jueves, 31 de enero de 2019

Momentos previos a un concierto de Paganini


En este mismo espacio ya nos hemos referido a algunas peculiaridades en la vida del extraordinario músico Niccolò Paganini (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2016/11/niccolo-paganini-musico-y-personaje.html). En esta ocasión veremos la manera en que Heinrich Heine –citado por Francisco Uzcanga Meinecke y autor de las notas al texto- describe el ambiente previo a un concierto de Paganini en agosto de 1830.

No fue sencillo para Heine acceder al recinto. “El escenario del concierto era el Teatro de la Comedia de Hamburgo. Ya desde muy temprano el público amante del arte había acudido en tan gran número que apenas pude conseguir, tras ardua lucha, un rinconcito al lado de la orquesta.” Allí se había dado cita la flor y nata de la sociedad, corrían tiempos en que a nadie se le ocurría asociar la belleza femenina con la delgadez.

Aunque era día laborable, reconocí en los palcos principales al ilustre mundo de los negocios, al olimpo entero de banqueros y demás millonarios, a los dioses del café y del azúcar escoltados por sus obesas diosas consortes, Junos de Wandrahm [la próspera calle Alter Wandrahm era conocida por sus ricos comerciantes de paños y ultramarinos establecidos allí desde el siglo XVII] y Afroditas de Dreckwall [con el nombre de Dreckwall –“muro del estercolero”, por haber sido antiguamente lugar de depósito de basuras- se designaba popularmente la calle Alter Wall, habitada en la época de Heine mayoritariamente por judíos].

La expectativa iba en aumento –señala Heinrich Heine- mientras se aguardaba que el músico apareciera en escena. “En toda la sala reinaba un silencio sepulcral. Los ojos estaban fijos en el escenario; los oídos, prestos a escuchar. Mi vecino, un viejo tratante de pieles, se sacó los sucios algodoncitos de las orejas para poder absorber mejor los preciados acordes, a dos táleros la entrada.” Y fue en ese entorno que se produjo la aparición del célebre maestro.

Por fin surgió en el escenario una estampa oscura que parecía salida del averno. Era Paganini en traje de gala negro. El frac negro y el chaleco negro, de una hechura tan horrenda que se diría prescrita por la etiqueta infernal de la corte de Proserpina [diosa de los muertos y del inframundo en la mitología romana]. Los pantalones negros aleteaban temerosos en torno a las flacas piernas. Los brazos caídos y largos parecían alargarse aún más con el violín en una mano y el arco en la otra, y casi tocaban el suelo cuando su dueño ejecutaba ante el público sus insólitas reverencias.  

Estar frente a esta figura rodeada de tantos enigmas disparaba varios interrogantes.

¿Estamos ante un hombre a punto de morir y que, cual agonizante gladiador, se esmera por deleitar con sus últimos estertores al público de este coliseo del arte? ¿O es un muerto recién salido del sepulcro, un vampiro con violín dispuesto a chuparnos, si no la sangre de las venas, sí en cualquier caso el dinero de los bolsillos?

Todas aquellas cuestiones –afirma Heine- se acallaron cuando el maestro comenzó a dar muestra de la excelencia de su arte. “Tales preguntas revoloteaban sobre nuestras cabezas mientras Paganini realizaba sus interminables piruetas. Pero en cuanto el formidable maestro apoyó su violín en el mentón y comenzó a tocar, todas las cavilaciones cesaron de forma abrupta.”

Cabe aclarar, en relación a las preguntas de Heine, que Paganini fallecería diez años después de aquel concierto en Hamburgo.

martes, 29 de enero de 2019

Macario y el mosquito


Por muchos motivos la vida de los monjes cristianos egipcios del siglo IV, los Padres del Desierto, ha captado la atención de diversos autores a lo largo del tiempo. Ahora nos centraremos en un hecho aparentemente menor que fue observado por Paladio en uno de estos monasterios y que transcribe J. Lacarriére en su libro “Los hombres ebrios de Dios” (al que seguramente volveremos en próximas artículos). Comenta Paladio que

Un día en que Macario permanecía sentado en su celda, sufrió la picadura de un mosquito. Movido por el dolor, lo aplastó. Se acusó en seguida de haberlo aplastado por venganza y resolvió permanecer desnudo e inmóvil, sin abandonar el sitio, seis meses enteros sumido en la mayor soledad, en un pantano próximo, en el que hay mosquitos tan grandes como avispas y cuyos aguijones atraviesan incluso la piel de los jabalíes. Consecuencia de ello es que le pusieron el cuerpo en tal estado que cuando volvió a su celda todos creyeron que había contraído la lepra y únicamente por su voz reconocieron que era Macario.

A partir de ello, J. Lacarriére analiza la mentalidad y la forma de vida de aquellos monjes.

Comportamiento que algunos calificarán de insensato, pero que revela en  realidad una mentalidad a la vez arcaica y atrayente. Por haber matado un  mosquito, Macario deja a todos los otros el cuidado de vengar su “víctima”. Su gesto puede ser interpretado, ante todo, como un sufrimiento que Macario se impone a título de expiación y al mismo tiempo como un equilibrio que se restablece, un trueque que se establece entre el universo humano y el universo animal.

Añade Lacarriére que para comprender mejor el castigo que se autoimpuso Macario por haber matado al mosquito, hay que tener en cuenta lo que significa habitar el desierto en una relación tan cercana con ángeles y demonios.

Porque la existencia en el desierto está sometida a un perpetuo ajuste de cuentas entre el hombre y el mundo viviente que le circunda, visible e invisible. En el cielo, sobre la tierra, cerca de los humanos, los ángeles y los demonios inscriben en grandes libros las faltas de cada uno y todo figura en su sitio en esta contabilidad metódica, incluso los gestos más anodinos, los pensamientos más cotidianos.

En aquellos monjes –de acuerdo con J. Lacarriére- debía imperar el respeto a todo lo creado, donde el ser humano es tan solo uno más entre tantos seres vivos. “Cosas, plantas, animales forman parte de un universo sagrado donde nada existe por azar, donde todo, desde la aparición: de un querubín hasta la picadura de un mosquito, es un signo que emana del mundo invisible.” Tomando todo esto en consideración, concluye Lacarriére, se vuelve más entendible la conducta adoptada por Macario. “Por consiguiente, si Macario se deja picar por los mosquitos, es porque éstos, con idéntico título que  los hombres, tienen su lugar en el inmenso e insondable Plan divino.”

De tal modo que si bien es cierto que en años recientes han proliferado movimientos en defensa de los animales, no cabe duda que sus raíces se encuentran en el pasado remoto.

jueves, 24 de enero de 2019

Mirar para otro lado


Basta con asomarse a los muchos problemas que se advierten por todos lados para saber que no son buenos tiempos –y tal vez nunca lo hayan sido- para la responsabilidad, para responder por los propios actos. Mientras la responsabilidad y la culpa siempre se facturan al otro (representado en una persona, partido, país, creencia…), la crisis se agrava. Una crisis que tiene algunas facetas de caos (recordemos que Carlos Fuentes decía algo así como que la palabra caos es la última frontera, por lo que no admite plural). Cuando la responsabilidad siempre es del otro, lo de uno será la inocencia; lo que Pascal Bruckner y otros autores identifican como la tentación de la inocencia. Para el otro, el peso de la ley; para uno mismo, los atenuantes y justificaciones.


Ahora bien, el asunto no es de ahora (lo que no niega que actualmente alcance dimensiones alarmantes) tal como Byron L. Sherwin lo pone de manifiesto.


Dios ordenó a Adán y a Eva no comer del fruto prohibido, y, sin embargo, lo hicieron. ¿Cuál fue su pecado? La mayoría de los comentaristas de la Biblia afirman que éste consistió en desobedecer el mandato de su Creador. Sin embargo, existe otra explicación posible. Cuando Dios preguntó a Eva si había comido del fruto prohibido, ella respondió que fue la serpiente quien la forzó a hacerlo. Cuando Dios preguntó a Adán, éste contestó que Eva lo había obligado a hacerlo. En realidad, el auténtico pecado de Adán y Eva no fue desobedecer a Dios, sino echar la culpa a otro de sus errores en lugar de asumir la responsabilidad de sus obras. Lo que Adán y Eva le dijeron a Dios fue que no eran responsables de lo que habían hecho, sino que alguien había decidido por ellos. En definitiva, el verdadero pecado de Adán y Eva no fue otro que su falta de madurez.


Entonces pareciera que Manuel Rivas sabe de lo que habla cuando afirma que “el oficio más antiguo es mirar para otro lado”.

Sin embargo hay quienes se rebelan ante ello y desde muy diversos lugares, desempeñando actividades diferentes, no están dispuestos a desviar su mirada ni a permitir que otros lo hagan, al poner en conocimiento público aquello que muchos quisieran mantener oculto.

Claro que, y tal como vemos que sucede con frecuencia, los costos de arriesgarse a ello son muy altos. De ahí la importancia de reconocer, agradecer, su valentía y compromiso que seguramente no será en vano.

martes, 22 de enero de 2019

Teléfono vs cartas


Los avances tecnológicos presentan novedades que relegan al olvido algunas prácticas vigentes hasta ese momento; los ejemplos abundan: el cine pareció acabar con el teatro, la televisión con el cine, internet con la televisión, etc. Sin embargo los procesos de sustitución no son tan contundentes como aparentan porque lo que llega con soberbia de permanencia, también será pasajero, y lo que parece quedar en el olvido muchas veces encuentra dignos espacios de resistencia.

El advenimiento del teléfono desplazó a las cartas, al género epistolar que fuera tan importante a lo largo de los siglos. Este tema ya tiene sus ayeres y Frédéric Rouvillois cita a Jules Clarétie quien ya anuncia -en relación a Francia- lo que veía venir a fines del siglo XIX.

(…) Esas reglas minuciosas, ora obligatorias, ora poéticas, están sin embargo, hacia fines del siglo XIX, gravemente amenazadas por una gran innovación tecnológica, cuyas consecuencias el gran dramaturgo Jules Clarétie intenta imaginar no sin espanto: el teléfono. "Sé bien, escribe en 1880 en La Vie à Paris, que vivimos en un siglo en el que la ciencia marcha a pasos gigantescos; sé bien que es perfectamente ridículo opinar contrariamente a lo común a propósito de los nuevos inventos; eso está fuera de moda. (...) Pero creo que está permitido preguntarse qué modificaciones formidables traerá el progreso en nuestras costumbres, nuestra manera de decir, de sentir, hasta de pensar, y veo y preveo, a partir de hoy, por ejemplo, en la instalación de teléfonos y el uso de telegramas, la pérdida de todo un arte delicado y encantador, profundamente francés: el arte epistolar; esa conversación con la pluma en la mano.
"Es evidente que cuando se pueda conversar de un extremo al otro de París sin salir de su gabinete, el papel de cartas será perfectamente inútil. Aseguran que ya hay doscientos o trescientos teléfonos instalados alrededor de nosotros; son ochocientas o novecientas personas que pueden, hasta cierto punto, dejar su tintero vacío. Cuando tengamos dos o tres mil teléfonos surcando París, adiós la querida charla por carta: la gran ciudad parecerá una vasta asamblea de gente atacada de sordera e inclinada, de la mañana a la noche, sobre su tubo acústico. (...) Invención admirable, no lo niego, y de una utilidad vociferante, dicho sea sin juego de palabras (...). Pero no dejo de persistir en la creencia de que, si la conversación gana, el arte epistolar y la simple urbanidad perderán".

Pero para Jules Clarétie –siempre citado por Rouvillois- la llegada del teléfono no sólo desplazaría a las cartas sino también a las visitas que en aquel entonces era una costumbre de suma importancia en la sociedad francesa. “¿Para qué las visitas, por ejemplo, con el teléfono? Un simple deseo a través del espacio: '¿Estás bien? -¡Muy bien, gracias!' Está todo dicho. El instrumento queda otra vez silencioso y la cortesía ha sido hecha". Y concluye Frédéric Rouvillois: “Está hecha sin que haya sido necesario vestirse, desplazarse, saludarse, someterse a los ritos exigidos por la visita y sin tener tampoco, en reciprocidad, que verse obligado a recibir la visita de la persona en cuestión. Todo se acelera, ya no se pierde más tiempo.”

Muchos fueron quienes reconocían su pesar ante la desaparición de las cartas, entre ellos el humorista Miguel Gila.

Lamentablemente, los medios de comunicación de hoy están acabando, o han acabado, con esa hermosa costumbre de escribir cartas. Ahora todo se arregla con una llamada telefónica que, si bien tiene el valor de que podemos escuchar la voz de alguien a quien queremos, no nos da esa intimidad que nos ofrece la lectura de una carta y la posibilidad de leerla varias veces y de guardarla por muchos años.

Por su parte Aldous Huxley también se refirió al tema en un artículo con fecha 17 de septiembre de 1932. “¿La gente todavía escribe cartas? ¿O aniquiladores de distancia tales como el tren, el automóvil y el teléfono han impedido prematuramente el desarrollo de eventuales Horace Walpole y Mrs. Carlyle de este tiempo apresurado?” Consideramos que Huxley, que fuera tan visionario en tantos aspectos, en relación a esta cuestión equivocó en mucho su ejercicio de prognosis.

Mi propia creencia es que la producción de cartas interesantes no ha sido gravemente afectada por las nuevas técnicas de comunicación. (…) Porque el buen escritor de cartas es una persona con un don especial: una vocación por la correspondencia. Ejercitará su talento no importa qué obstáculos se le crucen en el camino bajo la forma de máquinas como el teléfono o el automóvil.

Su optimismo acerca de la pervivencia de las epístolas lo basaba en que la escritura permite una sinceridad que se pierde en el mensaje de viva voz.

Pero debemos recordar también que hay circunstancias especiales en las que la escritura de cartas es preferible a una conversación telefónica o una entrevista personal. De este modo, una cierta timidez vuelve difícil para la mayoría de nosotros expresar en palabras, cara a cara, sentimientos que estamos bastante dispuestos a dejar sobre el papel. De ahí las cartas de amor. (…) Hay razones profundamente psicológicas para la carta de amor, y es cauteloso profetizar que ninguna multiplicación de teléfonos o vehículos afectará alguna vez la producción de esta clase de correspondencia tan particular.

Con toda razón se nos dirá que estas notas huelen a viejo porque hoy habría que referirse no solo al correo electrónico sino también a Twitter, Facebook, WhatsApp y tantas otras posibilidades que ofrece la tecnología actual.

Es posible que en algún momento abordemos el tema.

jueves, 17 de enero de 2019

Cuando los escritores valoran su obra


¿Qué sucede cuando los propios autores juzgan la calidad de sus libros? Veremos que por lo general son poco condescendientes y para ilustrar el punto presentamos algunos ejemplos.

Antes que nada coinciden en que un criterio saludable apunta a que el autor debe mantener ciertas reservas en cuanto a la calidad de lo que ha escrito; en esa línea va la opinión de Gustave Flaubert: “Salvo que sea un cretino, uno se muere siempre en la incertidumbre de su propio valor y del valor de las obras que ha escrito.” Por el mismo lado va Jorge Ibargüengoitia cuando critica a los autores plenamente satisfechos con su labor: “Sólo los autores muy tontos están completamente satisfechos con lo que escriben.” De tal forma que –en su opinión- siempre existirán dudas de forma y de fondo ya que “encima de cada obra queda flotando una nubecita parda de dudas: unas son de oficio –si le hubiera agregado aquí, si le hubiera cortado allá- otras, más tenebrosas, de fondo -¿lo que escribí, en resumidas cuentas, a quién le interesa?-.”

Para Gesualdo Bufalino el escritor puede llegar a ser un despiadado autocrítico: “Como me gustaría, este libro, si no lo hubiese escrito yo.” Opinión con la que coincide Paul Auster, quien ve en ello un motivo para reincidir en el oficio. “Todo autor se juzga a sí mismo –con severidad la mayoría de las veces-, lo que probablemente es la causa de que los escritores sigan escribiendo: con la vana esperanza de que lo harán mejor la próxima vez.”

Por otro lado, en opinión de Javier Marías, no conviene dejarse llevar por los elogios del presente ya que será necesario el paso del tiempo para poder aquilatar el verdadero valor de la obra: “Hay que desconfiar de los ditirambos del presente.” Asimismo -y dado que existen muchos libros de extraordinaria calidad-  Marías reconoce que si no estuviera obligado por las circunstancias, jamás dedicaría tiempo a leer sus propias creaciones. “Desde luego, si no me viera obligado (ya que los escribo), no iría a leer los libros míos. ¿Quién es ese Javier Marías para quitarles horas a Dickens o a Tucídides, a Montaigne o a Conrad?”. Para Augusto Monterroso la preocupación reside en contribuir a incrementar la ya de por sí numerosa basura editorial: “(…) existe en mí el temor a publicar, cuando pienso que ya hay muchos libros y mucha basura como para aumentarla, y por eso mis libros son tan escasos y están tan llenos de hojas en blanco (…)”.

Otro aspecto en que coinciden muchos escritores tiene que ver con que al leerse a sí mismos un tiempo después de editadas sus obras, las perciben como algo que les es ajeno, extraño. Pío Baroja cuenta su experiencia en relación a ello.

Esta primavera pasada, encontrándome en San Sebastián, me mandó una señorita amiga tres libros míos por si quería firmarlos, al mismo tiempo un señor otros dos. Como estaba solo en el hotel y no tenía nada que hacer me puse a leer de noche, primero una de las novelas enviadas, Zalacain el aventurero, después El Mayorazgo, de Labraz. No las terminé y me produjeron las dos una sensación de tristeza de lo ya visto, de lo ya terminado, de lo que se acabó para siempre. (…)
Mi caso es el del hombre que ha fabricado un vino o un licor, le ha parecido bien, dado los medios que ha empleado, y transcurridos cuarenta años le encuentra un sabor extraño que no sabe de qué procede, si del líquido o de su paladar.

Claro que a diferencia de otras ramas del quehacer humano, la calidad de un libro siempre tendrá una alta dosis de subjetividad porque –tal como lo señala Jorge Ibargüengoitia- por sus propias características no se presta a evaluaciones categóricas e inapelables. 
Para un plomero o para un diseñador de aviones, la prueba irrefutable de que lo que está haciendo está mal hecho llega en el momento en que brota un manantial por la coladera del desagüe o se estrella el avión en la primera prueba. Para los que nos dedicamos a la producción de objetos aparentemente superfluos, como son libros, llamados a veces "trabajos del espíritu", la situación es ambigua y es mucho más difícil llegar a la conclusión de que estamos metiendo la pata.

Concluye Ibargüengoitia: “Los efectos de lo que hacemos nunca son catastróficos y muy rara vez apoteósicos.”

martes, 15 de enero de 2019

Una investigación que dio pena (propia y ajena)


Uno corre el riesgo de suponer –y por lo visto en forma injustificada- que este tipo de errores no pueden ser cometidos por investigadores altamente calificados pero…

Fue Lourdes Gómez quien hace unos años refirió el caso. El gobierno británico había encargado al Instituto de Sanidad Animal, en Edimburgo, un estudio que implicó cuatro años de exhaustivas investigaciones con el fin de “determinar si la enfermedad de las vacas locas podía transmitirse a las ovejas”. Pero resulta que el citado trabajo

(…) se ha convertido en uno de los más colosales planchazos en la historia de la ciencia oficial. Los investigadores han admitido que las muestras de cerebro de oveja que han utilizado eran en realidad de vaca. El estudio, como es natural, no sirve absolutamente para nada.
El trabajo estaba ya a punto de presentarse oficialmente cuando los expertos se dieron cuenta del error. De no haberse percatado, el trabajo podría haber desatado una alerta alimentaria sobre la seguridad de los productos de cordero, con incalculables perjuicios económicos. (…)

Tal como era de esperar, y siempre siguiendo la crónica de Lourdes Gómez, las repercusiones no fueron menores.

El error arruina cuatro años de investigación enfocada a averiguar si el ovino británico estaba libre del mal de las vacas locas durante la década de los noventa. Pese al fiasco, el Gobierno reiteró ayer [18 de octubre de 2001] que el consumo de cordero no acarrea riesgos para la población. “Me quedé de piedra al enterarme”, declaró ayer el director de la agencia alimentaria británica (Food Standards Agency), sir John Krebs. “Esto desborda la credibilidad”, añadió el portavoz de la oposición conservadora Peter Ainsworth.

Sabido es lo difícil que resulta dar la cara en situaciones de este tipo, en las que lo más a que se puede aspirar es a no salir tan golpeado del evento. Así las cosas quien tuvo a su cargo la ingrata tarea –y seguramente tratando de administrar el control de daños- procuró rescatar lo bueno dentro de lo malo. “Ante el alud de críticas, no siempre formuladas en tono cortés, un portavoz del Ministerio de Agricultura salió al paso señalando que la detección del embarazoso error ha evitado el sacrificio de todos los rebaños de ovejas del Reino Unido.”

Es posible conjeturar que el argumento expuesto no debe haber sido del completo agrado de quienes siguieron el caso.

jueves, 10 de enero de 2019

Ñ


En su caja de herramientas todos los escritores disponen de los mismos y escasos instrumentos de trabajo. Contando con ello algunos hacen libros memorables, otros… Cabe agregar que aun con los enormes avances tecnológicos en tiempos recientes, las letras se mantienen impertérritas y fieles a sí mismas; como dice Luis Melnik

Éstas son todas, las únicas, las letras que usaron Borges, García Márquez o Cervantes.
ABCDE 
FGHIJ 
KLMN 
ÑOPQR 
STUV 
WXYZ
(…) Con ese abigarrado paquete de letras y nada más que con ellas, se han construido las más grandes hazañas de la cultura humana. Esas figuritas han sido las armas de los grandes pensadores, del amor, de la plegaria, del poeta genial y el anónimo cancionero; de los científicos, los poderosos, los humildes, la educación, la historia.

Sin embargo hubo –y hay- escritores menos afortunados dado que una de ellas permaneció omisa a sus afanes por llegar a decir algo. Melnik también se refiere a ello

Una menos usó Shakespeare: la eñe. Decimosexta letra del abecedario español y decimatercera de sus consonantes. Representa un sonido de articulación nasal, palatal y sonora. Y los hispanohablantes luchamos por ella como el vestigio fundamental que el idioma global intenta borrar. La eñe es el molino de vientos de los quijotes modernos que cabalgan por los aires de las redes etéreas, lo que quizá requiera más imaginación que la febril del Caballero.

Resulta evidente que por estos –y otros tantos- rumbos la Ñ es marca de identidad. ¡Difícil imaginar qué sería de nosotros hispanoparlantes sin ella! Al decir de Melnik: “La eñe carga una nubecilla en su lomo. Es el signo de amor a la lengua española, con eñe, claro. Pequeña grande lucha por la gloria del idioma.” Y es que sin ella –concluye Melnik- “no habría España ni mañana ni niños”.

¡Casi nada!

martes, 8 de enero de 2019

Un tratamiento efectivo


Dicen y dicen que el amor todo lo cura. Para confirmar tal aserto ahora veremos cómo fue que el poeta Juan Ramón Jiménez curó de los quebrantos de salud que le aquejaban a comienzos del siglo XX; la historia la cuenta José Luis Melero (basándose en el libro de Ignacio Prat titulado El muchacho despatriado). 
La Congregación de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana de Zaragoza que fundara la Madre María Rafols se encargaba de cuidar a los enfermos ingresados en la Casa de Salud de Nuestra Señora del Rosario de Madrid. En ella estuvo entre 1901 y 1903 el que muchos piensan que ha sido el más grande poeta español de siglo XX: Juan Ramón Jiménez. Su legendaria hipocondría le había llevado allí tras la muerte de su padre y después de pasar por La Maison de Santé du Castel d’Andorte que dirigía el psiquiatra Gastón Lalanne. 
Todo parece indicar que muy rápidamente el joven Juan Ramón recuperó su salud y con ella el interés por la vida.
Lo que nadie podía imaginar es que en ese sanatorio Juan Ramón llegara a enamorar a tres de las monjas que le cuidaban y que las tres fueran aragonesas. El poeta tenía una larga vinculación con Aragón: había estado en Panticosa, en Alhama de Aragón, había visitado el Pilar…, pero nada inducía a pensar que decidiera seducir a tres monjitas aragonesas durante su estancia en el sanatorio madrileño. A una de ellas, la hermana Pilar Ruberte, zaragozana y descendiente de Magallón, a la que Juan Ramón llamó “Mi Venus de Milo” y por quien llegó a escribir cantas de jota que envió a un concurso de Calatayud, le dedicó “Recuerdos sentimentales”, una de las partes de su libro Arias tristes. Juan Ramón confesó que mantuvo con ella una relación amorosa, igual que hizo con la hermana Amalia Murillo, natural de Sariñena. Los amoríos con ésta fueron los más sonados y provocaron que la Superiora de la Comunidad ordenara el traslado de Amalia y su alejamiento del poeta. En realidad sólo eran celos: también ella, Susana López, la Madre Superiora, natural de Mallén, estaba enamorada del poeta de Moguer y le visitaba habitualmente en sus habitaciones. 
Pero como en este mundo todo se sabe –añade Melero- “esos amoríos fueron la comidilla de la época y todavía quince años más tarde la madre de Zenobia Camprubí los utilizaba como argumento para tratar de impedir la boda de su hija con Juan Ramón” (por cierto que en otro momento nos referiremos a alguna de las historias que tienen como protagonistas a Zenobia y al reconocido poeta).
En la opinión de Jesús Ruiz Mantilla estos amores se ponen de manifiesto en “(…) Libros de amor, un volumen de poesía sensual, erótica, explícita en las pasiones (…) que no llegó a publicar en vida para no ofender a su mujer, a la que acababa de conocer cuando ya lo tenía terminado y a punto de impresión (…)”. Ruiz Mantilla también alude a la temporada que Juan Ramón Jiménez pasó en la Casa de Salud de Nuestra Señora del Rosario. 
Allí, en el número 14 de la calle de Príncipe de Vergara de Madrid, pasó JRJ dos años -"de los más felices de mi vida", dice el poeta-, entre 1901 a 1903, por indicación del doctor Luis Simarro. Pero acabó expulsado por la madre superiora. Eran demasiadas las habladurías que provocaban, no sólo las visitas de sus amigotes, con Valle-Inclán y sus barbas de chivo y su ceceo como la máxima atracción de las novicias. El colmo fueron sus relaciones con tres jóvenes religiosas: la hermana Amalia Murillo, que fue trasladada de inmediato a Barcelona, con la hermana Filomena y, sobre todo, con Pilar Ruberte.
No pasa inadvertido en el texto precedente la aparición de una nueva protagonista: la hermana Filomena, de la que nada decía Melero (por lo que las tres podrían resultar cuatro). 
Regresemos al artículo de Jesús Ruiz Mantilla
A ellas están dedicados varios poemas, pero los inspirados por esta última [Pilar Ruberte], más las confesiones de Juan Ramón en sus diarios íntimos, no dejan lugar a dudas. En ellos repasa a las que podían haberse convertido en amores más duraderos, y sólo de la novicia afirma: "Podía haber sido mi novia blanca".
En otros pasajes de sus recuerdos, el escritor la rememora: "Hermana Pilar, ¿tienes aún tan negros tus ojos? ¿Y tu boca tan fresca y tan roja? Y tus pechos... ¿cómo tienes los pechos? Ay, ¿te acuerdas cuando entrabas en las altas horas en mi cuarto, cuando me llamabas como una madre, cuando me reñías como a un niño?". Pero los poemas resultan una clara evocación de encuentros más que fogosos: "¡Hermana! Deshojábamos nuestros cuerpos ardientes / en una profusión sin fin y sin sentido.../ era otoño y el sol -¿te acuerdas?- endulzaba tristemente la estancia de un fulgor blanquecino...". O en otro, que comienza así: "Cuando huía, en un vuelo de tocas trastornadas, / de la impetuosa voluntad de mi deseo, / se refugiaba en un rincón, como una gata... / pero sus uñas eran más dulces que mis besos...".
Como queda de manifiesto en Libros de amor –de acuerdo a lo que sostiene Ruiz Mantilla- las conquistas del poeta no se restringían al ámbito religioso.
También el libro recoge los poemas que dedicó a otras mujeres como María Teresa Flores Iñiguez, Blanca Hernández-Pinzón, Rocío Almonte, Francina, la cocinera de la clínica de Castel d'Andorte, donde estuvo ingresado, Luisa Grimm y Jeanne Roussié, estas dos últimas casadas. Roussié, concretamente, era la mujer del doctor Jean-Gaston Lalanne, que había acogido en su casa al poeta para tratarlo. Él tenía 19 años y ella 29 y queda claro que para él su relación fue exclusivamente sexual. "Lo mentido era escudo forjado por los dos / a los actos más bajos; ella ansiaba... saciarse / por si la vida no le daba el goce... honrado... / Yo iba sólo por un afán de novedades...".
De lo anterior se desprende que el agradecimiento del poeta hacia el galeno que lo trataba, no incluía el respeto a la fidelidad matrimonial.

jueves, 3 de enero de 2019

Rogoznik y Raskolnikov o lo que va de la lectura al lector


Toda buena lectura nos pondrá en actividad invitando a reflexionar, formulando preguntas, estimulando la imaginación. Por tanto la lectura es oficio de buscadores, solo que -según Amos Oz- en ocasiones buscamos donde menos interesa. “Aquel que busca el corazón del relato en el espacio que está entre la obra y quien la ha escrito se equivoca: conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en el que está entre lo escrito y el lector.” Ahora bien, una vez hecha esa precisión hay algo que el escritor quiere dejar muy en claro: el chismorreo no es de despreciar.

No es que no haya nada que buscar entre el texto y el autor: hay lugar para una investigación biográfica y hay placer en el chismorreo, y tal vez el trabajo de campo biográfico en algunas obras literarias tenga un moderado valor de chismorreo. Tal vez no haya que menospreciar el chismorreo: es el pariente pobre de la literatura. Es cierto que la literatura normalmente no se digna a saludarlo por la calle, pero no hay que olvidar el parentesco que hay entre ellos, pues es un impulso eterno y universal husmear en los secretos del prójimo.
Quien no haya gozado nunca de los encantos del chismorreo que se levante y tire la primera piedra.

Pero aun reconociendo el interés que suscita –añade Amos Oz- allí no se encuentra lo más interesante de la lectura. “Pero el placer del chismorreo es tan sólo algodón de azúcar. El encanto del chismorreo está tan lejos del encanto de un buen libro como un refresco con colorantes del agua fresca y del loado vino.” Y a continuación evoca un recuerdo de su niñez.        

Cuando era pequeño me llevaron dos o tres veces, para celebrar Pésaj o Año Nuevo, al estudio fotográfico de Edi Rogoznik, en la playa Bugrashov de Tel Aviv. En el estudio había un hombre musculoso, un gigante pintado y recortado en cartón cuya espalda estaba sujeta por dos postes, un diminuto bañador se ajustaba a sus lomos de toro, y tenía montañas de músculos y un formidable pecho velludo y bronceado. Ese gigante de cartón tenía un agujero en lugar de cara y detrás había un taburete con peldaños. Edi Rogoznik te mandaba que te pusieses detrás del héroe, que subieses dos peldaños del taburete, que sacaras tu pequeña cabeza hacia la cámara de fotos a través del agujero de la cabeza de ese Hércules, te pedía que no te movieses ni pestañeases, y apretaba el botón. Al cabo de diez días íbamos a por las fotos, en las que mi cara pequeña, pálida y seria se erguía sobre el cuello de toro lleno de marcados tendones, rodeada por los rizos de Sansón, unida a los hombros de Atlas, al pecho de Héctor, a los brazos de Coloso.

Llegados a este punto es posible que el improbable lector de estas líneas se pregunte: ¿qué tiene que ver la literatura con aquel gigante de cartón? Amos Oz lo deja en claro. “Pues bien, toda buena obra literaria nos invita de hecho a sacar la cabeza por alguna de las criaturas de Edi Rogoznik; en vez de intentar sacar por allí la cabeza del escritor, como hace el lector banal, tal vez convenga sacar la propia cabeza por el agujero y ver lo que pasa.” Y vaya que, siempre siguiendo la huella de Amos Oz, pasan cosas muy interesantes.

Es decir: el espacio que el buen lector prefiere labrar durante la lectura de una obra literaria no es el terreno que está entre lo escrito y el escritor sino el que está entre lo escrito y tú mismo. En vez de preguntar: “Cuando Dostoievski era estudiante, ¿de verdad asesinó y robó a ancianas viudas?”, prueba tú, lector, a ponerte en el lugar de Raskolnikov para sentir en tus carnes el terror, la desesperación y la perniciosa miseria mezclada con arrogancia napoleónica, el delirio de grandeza, la fiebre del hambre, la soledad, el deseo, el cansancio y la añoranza de la muerte, para hacer una comparación (cuyo resultado se mantendrá en secreto) no entre el personaje del relato y los distintos escándalos en la vida del escritor, sino entre el personaje del relato y tu yo secreto, peligroso, desdichado, loco y criminal, esa terrible criatura que encierras siempre en lo más profundo de tu mazmorra más oscura para que nadie pueda adivinar jamás la esencia de tu existencia, ni tus padres, ni tus seres queridos, no sea que se aparten de ti con espanto igual que se huye ante un monstruo. Mira, cuando lees la historia de Raskolnikov, siempre que no seas un lector chismoso sino un buen lector, puedes interiorizar a ese Raskolnikov, introducido en tus sótanos, en tus oscuros laberintos, tras las rejas y en la mazmorra, para que se encuentre allí con tus monstruos más vergonzosos y abominables y podrás compararlos con los de Dostoievski; los monstruos de la vida cotidiana no los podrás comparar nunca con nada pues tú nunca se los mostrarás a ningún ser humano, ni siquiera en voz baja, en la cama, al oído de quien se acuesta contigo por las noches, no sea que en ese mismo instante coja la sábana espantado, se cubra con ella y huya de ti gritando de terror.
Así podría Raskolnikov endulzar algo la vergüenza y la soledad de la mazmorra a la que todos nos esforzamos en condenar a nuestro prisionero interior de por vida.

Después de aludir a secretos inconfesables, a mazmorras interiores, al monstruo que también habita en nosotros, llega la hora en que Amos Oz nos consuela afirmando que en todo esto no estamos solos. “Así los libros podrían apiadarse de ti por la tragedia de tus abominables secretos: no sólo de ti, amigo mío, quizás todos seamos un poco como tú: nadie es una isla, pero todos somos media isla, una península rodeada casi por todas partes de agua negra y, a pesar de todo, unida a otras penínsulas.”