Los días en el hospital se hacían muy largos y a
medida que Karinthy se iba recuperando, aumentaban las ganas de volver a su
ciudad, a su casa.
Dormí muy bien. Sólo permití que me dieran la mitad
del somnífero habitual porque me habían prometido que al día siguiente me
quitarían las vendas de la cabeza. Dicho acto tuvo lugar a las diez de la
mañana. Olivecrona y Söjkvist se encargaron de la tarea. Yo disfrutaba
escuchando con los ojos cerrados, en un estado de extática felicidad, el sonido
de las tijeras que me liberaban del enorme turban de gasa blanca. Experimentaba
el mismo alivio que el buzo que va subiendo metro a metro hacia la superficie.
Al terminar me entregaron un espejo de mano para que pudiera contemplar mi
aspecto. Me dio gran satisfacción ver que no me habían cortado el pelo en el
sector delantero de mi cabeza. Más temprano esa mañana me habían afeitado, así
que mi cara mostraba el aspecto de mis mejores días, extraordinariamente
delgada y pálida. Me causó una impresión muy cómica ver cómo mi enorme boca se
extendía ahora casi hasta mis orejas, haciendo juego con mi gruesa nariz.
Sonreí pudoroso, igual que una novia el día del a boda.
Solicité que se me permitiera sentarme en el borde de
la cama, con las piernas colgando, pero los médicos se opusieron. Acepté de
buena gana la negativa porque enseguida irrumpió en mi cuarto un periodista
húngaro que estaba de paso por la capital sueca. Me contagió su buen humor
desbordante; se ve que antes de venir a verme se había bebido unas copitas por
el camino. Traía de Budapest toda clase de chismes y rumores. Cuando Olivecrona
volvió a verme, mi visita se pudo de pie como un resorte y, en un alemán que
ponía los pelos de punta, le dirigió al profesor un solemne discurso “im Namen von Ungarn”: en nombre de
Hungría. Olivecrona se puso tan incómodo que abandonó la habitación sin decir
palabra. Más tarde me preguntó, con todas las precauciones del caso, a qué se
debía aquel exabrupto, y yo le expliqué que había tenido ocasión de conocer el
temperamento húngaro en su más pura expresión.
No
dejó de anotar los cambios observados en su ánimo, mejor aún en su
sensibilidad, tanto que de a momentos parecía estar habitado por otro.
(…) me siento bien físicamente; lo que no anda bien es
la moral. Estoy tan susceptible como un bebé con niñera nueva; voy irradiando
conmiseración a mi paso entre personas, animales y plantas, y por el reino
inanimado también. Un insignificante contratiempo padecido por unos
desconocidos de los que se habla en mi presencia hace brotar de mis ojos
inesperadas lágrimas, y anoche tuve que bajar la vista ante la triste mirada de
un perrito de porcelana que alguien acababa de ganar en la Rueda de la Fortuna
del hotel.
Las ganas de salir del hospital de a ratos se
transformaba en enojo y frustración, hasta que llegó el momento tan esperado.
A la mañana siguiente, 25 de mayo, exactamente tres
semanas después de la operación, mi humor estaba más cerca de la rabia que de
la impaciencia. Solicité la presencia de Olivecrona y le manifesté que me
volvería loco si no se me permitía a menos sentarme en la cama. Él me sostuvo
la mirada largo rato y luego dijo:
-¿Sentarse? ¿Por qué no incorporarse, mejor, e
intentar unos pasos?
Me tomó completamente por sorpresa la sugerencia. La
escena que siguió parecía sacada de la Biblia, o del libro de Mann. Me senté,
dejé colgar una y después la otra pierna, las afirmé en el suelo y me
incorporé. Como el funambulista que va haciendo equilibrio por la cuerda floja,
di un paso, luego otro; me detuve para cobrar aliento y di dos pasos más.
-Nada mal –dice la voz de Olivecrona, con toda
naturalidad y simpatía, como si se tratara de una nimiedad-. Creo que ya
podemos ponerle fecha a su partida. ¿Cuándo quiere salir de aquí?
La sobriedad de su anuncio me obliga a ser sobrio yo
también. Pero no puedo con mi genio: necesito hacer una broma.
-Mañana mismo –digo.
-Perfectamente –contesta el profesor-. Mañana por la
mañana le firmaré el alta y podrá irse.
Ya
estando fuera del hospital y antes de su regreso a Budapest tuvo lugar un feliz
e inesperado encuentro que le dio la oportunidad de poner en palabras la
esencia de lo vivido a nivel personal y su perspectiva acerca de lo social. La
cita es extensa pero consideramos que no tiene desperdicio.
Una mañana estoy tomando sol a la orilla del mar
cuando una muchachita esbelta y rubia pasa corriendo a mi lado excitada: parece
buscar a alguien. De repente, da media vuelta y se abalanza sobre mí con los
brazos abiertos.
-Onkel! Onkel!
Cae en brazos de su tío riendo y llorando a la vez y
me come a besos. A su espalda alcanzo a ver, envuelta en un abrigo gris, a una
dama de melena plateada. Es su madre. Hace veinticinco años que no veía a mi
hermana Gizi; aparte del color de su pelo, nada ha cambiado en ella. Han
llegado de Oslo en el tren de esta mañana. (…)
Durante el resto del día me paseo con mi sobrina
“recién nacida”. Tiene veintitrés años (…)
Mi pequeña parienta noruega, me pregunta si me siento
feliz por haber nacido de nuevo o, por el contrario, me veo a mí mismo como el
náufrago arrojado a la orilla por una ola providencial cuando ya tenía
quebrantado el ánimo. Te agradezco en el alma la compañía, mi querida Nini. Y
creo que la merezco en ambos casos. Si me sintiera ciegamente optimista, no
sería feliz de verdad, créeme; y no me refiero a lo que acaba de ocurrirme en
Estocolmo. La catástrofe ocurrió no sólo conmigo sino con todos nosotros, hace
tiempo ya…
¿Te maravillas por haberte atrevido a llamarme
náufrago? Pues es la palabra correcta. No creas que menosprecio mi suerte,
recién llegado a esta isla luego de la tormenta que casi acaba conmigo, aunque
aún ignore si esta isla será habitable. Déjame acomodar un poco mis ideas, que
las olas me han sacudido demasiado. (…)
Y, sin embargo, ¿no me ves plácido y sonriente? La
causa, mi pequeña, es que el punto de partida de la nave, ese continente con el
que tanto has soñado, hace ya tiempo que dejó de ser lo que tu ingenuidad
imagina. Sí, viven allí muchos millones de seres humanos. Sí, hay una admirable
y bondadosa naturaleza, bosques y prados, montañas y valles, son pródigas en
abundancia sus riquezas… Pero, desde hace tiempo, esa nave ya no ofrece más
seguridades, porque flota por encima de un mar que trepida fuego en sus
profundidades; a pesar de la abundancia y la riqueza, cada momento es un
inquietante regalo para los que vivimos allí… ¿Comprendes lo que te estoy
diciendo? En el fondo de nuestra alma nos damos perfecta cuenta de que todos
terminaremos viviendo en una inmensa isla de Robinson. Todos, uno por uno,
abandonados y solos; ya no se trata de que nuestra nave alcance o no la orilla
de los deseos, sino de saber si el mar será o no clemente para llevar hasta
tierra el humilde madero al que podamos agarrarnos en el momento de la catástrofe.
Allá en el continente ha habido un terremoto, mi
querida hija de navegantes intrépidos, aunque no todo el mundo se haya dado
cuenta. Ya hace tiempo que la nave de las grandes ambiciones se fue a pique, y
quienes creían que aún seguía surcando las olas están muertos, sus cuerpos
yacen en sofás de terciopelo en el fondo del mar, sus ojos de cristal están
congelados en una mueca de tonta soberbia… Pero ya ves: yo no he muerto, el
naufragio me permitió llegar a tierra. Así fue como pude entender que lo que
toca a continuación no es aspirar al máximo sino saber esperar el mínimo con
que reemprender la vida. Así deambularemos por el mundo: como Robinson deambula
por la isla a la que ha sido lanzado por las olas cuando se hundió bajo sus
pies la nave de la comprensión que construyeron unos carpinteros hijos de
carpinteros enviados por Dios hace largos siglos.
Robinson sabe aceptar como regalo cada mísero despojo
que encuentra en su recorrido por la orilla; aprende a acostumbrarse a esas
limosnas, restos de orgullosas naves, y a olvidar todo cuanto pueda echar de
menos. Se trata de apreciar el mínimo frente al máximo, de aceptar de nuestro
deudor la milésima parte de cuanto nos adeudaba y renunciar a lo demás, y
contentarnos con que nuestro acreedor no nos quite el pellejo a causa de una
deuda contraída con tanta ligereza… ¿Quejarme de la injusticia del destino, de
la injusticia de los hombres? ¡Vamos, pequeña! En la isla de Robinson no hay
lugar para eso. ¿El amigo que nos traicionó, el compañero que nos engañó, el
mercader que nos despojó? No importan, porque al mismo tiempo nos tomará entre
sus brazos el desconocido, nos salvará el extraño, nos devolverá nuestro único
traje: nuestro pellejo, aquel que la Sociedad Protectora de Gángsters se llevó
mientras dormíamos. Evitará que la Gran Empresa de Jabones nos corte los huesos
y fabrique con ellos su mercancía, y apelará a semejantes artimañas para
engañar al enemigo que nos ataca desde el interior de nuestro propio cuerpo.
Concluida estas consideraciones personales y sociales,
llega el momento de los agradecimientos y del retorno a la patria.
Pero recuerda, mi querida Nini, la frase de César en
Egipto: “Quien nunca ha esperado nada no podrá desesperar jamás”. Hacía tiempo
que yo no esperaba nada. Agradezco, por eso, a mis amigos húngaros que no me
dejaron perecer; agradezco el interés de todos cuantos se preocuparon por mi
caso; agradezco las plegarias de los desconocidos, las donaciones anónimas, las
cartas; agradezco los desvelos de los médicos y de mi esposísima; agradezco en
el alma al profesor Olivecrona los años que me quedan por vivir. (…) Y
agradezco al lector la amable atención con que me ha seguido hasta aquí.
Nos embarcamos mañana en el Britannia, a las seis y media, para volver a Hungría. El horizonte
se abre ancho ante mí. Esta travesía será, a la edad de cuarenta y nueve años,
mi primer viaje por mar.
Budapest,
diciembre de 1936.
En
otro pasaje tuvo especiales palabras de agradecimiento para las mujeres que se
hicieron presente a la hora de uno de sus retornos a Budapest.
En la estación nos espera un grupo de amigos, sobre
todo mujeres; cada una ha traído un regalo, y ríen y me quieren reconfortar.
(…) Teniendo forma humana son, a pesar
de todo, algo completamente distinto al varón: son la eterna esperanza de que
nuestra especie llegará alguna vez a algo. Si Dios accede a perdonar a la raza
humana sus pecados, lo hará únicamente por las mujeres. ¡Ruega por nosotros,
María!
¿Cómo
siguió la historia?
Juan
Forn da cuenta de ello.
Frigyes
Karinthy volvió a Budapest luego de la operación, publicó su libro, retomó su
gozosa rutina y, dos años más tarde, de vacaciones, cayó muerto de golpe
mientras se ataba los cordones de sus zapatos, a pocos meses de que Hitler
invadiera Polonia y empezara la Segunda Guerra Mundial.
Y es
que, como dice F. Oliver Brachfeld, “los gliomas no suelen perdonar sino por
poco tiempo: dos años transcurren después de la feliz operación, y un día, de
repente, en rápido colapso, Karinthy muere, víctima del mal del que el humano
arte y la ciencia pudieron triunfar, momentáneamente (…)”
Agrega
que “la enfermedad y la milagrosa, aunque efímera, salvación de nuestro autor
del terrible trance de su tumor cerebral, llegó a ser en Hungría una especie de
asunto público, que había interesado a los lectores de periódicos con una
intensidad como nunca ningún asunto de esta índole.” Es por ello que “el genial
cirujano del cerebro, Olivecrona, es invitado a Budapest, recibido y agasajado
por todos, incluso por el Regente que lo condecora”.
Hay
otra historia que amerita ser contada. Señala Forn que el reconocido neurólogo
Oliver Sacks (a quien nos hemos referido en diversos momentos en este espacio)
(…) descubrió
Viaje en torno de mi cráneo cuando
era estudiante secundario en Inglaterra, a los quince años, en una edición
popular de divulgación, y que por ese libro decidió ser neurólogo, y que cada
vez en su vida que encaró un libro nuevo pensó en Frik Karinthy, se encomendó a
su espíritu y simplemente se dejó llevar.
(…)
cuando se puso a escribir lo tomó de modelo porque, a ochenta años de su
publicación original, sigue siendo el mejor relato autobiográfico que existe de
un viaje al interior del cerebro humano.
Por último, digamos que al pasar por Alemania en su
viaje a Estocolmo, Karinthy intuyó los tiempos trágicos que venían.
(…) al despertar veo el horizonte gris y sé que
estamos más allá de la frontera, en la nueva Alemania. Es curioso que vuelva a
este país así, veinticinco años más tarde. (…)
Alemania parece más seria y adusta ahora, como si su
renacimiento no fuese tan sencillo como su nacimiento. Veo pocas construcciones
nuevas, imaginaba que habría muchas más. Delante de una casita modesta, muy
bonita por cierto, que vemos desde la ventanilla, mi esposísima me señala una
inscripción que dice: “Tampoco podríamos construir esta casa sin nuestro
Führer”.
Y concluye: “Es el primer signo de los tiempos
actuales que vemos en nuestro viaje.”