martes, 30 de julio de 2013

Con Jaime Sabines en el corazón

Algunos escritores y poetas llegan al corazón de muchas personas, que entre ellas tienen pocas cosas en común. Se trata de un privilegio que disfrutan los elegidos y uno de ellos fue, y sigue siendo, Jaime Sabines.
 
Pocos poemas se han recomendado tanto de mano en mano y de boca en boca, como “Los amorosos” que, sin embargo, ha resistido de buena manera los embates de la popularidad. A ello se refiere Carlos Monsiváis.
 
¡Qué notable! El poema resiste al desgaste; no lo han pulverizado la nube de los declamadores ni su uso tan extendido en los pormenores de la seducción a la antigua. Los amorosos se ponen a cantar entre labios / una canción no aprendida. La emoción de los presentes es genuina, y mis preguntas mentales inevitables: ¿Cómo se posesionan de la poesía aquellos que sólo por excepción la toman en cuenta?
                                                                    
 
Con ese texto sucede lo que a ciertas canciones que permaneciendo inmortalizadas en la voz de un intérprete, posteriormente se niegan a someterse a los afanes de otros cantantes que se atrevieron a intentarlo. Cuando uno escucha “Los amorosos” en voz de Sabines (http://www.youtube.com/watch?v=YMU1RKzt9cw) no es recomendable que luego preste oídos a otra voz que asuma ese reto. A ese respecto señala Monsiváis: “Sabines lee admirablemente, se conmueve sin necesidad de exaltación, y, al prescindir del énfasis, ilumina su obra dotándola de esa gran reticencia que es la voz tranquila.”
 
Ante el anuncio de que leería sus poemas se daba una situación poco frecuente en este tipo de eventos: había que ir temprano para conseguir lugar. Una vez más recurrimos a una crónica de Carlos Monsiváis.
 
Si la poesía convoca multitudes no todo está perdido.
En la explanada de Bellas Artes, ante la pantalla, los que no alcanzaron a entrar aguardan. Colas, expectativas de regocijo, las seiscientas sillas ocupadas, y tal vez mil personas de pie. Un gran número de los asistentes no frecuenta la poesía (esto de algún modo se reflejaría en la venta de libros), pero están al tanto de un escritor al que, por así decirlo, desde el primer momento se ha releído. Si les preguntan, algo innecesario, se confesarían inscritos en la Orden de los Amorosos, de los que, inesperadamente en el fin del siglo XX, le atribuyen a las imágenes literarias el don de las metamorfosis, mientras abordan la poesía instantánea para elogiar a los poemas. "Híjole, que lástima que no traje mi caudal de lágrimas."       (…)
-"¡Otra, otra, otra!-" Sabines se incorpora, y el aplauso arrecia y las jovencitas suben a entregarle flores, los jóvenes van en pos del autógrafo, la vigilancia de Bellas Artes actúa para vetar la ingestión simbólica. "¡Sabines al poder!"


Y es así que se producen encuentros imprevisibles. La boxeadora Laura Serrano –citada por Alejandro Toledo- comenta al poeta de que manera tuvo acceso a su obra.

Cuenta la boxeadora:
-Yo, don Jaime, descubrí sus poemas hace apenas tres años. Mi papá era encargado en una pulquería y llegaba gente que le decía, por ejemplo: «Deme tantos litros y le dejo este cinturón». Y así le iban dejando cosas. En uno de esos intercambios se quedó con un tomo en pasta dura roja que contenía poemas, aún lo conservo, y en él venía el poema «Los amorosos». Era una antología de poesía mexicana preparada por Carlos Monsiváis. Tanto me conmovieron esos versos que cuando encontraba el poema en algún libro, doblaba la esquina de las hojas. Luego busqué la obra reunida, el Nuevo recuento de poemas, que me gusta muchísimo. (…)
Así, poeta y boxeadora, Jaime Sabines y Laura Serrano, celebraron un único encuentro. Fuera del cuadrilátero y los libros, round por round, verso a verso (como diría Antonio Machado), la charla ocurre.

           
Entre sus fieles seguidores era posible distinguir a un grupo plural (en ocupaciones, nivel económico, edades, etc.) de incondicionales expertos en su obra. Así quedó de manifiesto cuando en una de sus presentaciones estaba leyendo algunos textos de su libro “Nuevo Recuento de Poemas”. En un momento anunció el poema “La luna”, transcurrieron algunos instantes sin que lograra hallarlo en el mar de páginas de su propio libro, hasta que uno de los asistentes le indicó con un grito: “Jaime: está en la página 288”. Sabines obedeció, agradeció y dio comienzo a la lectura.

La luna se puede tomar a cucharadas
o como una cápsula cada dos horas.
Es buena como hipnótico y como sedante
y también alivia
a los que se han intoxicado de filosofía.
Un pedazo de luna en el bolsillo
es mejor amuleto que la pata de conejo:
sirve para encontrar a quien se ama,
para ser rico sin que lo sepa nadie
y para alejar a los médicos y las clínicas.
Se puede dar de postre a los niños
cuando no se han dormido,
y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos
ayudan a bien morir.

 
Pon una hoja tierna de la luna
debajo de tu almohada
y mirarás lo que quieras ver.
Lleva siempre un frasquito del aire de la luna
para cuando te ahogues,
y dale la llave de la luna
a los presos y a los desencantados.
Para los condenados a muerte
y para los condenados a vida
no hay mejor estimulante que la luna
en dosis precisas y controladas.


Uno de los temas recurrentes en la obra del poeta es el de la muerte,  particularmente en “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”; sin olvidar otros textos como el que dice:
 
¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos! ¡De matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la faz de la tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir.
Yo siempre estoy esperando que los muertos se levanten, que rompan el ataúd y digan alegremente: ¿Por qué lloras?
Por eso me sobrecoge el entierro. Aseguran las tapas de la caja, la introducen, le ponen lajas encima, y luego tierra, tras, tras, tras, paletada tras paletada, terrones, polvo, piedras, apisonando, amacizando, ahí te quedas, de aquí ya no sales.
Me dan risa, luego, las coronas, las flores, el llanto, los besos derramados. Es una burla: ¿para qué lo enterraron?, ¿por qué no lo dejaron fuera hasta secarse, hasta que nos hablaran sus huesos de su muerte? ¿O por qué no quemarlo, o darlo a los animales, o tirarlo a un río?
Habría que tener una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia, con música y con agua corriente. Lo menos dos o tres, cada día, se levantarían a vivir.


Sabines encontraba la manera adecuada de hacerse presente cuando sus amigos atravesaban tiempos turbulentos. Silvia Tomasa Rivera narra su propia experiencia.

(...) Vuelvo a 1989. La realidad es que el Negro estaba muerto y yo no tenía trabajo, ni dinero, ni ganas de ver a nadie. Me entró una especie de agorafobia. Mis amigos, cuando lograba abrirles, me dejaban en la mesa algún dinero y comestibles. El doctor me había prohibido terminantemente tomar alcohol. Y yo no quería tomar antidepresivos. Los meses pasaban y el dolor no cedía; parecía que había enterrado a mi hermano el día anterior. Una noche abrí una botella de vino. No lo hubiera hecho: hacia la madrugada le estaba llamando a Jaime Sabines en un acceso de llanto incontenible. “No chinges”, me dijo, “cómo te vas a estar emborrachando cuando acabas de enterrar a un muerto. Eres una cabrona cobarde, yo te tenía en otro concepto. Sufre en tu juicio, no seas pendeja. De aquí en adelante todas las noches y sin ninguna gota de alcohol, vas a leer ‘algo sobre La muerte del Mayor Sabines’, el poema de Miguel Hernández a la muerte de Ramón Sijé y las ‘Coplas por la muerte de su padre’ de Jorge Manrique, y duélete y súfrete hasta que no puedas más. Es la única manera de salir, dejando que el dolor haga lo suyo. Ve a verme mañana a la Cámara de Diputados”. Fui al otro día. Sabines me dio dinero para mantenerme. “No trabajes”, me dijo, “ahora vas a ser una llorona de tiempo completo”. Era enorme. Me le colgué literalmente del pescuezo y él me abrazaba y me daba palmadas en la espalda, diciéndome con voz pausada como si fuera un Dios: “Ya pasó, ya pasó”.
 
No se si por agradecimiento ante estas recetas que curan el alma, pero lo cierto es que el afecto que generaba el poeta se mantenía invariable más allá de sus opiniones políticas, que con frecuencia estaban muy distanciadas de las de buena parte de su público. Es que a Sabines -se escuchaba decir- se le puede disculpar eso y mucho más.  
 
El afecto y admiración que concitaba se extendió a muchos de sus colegas, como lo demuestra el hecho que Hugo Gutiérrez Vega haya propuesto canonizarlo en el santoral laico.

Canonicemos a Jaime Sabines por haber canonizado a las putas, los tristes, los amorosos, los vivos, los por morirse y los muertos, saltándose a la chiapaneca, los preceptos del canon.
Canonicemos a Jaime Sabines por haber dado a todas las gentes pequeñas –es decir, todos nosotros— las palabras para expresar el amor, la ausencia, el olvido y los benditos segundos del éxtasis.
Canonicemos a Jaime Sabines por levantar, como don Jorge Manrique y Federico García Lorca, su protesta humana frente al interminable fracaso de la creación.
Canonicemos a Jaime Sabines por ser nuestro poeta más entrañable, más sabio en poesía, más memorizado por su pueblo, más luminoso y hundido en las sombras, más cargado de humanidad adolorida y jubilosa... y menos, pero mucho menos canónico.
 
Cuánta falta nos hace Jaime Sabines en estos momentos tan difíciles que vivimos; menos mal que nos dejó algunas recomendaciones que conviene no perder de vista.
 
(...) Encontrarse, de pronto, con las manos vacías,
con el corazón vacío,
con la memoria como una ventana hacia la obscuridad,
y preguntarse: ¿qué hice?, ¿qué fui?, ¿en dónde estuve?
Sombra perdida entre las sombras,
¿cómo recuperarte, rehacerte, vida?

 
Nadie puede vivir de cara a la verdad
sin caer enfermo o dolerse hasta los huesos.
Porque la verdad es que somos débiles y miserables
y necesitamos amar, ampararnos, esperar, creer y
afirmar.
        No podemos vivir a la intemperie
        en el solo minuto que nos es dado.

 
Gracias, Maestro.

jueves, 25 de julio de 2013

Los remotos antecedentes del photoshop

No es un problema fácil de resolver. Al ser humano le gusta verse pero con frecuencia no le gusta cómo se ve. Por eso con el espejo, dado su carácter insobornable, se mantiene un vínculo muy especial. Es posible que no demore –si es que aun no existe- la invención del espejo mentiroso que devuelva la imagen deseada.
 
De un tiempo a esta parte el photoshop se ha convertido en un aliado indispensable que ayuda a borrar o disimular imperfecciones. Claro que hay situaciones diferentes: en algunos casos los retoques son sutiles mientras que en otros es cuestión de cirugía mayor.
 
Es posible que los jóvenes se pregunten cómo se las arreglaban a este respecto las generaciones anteriores. Es por eso que cabe recordar que en el pasado reciente se recurría a los estudios fotográficos que ofrecían fotos al natural o “con retoques”. Pero en el pasado remoto la cosa fue diferente tan es así que al observar hoy el retrato de algún personaje prominente del ayer, es conveniente hacerlo equipado con un más que legítimo derecho a la sospecha.
 
Veamos algunos casos que ilustran el punto y en el que los artistas se guiaron con criterios diferentes.
 
Noel Clarasó da cuenta de un pintor realista que tuvo que hacer frente –por cierto que con una respuesta contundente- a los reclamos de su cliente.
 
 (Jacobo Whistler) hizo el retrato de un señor. Y, ya terminado, le preguntó:
-¿Le gusta?
El del retrato dijo que no del todo.
-Algunas cosas sí. Pero el rostro... Parece que lo haya pintado un aficionado.
-¿Se ha mirado al espejo?
-Sí, muchas veces. ¿Por qué?      
-Porque lo que parece que haya sido hecho por un aficionado es vuestro rostro.
No se sabe si antes de decir esto había ya cobrado el retrato.

Caso contrario refiere Nieves Concostrina en el que el artista se aplicó tanto en mejorar el original, que lo volvió irreconocible.
 
(…) al pintor se le fue el pincel y retocó de más a Ana de Cleves. (…) Le quitó las marcas de viruela, le afinó la cara, le redujo la envergadura... y tan mona que quedó ella sobre el lienzo. Cuando Enrique VIII vio frente a frente a su futura cuarta esposa, se le cayeron los palos del sombrajo: era grandota, fea, destartalada y no hablaba ni papa de inglés.

Es posible advertir la existencia de una tercera vía. Dusan Makavejev, citado por Edgardo Cozarinsky, da cuenta de un pintor que resolvió con maestría el desafío que se le presentara.

En Belgrado, en los años 60, solía contarse esta anécdota. Un rey, tuerto y jorobado, encargó su retrato. El primer pintor convocado lo representó con los dos ojos bien abiertos y muy erguido. "Ese no soy yo", dictaminó el monarca e hizo ahorcar al cortesano. El segundo pintor lo retrató tuerto y jorobado. "Ese es un monstruo", exclamó el monarca. El artista sufrió la misma suerte que el anterior. Un tercer pintor sugirió una puesta en escena: "Majestad, me gustaría retratarlo en una de sus cacerías. Apoye un pie sobre esta piedra e incline el torso hacia adelante para sostener el fusil mientras hace puntería cerrando un ojo." El rey quedó plenamente satisfecho con la obra.

La conclusión extraída de este caso tomó un viso netamente ideológico y el  comentario fue que “ese día nació el realismo socialista”.

Por último queda una duda: ¿el pago de honorarios sería el mismo en cualquiera de las opciones por las que el cliente optara? De acuerdo a lo que comenta Armando Fuentes Aguirre todo parece indicar que no fue así.

Nicolás Guillén hablaba de un pintor francés que llegó a Cuba. Se estableció en La Habana y puso en la ventana de su taller este letrero:
Por dos onzas de oro, un retrato al óleo. A escoger, parecido absoluto o parecido relativo, en ambos casos con la misma perfecta maestría”.

Y es que como dice el axioma: “el cliente siempre tiene la razón” (aunque para ello tenga que pagar más).

martes, 23 de julio de 2013

Escenificaciones históricas

En México es usual que algunos eventos históricos sean recordados con la escenificación del suceso evocado. Uno de estos casos ha dado lugar a un conocido chiste que alude a la representación del triunfo de las tropas mexicanas ante las francesas en la Batalla de Puebla, tal como aconteciera en 1862.
 
Se cuenta que la noche del 4 de mayo, el gobernador de ese estado convoca en los medios a que los ciudadanos que participarán en el acto cívico no beban en exceso, recordando que a consecuencia de ello en la escenificación del año anterior habían ganado los franceses…
 
Pero no se crea que los problemas suscitados en estas representaciones son siempre cosa de chiste. Antonio Lomelí Garduño refiere uno de estos casos.
 
Durante la gestión gubernativa del general Miguel Orrico de los Llanos en el Estado de Tabasco, aconteció un hecho público de gran agitación popular con motivo de la celebración que cada 27 de febrero se lleva a cabo en la ciudad de Villahermosa para recordar la salida de los últimos soldados franceses el año de 1864, al triunfo de la República.
En aquel 27 de febrero, el gobernador Orrico de los Llanos se esmeró en organizar vívidamente las conmemoraciones, obteniendo de la Jefatura de la Zona Militar un contingente de soldados para escenificar el hecho histórico.
Se comenzó por hacer una propaganda que atrajo a numeroso público y se utilizaron trajes muy vistosos de suavos.
Llegó el día esperado y comenzó el desfile de franceses que pasaban por el Mercado en su salida de Villahermosa. Verlos la multitud y prorrumpir en silbidos y denuestos fue algo espontáneo. Alguien tomó de un puesto de verdura una lechuga y se la aventó al “francés” más cercano. Entonces los demás se precipitaron sobre los puestos de tomates y papas, lloviendo proyectiles sobre la sorprendida columna. Y fue tal la excitación con que se posesionaron los presentes de la escena, que se hizo necesaria la intervención de la fuerza pública para apaciguar al populacho indignado que gritaba:
—¡Lárguense a su tierra, hijos de la tostada!

El motivo de estos enfrentamientos (que en algunos casos se vuelven más interesantes que el propio suceso histórico recordado) tiene que ver con que los protagonistas –tanto actores como espectadores- se toman demasiado en serio los episodios escenificados.
 
De tal manera que el vecino, compadre o cuñado cuando se transforma en francés, no hay quien lo aguante.

jueves, 18 de julio de 2013

El habla de los políticos

Sabido es que son muchos los políticos que hablan y no expresan. O que luego, y por sistema, afirman que no quisieron decir aquello que dijeron. Tan es así que en algunos países se ha institucionalizado la figura del portavoz o del vocero oficial que deviene en traductor oficial. Es muy conocida la frase: “lo que el presidente quiso decir fue…”
 
Existen políticos a quienes se les da naturalmente este confuso lenguaje mientras que otros debieron aprenderlo ya que forma parte del oficio. Hay especialistas dedicados a preparar a los poderosos en lo que deben decir y lo que deberán callar mediante diversas técnicas, entre ellas la de escenificar ruedas de prensa con periodistas “difíciles”.

Más allá de las peculiaridades de cada quien, existen lineamientos generales que rigen el discurso político. Ello ha sido analizado por diversos autores, como es el caso de Álex Grijelmo.

El lenguaje político se especializa en desviar el tiro. Como no existen el paro o el desempleo, se lucha contra la tasa del paro o el dato del desempleo. Se lucha contra la tasa de delincuencia, contra el saldo migratorio, contra el índice de precios. (…) Si no se explicitan estos términos no se debe a la casualidad. Los políticos en el poder no quieren que por nuestras mentes pasen conceptos como delincuencia, pobreza o gente sin trabajo. Y si algún país sufre hambre (en muchos hispanohablantes la hay), no faltará mucho para que sus políticos hablen de «la tasa de alimentación». Suena más rico.

Hay economistas que no se quedan atrás en esto del lenguaje (des)figurado al conducirse con una serie de conceptos imposibles de validar en la realidad. Nuevamente Álex Grijelmo profundiza en el tema.

Parece difícil resignarse a no crecer. El crecimiento de cualquiera de nuestras posesiones forma parte de las ideas positivas. Han de crecer los niños, los músculos, el busto, nuestro negocio y, por supuesto, también la economía. Pero éste parece el caso más trascendental, porque incluso cuando la economía no crece decimos que ha crecido: porque «ha crecido cero».
El eufemismo que entraña el «crecimiento cero» consigue unir un concepto positivo (crecimiento) con otro negativo (el no-crecimiento), para neutralizar el efecto de éste (y además se acude a un número que no es negativo exactamente: el cero).
Los economistas y los políticos se las arreglan muy bien para contentarnos incluso cuando la economía decrece, porque entonces hablan de «crecimiento negativo».
Veamos el lado bueno, porque es de agradecer que la gente de ciencias haya sabido escoger tan bien las letras, aunque sea para esconder los números.

Si todo fuera cuestión de palabras no habría mayor dificultad, el problema está en que las realidades son muy tercas a la hora de confrontar el discurso. Así, son muchos quienes no se dejan vencer por el palabrerío y dan primacía a lo que viven u observan por encima de lo que sostienen los discursos. Un ejemplo de ello lo da Clarice Lispector.
                       
No puedo. No puedo pensar en la escena que visualicé y que es real. El hijo está de noche dolorido por el hambre y le dice a su madre: tengo hambre, mamá. Ella le responde con dulzura: duerme. Él dice: pero estoy con hambre. Ella insiste: duerme. Él insiste. Ella grita dolorida: ¡duerme, niño molesto! Los dos se quedan en silencio en la oscuridad, inmóviles. ¿Estará dormido? –piensa ella despierta. Y él está demasiado amedrentado para quejarse. En la negra noche los dos están despiertos. Hasta que, por dolor y cansancio, ambos dormitan, en el nido de la resignación.

Ante escenas como estas no hay lugar para los eufemismos por lo que la conclusión de Lispector es contundente. “Y yo no soporto la resignación. Ay, cómo devoro con hambre el placer de la revuelta.” Al hacer propio el dolor de los otros surgen estos testimonios que son rápidamente descalificados desde las diversas esferas del poder; a ello se refería Mons. Helder Cámara: “Si le doy comida a los pobres dicen que soy un santo, pero si pregunto por qué están en esa situación, afirman que soy comunista”.

Aún cuando por todos lados suenan las alarmas sociales, hay quienes desde el poder siguen pensando -lo que ha sido atribuido a diversos autores- que “si la realidad no coincide con mis palabras, malo para la realidad…”

Por algo estamos como estamos.

 

martes, 16 de julio de 2013

La cortesía nuestra de cada día

Quienes arriban a México procedentes de otros rumbos se ven sorprendidos por la amabilidad en el trato que rige por estas tierras. Sorprende el espíritu atento para saludar, agradecer, pedir permiso tanto al llegar como al retirarse, ofrecer perdón por estornudar, etc.
Reconociendo la delicadeza en el trato, no es secreto para nadie que el asunto presenta también sus muchos intríngulis. Con insistencia se ha señalado que algunos de estos usos dejan de ser amables para transformarse en serviles. Ejemplo de ello es el “¿mande usted?” que ha sido analizado y explicado por varios autores que establecen su origen desde tiempos de la conquista.

Entre las cortesías habituales una de las que más llama la atención es la de “su pobre casa”. Joaquín Antonio Peñalosa se refiere al tema.

-Pase, compadre, ésta es su pobre casa.
El mexicano se pasa la vida ofreciendo su casa a cuanto desconocido le presentan a media calle, se apresura a darle de viva voz la dirección con todos sus pelos y señales, o manda imprimir un rimero de tarjetitas que va obsequiando a lo largo del día a cuanta gente encuentra. Con todo lo cual, cualquier mexicano se convierte rápidamente en coleccionista. No hay día de Dios en que uno deje de recibir de dos a tres tarjetas. Claro está que las únicas que conserva son las que traen impreso el escudo nacional. Con políticos topamos, Sancho. Y algún día puede ofrecerse.

Como es fácil suponer, esto de “su casa” ha dado lugar a muchos desencuentros. Eulalio Ferrer comenta su propia experiencia.

(...) La confusión aumentaría días después, cuando un funcionario diplomático, amigo del exilio español, nos convidó a comer en estos términos:
-Mañana les invito a comer en su casa sobre las 14 horas.
Mi padre, tipógrafo y amante de la gramática, disipó las dudas de mi madre, aclarándole que su casa era la nuestra y que así seguramente se decía en México, induciéndola a preparar un consomé y una tortilla de patatas, en el límite de la economía familiar. Pasadas las dos de la tarde, mi padre nos tranquilizó, al prevenirnos que en México, como en Andalucía, la puntualidad era un término convencional. Hasta que luego de dos horas, se presentó el amigo diplomático, alarmado por si algo nos hubiera ocurrido. Comeríamos y casi cenaríamos en su casa, que era la suya y no la nuestra. Pronto aquilataríamos las refinadas y sutiles fórmulas de la cortesía mexicana, con muchas de sus claves y circunloquios.

Hay otra forma de extrema amabilidad en buena parte de la población y reside en que al anunciar a las amistades que próximamente se emprenderá un viaje (por lo general de vacaciones), se pregunta: “¿no se te ofrece nada de por allá?”  Germán Dehesa enuncia una vehemente protesta frente a lo que estima un desatino más que gesto de cortesía.

(...) permítanme señalar uno de los aspectos más ingratos del protocolo mexicano: es el que consiste en emplear con humillantes fines una expresión aparentemente gentil y bondadosa como es “¿no se te ofrece nada?” y así el que nos pregunta ¿no se te ofrece nada de Acapulco?, ni en sueño más guajiro está esperando que le contestemos que nos traiga una tonina o algún paquete de esos letales tamarindos que corroen la lengua, destapan caños y disuelven hasta manifestaciones. No. Lo único que quiere es guisarnos en el fuego lento de la envidia porque el muy desgraciado se va a Acapulco, mientras uno se tiene que quedar acá correteando la chuleta.

En otro orden de cosas el pueblo mexicano es muy dado al aplauso (lo que a veces es solamente una forma de conducirse al relajo, justo también es consignarlo) y lo ejerce de manera por demás generosa. Guillermo Sheridan formula algunas conjeturas en relación a ello.

El mexicano, sobre todo si es diputado, lleva implícito en su naturaleza el gusto por el aplauso, dado o recibido. Gusta tanto de aplaudir que en alguna ocasión un presidente tuvo la iniciativa de pedir a los asistentes al Informe que se abstuvieran de hacerlo (en algún olvidado municipio, cuenta Valle-Arizpe, hubo una moción en sentido opuesto: el munícipe era tan querido que se le pidió que no interrumpiera el aplauso con su discurso).
El aplauso (del latín aplaudere: hacer ruido) es un acto que supone por lo menos dos actuantes: un aplaudiente y un aplaudido, y por lo menos un acto o pronunciamiento previo (llamado «causa») que amerite el aplaudo (o «efecto»). En México este último requisito suele obviarse por razones obvias. Se observa que aunque el informante ni siquiera haya abierto la boca es declarado de antemano, a fuerza de aplausos, un gran informante. Este tipo de aplauso a priori recibe el nombre técnico de «respetuoso aplauso» (si bien entregar el aplauso antes de que el aplaudido demuestre merecerlo va contra la causalidad).

También existe una variación de cortesía simulada que expresa lo que no se quiere decir, manifiesta con palabras lo que de ninguna manera se está dispuesto a refrendar por la vía de los hechos. Jorge Ibargüengoitia propone algunos ejemplos.
 
(…) somos una raza de corteses. Para mí, la imagen característica del mexicano es la de un señor, sentado en su comedor, diciéndole a la criada:
-Óigame: cuando tenga un ratito, me hace favor de traerme un salero, si no le es molesto.
Un español, en el mismo caso, diría: “¡Un salero!”. Un hombre sensato se levantaría de la mesa y traería él mismo el salero, lo que, a fin de cuentas resultaría mucho más cortés y mucho más rápido. El mexicano clásico, no, prefiere dar órdenes envueltas en paliativos.
¿Pero qué ocurre si la criada, a quien se ha invitado tan cortésmente a traer un salero contesta: “ahora no tengo tiempo”? Al señor le da un infarto.
Es lo malo de la cortesía mexicana, que es nomás de dientes para afuera.
Es cortés ser obsequioso, es cortés ser modesto, es cortés mostrar agrado por las cosas que se ofrecen, aunque le parezcan a uno espantosa. Pero para ser verdaderamente cortés, tiene uno que ser realmente obsequioso, modesto y sacrificado. (...)
La cortesía es, por definición, una apariencia. Uno puede pensar lo que le dé la gana, pero tiene cierta obligación de decir cosas que no resulten ofensivas para el interlocutor.
Es falta de cortesía decir, por ejemplo:
-¡Bueno, pero cada día está usted más imbécil!
O bien:
-¡Qué gusto tienen ustedes! Todo lo que tienen en la sala, lo tiraría yo a la basura.
Éstas son cosas que se piensan, pero no se dicen.

Hay formalidades que situadas en determinado contexto resultan verdaderos sarcasmos. Tal es el caso –referido por José N. Iturriaga- que comenta el escritor de origen colombiano Álvaro Mutis hacia 1959 en carta dirigida a Elena Poniatowska desde la prisión de Lecumberri en la que se encontraba preso. De esta forma Mutis se refería a los uxoricidas (maridos que habían matado a sus esposas).

Me da la impresión que más que a la cárcel y al proceso, a lo que temen es a la muerte y a la que les espera cuando se encuentren en el Juicio Final. Uno decía muy serio "Mi esposa que en paz descanse decía que..." y yo me le quedaba mirando sin saber si soltar la carcajada o quedarme muy serio.

En esa misiva Mutis también se burla de ciertas formalidades en el habla del mexicano.

¿Por qué, a propósito, están tan llenos los mexicanos de esas fórmulas cursis y pasadas de moda y que sólo en el Manual de urbanidad de Carreño subsisten? Eso de "En la casa de Usted", "Con el perdón de Usted", "Provecho", "¿Usted gusta?"... etc. Sabes que es el único país de habla española que usa tales esperpentos idiomáticos y yo me trabo todo y cuando alguien estornuda le digo "Provecho de Usted" y si alguien está comiendo le digo "Salud" y siempre temo salirle a alguien con algo como "Estaba yo en mi casa con la esposa de Usted..." y entonces dejaré de escribirte y me mandarás flores al Panteón Español, "con el perdón de Usted".  

Finalmente otra de las situaciones que llaman la atención es esa costumbre que tienen las mujeres mexicanas de permanecer siendo señoritas aunque ya no lo sean, lo que en definitiva viene a ser lo de menos. Joaquín Antonio Peñalosa alude a tal circunstancia.
 
En México son señoritas casi todas las mujeres. Bendito sea Dios. Hasta las divorciadas. Señoritas son las maestras de escuela, las empleadas de tiendas, las enfermeras de hospitales, las secretarias de cualquier oficina pública y privada, las recepcionistas de consultorios, las meseras de cafés y, por sabido se calla, cualquier novia que pudiera convertirse en esposa. Mujer que trabaja, es preciso graduarla de señorita. No sólo por sí o por no, sino porque a ver si así le hacen caso a uno.

Y escrito lo anterior, con su permiso paso a retirarme.

jueves, 11 de julio de 2013

Heridas de lo sublime


Cuando la creación artística llega a lo excelso puede ocasionar conductas desajustadas en las personas que la contemplan. Efectos colaterales de la belleza desmedida (se cuenta que alguien refiriéndose a no sé quién decía “de tan bella que es, duele”).

Esto acontece en ciudades que son reconocidas como centros artísticos de culto y algunas de ellas son expertas en descompensar a sus visitantes (más difícil es que suceda a los nativos porque el acostumbramiento puede llegar al extremo de tutearse con la maravilla). A este fenómeno se lo conoce como el síndrome de Stendhal y la revista Muy Interesante informa acerca de él.

También conocido como el estrés del viajero, se trata de una situación anímica que se produce al observar obras de gran belleza, sobre todo en un corto espacio de tiempo y en una misma ciudad. Los afectados por el empacho artístico presentan varios síntomas de aparición súbita: angustia, excitación alternante con depresión, obnubilación, temblor, palpitaciones, sudoración y zumbido de los oídos.
Estos síntomas aparecen descritos por primera vez en Naples and Florence: A Journey from Milan to Reggio, obra del novelista francés Marie-Henry Beyle (1783-1842), más conocido como Stendhal, tras su visita a Florencia en 1817. Pero el cuadro clínico que acompaña a este síndrome no fue establecido hasta 1979 por la psiquiatra italiana Graziella Magherini.

El tema interesó a Christopher Domínguez Michael quien nos conduce a la descripción del mismo Stendhal acerca de lo que experimentó en la ciudad de Florencia.

El párrafo es famoso. Pasó de ser propiedad de los stendhalianos para convertirse en un trastorno psíquico estudiado en todo el mundo y conocido clínicamente como “el síndrome de Stendhal”. Hasta Darío Argento se sirvió de él, en 1996,  como pretexto para filmar, con ese título, una película de terror previsiblemente horrísona. Leamos el párrafo tal cual aparece traducido por Elisabeth Falomir Archambault en la pequeña edición ilustrada de El síndrome del viajero. Diario de Florencia (Gadir, Madrid, 2011). Narró así Stendhal, en su diario, con la fecha del 22 de enero de 1817, lo que le sucedió en la iglesia de la Santa Croce en Florencia:
“Un monje se acercó a mí. En lugar de la repugnancia, que llega incluso al horror físico, me sentí sintiendo amistad por él. ¡También fray Bartolomeo de San Marco fue monje! Ese gran pintor inventó el claroscuro, se le enseñó a Rafael, y fue el precursor del Correggio. Hablé con ese monje, en quien hallé la amabilidad más perfecta. Le alegró ver a un francés. Le rogué que me abriera la capilla, en el ángulo noroeste, donde se encuentran los frescos del Volterrano. Me condujo hasta allí y me dejó solo. Ahí, sentado en un reclinatorio, con la cabeza apoyada sobre el respaldo para poder mirar el techo, las Sibilas del Volterrano me otorgaron quizá el placer más intenso que haya dado nunca la pintura. Estaba ya en una suerte de éxtasis ante la idea de estar en Florencia y por la cercanía de los grandes hombres cuyas tumbas acababa de ver. Absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba por así decir. Había alcanzado este punto de emoción en que se encuentran las sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía aquello que en Berlín denominan nervios; la vida se había agotado en mí.”

Asimismo Christopher Domínguez Michael profundiza en los estudios realizados por la doctora Magherini (a los que por cierto ubica diez años después de la referencia anteriormente citada).

Hubo de pasar siglo y medio para que la psiquiatra y psicoanalista italiana  Graziella Magherini, escribiera El síndrome de Stendhal (1989), una joya de la literatura clínica moderna. Es el relato, construido con un preciso conocimiento de la tradición literaria de los viajes a Italia desde Goethe hasta Freud, de las experiencias de Magherini, florentina ella misma, en el servicio de urgencias psicológicas del dispensario de Santa Maria Nouva, al cual llegaban (y llegan) turistas aquejados del síndrome de Stendhal, es decir, víctimas de súbitas crisis nerviosas provocadas por la fatiga o la emoción en los museos, los paseos y los monumentos.
Stendhal, según leemos en Roma, Nápoles y Florencia (1826) (…) se curó del ataque en la Santa Croce leyendo en un banco de la plaza un poema de Ugo Foscolo que traía consigo. Para los pacientes de la Dra. Magherini, la cura ha sido más fácil o más difícil, según se juzgue la pertinencia existencial de la ayuda terapéutica en el mundo de hoy. A su dispensario (y Magherini nos va relatando los casos con esa combinación de elegancia y confidencialidad de la buena literatura psiquiátrica) llegaron pacientes como Inge, una cuarentona originaria del extremo norte de Europa, que no pudo soportar la soledad inverosímil de un domingo en Florencia y tratando de regresarse, despavorida, a casa, terminó en el hospital. O como la sudafricana Elisabeth, cuyos antecedentes de malestar mental la alcanzaron mientras turisteaba al grado que hubo de contactar a su madre, en calidad de urgencia y descifrar su estado de ánimo hurgando en las tarjetas postales que escribió, sin alcanzar a enviárselas, a sus amigos. O el caso de la neoyorkina Nancy, de 51 años, que se quedó paralizada, proverbialmente patidifusa, ante un Boticelli en la galería Uffizi.
La mayoría de las pacientes de la Dra. Magherini eran mujeres solteronas, cuyo perfil socioeconómico les permitía viajar a Florencia en busca de una comunión con el arte que, según El síndrome de Stendhal, es una obsesión del todo moderna, una forma de soledad sólo posible para el turista, expuesto a una forma súbita de desarraigo desconocida para quien, por ejemplo, peregrinaba en la Edad Media hacia los grandes centros religiosos. Pero el turista contemporáneo tampoco es el viajero sólido en erudición y doctrina a la manera de Goethe, quien hizo del viaje a Italia un prolongado rito de iniciación, sino un osado irresponsable incapaz de calcular lo que puede ocurrir cuando el cuerpo llega a un lugar, merced a los trenes y a los aviones, antes que el alma. Si entiendo bien a la culta doctora, la impresión artística, tal cual la sufrió Stendhal, desencadena, en personas bien predispuestas por su hipersensibilidad, al florentino ataque de nervios. Pero la mayoría de los turistas, probadamente insensibles en casa y en China, no calificamos como propensos al reputado síndrome,  otro privilegio, supongo, de los happy few stendhalianos. La Dra. Magherini reporta que el síndrome afecta a los paseantes solitarios, con tiempo para someterse a la tiranía de la imaginación mórbida; rara vez se produce en viajeros reclutados en expediciones colectivas y por ello, despiadadamente programadas.

Pero no siempre los casos que se presentan son tan pacíficos. La descompensación frente a la belleza puede conducir a actitudes destructivas. Una nota de prensa de septiembre de 1991 informaba que El David de Miguel Ángel perdió la falange de un dedo del pie, por un martillazo que le dio Piero Cannata. Este último, quien presentó claros indicios de desequilibrio, informó que había cometido el ultraje porque se lo pidió la Bella Nani. Esta última es una hermosa veneciana del siglo XVI inmortalizada en un cuadro de El Veronés.

Agrega la nota que los psiquíatras de los hospitales florentinos están familiarizados con el síndrome de despersonalización que sufren numerosos turistas, aparentemente sobrecogidos ante la magnificencia y esplendor de tantas obras de arte. En 1972 otro desequilibrado, Lazlo Toh, atentó contra la Piedad en la Basílica de San Pedro en El Vaticano. Por cierto que a partir de ese incidente se tomaron precauciones que pusieron a mayor resguardo dicha obra.

Por lo visto el síndrome no se presenta solamente ante la belleza de las ciudades sino también ante la perfección de algunas obras artísticas que producen un súbito cambio en el comportamiento de algunas personas. Y la maestría de ciertos artistas lo provoca con mayor frecuencia. Por ello concluye el artículo de prensa citado afirmando que “el genio de Miguel Ángel parecería atraer más que otros artistas el impulso destructivo de los desequilibrados”.

Sin embargo el síndrome de Stendhal no sólo tiene lugar en Italia. Hay quienes sostienen que existen ciudades por otros rumbos que por su singular belleza dan lugar a algo muy similar; es el caso de Praga según lo narra Rodrigo Fresán.

(…) Praga es una Ciudad singularmente generosa con el turista porque parece haber sido construida para ser apreciada -con la boca abierta y los ojos más abiertos todavía- por el forastero que no da crédito a que la Praga que creó en su imaginación se parezca tanto pero tanto a la Praga que imaginaron sus creadores. Ana -quien saca las fotos de todo esto, quien asegura que no le van a alcanzar los rollos de película que trajo y que se confiesa agotada por una ciudad tan descaradamente fotogénica- se derrumba aquejada, tal vez, de un hipotético «mal de Praga», versión centroeuropea del «mal de Stendhal» o «de Florencia».

La revista Muy Interesante refiere lo que acontece a algunos japoneses durante su visita a París.

Una docena de turistas japoneses al año tienen que ser repatriados de la capital francesa después de ser víctimas del "síndrome de París". Se trata de un trastorno identificado hace veinte años por el psiquiatra Hiroaki Ota que aparece cuando un nipón que viaja a la capital francesa observa fuertes contrastes entre sus expectativas y la realidad parisina y sufre una crisis nerviosa. Los educados turistas japoneses que llegan a la ciudad son incapaces de separar la visión idealizada de la ciudad creada a partir de películas como Amelie, de la realidad de una moderna y bulliciosa metrópolis y del rudo carácter de los franceses, a veces bastante groseros.
La embajada japonesa tiene una línea telefónica disponible las 24 horas para los turistas que padezcan de este severo "shock cultural" y pueden ofrecerles tratamiento hospitalario de emergencia si es necesario.

Pero las ciudades no solo desequilibran al viajero por su belleza artística sino también por sus connotaciones religiosas. Una nota de prensa, que ya tiene algunos años, da cuenta del llamado síndrome de Jerusalén por el que “una media de 50 turistas extranjeros enloquecen cada año en esta ciudad y deben ser internados en hospitales psiquiátricos”. Agrega la nota que el doctor Yair Barel, a cargo de los servicios de psiquiatría en el distrito de Jerusalén, sostiene que “hay visitantes que llegan cargados con visiones del Antiguo Testamento o de los Evangelios, y el contacto con la atmósfera mítica de Jerusalén les causa el brote de la locura”. Agrega el artículo que los casos más comunes son los turistas que se sienten Jesucristo, oyen la voz del Mesías, son emisarios del Mesías, Moisés o San Juan Bautista.

Es así que en este afán de competencia que caracteriza al mundo actual es posible que no falte mucho, si es que aún no ha sucedido, para que alguien organice un concurso en el que mediante el voto popular se confeccione la lista de ciudades que habría que incluir como susceptibles de generar el síndrome de Stendhal.

Por mi parte propongo la ciudad de Oaxaca en la que es posible encontrar a tanto extranjero con aspecto de andar extraviado de sí mismo. Muchas veces me dijeron que ello se debía al consumo de hongos alucinógenos sin el acompañamiento debido, allá por  los rumbos de María Sabina. Pero ahora me pregunto si ello no será obra del síndrome de Oaxaca…

martes, 9 de julio de 2013

Tierra de compadres


En México el compadrazgo es una tradición que se las trae, tan es así que Joaquín Antonio Peñalosa se refiere a “la insigne y nacional institución del compadrazgo” a la que analiza en forma pormenorizada.

No hay mexicano que no haya soñado tener al menos un compadre, una comadre y un ahijado. Algunos hacen colección.
Don Luis Berruecos, que publicó por 1977 una interesante investigación sobre El compadrazgo en América Latina (análisis antropológico de 106 casos), cuenta que en la sierra de Puebla se topó con un varón muy prestigiado que tenía nada menos que 102 ahijados, era de hecho el dueño del pueblo.
Aunque puede barruntarse una especie de compadrazgo en el mundo azteca y maya, irrumpe aquí con la llegada de los evangelizadores y la implantación del cristianismo; ya que el auténtico compadrazgo es el parentesco que contraen con los padres de una criatura, los padrinos que la llevan a bautizar o a confirmar. Pero fue tanto el éxito del compadrazgo, que si por ley eclesiástica se urgía únicamente en el bautismo y en la confirmación, enseguida se extendió a otros sacramentos. Y así hubo padrinos de matrimonio, que en realidad son testigos; padrinos de primera comunión, ordenación sacerdotal y aun unción de los enfermos. Todavía en algunos lugares del país, la persona que trae al sacerdote para que ayude a bien morir al enfermo, se considera padrino del moribundo.
Del ámbito de los sacramentos, el compadrazgo se extendió a diversos ritos y ceremonias religiosas secundarias: padrinos de bendición de imágenes, escapularios, bendición de casas y vehículos; padrinos de presentación del niño de tres años al templo o de la señorita que, entre gasas color de rosa, agradece cumplir los quince años. En el norte del país, la quinceañera invita madrinas a porrillo, a título de pedigüeña disfrazada; pues hay madrina de misa, de pastel, de salón de belleza, de fotografía, de orquesta, de bocadillos y de cubas libres. Una sola quinceañera, en una sola noche, es capaz de fabricar comadres como arenas tiene la playa y estrellas del cielo, este “jardín azul de margaritas de oro”.

 
Existe también un padrinazgo laico que surge de la convivencia y por el solo gusto. Es un verdadero privilegio esto de tener compadres con los que se puede contar tanto en los momentos complicados como festivos de la vida y quienes, a su vez, saben que pueden contar con uno. Peñalosa también se refiere a ello.
 
Por imitación y contagio de las situaciones estrictamente religiosas, el compadrazgo salió del templo a la calle, hecho un compadrazgo laico y profano, como el padrino de graduación en actos académicos, o la madrina del equipo de futbol que camina muy oronda con un ramo de flores en la mano al frente de los "Correcaminos"; en algunas zonas campesinas, existe todavía el compadrazgo motivado por el primer corte de pelo del niño, el primer corte de uñas, o la perforación de las orejas de las niñas para poner los aretes.

 
Tanto en lo religioso como en lo laico la elección de padrinos amerita grandes deliberaciones. Una vez decidido el punto se comunica al interesado (o no, ya que más da) quien luego de una resistencia menor acepta con honor la distinción de que ha sido objeto. Una vez más, recurrimos a Joaquín Antonio Peñalosa.
 
La elección de compadres es asunto de estado, se rastrea el horizonte con telescopio, se barajan nombres, se hila muy delgado en la selección; porque a falta de padres, padrinos. A veces se elige a miembros de la misma familia, que más vale lo malo por conocido, con lo que se ahondan los lazos de sangre. A veces se eligen personas sin afinidad genealógica para hacerlas en seguida parientes voluntarios. En cualquier caso, los padrinos han de ser gente honorable, si queda por ahí, y de ser posible, con nombradía social, bienes de fortuna y contactos políticos. Sin perchas de donde asirse, ¿qué vida flotante le espera al mexicano, sino la misma triste historia de su moneda?
Lo más seguro es que acepten los invitados para compadres, previas excusas de indignidad. ¿Compadre yo? Aunque no sea la persona indicada, acepto el honor que usted me hace. Un abrazo sella el compromiso y una copita, una tras otra, de las primeras que un futuro feliz depara a los flamantes compadres.
Quizá mucho más que las relaciones padrino-ahijado, sean especialmente intensas las relaciones entre compadres, cuya cálida amistad va tejida de respeto y cariño, traducida en favores, obsequios y meriendas, tal como si hubiera surgido un mandamiento nuevo: "Amarás al compadre sobre todas las cosas y a la comadre como a ti mismo" .

 
Por supuesto que no podía faltar la chacota manifiesta en el dicho popular: “compadre que a la comadre no le anda por las caderas, no es compadre de a deveras”.
 
En la vida política las relaciones de compadrazgo también cuentan con una larga historia y pueden caer en situaciones casi –o sin el casi- delictuosas. Hubo gobernantes que destacaron en este rubro. Enrique Fernández Ledesma refiere uno de estos casos.
 
Era Santa Anna aficionado a los compadrazgos. Le encantaban las alianzas de este género no sólo con gente de campanillas sociales, sino hasta con pobres diablos que, en un apuro económico y no sabiendo cómo bautizar al hijo, tenían la audacia de acudir, por medio de los pomposos memoriales de la época, a la muy magnífica y paternal generosidad de Su Excelencia... El Dictador contestaba siempre que sería el padrino de la criatura. Y esto daba pie para que el bateo se celebrase con derroches y excesos -a menudo no muy propios de un bautizo- en algún patio o saleta de los barrios bajos.
Pero también el héroe de Tampico gustaba de hacer aproximaciones y de anudar vínculos en las altas esferas. (…)
Su Alteza era compadre de las más encumbradas señoras de aquellos tiempos. Compadre, ¿de qué?... De matrimonio, de bautizo, de confirmación, del estreno de un jardín, de la apertura de un camino, de la bendición de un carruaje o de la partición de una torta de Reyes...

 
A esta situación de favorecer exclusivamente a los compadres aludió el general Lázaro Cárdenas:  “Señores, la justicia hay que defenderla más allá del huerto de mi compadre.” Los ejemplos contemporáneos de favoritismos del compadrazgo sobran; Sara Sefchovich se refiere a uno de ellos. 
 
(...) cuando el gobernador de Nayarit pudo hacerlo, colocó a sus amigos y compadres en puestos públicos y cínicamente dijo “que ninguno de los señalados era familiar directo” y agregó “tengo entendido que los compadres de un gobernador no tienen impedimento alguno para desempeñar un cargo público” [octubre 2002]. ¡Con razón el premio Nobel de Economía Gary Becker dice que el nuestro es un “capitalismo de compadres”!

 
Hay políticos que son tan generosos que reparten prebendas no sólo entre sus compadres sino entre todos sus amigos (no sea cosa de hacer odiosas distinciones). Alfonso Zárate cita un caso que no tiene desperdicio.

 
La política, dicen unos, se hace con los amigos. Hace muchos años escuché a El Colorado Sánchez Mireles soltar la frase: “A mí me acusan de que cuando dirigí el ISSSTE beneficié a mis amigos. ¿Pos qué querían?, ¿que beneficiara a mis enemigos?”. El sofisma es evidente. Vale repetir la frase: “Es más fácil convertir en amigo a un funcionario honesto, capaz y patriota, que convertir a un amigo en funcionario honesto, capaz y patriota”.
 
Así las cosas no cabe duda que el compadrazgo ocupa un lugar muy importante en la dinámica social. Nuevamente es Joaquín Antonio Peñalosa quien aclara el punto.

Gracias a estas relaciones institucionalizadas, el compadrazgo en México ha sido una fuerza integradora de la sociedad, puesto que al ensanchar el círculo familiar, establece toda una red de vasos comunicantes entre diversos grupos que se solidarizan para siempre; se multiplican las relaciones religiosas, sociales y económicas; y las camarillas políticas se refuerzan y perpetúan disfrazando un peligroso nepotismo en un sutil juego de compadres.

 
En este estado de cosas, ¡pobre de aquél que esté huérfano de padrinos!

 
El padrinazgo también se hace presente en las organizaciones delictivas del hoy llamado crimen organizado (¡vaya expresión!). El Padrino en la mafia (figura identificada con Marlon Brando por su brillante papel protagónico en la película así titulada) adquiere una relación muy estrecha con cada uno de sus subordinados y en este caso el vínculo está caracterizado por un concepto muy peculiar de lealtad.

 
En fin, el camino es muy largo entre el ayer y el hoy en este tema del padrinazgo.

jueves, 4 de julio de 2013

Mantenernos en estado de llegada


Conservar la capacidad de asombro no es cosa sencilla ya que de acuerdo con Carlos Fuentes los humanos tenemos “una capacidad constante para convertir la maravilla en la rutina”.

Así hay quienes sostienen que una buena manera de cultivar el asombro reside en viajar a lugares lejanos o instalarse en otras tierras; esto último fue lo que decidió Ramón Gómez de la Serna con objeto de fortalecer su capacidad artística.

Mi deber de precursor, de inventor durante toda la vida de cosas nuevas e insólitas, me ha dado derecho a alcanzar un sitio en América, el lugar nuevo donde, según Ortega, está “la juventud del mundo”.
En verdad, éste es el escondrijo en que me he retirado de entrambos mundos y donde me mantengo “en estado de llegada”, que ese es el único consejo que debe persistir en el emigrante artístico.

Pero también están aquellos que discrepan con esta forma de ver las cosas. Tal es el caso de Anaïs Nin para quien la novedad reside en uno mismo. “Hoy la gente está muy interesada por viajar a la Luna. Se podría llegar mucho más lejos, sin salir de dentro de uno mismo.” Tal vez por ello en opinión de Proust el descubrimiento no requiere nuevas tierras sino ojos nuevos; Germán Dehesa profundiza en ello.

Marcel Proust  jamás imaginó el servicio que me habría de proporcionar con su respuesta a esa consulta que, a principios del siglo XX, patrocinó el periódico reveladoramente llamado L’intransigeant. Muy sintéticamente expuesta, la pregunta que el periódico hizo fue la siguiente: ¿qué haría usted si supiera con toda certeza que el mundo está por terminarse? La respuesta de Proust me parece sabia y deleitosa: aprendería a apreciar lo cotidiano; todo lo que está a mi alcance, un amor, un parque, un museo, un amigo, se convertiría en un milagro; todo recuperaría su mejor aroma y su mejor sabor; no habría tiempo que perder, ya no cometeríamos la tontería de posponer nada y cumpliríamos por fin nuestra cita con la belleza.
Quizá con palabras algo distintas, esto es lo que respondió Proust.

Hoy que tanto se habla del blindaje –por cierto que por lo general con poco éxito- de la economía, deberíamos procurar blindarnos ante la burocratización de la propia vida. Chesterton lo intentó a su manera: “Voy a envejecer para todo. Para el amor. Para la mentira. Pero nunca envejeceré para el asombro: siempre me seguirán asombrando las cosas fundamentales...”


El desafío está en evitar que nuestra visión quede prisionera de la costumbre, la rutina, las falsas seguridades y todo aquello que nos puede ir encegueciendo en forma paulatina. Estamos convocados a ver –y a vernos- de otra manera ya que, como sostiene Santiago Kovadloff, “(…) si nuestra cauta lucidez predominara, no confiaríamos en la ilusoria intimidad que propone el tuteo: al mirarnos en el espejo sabríamos, al menos cada tanto, tratarnos, a nosotros mismos, de usted.”