jueves, 27 de junio de 2013

Las cosas por la mitad

Muchas son las ocasiones en que viendo la mitad de los acontecimientos  actuamos suponiendo que conocemos toda la realidad.
 
En algunos casos podría pasar que después -a toro pasado- nos desayunemos y caigamos en la cuenta de aquello que en su momento ignoramos. También es posible que persistamos en el error al no enterarnos nunca de aquello que desconocíamos.
 
Todo ello presenta similitudes con lo que sucedió a la señora S. y de lo que da cuenta Oliver Sacks en su calidad de médico tratante.  

La señora S., una mujer inteligente de sesenta años, ha sufrido un grave ataque que afecta a las partes posteriores y más profundas del hemisferio cerebral derecho. Conserva plenamente la inteligencia... y el humor.
A veces se queja a las enfermeras de que no le han puesto el postre o el café en la bandeja. Cuando las enfermeras le explican: “Pero, señora S., lo tiene ahí, a la izquierda”, parece no entender lo que le dicen, y no mira a la izquierda. Si tiene la cabeza ligeramente girada, de manera que resulte visible el postre para la mitad derecha intacta del campo visual, dice: “Vaya, pero si está ahí... pues antes no estaba”. La señora S. ha perdido totalmente la noción de “izquierda”, tanto por lo que se refiere al mundo como a su propio cuerpo. Se queja a veces de que las raciones son demasiado pequeñas, pero esto se debe a que sólo come de la mitad derecha del plato... no cae en la cuenta de que pueda haber también una mitad izquierda. A veces se pinta los labios y se maquilla la mitad derecha de la cara, olvidándose por completo de la izquierda (…)

 
El doctor Sacks afirma que es imposible tratar con ella “estos problemas porque no hay modo de atraer su atención hacia ellos (...) y no tiene ni idea de que existan”. El reconocido neurólogo aún aporta otro dato. “Lo sabe intelectualmente, y puede comprenderlo, y reírse; pero le es imposible saberlo de una forma directa.” Concluye su análisis diciendo: “A la señora S. le resultaban particularmente desagradables las burlas de que la hacían objeto cuando aparecía con sólo la mitad de la cara maquillada, el lado izquierdo absurdamente vacío de carmín y de colorete.”
 
No cabe duda que en muchas circunstancias actuamos igual que la señora S., al punto que podríamos hacer nuestra su afirmación: “Yo miro en el espejo (…) y pinto todo lo que veo.” A este respecto Pedro Chinaglia es contundente. “Suele decirse que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Pero hay otro tipo peor de ceguera: la de los ciegos que están convencidos que ven (…) y han llegado a convencerse de que la realidad es tal y como sus ojos ciegos la testimonian.”
 
¿Le habrán contado de nosotros o sólo lo dice al tanteo?

martes, 25 de junio de 2013

México, desafío a la mirada


Referirse al México mágico es repetir una fórmula que no por reiterada deja de tener validez. Al llegar procedente de otras tierras la mirada anda de estreno por lo que se encuentra a salvo de lo que Janus Korczak llamaba las telarañas de la rutina. Una de las tantas pruebas de ello la proporciona Pablo Neruda
 

Mi Gobierno me manda a México. Lleno de esa pesadumbre mortal producida por tantos dolores y desorden, llegué en el año 1940 a respirar en la meseta de Anáhuac lo que Alfonso Reyes ponderaba como la región más transparente del aire.
México, con su nopal y su serpiente; México florido y espinudo, seco y huracanado, violento de dibujo y de color, violento de erupción y creación, me cubrió con su sortilegio y su luz sorpresiva. [...]
Me complace la diversidad terrenal, la fruta terrestre diferenciada en todas las latitudes. No resto nada a México, el país amado poniéndolo en lo más lejano a nuestro país oceánico y cereal, sino que elevo sus diferencias, para que nuestra América ostente todas sus capas, sus alturas y sus profundidades. Y no hay en América, ni tal vez en el planeta, país de mayor profundidad humana que México y sus hombres. A través de sus aciertos luminosos, como a través de sus errores gigantescos, se ve la misma cadena de grandiosa generosidad, de vitalidad profunda, de inagotable historia, de germinación inacabable.

 
Aun cuando no es posible vivir en estado de asombro permanente, México  invita a evitar la burocratización de la mirada.  Elena Poniatowska nos acerca una porción de esta magia.
 

México es la región más transparente del aire, el país mágico en el que nada tiene desperdicio y donde la naturaleza es, ante todo, un inmenso llamado al arte. Se hacen sopas de crisantemos, tés de bugambilia, las flores se mezclan con los scrambled eggs, el pollo en salsa de chocolate es un guiso al que se atreven las monjas en un convento de la ciudad de Puebla. Todo es posible. Cuando estallan cohetes, Edward Weston cree que son tiros, y si escucha una balacera, la confunde con los juegos artificiales de una fiesta pueblerina. Qué país Dios mío, qué país. Lejos del supercapitalismo y la tecnología, en México nada puede echarse a perder en el tiempo ni en el espacio, ni corromperse, ni multiplicarse, ni banalizarse.

 
En México tienen lugar los milagros más increíbles; Edmundo González Llaca da cuenta de uno de ellos.

 
[...] el domingo (4 de noviembre de 1984) apareció en una nota enviada por el corresponsal en Yucatán, en la que informaba que hace unas semanas, en la aduana de Cancún, habían llegado 50 gallos de pelea procedentes de España; en virtud de que la ley prohíbe la importación de aves por el peligro de contagio de plagas y enfermedades, los animales habían sido decomisados.
Cuando el director general de Aduanas, Víctor García Lizama, envió a un funcionario para dar fe del asunto y devolver las aves a su lugar de origen, éste se dio cuenta de que los gallos “habían puesto huevos”. Tal vez alguno de los responsables de la mercancía gritó al momento: “Milagro, milagro”; quizá otro quiso argumentar que el ambiente fecundo y prolífico que se respira en todo el país, y que nos tiene con tasas de crecimiento demográfico impresionantes, había roto todas las barreras de la Naturaleza; no faltó, a lo mejor, alguien que dijera que la promiscuidad, el largo viaje y la atmósfera romántica de Cancún, habían hecho mella en la personalidad de los mismísimos gallos de pelea.
Nada de eso, algo más prosaico y rutinario, el director general de Aduanas aclaró el fenómeno: “Los destinatarios, en acuerdo con el administrador de la Aduana, con los vistas y con empleados de nuestra dirección, se llevaron los gallos y dejaron gallinas en su lugar”. Prometió el castigo correspondiente a los culpables.

 
Los límites entre realidad y fantasía se diluyen. Augusto Monterroso, uno de los tantos viajeros que llegó para quedarse, se refiere a esa cuestión.
 

Hace poco me pidieron en España que hablara de la literatura fantástica mexicana. Y la he buscado y perseguido: en la mía y en bibliotecas públicas y privadas, y esa literatura casi no aparece, porque lo más fantástico a que pueda llegar aquí la imaginación se desvanece en el trasfondo de una vida real y de todos los días que es, no obstante, como un sueño dentro de otro sueño. Lo mágico, lo fantástico y lo maravilloso está siempre a punto de suceder en México, y sucede, y uno sólo dice: pues sí.

 
Viajar a México es recomendable para quienes sufren de vista cansada así como para los que creen que ya lo han visto todo. La única contraindicación reside en que puede generar adicción.

jueves, 20 de junio de 2013

Las incomodidades de la mendicidad

Tema recurrente en nuestra sociedad es el de la mendicidad. Hay quienes lo vinculan con el sistema capitalista y su injusta distribución del ingreso. También están aquellos que, sin negar lo anterior, identifican la existencia de un verdadero negocio en que se venden o rentan lugares o cruces particularmente concurridos e incluso, hay quien dice, adquiere visos verdaderamente truculentos en el alquiler de niños o la explotación de personas con malformaciones físicas. La situación llega a ser tan molesta para algunos, que según Nietzsche “habría que abolir a los mendigos: incomoda darles, incomoda no darles”. Y sí, ¡nada mejor que una sociedad en que la justicia social no diera cabida a la mendicidad!
 
Entre los autores que abordan la cuestión se encuentra Julio Camba. “Los mendigos viven de ser pobres. La miseria es su industria, que, a veces, se eleva a la categoría de un arte. Viven de ser pobres (…) Quizá algunos mendigos sean verdaderamente pobres -¿en qué ramo de la industria prospera todo el mundo?-; pero la mayoría van viviendo (…)” Alude a casos peculiares que de vez en cuando son dados a conocer por la prensa “no faltan quienes, al morir, dejan fortunas considerables dentro de infectos colchones.” Uno de estos casos fue consignado por la prensa española el 18 de julio de 2012.

José María Varón, un indigente de 88 años de edad, fue encontrado muerto en una caseta destartalada en Nueva Villa de las Torres (Valladolid) con 22.000 euros en el bolsillo. Cobraba una pensión de 400 euros pero apenas gastaba.
Hace unas semanas el hombre sacó todo su dinero del banco porque temía que se lo robasen. Por el momento, ningún familiar ha reclamado su cuerpo ni su dinero.


Añade Camba que ello jamás acontece con los de su gremio “(…) mientras que un escritor, por ejemplo, no deja nunca en España nada más que el colchón.”

Hay quienes dan limosna siempre, hay quienes no dan nunca, también están aquellos que sólo acceden ante el pedido de niños o ancianos. Por su parte, y en forma recurrente, las autoridades impulsan propuestas de prohibición o restricción de los espacios autorizados a la mendicidad. Camba se rebela contra ello. “En general, los mendigos podrían, por tanto, pagar perfectamente sus multas; pero ¿por qué prohibir la mendicidad? ¿Por qué acabar con una industria tan típicamente española?” Y a la hora de tomar partido no oculta sus opciones. “Por mi parte, yo prefiero al profesional de la pobreza al profesional de la fortuna.”

Julio Camba llega a agradecer la oportunidad que le brinda la existencia del mendigo, “(…) gracias al cual, por el precio de un periódico o de una caja de cerillas, puedo olvidar todas mis pequeñas infamias y hacerme la ilusión de que soy un hombre excelente, dotado de un corazón generoso y animado de los mejores sentimiento hacia mis semejantes”. En esta misma línea encontramos el comentario, por demás irónico, de Barbey d’Auandar –citado por Ramón Gómez de la Serna- sobre la caridad: “No hay que hacer muchos reparos a los pobres, porque entonces ¿a quién daríamos limosna?”

También está la forma en que se pide. Hay quien lo hace con un dejo de gracia tal como cuenta Arturo Pérez-Reverte. “Y en la plaza Tirso de Molina de Madrid se busca la vida otro que, cada vez que le das algo, comenta: 'ya falta menos para el Mercedes’.” Pero no falta quien provoca enojos e irritación; el mismo Pérez-Reverte, con su lenguaje habitual, narra una experiencia al respecto. “Tampoco me gustan los que piden con malos modos o mala sombra, por la cara. (…) No hace mucho, paseando una noche con Javier Marías, nos abordó un sujeto con malos modos y acento extranjero. Al decirle que no, el jambo se puso delante cortándonos el paso y nos soltó: ‘Maricones’.” Aquello no pasó a mayores gracias a la reacción de Javier Marías.

Cuando me disponía a darle una patada en los huevos, Javier se interpuso, metió la mano en el bolsillo y aflojó un euro. “Por perspicaz”, le dijo con mucho humor. Fuese el otro, y no hubo nada. Y es que el rey de Redonda es así: pacífico. Y lleva suelto.

Sin negar su existencia en el pasado, la mendicidad representa una de las tantas llagas de las sociedades contemporáneas. En años recientes se ha difundido un sistema mediante el cual bancos, tiendas y empresas actúan como intermediarios en la ayuda a -como está de moda decir actualmente- los grupos vulnerables. Pascal Bruckner analiza la cuestión.

La limosna está incluida en la compra. Se trata de una especie de bondad distraída, automática que va prodigando consuelo pese a nosotros. (…) No hay cosa más agradable que esta caridad sin obligaciones: pues así puedo ser egoísta y sacrificarme, ser desapegado e implicarme, ser pasivo y militante. ¿Y cómo no experimentar gratitud hacia las empresas que nos certifican que llevar un jersey, utilizar un detergente, ingerir un plato pueden aportar algún remedio, por ínfimo que sea, a las miserias del mundo y aliviarnos de nuestras preocupaciones?

Hace ya muchos años Julio Camba se adelantó al rumbo que tomarían los acontecimientos, a las nuevas formas de ayuda a los demás que se estaban incubando. Y su juicio a este respecto mantiene plena vigencia: “Prefiero a los modernos tipos de mendigo, el mendigo clásico, que no tiene gastos de representación (…)”
 
 

martes, 18 de junio de 2013

Chicle y pega

El tema del chicle se las trae y Antonio López de Santa Anna, quien fuera en varias ocasiones presidente de México no sólo ha sido cuestionado por su gestión política y militar sino también por su ingenuidad comercial. Al respecto señala Alejandro Rosas

Antonio López de Santa Anna no sólo se encargó de perder batallas, guerras y hasta parte del territorio nacional, perdió también lo que pudo ser un negocio muy lucrativo para México. En 1836, luego de la desastrosa guerra de Texas, el general Santa Anna cayó prisionero. A un soldado estadounidense le pareció curioso verlo masticando y masticando sin tragar lo que comía. Entonces le preguntó lleno de curiosidad, qué era aquello inacabable, a lo que don Antonio respondió regalándole un pedazo de goma obtenida del chicozapote que al probarla tenía un sabor dulce. Tiempo después vino el estadounidense a México para adquirir más de aquella goma a la que agregó diversos sabores. El visionario empresario estadounidense fundó una gran compañía; a partir de entonces decidió firmar exclusivamente con su apellido. En poco tiempo los anuncios lo hicieron famoso con una sola palabra: Adams.

La vida de los chicleros en la primera mitad del siglo XX resultaba sumamente difícil; en uno de sus famosos reportajes Egon Erwin Kisch se refiere a ello.
 
Llegué a Campeche, precisamente en los momentos en que empezaban a animarse los negocios, como todos los años. Era la época en que los chicleros volvían a la ciudad después de ocho meses de trabajo y abstinencia en la selva, ávidos de recuperar el tiempo y los goces perdidos. Pero este año traían con ellos poco dinero, y la cerveza, el ron y las mujeres, no se cotizaban a la altura de otras veces. No había llovido y los árboles, resecos, habían destilado poco chicle. (...)
Al día siguiente, me dirijo al local del sindicato [de chicleros], sin darme cuenta de que es el 5 de febrero, fiesta nacional. No hay nadie en la oficina. Pero como una parte del edificio está habilitada como sanatorio para los miembros del sindicato, me encuentro en el patio con algunos enfermos y gentes que van a visitar a los pacientes y entablo una conversación sobre la organización sindical de los chicleros.
Un hombre viejo, en cuya cara parece brotar la selva virgen, hace callar a los otros:
—Vosotros sois unos jovenzuelos, que no sabéis nada de cómo se trabajaba y se vivía antes. El patrón y el capataz —el capataz es un obrero al servicio del patrón, señor— calculaban el peso del chicle a su capricho y nos descontaban del salario lo que se les antojaba, señor. El que no se conformaba, era despedido, sobre todo cuando el contratista había conseguido reunir ya su contingente. Despedido... se dice fácilmente. Lo malo es que nadie puede salir solo de la selva.
—¿Entonces, cómo conseguía volver a la ciudad el obrero a quien despedían?
—Tenía que pedir de rodillas al patrón o al capataz con el que acababa de reñir que le autorizasen a salir de allí con la primera expedición. O estarse días y días acechando en la brecha hasta que pasaba alguien.
—¿En la brecha?
—La brecha, señor... no es cosa fácil de explicar esto.... La selva virgen, ¿sabe usted?, es como los muros de una prisión, que rodean al preso por todas partes. Si no hubiese una brecha, se moriría uno de miedo, allí dentro. La brecha es una trocha, una vereda abierta entre los árboles y los pantanos, que pasa por entre las lianas como un túnel. Es una senda abierta a golpes de machete y que hay que estar limpiando continuamente, pues en seguida vuelve a cerrarse. El que pierda la brecha, está perdido.
—¿Y para qué acechaba en la brecha el chiclero despedido?
—Sí, tiene usted razón. Había que estar esperando día y noche a que pasase un convoy de mulas, de los que sacaban el chicle de la selva. Los arrieros se prestaban a llevar consigo al que quería irse, a condición de que les ayudase a arrear la recua.
—¿Y no podía encontrar trabajo en uno de los campamentos vecinos?
—Nadie admitía a ninguno de los chicleros huidos o despedidos, pues todos los contratistas estaban de acuerdo para hacerle la vida imposible. Lo único que podía hacerse era cruzar la frontera para pasar a Guatemala donde se encontraba siempre trabajo. Yo estuve tres veces trabajando allí. Pero el viaje de vuelta a México costaba mucho dinero.
Algunos de los hombres que asisten a la conversación me hablan de las enfermedades de la selva. En la jungla no hay más que agua de lluvia, y los hombres y las bestias la beben sin que les haga daño casi nunca; pero muchas veces, cuando deja de llover, y lleva mucho tiempo encharcada, es verdaderamente peligrosa. Todo es peligroso en la selva. Incluso una mosca pequeña, a la que llaman mosca chiclera y que pica en la oreja. Los pantanos son viveros de fiebres palúdicas, del vómito negro. De las serpientes, las más peligrosas son las cuatro-narices; antes, la picadura de una serpiente costaba indefectiblemente la pérdida de la pierna o del brazo, pues se tardaba mucho tiempo en llegar al puesto sanitario. Las mulas, agobiadas bajo una tremenda carga, se enredan en las lianas, caen y se pierniquiebran con frecuencia. Los árboles son los enemigos natos del avión; en caso de aterrizaje forzoso, no hay donde posarse.
—¿Sabe usted, señor, lo único que no es peligroso en la selva? —me pregunta el viejo de la cara llena de brotes de selva virgen, y él mismo se encarga de dar la respuesta a su pregunta: —Las fieras son las únicas relativamente inofensivas. Por las noches, se oye bramar a los tigres y a los jaguares, pero nunca se acercan a las chozas del campamento. Me acuerdo de un compañero que se quedó una noche dormido debajo de un zapote; de pronto, se despertó sobresaltado: sintió un cuerpo saltar sobre él; era un tigre. Lo hizo probablemente sin intención de causarle daño, y en el mismo momento huyó. El chiclero tenía las dos perneras de los pantalones desgarradas y sangraba un poco, pero no sufrió daños de consideración. (...)
Entre las ruinas de Chichen Itzá y de Uxmal vi postes de madera de zapote tan bien conservados como las propias piedras. Ya entonces había chicleros, hombres que se dedicaban a recoger y vender la resina gomosa destilada del zapote para hacer de ella pelotas o para que los indios se entretuviesen en mascarla. A los primeros españoles les chocó ver a los mayas moviendo incesantemente las mandíbulas. Pero ningún blanco los imitó en aquella costumbre.
 
Carezco de información en cuanto a si el citado Adams resultó tan destacado en su carrera castrense como en cuanto a su olfato para los negocios. Lo cierto es que en un mundo en que las modas suelen ser efímeras, el chicle goza de muy buena salud formando parte del hábito de consumo de muchos niños, adolescentes y adultos. Menos éxito tiene entre los adultos mayores por muy comprensibles razones que tienen que ver con el estado de la dentadura.

Existen lugares en donde su consumo se intensifica, tal como acontece en el estado de Chiapas en que la proporción vendedores de chicles/población debe ser de las más altas del mundo. En otros lugares el chicle adquirió connotaciones ideológicas: en Cuba, durante mucho tiempo, fue símbolo del deseo de los jóvenes por consumir productos del mundo capitalista así como posible indicio de filiación antirrevolucionaria.
 
En fin que el chicle hasta podría ser objeto de estudios caracteriológicos dado que a las personas se las puede conocer por la forma en que los mastican. Así, los mismos que lo hacen con la boca abierta (en una suerte de batidora de tres velocidades) son quienes no dudan en tirarlo en la calle, pegarlo en un asiento o –costumbre más reciente- en el troco de un árbol como singular instalación artística.     

Paliativo de la soledad, enemigo de los maestros, pilates de mandíbula, pesadilla de los trabajadores de limpia, obligado corte de mechón de cabello, imprescindible en la boca de quienes lo venden…  
 
En realidad se trata de un tema tan chicloso que da para todo, prueba de ello es el relato en que Clarice Lispector lo vincula con su descubrimiento de la eternidad.
 
Jamás olvidaré mi aflictivo y dramático contacto con la eternidad.
Cuando yo era muy pequeña todavía no había probado chicles y en Recife casi no se hablaba de ellos. Yo ignoraba qué clase de caramelos o bombones eran. Y hasta el dinero con que contaba no alcanzaba para comprarlos: con el mismo dinero podía conseguir no sé cuántos caramelos.
Al final mi hermana juntó dinero, los compró y al salir de casa para la escuela me explicó:
-Ten cuidado de no perderlo, porque este caramelo nunca se acaba. Dura toda la vida.
-¿Cómo que no se acaba? –me detuve un instante en la calle, perpleja.
-No se acaba nunca, y listo.
Yo estaba embobada: me parecía haber sido transportada al reino de las historias de príncipes y hadas. Tomé la pequeña pastilla color rosa que representaba el elixir del largo placer. La examiné, casi no podía creer en el milagro. Yo que, como otros niños, a veces me sacaba de la boca un caramelo todavía entero, para chuparlo después, sólo para hacerlo durar más. Y heme con aquella cosa rosada, de apariencia tan inocente, que hacía posible el mundo imposible del cual ya había empezado a darme cuenta.
Con delicadeza, terminé poniéndome el chicle en la boca.
-¿Y ahora qué hago? –pregunté para no equivocarme en el ritual que ciertamente tenía que existir.
-Ahora chupa el chicle para ir saboreando su dulzor, y sólo cuando se le vaya el gusto empieza a masticar. Y ahí mastica por toda la vida. A no ser que los pierdas, yo ya perdí varios.
Perder la eternidad. Nunca.
Lo dulzón del chicle era bueno, no podría decir que excelente. Y, todavía perpleja, nos encaminábamos a la escuela.
-Se acabó lo dulce. ¿Y ahora?
-Ahora mastica por siempre.
Me asusté, no sabría decir por qué. Empecé a masticar y pronto tenía en la boca ese pegote ceniciento de goma sin gusto a nada. Masticaba, masticaba. Pero me sentía a disgusto. Y en verdad no me estaba gustando el sabor. Y la ventaja de ser un caramelo eterno me llenaba de una suerte de miedo, como el que se tiene ante la idea de la eternidad o del infinito.
No quise admitir que no estaba a la altura de la eternidad. Que sólo me producía aflicción. Mientras tanto, masticaba obedientemente, sin parar.
Hasta que no soporté más, y, cruzando el portón de la escuela, me ingenié para que el chicle masticado se cayera al suelo arenoso.
-Mira lo que pasó –dije con fingidos espanto y tristeza. Ahora no puedo masticar más. Se terminó el caramelo.
-Ya te lo dije, repitió mi hermana. Que no se termina nunca. Pero una a veces los pierde. Hasta de noche se puede seguir masticando, pero para no tragarlo cuando se duerme se lo pega en la cama. No te pongas triste que un día te doy otro, y ése no lo vas a perder.
Yo estaba avergonzada ante la bondad de mi hermana, avergonzada de la mentira que había tramado al decir que el chicle se me había caído de la boca por casualidad.
Pero aliviada. Sin el peso de la eternidad sobre mí.

Quien lo dijera: los vínculos del chicle con la trascendencia. Lindo para tema de tesis.

jueves, 13 de junio de 2013

Con aires de mar

A quienes nacieron en sus proximidades y desde niños con él se tutearon, el mar los acompañará de por vida. Hay lugares en el mundo en que sus pobladores son marineros por unanimidad: de alta mar o de costa. Uno de estos casos es Galicia (¿qué sería de la literatura gallega sin la presencia del mar?, el sólo pensarlo da escalofríos).
 
Los lugareños de estos parajes sufren del síndrome de abstinencia cuando han dejado de frecuentar el mar por algún tiempo, así sea no muy largo; tal es el caso de Álvaro Cunqueiro.
 
El mar es mucho más complejo, en su realidad y en su fantasía, que todo lo que podamos imaginar desde tierra firme. Va para ocho meses que no veo el mar, y esto me tiene un poco desazonado. Sueño con el mar, con sus olas que vienen hacia la tierra bravas o mansas, y con el dilatado horizonte marino (…)

 
Y para aquellos que por el contrario son gente de tierra adentro, de interiores, habría que garantizarles (Constitución mediante) su derecho a conocerlo antes pronto que tarde en el transcurso de sus vidas. A ello también se refiere Cunqueiro.
 
No, se debe, no, estar ocho meses sin ver el mar. Ya se que hay muchos españoles que no lo han visto nunca, y esto me entristece. Debía haber billetes de ferrocarril gratis para ir a ver el mar, los puertos, los barcos. España tiene tres mares hermosos y los españoles deben conocerlos. Sobre todo los niños.

 
Cuando la mezquindad y el afán de lucro es tan grande que obstaculiza el camino al mar, no queda más remedio que pasar a las medidas de fuerza. Hace ya algunos años Edmundo González Llaca reseñaba una nota periodística
 
 
(…) los campesinos franceses se lanzaron a la huelga bajo el lema: “nosotros también queremos ver el mar”. ¡Precisamente en la época en que veían pasar por la carretera a los felices vacacionistas que se dirigían a la playa!

 
¡Pocas reivindicaciones tan justas a la hora de enarbolar la bandera rojinegra!

 
En opinión de Álvaro Cunqueiro no hay mejores caminos que los del mar. “Yo, de rapaz, como ahora de hombre, tenía media imaginación llena de relaciones marineras. Y sabía tantas historias del mar como de la tierra. No hay más hermosos caminos que los del mar, que los caminos que saben los salmones y las goletas de antaño y que éstos de los grandes transatlánticos de hogaño.” Concluye diciendo: “Dan estos caminos poder, riqueza, fantasía.”          
 
En relación a esto último, es paradójico que el mismo mar que a algunos ofrece poder  a otros se los quita. Y es que tiene efectos adversos para los vanidosos y soberbios, los poderosos y autosuficientes, para aquellos que pretenden acercarse dictándole órdenes. ¡Pobres ingenuos! De ello da nota Luis Melnik.
 
El rey Canuto (Knut) (985-1035, Rey de Inglaterra, Noruega y Dinamarca) marchó con su corte a la orilla del mar para contemplar la puesta del Sol. Queriendo prolongar al máximo su placer decidió impedir la pleamar. Simplemente, dictó un decreto real prohibiendo la marea creciente. Sus consejeros, cortesanos y bufones se miraron inquietos, pero el rey era el rey. Todos permanecieron obedientes y sumisos en las arenas todavía secas, pero el mar no se dio por enterado y comenzó su irremediable tarea cotidiana. Al cabo de un rato, los asistentes presurosos debieron sacar a Canuto con trono y todo, húmedo y salado, de las espumas rebeldes. Marcharon silenciosamente de vuelta al castillo. El rey indignado con el mar. Los cortesanos mordiéndose los labios, para no soltar las carcajadas.

 
Y claro que ante la situación servida en bandeja, Melnik no pudo resistir a las consideraciones metafóricas.
 
Han pasado mil años y aún hoy algunos mandatarios mandones todavía presumen posible alterar algunas leyes inevitables y se empecinan en emitir decretos irracionales, nacidos para ser ignorados. Muchos de ellos se ahogan con facilidad. Otros, penosamente, siguen gozando de buena salud. Tantos flotan en la abundancia. Quizás alguna vez, uno de ellos se inquiete por los comunes ciudadanos que los mantienen, antes de que las olas los tapen. O los ciudadanos arrasen con ellos.

                                                                                 

 

martes, 11 de junio de 2013

Los baños en la ciudad de México

El surgimiento de las ciudades constituyó un paso muy importante en el desarrollo social al tiempo que con ello se presentaron problemas de consideración; uno de ellos fue el del baño.

Hubo de pasar mucho tiempo antes de que dentro de las casas existieran cuartos de baño con el drenaje correspondiente. Luis Fernández Zaurín da cuenta de ello. “Existía [durante el siglo XVII] (...) la costumbre de que los vecinos de las casas, especialmente en Madrid, vaciara por las ventanas el líquido amarillo que llenaba orinales y barricas. Lo hacían al grito de ‘¡Agua va!’. Era, más que nada, un aviso a navegantes no fuese que uno estuviera paseando por la calle y se encontrara remojado por un chapuzón maloliente.” Allí sitúa la opinión pública el origen de la expresión “¡Aguas!” como sinónimo de atención, cuidado, alerta.

Si los baños domésticos eran precarios ni qué decir de la ausencia de locales públicos, por lo que en caso de urgencia había que dirigirse a lugares poco visibles. Alguno de estos sitios fueron del agradado de la clientela por lo que los olores distaban en mucho de ser agradables. Ante ello los vecinos se vieron obligados a ensayar diversas estrategias buscando desanimar el uso de tales sitios: exhorto personalizado, carteles invitando a la decencia, colocación de imágenes religiosas para dotar al lugar de cierta sacralidad, etc.  A juzgar por lo que afirma Fernández Zaurín los resultados no fueron los esperados.

Durante el siglo XVII era muy frecuente que la gente orinara en las esquinas de las calles o en las fachadas de los edificios. Uno puede imaginarse los olores que hacían entonces las calles de las ciudades. (...)
Las autoridades ordenaron parar aquella nefasta costumbre que suponía un grave problema de salubridad para los ciudadanos de la capital. Se colocaron entonces una serie de crucifijos en las calles, con una inscripción junto a la cruz que rezaba así: «Donde hay una cruz no se orina».
Caminaba Quevedo cierta tarde por Madrid y tuvo necesidad imperiosa de orinar. Intentó hacerlo en un rincón con tal mala fortuna que allí había también una cruz con la leyenda escrita. Sin pensárselo dos veces el autor de Doctrina moral del conocimiento propio, y del desengaño de las cosas ajenas añadió al texto: «Y donde se orina no se ponen cruces».

Con estos antecedentes queda claro que no se trata de un problema exclusivo de la ciudad de México; pero qué difícil resulta en esta urbe encontrar un baño público cuando apura la necesidad. Y como siempre el problema se complica aún más para quienes no tienen la posibilidad de consumir algo en cantinas o restaurantes lo que les permitiría superar al trance en una rápida escapada al baño. Con el fin de alejar a los visitantes no bienvenidos, es posible leer a la entrada de estos locales la vieja y antipática advertencia: “los baños son sólo para uso de los clientes”.

A resulta de ello es mucha la gente que hace sus necesidades en plena vía pública. Y la historia se repite: algunos vecinos colocan imágenes religiosas para evitar que el frente de su casa sea utilizado como baño público. Hay quien valorando esa opción, como en el caso de Gonzalo Celorio, finalmente resuelve desistir de ella.

Dejo la casa de Tiziano expulsado por la degradación. (...) La calle se ha vuelto un excusado público y es menester sortear las boñigas perrunas y humanas para llegar a la puerta, que invariablemente está orinada, con perdón de ustedes. Alguna vez  pensé empotrar en la jamba del zaguán, justo arriba de donde se orinan los viandantes, un mosaico con la imagen venerable de la Virgen de Guadalupe, a ver si de esa manera respetaban el lugar, pero tuve temor a la profanación, ay, Virgencita, tú me habrás de perdonar pero ya me anda y ni manera.

Esta problema citadino cuenta con remotos antecedentes. Si alguien tiene dudas al respecto, advierta lo que sucedía a fines del siglo XVIII de acuerdo a la descripción de Alejandro Rosas.

A fines del siglo XVIII, era común que en la Ciudad de México mucha gente hiciera sus necesidades fisiológicas en la calle. En 1790, el virrey Revillagigedo expidió un bando para castigar este tipo de conducta. Con la primera falta los hombres cumplían veinticuatro horas de encarcelamiento; cuarenta y ocho por reincidir y las mismas horas si insistían en violar el bando del virrey aunque con una modalidad nada agradable: se les colgaba de cabeza hasta cumplir con el castigo. Las mujeres padecían penas aun más severas: tres días de cárcel en cualquiera de los casos, pero si cometían el delito por tercera vez se le agregaban  veinticinco azotes en dos tandas. Los castigos apenas eran suficientes “para remediar el indecentísimo abuso que tiene la plebe de ambos sexos de ensuciarse en las calles y plazuelas.”. El enojo del virrey Revillagigedo estaba justificado. Cuando llegó a la ciudad de México en 1790, la capital novohispana era prácticamente un chiquero, lo cual pudo remediar con el tiempo. (...)
Y como todo un visionario fue más lejos: consideró que el problema era también de educación, por lo cual decidió que desde la escuela se enseñara a los alumnos a utilizar lugares especiales para hacer sus necesidades fisiológicas: “Debiendo cuidar principalmente los maestros de escuela que los niños y niñas se críen con el debido pudor y decoro, velarán de que no salgan a ensuciarse a la calle, teniendo en las mismas escuelas parajes destinados al efecto, donde sólo se les permitirá ir uno a uno, bajo la pena irremisible de privación de ejercicio al maestro que faltare a una cosa tan esencial a la buena educación”. Con el virrey Revillagigedo la capital de la Nueva España vivió su época de oro, y con el tiempo una frase que nació bajo su gobierno se hizo famosa hasta nuestros días: “Maestro, ¿puedo ir al baño?”

Un siglo después, en 1894, la ausencia de baños públicos subsistía y Manuel Gutiérrez Nájera se permite formular una arriesgada hipótesis: el problema bien que podría ser el resultado de un acuerdo secreto signado entre el gobierno y los cantineros.

El gobierno del Distrito cree que es conveniente, necesario, el desagüe parcial de la ciudad, el desagüe del Valle, pero no estima que el desagüe de los ciudadanos sea indispensable o digno de atención. Él tiene entendido que cuando sale uno a la calle (...) no tiene necesidades que cubrir, ni diligencias que evacuar y puede aplazar la liquidación de negocios urgentes, perentorios, para cuando regrese al domicilio conyugal, a la casa paterna, al cuarto del hotel o a la posada.
Reconoce el gobierno del Distrito que el ciudadano tiene la necesidad de comer y la necesidad de beber; pero no le reconoce otras necesidades, las opuestas; no conoce el reverso de la medalla de este asunto. (...)
Y como es imposible desobedecer a la Madre Naturaleza, como no hay sofismas que valgan contra la fuerza de los hechos; el ciudadano a quien acomete de improviso o no de improviso, una imperiosa necesidad de las que persigue por clandestinas el gobierno, se ve en la triste disyuntiva de morir con el agua al cuello o de entrar a una tienda (o sea cantina) en donde hay refugio para los pecadores y consuelo para los afligidos. (...)
Pero resulta de esto que el gobierno subvenciona indirectamente a las cantinas, les envía parroquianos por necesidad, y protege un vicio desastroso. Porque, nadie pasa sin hablar al portero; ninguno sale de ahogos sin tomar una copa. Ahora bien, si un individuo tiene la difícil facilidad de que hablan los poetas; si se ahoga en un vaso de agua; si su retentiva no es muy grande y con frecuencia tiene la necesidad de desahogar sus penas en el seno de la cantina o de la tienda, calcúlese la cantidad de alcohol que absorberá por culpa del gobierno. Y por lo mismo, calcúlese también... ¿A qué seguir? Este es un verdadero círculo vicioso.
Esperemos pues de esperanzas vive el hombre, un sincero mea culpa del superior gobierno del Distrito.

Por cierto que algunos baños de pulquerías y cantinas han sido objeto de diversos artículos y ensayos; Ana Clavel ha abordado la cuestión.

Un caso extremo es la pulquería 60 Colorado (2ª de Roldán y Manzanares), visitada por estibadores, albañiles y trabajadores del barrio de la Alhóndiga, cuyo mingitorio se encuentra a un lado de la entrada principal, a la vista de todos los presentes, justo debajo de un mensaje escrito en la pared que reza sin tapujos: “$1.00 la miada para coperación de las flores de la Virgen. Gracias”.
Otra variante inusitada es la que se presenta en salones de larga existencia como el bar Mancera (Venustiano Carranza 49) y la Guadalupana de Coyoacán, en los que al pie de la barra todavía se extiende una canaleta que desaguaba fuera del establecimiento y cuya función original muy pocos conocen: un mingitorio comunitario de modo que, después de un par de tragos, los parroquianos se bajaban la bragueta sólo preocupándose de no salpicar. Por supuesto, eran tiempos de otro tipo de controles de sanidad y sobre todo, tiempos en los que las mujeres tenían prohibida la entrada a las cantinas.
 
De esta manera, y gracias al buen oficio del cantinero, los clientes evitaban tener que hacer desplazamientos que -además de incómodos y dadas las condiciones en que se encontraban- pudieran poner en peligro su propia seguridad.
 

jueves, 6 de junio de 2013

El otro lado de la historia

No son pocos los testimonios de tiempos de la Conquista y la Colonia en que los peninsulares dejan constancia de la falta de hábitos para el trabajo que observaran en los indígenas y posteriormente en los mestizos y en los negros que trajeron como esclavos. Así fueron surgiendo innumerables estereotipos: flojos, desobligados, perezosos, irresponsables, viciosos, y muchas lindezas por el estilo.
Han pasado los siglos y aún hay quienes sostienen esta misma mirada que permite atribuir la falta de desarrollo de nuestros países a esta especie de indolencia idiosincrática, esta falla de origen que pareciera aquejar –según algunos privilegiados- únicamente a quienes proceden de sectores populares.

Pero a decir verdad los antecedentes que acompañaban a los peninsulares no eran los mejores, si damos crédito a las notas recopiladas por J. García Mercadal (Estudiantes, sopistas y pícaros. Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1954). Veamos algunos de estos testimonios, que por cierto proceden de aquellas mismas tierras.

Andrea Navagiero, embajador de la Corte de España, encontrándose en Granada por los años 1525 a 1528, escribió lo siguiente: “Los españoles, lo mismo aquí que en el resto de España, no son muy industriosos, y ni cultivan ni siembran de buena voluntad la tierra, sino que van de mejor gana a la guerra o a las Indias para hacer fortuna por este camino más que por cualquier otro”.

De tal manera que quienes le sacaban el bulto al trabajo en sus lugares de origen al llegar a estas tierras (que consideraban de conquista) juzgaban a los nativos con rigurosidad propia de trabajadores distinguidos.
Como buen investigador García Mercadal no se circunscribe a una sola fuente y da cuenta de otras apreciaciones.
De este desprecio a los oficios mecánicos habla también quince años más tarde Alejo Venegas (Agonía del tránsito de la muerte, 1543), considerándolo como el segundo vicio con que el diablo tienta a los españoles, entre los que abundan los bellacos, perdidos, facinerosos, homicidas, ladrones, capeadores, tahúres, fulleros, engañadores, embaucadores, aduladores, regatones, falsarios, rufianes, pícaros, vagabundos y otros malhechores amigos de hacer mal.
La cereza en el pastel procede de un estudio de comienzos del siglo XVII, siempre citado por J. García Mercadal, que desde su título deja pocas dudas al respecto.

En el libro de la Desordenada codicia de los bienes ajenos (Carlos García, 1619), al exponer la organización que tenían las bandas de pícaros, encontramos una clasificación de los pícaros españoles en doce categorías.  Salteadores, que son aquellos que roban y matan en los caminos; estafadores, que asaltan a los  ricos en sitio solitario, y, mostrándoles dagas, les amenazan de muerte si no les dan una cantidad determinada en cierto tiempo; capeadores, que se apoderan por la noche de las capas o van con librea de lacayos a casas de diversión, de donde roban lo que pueden, saludando a cuantos encuentran; grumetes, que toman ese nombre de los aprendices de marino, que trepan a los mástiles, porque éstos van provistos de escalas de cuerda, con garfios en los extremos, para hacer sus robos; apóstoles, que, como san Pedro, van con llaves y arrancan cerraduras; cigarreros, que frecuentan las plazas públicas y se llevan de un tijeretazo la mitad de una capa o de una basquiña; devotos, son ladrones religiosos, que despojan las imágenes de los santos y confían en la suavidad de las leyes de la Iglesia, que con una pena leve los castiga si son descubiertos; sátiros, ladrones de bestias, llamados así porque viven en los campos; dacianos, que sonsacan niños de tres o cuatros años, ‘y, rompiéndoles los brazos y las piernas, los desfiguran para poderlos vender a los mendigos ciegos y otros vagabundos’; mayordomos, que roban provisiones y embaucan a los mesoneros; cortabolsas, su nombre lo indica; éstos son los más numerosos en el país; duendes, son ladrones subrepticios, y maletas, que , dejándose llevar en bultos y baúles como si fueran mercancías, tienen fácil entrada en las casas”.
Y tan calladito que se lo tenían.

martes, 4 de junio de 2013

Infancia de un dramaturgo

El tema de la evaluación educativa ha venido cobrando mayor importancia en todo el mundo. Pocos, si es que alguno, son los que se atreverían a discutir la necesidad de evaluar. Muchos quienes cuestionan los procedimientos: si deben existir pruebas únicas en contextos tan diferentes, si es posible comparar la labor de escuelas que cuentan con buena infraestructura con aquellas que carecen de lo esencial, si es conveniente volver al viejo sistema de “los cuadros de honor” comparando a alumnos de muy diversas características, aptitudes, entorno social, etc.

En la prensa de hoy (junio 2013) es posible leer una denuncia que establece que una de la batería de pruebas que se utilizará para evaluar el fin de cursos está circulando en forma clandestina.
 
Nada nuevo bajo el sol: la copia en los exámenes por parte de los alumnos y el interés de los maestros por presumir la calidad de su trabajo, es un tema clásico en la educación.
 
Víctor Hugo Rascón Banda (¿Por qué a mí? Diario de un condenado. México, Grijalbo, 2006) recuerda una situación a este respecto que lo tuvo como protagonista. Con indisimulada nostalgia evoca algunas características de aquella escuela que se encontraba “al oeste del estado de Chihuahua, casi colindando con Sonora”.
 
(…) la escuela primaria era mi paraíso. Eran los tiempos en que los programas escolares incluían como materias obligatorias, con igual valor a la aritmética, a la geografía y a la historia, las actividades artísticas y cívicas. Teníamos como materias, desde el primer año de educación primaria, lectura en voz alta, lectura de comprensión, dramatización, recitación, danza, canto y asamblea escolar, donde aprendíamos lo que no saben ahora los legisladores ni los sindicatos: el valor de la democracia, la participación en los procesos electorales (éramos sólo unos niños) y respetar las votaciones. Varias veces fui candidato a presidente de la escuela, pero perdí siempre, ganando a veces el puesto de secretario, ante niños humildes que tenían más popularidad que yo, sobrino de las maestras.

Ya por aquellos entonces el niño que con el paso de los años se convertiría en reconocido dramaturgo manifestaba sus grandes aptitudes. “(…) fui un niño modelo para leer en voz alta, recitar o dramatizar en los festivales escolares, para cantar en el coro y para bailar, y no se diga en la composición y en las demás materias.” Llegado a este punto, Rascón Banda refiere la estrategia que utilizaban sus maestros para lucirse en el momento de la evaluación.

(…) mis maestros hacían trampa conmigo cuando visitaban el pueblo los inspectores escolares y pedían demostraciones en cada grupo. A mí me metían de contrabando a leer en tres años diferentes, hasta que el inspector Fernando, muy parecido a Emiliano Zapata, con una mirada de zopilote reclamó: ¿No es éste el mismo niño que ya leyó y participó en el concurso de aritmética en tercero, cuarto y quinto? Es su hermano. Son tres hermanos.  Pues tráiganmelos, exigió. Y ahí terminaron mis hazañas. El inspector estuvo a punto de cesar a las maestras y sólo sus lágrimas lo contuvieron.
 
Por otra parte, quien más quien menos todos cargamos con algunas cosas que escuchamos en nuestra infancia y fueron decisivas en nuestra vida. Víctor Hugo Rascón Banda alude a ello.
 
Entonces me vino otro complejo, cuando les escuché a la Pola, mi abuela materna, y a sus hijas, mis tías y a mi madre, un comentario. Un día que mi hermano Rey y yo pasábamos muy bañados y cambiados frente a ellas rumbo al baile del domingo, teniendo yo doce años y mi hermano catorce, mi abuela dijo: Ay, el Huguito, tan feo, el pobrecito. Pero Dios le dio inteligencia para compensar su fealdad, dijo mi madre.
 
De allí su necesidad de encontrar una zona de protección que le dotara de prestigio y reconocimiento por parte de sí mismo y de los demás.
 
Ellas nunca supieron que las había escuchado, pero de ahí se originó mi complejo de inferioridad, que me hizo tratar siempre de ser el primero en clase, al grado que yo no podía aceptar una calificación menor a 10 o me entraba una depresión terrible. En la Facultad de Derecho terminé con promedio de 9.9, por error de un anciano maestro, don Andrés Serra Rojas, que se equivocó al llenar mi boleta de calificación, y nunca pude lograr la corrección. En la especialidad de administrativo, constitucional y amparo, en la maestría, y en el doctorado en derecho, tuve 10 como promedio general. Sólo así podía ser feliz y vivir en paz.

Claro que siempre, y afortunadamente, hay espacio para el revisionismo en la historia personal.
 
Ahora que en edad madura contemplo mis fotografías de juventud, me digo: Si no era tan feo. Tal como me lo dijo mi cuñada Lourdes Córdoba, que se casó con mi hermano Rey en Altar, Sonora; cuando me conoció, lo primero que dijo fue: Pero si no eres tan feo como me habían dicho. ¿Qué le habrían contado de mí?
 
“Infancia es destino” dicen los entendidos en la materia y Rascón Banda tuvo oportunidad de confirmarlo con su propia vida.
 
Así se forma un dramaturgo. Las primeras imágenes y sucesos que vive y las primeras voces que escucha, más la vida familiar, escolar y social del pueblo, barrio o ciudad donde uno se desenvuelve, determinan si uno es maestro, escritor, compositor, torero, futbolista, médico, abogado, actor o diputado. 
Con el nombre que mi madre me puso me condenó a ser escritor, y con la infancia que tuve no podía ser más que dramaturgo.

"Afortunadamente" --decimos desde el foro los muchos beneficiados por su obra.