excepcionales en que la pasión de algunas personas indoblegables por su oficio hicieron posible lo imposible, al superar cualquier obstáculo que se les interpusiera en el camino. El caso de Renoir –presentado por Omar López Mato- es asombroso.

(...) Pero Renoir, además, padeció otra enfermedad que a pesar de ser demoledora e invalidante, jamás se reflejó en los cuadros y poco afectó su actividad. Renoir padeció una artritis reumática. Ésta, progresivamente, deformó sus manos y sus pies hasta limitarlo a una silla ruedas y obligarlo a trabajar con los pinceles atados a las manos.
(…) esto no limitó a Renoir. Él siempre buscó un remedio a sus males. Baños termales. Calor. Analgésicos. Ejercicios. Todo lo que le comentaban que podía mejorarlo, lo hacía.        
Siguiendo los consejos de sus médicos, se trasladó del frío y húmedo París, al mediodía francés. Sus cuadros brillaron con la luz del sol que todo lo invadía.
En 1880 se rompió su brazo derecho en un accidente de bicicleta, pero se sobrepuso con el pasar de los días. En 1897 tuvo otro accidente y nuevamente se fracturó el brazo derecho, quedando impedido para moverlo. Pero esto no fue un obstáculo. Con ese optimismo que no lo abandonaba aprendió a pintar con la mano izquierda. "Me gusta mi trabajo con la mano izquierda”, decía a sus amigos. "Es muy divertido y mis cuadros son mejores que si los hubiese hecho con mi mano derecha. Es bueno haberme roto el brazo. Me hace progresar".
Sus colegas, Pisarro y Monet, se asombraban de estos progresos, pero también miraban entristecidos el inexorable deterioro de su estado general, que le hizo perder peso hasta llegar a los cincuenta kilos. Pero Renoir continuaba pintando, con la fuerza y la alegría que transmitía su pintura. Necesitaba ayuda para movilizarse, para cambiar los pinceles y mezclar los colores. Pero Renoir seguía pintando. En 1912 tuvo un accidente cerebro vascular. Se recuperó y siguió pintando. En sus últimos años, los dolores articulares lo obligaban a permanecer en su habitación por semanas. Pero Renoir seguía pintando. Le preguntaron cómo hacía para trabajar a pesar de sus molestias. "El dolor se va, la belleza queda", respondió. El último cuadro lo terminó un día antes de su muerte, a los setenta y ocho años.
Cada vez que veamos una de las 6000 obras que pintó, no sólo veremos sus colores, el esfumado de sus bordes, la delicadeza de sus mujeres. Veremos al hombre que se sobrepuso a la adversidad, con una sonrisa melancólica en los labios y un pincel atado a su mano.

Renoir


No cabe más que concluir con Stevenson: “Si un hombre ama su oficio con independencia del éxito o la fama, los dioses han llamado a su puerta.”

jueves, 4 de agosto de 2016

Cocodrilos en la camiseta


¿Cómo llegaron los cocodrilos a la industria textil?, ¿a quién se le ocurrió semejante idea? Woody Allen en “Los pergaminos” presenta sus conjeturas al respecto.
Y vino a ocurrir que un hombre que vendía camisas fue azotado por tiempos adversos. Ninguna de sus mercancías hallaba comprador ni él prosperaba. Y el hombre oraba y gemía:
-Señor, ¿por qué me haces sufrir de este modo? Todos mis enemigos venden su género menos yo. Y estamos en plena temporada. Mis camisas son buenas. Mira la calidad de este rayón. Conseguí cuellos abrochados, cuellos de fantasía, pero nada se vende. Y no obstante he observado tus mandamientos. ¿Por qué no podré yo ganarme la vida cuando mi hermano menor se está forrando con su pret-á-porter para niños?
Y el Señor escuchó al hombre y dijo:
-Acerca de tus camisas…
-Sí, Señor –exclamó el hombre, cayendo de rodillas.
-Ponles un cocodrilo en el bolsillo.
-¿Cómo dices, Señor?
-Haz lo que te estoy diciendo. No te arrepentirás.
Y el hombre cosió en todas sus camisas un pequeño símbolo que representaba a un cocodrilo, y he aquí, y a ojos vistas, que su mercadería se vendió de improviso como rosquillas, y fue un gran regocijo, mientras que entre sus enemigos todo era llanto y crujir de dientes (…)  
Así fue que el cocodrilo se convirtió en un clásico de la moda tanto para jóvenes como para personas maduras: nadie quiere ser excluido del círculo selecto formado por quienes lo lucen con orgullo en su pecho. Cuando el bolsillo lo permite se recurre a la prenda original, pero si no fuera el caso habrá que recurrir a los sucedáneos porque (tal como lo mencionamos en la habladuría de la dictadura de las marcas http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2013/03/la-dictadura-de-las-marcas.html) si bien con ello uno no integra el grupo privilegiado, tampoco se ubicará entre los más excluidos (de los que ni a pirata llegan). En aquella misma ocasión subrayábamos el hecho de que la piratería se ha ido perfeccionando dando lugar a situaciones en que lo falso y lo auténtico se aproximan al terreno de lo desopilante, como lo que le sucedió a Antonio Tabucchi
(...) Me acerqué al puesto de una vieja gitana vestida de negro, con un pañuelo amarillo en la cabeza. En su tenderete había un montón de camisetas Lacoste impecables, a las que sólo les faltaba el cocodrilo. Gitana -la llamé- vengo a comprar. ¿Pero qué te pasa, hijo mío? -preguntó la vieja gitana al ver mi camisa-, ¿tienes la malaria o qué? No sé lo que tengo, gitana, -respondí-, estoy sudando como un caballo, necesito una camisa limpia, o mejor dos. Luego te diré yo lo que tienes -dijo la vieja gitana-, pero antes cómprame las camisas, hijo mío, no puedes seguir en esas condiciones: el sudor que se seca en la espalda causa enfermedades. ¿Qué me aconsejas -pregunté-, una camisa o una camiseta? La vieja gitana reflexionó un instante. Te aconsejo una camiseta Lacoste, -dijo luego-, son más fresquitas, si quieres una Lacoste falsa cuesta 500 escudos, una auténtica cuesta 520. Caramba, dije, una Lacoste por 520 escudos me parece muy barata, pero, ¿qué diferencia hay entre una falsa y una auténtica?
Tener una Lacoste auténtica es muy fácil, dijo la vieja gitana, primero compras una falsa, que cuesta 500 escudos, después compras el cocodrilo, que cuesta 20 escudos y es autoadhesivo, pegas el cocodrilo en su sitio y ya tienes una camiseta auténtica. Me mostró una bolsa llena de cocodrilos. Además, dijo, por 20 escudos te doy cuatro cocodrilos, hijo mío, así te quedas con tres de reserva, que muchas veces estos adhesivos son una lata porque se despegan.
Y es que siempre estará vigente aquello de que el hombre prevenido vale por dos.

martes, 2 de agosto de 2016

El marido perfecto


Los tiempos han cambiado y seguramente buena parte de lo que sigue huele a naftalina. No obstante conviene recordar el Manual del marido perfecto que, hace ya unos cuantos años, enunciara el reconocido humorista español Enrique Jardiel Poncela.
Las cualidades que ha de reunir el hombre para ser un marido perfecto son –según opinión de las mujeres- 44 a saber:
1º Ser guapo y no saberlo.
2º Ser rico o ganar tanto dinero como si fuera rico.
3º Ser joven y elegante.
4º No ir solo a ningún sitio.
5º No tener amigos.
6º No salir por las noches.
7º No gastar un céntimo en su persona ni tener obligaciones particulares.
8º No fumar, o fumar sólo una vez al día encerrado en el cuarto de baño.
9º No incomodarse nunca al abrocharse el pasador del cuello.
10º Despertar sonriente todas las mañanas.
11º No mezclarse en los gastos de la casa.
12º Creer que las subsistencias suben de precio todos los días.
13º Acompañar a su mujer a todos aquellos sitios a los que la mujer desee ir acompañada por él.
14º No acompañar a su mujer a aquellos sitios a los que la mujer desee ir sola o con amigos.
15º Pagar sin rechistar todas las cuentas.
16º Reconocer todas las semanas que su mujer necesita otro sombrero, otro abrigo, otro vestido, otros zapatos, otro bolso y otros juegos de ropa interior.
17º Ir a misa siempre que la mujer quiera, para aprender a contestar amén a todo lo que ella diga.
18º Trabajar sin descanso para ganar cada vez más, o para aumentar constantemente su fortuna.
19º Reconocer que como su mujer no hay dos en el mundo en talento, elegancia, belleza y discreción.
20º Dar cuenta de todos sus actos y no pedir cuenta de ningún acto de su esposa.
21º Tener siempre una charla agradable, atractiva, ingeniosa e interesante.
22º Acomodar todos sus gustos a los gustos de su mujer.
23º Ponerla al tanto de sus negocios y callar en sus informes cuando ella empiece a bostezar, cosa que ocurrirá a los tres o cuatro segundos de comenzar a hablar él.
24º Declarar que todas las mujeres del mundo, a excepción de su mujer, son unas fachas.
25º Reconocer que cada vez que él habla no dice más que majaderías, pero que todas las majaderías que dice su mujer son cosas geniales.
26º Bailar como un profesional, pero no bailar con otras.
27º Saber cantar tangos.
28º Adivinar de una ojeada cuándo su mujer está alegre o triste, melancólica u optimista, con gana de quietud o de bulla.
29º No dar importancia a nada de lo que haga él, pero quedarse con la boca abierta de asombro ante todo lo que haga su mujer.
30º Traducir los defectos de su mujer en buenas cualidades.
31º Echarse a sí mismo la culpa de todo aquello de que su mujer sea culpable.
32º Estar enterado de cuanto ocurre en el mundo, para poder contestar puntualmente y de un modo completo cuando su mujer le pregunte: “¿Qué dicen los periódicos?”
33º Saberse de memoria las carteleras de todos los espectáculos, para contestar asimismo a la pregunta de ella: “¿A dónde podríamos ir esta noche?”
34º No tener hijos si su mujer desea no tener hijos.
35º Tener hijos inmediatamente si ella desea un niño de pronto.
36º Ser famoso, para que al entrar ella en un sitio público pueda oír decir a todo el mundo: “ahí va la mujer de Fulano”.
37º Reunir cualidades suficientes para ser deseado de todas las amigas de su mujer, pero desdeñarlas olímpicamente.
38º Saber contestar a otras muchas preguntas que su mujer le hará a lo largo de los días, tales como: “¿Qué significa demulcente?”, “¿Qué es tripartita?”, “¿Qué quiere decir peculado?”, “¿Qué hay que entender por rabassa morta?”, “¿Qué es jai-alai?”, “Explícame el significado de disimetría”, etc.
39º Darle mil pesetas cuando ella pida quinientas, y darle diez mil cuando ella pida mil. Etc., etc.
40º Escoltarla en sus tardes de tiendas, deteniéndose horas enteras en los escaparates que a ella le interesen, y pasando de largo ante los escaparates que le interesen a él.
41º Reconocer, con su mujer, que tal actor, o tal escritor, o tal cantante, o tal boxeador, o tal malabarista es un hombre encantador, y hacer todo lo preciso para presentárselo inmediatamente.
42º No llegar jamás retrasado a la hora de las comidas.
43º Saberse el primer acto de todas las comedias, para explicárselo al llegar tarde al teatro por culpa del tiempo que ella tardó en arreglarse.
44º Conocer la Meteorología, para poderla informar de si al día siguiente va a llover o va a lucir el sol.

¿Algunas de estas condiciones siguen vigentes? ¿Cómo sería el Manual que respondiera a nuestra época?