martes, 31 de marzo de 2020

¡Ah, Chihuahua!


En librerías de viejo siempre se encuentran cosas interesantes y no fue la excepción el hallazgo reciente de unos ejemplares de Crisol. Revista de crítica, correspondientes al año 1930.

En algunos números escribe Octavio Ireneo Paz Solórzano (padre del Premio Nobel de Literatura Octavio Paz Lozano, e hijo del periodista Ireneo Paz) quien se refiere al latifundismo en diversas regiones del norte del país durante el porfiriato. En el artículo incluido en el No. 23 (noviembre de 1930), se enfoca al caso de Chihuahua y Nuevo León. Y claro está que al referirse a Chihuahua no puede dejar de aludir al general Luis Terrazas y a su yerno Enrique C. Creel, personajes muy conocidos en la región.

Chihuahua, era el tipo clásico de un señorío feudal; el gran latifundista general don Luis Terrazas, era dueño casi de todo el Estado éste es el más grande de toda la República; -era un verdadero señor de horca y cuchillo,- tenía un poder omnímodo, reuniendo en su persona, además del grado militar, el de gobernador de esta Entidad, desde el año de 1860 hasta 1904, con ligeras intermitencias, como durante el Imperio de Maximiliano; volvió a tomar las riendas del poder hasta 1882, en que entró Ahumada, y más tarde de nuevo ocupó la gubernatura hasta 1904, que se la dejó a su yerno don Enrique C. Creel, pues aquí, como en Sonora Torres, Izábal y Corral se pasaban el poder, Terrazas y Creel consideraban el Estado como algo muy suyo. (…)
Estos dos hombres que tuvieron en sus manos el poder a perpetuidad, abusaron grandemente de él, acaparando la mayor parte de las tierras y no sólo, sino llegaron a ser propietarios de casas, palacios y edificios de los más lujosos de Chihuahua.
Don Porfirio Díaz al levantarse contra Juárez, le echó en cara en el Plan de la Noria, su protección a los caciques y entre éstos cita como uno de los principales a Terrazas, y posteriormente en lugar de destruir su cacicazgo, lo protegió cuanto pudo, y no sólo a él, sino a toda su familia, haciendo que acrecentaran sus tierras enormemente, hasta llegar como lo hemos dicho, a ser dueños de casi todo el Estado.

A continuación, Octavio Paz (así firmaba sus artículos) hace mención a un par de conocidas anécdotas del general Terrazas, que bien pudieran formar parte de las leyendas del poder.

Terrazas era tan rico en tierras y fincas urbanas, como en ganado; se decía que era el segundo ganadero del mundo. Referían de él dos anécdotas que pintan a las mil maravillas lo que era este señor feudal. 
En cierta ocasión llegó un ganadero de Arizona a comprar ganado y desde luego le indicaron que el que se lo podía vender era don Luis Terrazas, se dirigió a él y le preguntó si podía venderle unas cincuenta mil cabezas de ganado mayor, contestándole Terrazas sonriendo, que de qué color las quería.

El siguiente sucedido que cita es aún más conocido.

Otra vez: viajaba otro hombre de negocios por el Estado de Chihuahua, en viaje de inspección para emprender algún negocio, por lo que desde Ciudad Juárez se hizo acompañar de un guía y al atravesar por las extensas propiedades de Terrazas se le ocurrió preguntar a quién pertenecían.
-Al señor Terrazas –le respondió el guía.
-¿Y aquel ganado tan numeroso que se ve allá a lo lejos pastando?
-Al señor Terrazas.
Continuó el tren caminando por algunas horas y en determinado lugar se distinguía una finca muy grande con extensos sembradíos y una presa enorme. El viajero como buen observador preguntó nuevamente.
-Esa debe ser una hacienda. ¿De quién es?
-Del señor Terrazas.
Ya en la ciudad de Chihuahua, paseaban por las calles y al ver un soberbio palacio, volvió el norteamericano a inquirir.
-¿De quién es ese palacio?
-Del señor Terrazas.
-¿Y este hotel?
-Del señor Terrazas.
Ante contestación tan insistente, nuestro hombre todo asombrado preguntó:
-Dígame, ¿el señor Terrazas es de Chihuahua?
-No, le contestó el interpelado con cara compungida: Chihuahua es del señor Terrazas.

De esta manera lo que uno escuchó en calidad de caricatura del poder de los caudillos norteños, pareciera tener visos de realidad.

lunes, 30 de marzo de 2020

La navaja suiza


Quienes no nos cocemos al primer hervor recordamos, entre otros objetos clásicos, a la navaja suiza. Sigue existiendo pero desconozco si su importancia es la misma que supo tener hace algunos ayeres.

Una nota de la revista Muy Interesante permite tener algunos datos acerca de su origen.

Fueron los soldados americanos destinados en Europa en la II Guerra Mundial quienes popularizaron la navaja multiusos tras descubrirla en una tienda de Alemania. Se llama suiza porque era la navaja fabricada desde 1891 por los cuchilleros suizos para el ejército helvético. La oficial era muy pesada, por lo que el fabricante Elsener hizo una ligera, con dos resortes y seis utensilios, que se convirtió en uno de los objetos más vendidos en el mundo.

En relación a la famosa neutralidad suiza, que algunas fuentes ponen en cuestión, Robert Fulghum reconoce que

El asunto del ejército suizo me tiene intrigado. Tal vez se deba a que todos podemos identificarnos con un ejército que jamás va a la guerra y que nunca apoya a ningún bando sino que se limita a ocuparse de lo suyo.

Regresando al tema de la reconocida navaja suiza, estoy plenamente de acuerdo con lo que agrega Fulghum: “Hay algo civilizado en una navaja de combate que incluye un tirabuzón para destapar botellas de vino.”

viernes, 27 de marzo de 2020

La madre del escritor


Es frecuente que cuando un joven manifiesta su deseo de dedicarse al arte, en cualquiera de sus manifestaciones, lleguen voces familiares que busquen disuadirlo de tal idea con la vieja pregunta: “¿y de qué vas a vivir?” 
De acuerdo a lo que narra Alexandra Alter este no fue el caso de J.D. Salinger.
A los 18 años, cuando todavía no había publicado nada y pasaba largas horas frente a su máquina de escribir, J.D. Salinger  recibió una carta muy estimulante de alguien que lo admiraba. “Acepto su historia. La considero una obra maestra. Cobre en el correo 1.000 dólares que hay para usted. Curtis Publishing Co.”
Pero la historia toma –siempre siguiendo a Alter- un curso inesperado.
No era en realidad la carta de una editorial: ese tipo de noticias tardarían años en llegar. Era de la madre, que la había pasado por debajo de la puerta del dormitorio de Salinger una noche en la que escuchó que él estaba tipeando. 
Aquella nota fue tan trascendente para su futuro que “el escritor la guardó 73 años, hasta su muerte en 2010”. El público pudo constatarlo ya que, agrega Alexandra Alter “la nota manuscrita se expone ahora [diciembre 2019] en la Biblioteca Pública de Nueva York, como parte de la primera exhibición pública de los archivos personales de Salinger”.

jueves, 26 de marzo de 2020

La literatura erótica llega con retraso


Es posible que en tiempos de proliferación de imágenes y donde el concepto de intimidad vive cambios de consideración, la literatura erótica no atraviese por su mejor momento; no cabe duda que tuvo épocas mejores.

Las imágenes eróticas, por otra parte, vienen de larga data tal como lo señala Juan José Becerra.

(…) es un hecho que para que la escritura erótica tuviera sus chances, tanto formales como de mercado, antes debió pasar por el cadáver de las ilustraciones y las esculturas. La Venus de Willendorf tiene entre 22 mil y 24 mil años, y los dibujos eróticos sobre piedra de Fezzan tienen 7 mil.

A este respecto Karel Čapek tiene un texto –citado y adaptado por Víctor Roura- que no tiene desperdicio.

-Si no tienes nada qué hacer, muchacho –dice el señor López, pule un pedazo de piedra, pero no pintes el bisonte en la pared. ¿Para qué nos hacen falta esas tonterías?
La señora López aprieta severamente los labios.
-Si sólo fueran bisontes… -pronuncia al cabo de un momento.
-¿Qué más, pues? –pregunta el abuelo.
-Nada… -trata de defenderse la señora López-, me da vergüenza decirlo… -y de pronto-: bueno, para que lo sepas. Esta mañana he encontrado en la cueva un pedazo de colmillo de mamut. Estaba tallado como… como una mujer desnuda: senos y… lo demás, ¿sabes?
-¡No me digas! –se extraña el abuelo-. ¿Y quién lo talló?
La señora López dice, encogiéndose de hombros:
-¡Quién sabe! Alguno de los jóvenes. Yo lo he tirado inmediatamente al fuego. Pero tenía unos senos… ¡uf!

Tal vez por ello Becerra considera que “a la literatura se la puede considerar un arte rezagado”. Y argumenta

La aparición de su vertiente erótica sucede recién en la Grecia antigua y se asoma con tibieza (la huelga sexual de mujeres que representa Aristófanes en Lisístrata hace 2.300 años es más bien un uso político del erotismo por abstención).

Aun cuando el argumento de fondo se mantiene, cabe apuntar la existencia de textos –tanto religiosos como profanos- más antiguos que contienen pasajes de indudable contenido erótico.

En opinión de Becerra es la modernidad “la que revela la necesidad escondida de introducir en el arte literario una presencia sensible del cuerpo y la intimidad psíquica”.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Cuando los escritores raros dejan de serlo


En un artículo que ya tiene sus ayeres, Luis Ignacio Helguera reconocía su interés por “explorar las personalidades y las obras de algunos escritores raros (Virgilio Piñera, Pedro F. Miret, Pita Amor, Saki, Roland Topor, Aloysius Bertrand, Charles Bukowski, entre otros) (…)”. Pero admite que lo que nunca imaginó es “que se desataría en estos desconcertantes inicios del siglo XXI un boom de interés en los raros”.

¿Cuál era el motivo de ir tras la obra de estos escritores marginales?  Helguera no deja lugar a dudas: “Mi inclinación por los raros era (es) una consecuencia natural de mi fobia a los bestsellers, a los autores que hay que leer, a las modas literarias.”

Sin embargo el poder de estas últimas resulta avasallador al infiltrarse por múltiples resquicios en el mundo de las letras.

Pero la moda no respeta nada: todo lo doma la moda (a la moda, dómala, debiera ser palindrómicamente). Hasta lo más raro, lo más singular, acaba, por lo visto, absorbido por esa frívola glotona, por esa gran puta.

Una vez más queda de manifiesto, como sostiene Javier Gomá Lanzón, que la moda termina incorporando las transgresiones, las vuelve parte del mercado.

Llegados a este punto, Luis Ignacio Helguera se interroga acerca del destino de los raros de otrora.

¿No eran acaso auténticos raros Horacio Quiroga, Felisberto Hernández o Juan Rulfo cuyas obras circulan hoy en idiomas y ediciones múltiples? ¿No era un raro Pessoa, sobre cuyos últimos días publicó recientemente Antonio Tabucchi, autor de moda, un librito de éxito?

Pero el carácter inequitativo de la confrontación no llevaría a Helguera a desistir de su compromiso con los raros. “¿Es una casualidad que el escritor raro José de la Colina y el que escribe estas líneas coincidamos actualmente en la impartición de cursos sobre escritores raros o extraños?”

martes, 24 de marzo de 2020

Cuando todo se dice en pocas palabras


La vida no es fácil, menos aún en tiempos de apreturas materiales y emocionales. John Berger evoca de cuando niño la presencia de su madre por medio de breves pincelazos que lo dicen todo.

Se volvía para que no la viera llorar

¿A qué se debería aquella discreción materna? Surge la primera respuesta posible.

Puede que lo hiciera para no ponerme triste

Sabido es que en el terreno de las conjeturas, siempre cabe más de una

(…) pero también porque sus lágrimas la llevaban a otro tiempo, antes de que yo ni siquiera estuviera en sus pensamientos.

El niño aprendía que todo lleva su tiempo.

Yo esperaba mien­tras lloraba, como uno espera en un paso a nivel a que ter­mine de pasar un tren con muchos vagones.

Hasta que las lágrimas se iban y regresaban las palabras.

Al cabo de un rato se secaba las lágrimas y decía: Nos arreglaremos.

Pero para que ello fuese posible habría que hacer milagros en lo cotidiano.

Sólo tenemos que conseguir que un poco du­re mucho.

Todo parece indicar que lo consiguieron.

lunes, 23 de marzo de 2020

Un examen original


Hay docentes que no quieren hacer las mismas preguntas de siempre, que buscan innovar pero sucede que a veces se le va la mano. Lo cuenta Gabriel García Márquez

Un maestro de literatura le advirtió el año pasado a la hija menor de un gran amigo mío que su examen final versaría sobre “Cien años de soledad”. La chica se asustó, con toda la razón, no sólo porque no había leído el libro, sino porque estaba pendiente de otras materias más graves.

Aunque la situación se presentaba complicada, la alumna pudo ir bien preparada a la prueba gracias al apoyo de su padre.

Por fortuna, su padre tiene una formación literaria muy seria y un instinto poético como pocos, y la sometió a una preparación tan intensa que, sin duda, llegó al examen mejor armada que su maestro.

Y fue entonces –continúa García Márquez- cuando surgió lo inesperado.

Sin embargo, éste le hizo una pregunta imprevista: qué significa la letra al revés en el título de “Cien años de soledad”. Se refería a la edición de Buenos Aires, cuya portada fue hecha por el pintor Vicente Rojo con una letra invertida, porque así se lo indicó su absoluta y soberana inspiración. 



El desenlace es previsible porque “la chica, por supuesto, no supo qué contestar.”

Lo que ya de plano constituye una paradoja –concluye García Márquez- es que el propio artista también habría sido reprobado por tan creativo profesor: “Vicente Rojo me dijo, cuando se lo conté, que tampoco él lo hubiera sabido.”

viernes, 20 de marzo de 2020

Frigyes Karinthy. Final de la historia/7


Los días en el hospital se hacían muy largos y a medida que Karinthy se iba recuperando, aumentaban las ganas de volver a su ciudad, a su casa.

Dormí muy bien. Sólo permití que me dieran la mitad del somnífero habitual porque me habían prometido que al día siguiente me quitarían las vendas de la cabeza. Dicho acto tuvo lugar a las diez de la mañana. Olivecrona y Söjkvist se encargaron de la tarea. Yo disfrutaba escuchando con los ojos cerrados, en un estado de extática felicidad, el sonido de las tijeras que me liberaban del enorme turban de gasa blanca. Experimentaba el mismo alivio que el buzo que va subiendo metro a metro hacia la superficie. Al terminar me entregaron un espejo de mano para que pudiera contemplar mi aspecto. Me dio gran satisfacción ver que no me habían cortado el pelo en el sector delantero de mi cabeza. Más temprano esa mañana me habían afeitado, así que mi cara mostraba el aspecto de mis mejores días, extraordinariamente delgada y pálida. Me causó una impresión muy cómica ver cómo mi enorme boca se extendía ahora casi hasta mis orejas, haciendo juego con mi gruesa nariz. Sonreí pudoroso, igual que una novia el día del a boda.
Solicité que se me permitiera sentarme en el borde de la cama, con las piernas colgando, pero los médicos se opusieron. Acepté de buena gana la negativa porque enseguida irrumpió en mi cuarto un periodista húngaro que estaba de paso por la capital sueca. Me contagió su buen humor desbordante; se ve que antes de venir a verme se había bebido unas copitas por el camino. Traía de Budapest toda clase de chismes y rumores. Cuando Olivecrona volvió a verme, mi visita se pudo de pie como un resorte y, en un alemán que ponía los pelos de punta, le dirigió al profesor un solemne discurso “im Namen von Ungarn”: en nombre de Hungría. Olivecrona se puso tan incómodo que abandonó la habitación sin decir palabra. Más tarde me preguntó, con todas las precauciones del caso, a qué se debía aquel exabrupto, y yo le expliqué que había tenido ocasión de conocer el temperamento húngaro en su más pura expresión.

No dejó de anotar los cambios observados en su ánimo, mejor aún en su sensibilidad, tanto que de a momentos parecía estar habitado por otro.
(…) me siento bien físicamente; lo que no anda bien es la moral. Estoy tan susceptible como un bebé con niñera nueva; voy irradiando conmiseración a mi paso entre personas, animales y plantas, y por el reino inanimado también. Un insignificante contratiempo padecido por unos desconocidos de los que se habla en mi presencia hace brotar de mis ojos inesperadas lágrimas, y anoche tuve que bajar la vista ante la triste mirada de un perrito de porcelana que alguien acababa de ganar en la Rueda de la Fortuna del hotel.

Las ganas de salir del hospital de a ratos se transformaba en enojo y frustración, hasta que llegó el momento tan esperado.

A la mañana siguiente, 25 de mayo, exactamente tres semanas después de la operación, mi humor estaba más cerca de la rabia que de la impaciencia. Solicité la presencia de Olivecrona y le manifesté que me volvería loco si no se me permitía a menos sentarme en la cama. Él me sostuvo la mirada largo rato y luego dijo:
-¿Sentarse? ¿Por qué no incorporarse, mejor, e intentar unos pasos?
Me tomó completamente por sorpresa la sugerencia. La escena que siguió parecía sacada de la Biblia, o del libro de Mann. Me senté, dejé colgar una y después la otra pierna, las afirmé en el suelo y me incorporé. Como el funambulista que va haciendo equilibrio por la cuerda floja, di un paso, luego otro; me detuve para cobrar aliento y di dos pasos más.
-Nada mal –dice la voz de Olivecrona, con toda naturalidad y simpatía, como si se tratara de una nimiedad-. Creo que ya podemos ponerle fecha a su partida. ¿Cuándo quiere salir de aquí?
La sobriedad de su anuncio me obliga a ser sobrio yo también. Pero no puedo con mi genio: necesito hacer una broma.
-Mañana mismo –digo.
-Perfectamente –contesta el profesor-. Mañana por la mañana le firmaré el alta y podrá irse.

Ya estando fuera del hospital y antes de su regreso a Budapest tuvo lugar un feliz e inesperado encuentro que le dio la oportunidad de poner en palabras la esencia de lo vivido a nivel personal y su perspectiva acerca de lo social. La cita es extensa pero consideramos que no tiene desperdicio.

Una mañana estoy tomando sol a la orilla del mar cuando una muchachita esbelta y rubia pasa corriendo a mi lado excitada: parece buscar a alguien. De repente, da media vuelta y se abalanza sobre mí con los brazos abiertos. 
-Onkel! Onkel!
Cae en brazos de su tío riendo y llorando a la vez y me come a besos. A su espalda alcanzo a ver, envuelta en un abrigo gris, a una dama de melena plateada. Es su madre. Hace veinticinco años que no veía a mi hermana Gizi; aparte del color de su pelo, nada ha cambiado en ella. Han llegado de Oslo en el tren de esta mañana. (…)
Durante el resto del día me paseo con mi sobrina “recién nacida”. Tiene veintitrés años (…)
Mi pequeña parienta noruega, me pregunta si me siento feliz por haber nacido de nuevo o, por el contrario, me veo a mí mismo como el náufrago arrojado a la orilla por una ola providencial cuando ya tenía quebrantado el ánimo. Te agradezco en el alma la compañía, mi querida Nini. Y creo que la merezco en ambos casos. Si me sintiera ciegamente optimista, no sería feliz de verdad, créeme; y no me refiero a lo que acaba de ocurrirme en Estocolmo. La catástrofe ocurrió no sólo conmigo sino con todos nosotros, hace tiempo ya…
¿Te maravillas por haberte atrevido a llamarme náufrago? Pues es la palabra correcta. No creas que menosprecio mi suerte, recién llegado a esta isla luego de la tormenta que casi acaba conmigo, aunque aún ignore si esta isla será habitable. Déjame acomodar un poco mis ideas, que las olas me han sacudido demasiado. (…)
Y, sin embargo, ¿no me ves plácido y sonriente? La causa, mi pequeña, es que el punto de partida de la nave, ese continente con el que tanto has soñado, hace ya tiempo que dejó de ser lo que tu ingenuidad imagina. Sí, viven allí muchos millones de seres humanos. Sí, hay una admirable y bondadosa naturaleza, bosques y prados, montañas y valles, son pródigas en abundancia sus riquezas… Pero, desde hace tiempo, esa nave ya no ofrece más seguridades, porque flota por encima de un mar que trepida fuego en sus profundidades; a pesar de la abundancia y la riqueza, cada momento es un inquietante regalo para los que vivimos allí… ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? En el fondo de nuestra alma nos damos perfecta cuenta de que todos terminaremos viviendo en una inmensa isla de Robinson. Todos, uno por uno, abandonados y solos; ya no se trata de que nuestra nave alcance o no la orilla de los deseos, sino de saber si el mar será o no clemente para llevar hasta tierra el humilde madero al que podamos agarrarnos en  el momento de la catástrofe.
Allá en el continente ha habido un terremoto, mi querida hija de navegantes intrépidos, aunque no todo el mundo se haya dado cuenta. Ya hace tiempo que la nave de las grandes ambiciones se fue a pique, y quienes creían que aún seguía surcando las olas están muertos, sus cuerpos yacen en sofás de terciopelo en el fondo del mar, sus ojos de cristal están congelados en una mueca de tonta soberbia… Pero ya ves: yo no he muerto, el naufragio me permitió llegar a tierra. Así fue como pude entender que lo que toca a continuación no es aspirar al máximo sino saber esperar el mínimo con que reemprender la vida. Así deambularemos por el mundo: como Robinson deambula por la isla a la que ha sido lanzado por las olas cuando se hundió bajo sus pies la nave de la comprensión que construyeron unos carpinteros hijos de carpinteros enviados por Dios hace largos siglos.
Robinson sabe aceptar como regalo cada mísero despojo que encuentra en su recorrido por la orilla; aprende a acostumbrarse a esas limosnas, restos de orgullosas naves, y a olvidar todo cuanto pueda echar de menos. Se trata de apreciar el mínimo frente al máximo, de aceptar de nuestro deudor la milésima parte de cuanto nos adeudaba y renunciar a lo demás, y contentarnos con que nuestro acreedor no nos quite el pellejo a causa de una deuda contraída con tanta ligereza… ¿Quejarme de la injusticia del destino, de la injusticia de los hombres? ¡Vamos, pequeña! En la isla de Robinson no hay lugar para eso. ¿El amigo que nos traicionó, el compañero que nos engañó, el mercader que nos despojó? No importan, porque al mismo tiempo nos tomará entre sus brazos el desconocido, nos salvará el extraño, nos devolverá nuestro único traje: nuestro pellejo, aquel que la Sociedad Protectora de Gángsters se llevó mientras dormíamos. Evitará que la Gran Empresa de Jabones nos corte los huesos y fabrique con ellos su mercancía, y apelará a semejantes artimañas para engañar al enemigo que nos ataca desde el interior de nuestro propio cuerpo.

Concluida estas consideraciones personales y sociales, llega el momento de los agradecimientos y del retorno a la patria.

Pero recuerda, mi querida Nini, la frase de César en Egipto: “Quien nunca ha esperado nada no podrá desesperar jamás”. Hacía tiempo que yo no esperaba nada. Agradezco, por eso, a mis amigos húngaros que no me dejaron perecer; agradezco el interés de todos cuantos se preocuparon por mi caso; agradezco las plegarias de los desconocidos, las donaciones anónimas, las cartas; agradezco los desvelos de los médicos y de mi esposísima; agradezco en el alma al profesor Olivecrona los años que me quedan por vivir. (…) Y agradezco al lector la amable atención con que me ha seguido hasta aquí.
Nos embarcamos mañana en el Britannia, a las seis y media, para volver a Hungría. El horizonte se abre ancho ante mí. Esta travesía será, a la edad de cuarenta y nueve años, mi primer viaje por mar.
                                                  Budapest, diciembre de 1936.

En otro pasaje tuvo especiales palabras de agradecimiento para las mujeres que se hicieron presente a la hora de uno de sus retornos a Budapest.

En la estación nos espera un grupo de amigos, sobre todo mujeres; cada una ha traído un regalo, y ríen y me quieren reconfortar. (…) Teniendo forma humana  son, a pesar de todo, algo completamente distinto al varón: son la eterna esperanza de que nuestra especie llegará alguna vez a algo. Si Dios accede a perdonar a la raza humana sus pecados, lo hará únicamente por las mujeres. ¡Ruega por nosotros, María!

¿Cómo siguió la historia?

Juan Forn da cuenta de ello.

Frigyes Karinthy volvió a Budapest luego de la operación, publicó su libro, retomó su gozosa rutina y, dos años más tarde, de vacaciones, cayó muerto de golpe mientras se ataba los cordones de sus zapatos, a pocos meses de que Hitler invadiera Polonia y empezara la Segunda Guerra Mundial.

Y es que, como dice F. Oliver Brachfeld, “los gliomas no suelen perdonar sino por poco tiempo: dos años transcurren después de la feliz operación, y un día, de repente, en rápido colapso, Karinthy muere, víctima del mal del que el humano arte y la ciencia pudieron triunfar, momentáneamente (…)”   

Agrega que “la enfermedad y la milagrosa, aunque efímera, salvación de nuestro autor del terrible trance de su tumor cerebral, llegó a ser en Hungría una especie de asunto público, que había interesado a los lectores de periódicos con una intensidad como nunca ningún asunto de esta índole.” Es por ello que “el genial cirujano del cerebro, Olivecrona, es invitado a Budapest, recibido y agasajado por todos, incluso por el Regente que lo condecora”.

Hay otra historia que amerita ser contada. Señala Forn que el reconocido neurólogo Oliver Sacks (a quien nos hemos referido en diversos momentos en este espacio)

(…) descubrió Viaje en torno de mi cráneo cuando era estudiante secundario en Inglaterra, a los quince años, en una edición popular de divulgación, y que por ese libro decidió ser neurólogo, y que cada vez en su vida que encaró un libro nuevo pensó en Frik Karinthy, se encomendó a su espíritu y simplemente se dejó llevar.
(…) cuando se puso a escribir lo tomó de modelo porque, a ochenta años de su publicación original, sigue siendo el mejor relato autobiográfico que existe de un viaje al interior del cerebro humano.

Por último, digamos que al pasar por Alemania en su viaje a Estocolmo, Karinthy intuyó los tiempos trágicos que venían.

(…) al despertar veo el horizonte gris y sé que estamos más allá de la frontera, en la nueva Alemania. Es curioso que vuelva a este país así, veinticinco años más tarde. (…) 
Alemania parece más seria y adusta ahora, como si su renacimiento no fuese tan sencillo como su nacimiento. Veo pocas construcciones nuevas, imaginaba que habría muchas más. Delante de una casita modesta, muy bonita por cierto, que vemos desde la ventanilla, mi esposísima me señala una inscripción que dice: “Tampoco podríamos construir esta casa sin nuestro Führer”.

Y concluye: “Es el primer signo de los tiempos actuales que vemos en nuestro viaje.”

jueves, 19 de marzo de 2020

Frigyes Karinthy. El riesgo de quedar ciego/6


Mientras se encontraba en recuperación, el profesor se hizo presente en su habitación.
(…) cuando veo entrar a Olivecrona, me siento invadido por una generosa gratitud. Querría decirle algo hermoso pero el profesor se muestra serio y lacónico; tiene prisa; está distraído (…), parece revelar hoy impaciencia y reproche:
-¿Pero quién diablos es usted en su tierra? –me pregunta desconfiado-. Desde hace días recibo una enorme cantidad de cartas de Hungría en las que me felicitan por haberle salvado la vida. (…)
Por la tarde creo comprender por qué estaba tan malhumorado Olivecrona. 
A las seis, cuando las visitas acaban de marcharse (…) quedo a solas con mi mujer. La veo inquieta, se levanta de su asiento, sale de la habitación, vuelve, pero no se decide a hablarme.
-¿Qué te pasa? –le pregunto tras una pausa prolongada. La veo luchando consigo misma durante unos instantes, hasta que al fin se decide:
-El Vikingo no me deja en paz.
Ese es el apodo con el que nombramos al profesor entre nosotros.
-Me ha exigido por tercera vez que me atreva a decírtelo.
Otra pausa.
-¿Sí? ¿De qué se trata?
-Es que no entiendo el apuro. Tal vez todavía…
Hago acopio de valor y digo:
-¿Vas a decírmelo o no?
-Según parece… Quiere que te diga que te ha salvado la vida, pero…
-¿Pero?
-Pero dice que es humanamente imposible que recuperes la vista.

En medio del colapso que le produce el anuncio, Karinthy no quiere afectar a su esposísima.

Es terrible el caos que se produce en mi interior después de tan inesperada y terrible noticia. Al principio no me oriento en mi propia alma. Los pensamientos se suceden como relámpagos; partes de mí quieren lanzar gritos desesperados, otras hacen señas desdeñosas para evitarlo. Mi mujer me está observando; comprendo que debo decir algo que la tranquilice.
-Ya he visto suficiente en mi vida.
Eso es todo.
Aranka no sabe cómo interpretar tan parcas palabras. Esperaba que me derrumbase, o me enfureciera con todos los presentes, o al menos exigiera alternativas. Ciertas preguntas serían verdaderamente pertinentes: ¿en qué basa Olivecrona su inapelable veredicto? ¿Significa eso que quedaré sumido eternamente en esta especie de penumbra? ¿O el proceso será como indicó el oftalmólogo de Budapest: se irá acentuando día a día hasta la oscuridad completa? Tal vez la operación tuvo lugar demasiado tarde, y los coágulos de sangre son irreversibles… ¿Será posible que no exista ningún procedimiento que revierta mi ceguera?
Prefiero no preguntar nada. Mi mujer se levanta perpleja y se acerca a la ventana. No sabe cómo interpretar mi falta de reacción. ¿Debe tomarme por un héroe o por un imbécil?

Pero aquí se presenta una vuelta de tuerca inesperada que Karinthy explica con todo detalle.

Ni un héroe ni un imbécil. ¿Quieren saber la verdad? Seguramente conocen la historia de Miguel Strogoff, el correo del zar, y su viaje de Moscú a Irkutsk, en cuyo momento culminante es hecho prisionero por los tártaros y debe contemplar cómo azotan a su madre en su presencia y luego es condenado a perder la vista. El verdugo acerca a sus ojos una espada que arde incandescente. Los párpados de Strogoff arden, el olor a carne chamuscada hace que la madre se desvanezca, el hijo se arrastra tanteando hasta ella y le susurra al oído: “Madre, no se lo digas a nadie, pero puedo ver. Las lágrimas que nublaban mis ojos cuando se acercó la espada impidieron que perdiera la vista”.
En mi fuero interno sucedió algo parecido; fue por eso que la aterradora noticia no tuvo el efecto temido. Me explico: desde la mañana sentía una sospecha que fui corroborando en silencio a lo largo del día. En el difuso óvalo de Syster Kerstin creí notar unos rasgos tan expresivos como decididos. También el rostro de Olivecrona me había llamado la atención; cuando no contesté a su pregunta fue porque precisamente en ese momento estaba descubriendo que el color de sus ojos era azul. Luego fue el turno de la cuchara, del contenido del plato, del bordado de las sábanas… Tuve que hacer un esfuerzo para no explotar de alegría. Pero aún no me atrevía a contradecir el dictamen médico, porque me faltaba una última prueba para convencerme del todo.

Todo plazo se cumple y llegaría el instante en que habría que salir de dudas; la esperanza y el temor lo acompañaban.

A las tres de la tarde me dejaron solo unos instantes y decidí que era el momento de realizar el experimento que tenía pendiente. En la mesita de noche yacía el José de Thomas Mann, que mi esposísima había traído para leerme cuando estuviera de humor. Lo coloqué ante mí sobre la sábana, me puse las gafas que venía usando desde hacía tres años.
Mi corazón latía con tanta fuerza como el del apostador que orejea los naipes en la partida más importante de su vida. No me costó esfuerzo decidir por dónde empezar: el ángulo de la página 273 estaba marcado con un doblez. Era la página en que había dejado la lectura seis semanas atrás, cuando ni con lupa podía ya distinguir las letras. Avancé varias páginas; aquellas que Rozsi me había leído en voz alta junto a mi lecho de enfermo en Budapest. Me detuve en la página 276. Recordaba bien la escena: José acaba de ser encontrado en el fondo del pozo por unos mercaderes; uno de ellos manda a su hijo a que baje y lo saque de allí. 
Mi esposísima acaba de entrar en la habitación. Cuando me vio con el libro en la mano le dije con voz muy tranquila:
-Escucha. Y luego cuéntale al Vikingo lo que vas a ver.
Sin más preámbulo, me puse a leer con toda naturalidad:
-“Sus heridas cicatrizaron al instante, a pesar del tiempo pasado en el pozo, y la tumescencia de sus ojos había desaparecido. Con los ojos bien abiertos se volvió hacia sus salvadores y sonrió al ver su sorpresa…”.
-¿Qué…?
-Calla y escucha: “Quitadle las ataduras y traedle leche para que se alivie, ordenaron. Y él bebió con tanta avidez que gran parte del líquido, apenas entrado en su boca, volvió a salir de ella, como de la boca de un recién nacido…”.
Un cuarto de hora más tarde me bajaron a la sección de oftalmología. Esta vez pude leer sin dificultad la palabra escrita encima de la puerta: Oogen. El oculista me examinó durante largo rato, en absoluto silencio. Luego de depositar en la mesa el espejo ocular murmuró una sola frase, que no expresaba ninguna convicción médica y ni siquiera figura en el léxico científico. La frase fue:
-Ein Wunder! (¡Es un milagro!).
Minutos más tarde, ya en mi cuarto, vinieron a verme una sucesión de especialistas; uno de ellos ni siquiera pertenecía a la clínica, era un oculista alemán en viaje de estudios y había sido convocado especialmente de otro instituto. A continuación entró un fotógrafo que hizo fotos de mi cabeza, por delante y por detrás, y me contó que las tomas eran para una revista médica.

En pocas, muy pocas palabras, Karinthy saca sus conclusiones. “El amor propio individual siempre cree en la excepción que confirma la regla. Según la lógica de la Medicina, yo debía perder la vista, pero aquel implacable diagnóstico no tenía en cuenta una cosa: que se trataba de mí.”

miércoles, 18 de marzo de 2020

Frigyes Karinthy. La operación/5


Previo al viaje a Estocolmo hay que hacer el equipaje lo que disminuye un poco la tensión del momento.

Las veinticuatro horas que preceden mi salida hacia Viena se hacen pasajeras gracias a los numerosos quehaceres que nos ocupan: hacer el equipaje, resolver asuntos comerciales y domésticos. Es preciso cambiar moneda, comprar dinero austríaco y dinero sueco. El horario del viaje ya está fijado: dos días en Viena, luego hacia Malmö, pasando por Berlín, hasta Estocolmo; veré por primera vez la nueva Alemania, el Tercer Reich. Mi equipaje ya está resuelto; no faltan  más que algunas minucias de mi esposísima, que me acompaña en el viaje. Entre otras cosas, le hace falta una caja de sombreros, que sus amigas le prestan.

Aun en estas condiciones hay un detalle, aparentemente insignificante pero que en realidad dice mucho, que Karinthy no pierde de vista.

Menciono esa caja de sombreros porque después se habló muchísimo de ella; nuestras amistades se dividieron en dos bandos, y aún hoy hay personas que siguen hablando de ella. En efecto, hubo algunos que tomaron a mal que mi mujer se preocupara de ese detalle cuando debía acompañar a su marido moribundo a través de toda Europa. Si me hubiera disparado un tiro a la cabeza no habría despertado ni la mitad de esas malévolas habladurías. ¿Tal vez les hubiera parecido más pertinente que llevara los sombreros en una mano y mi exánime mano en la otra? (…)

La operación tuvo lugar en Estocolmo el lunes 4 de mayo de 1936, nuevamente recurre a su humor negro al imaginar los preparativos en el periódico en que laboraba. “El redactor jefe K parpadea con sincero abatimiento y se sorprende in fraganti concibiendo la primera frase de mi necrológica (…) Será preciso tenerla escrita por cualquier eventualidad.” Veamos otra muestra de su humor.

En las vitrinas de varios negocios de la plaza Vorosnarti, en el corazón de la ciudad [Budapest], han puesto mi retrato. Mi amigo Sz se detiene frente a uno y piensa: “Qué notable sonrisa, qué expresión tan humilde, como si quisiera pedir perdón. Sin duda le sacaron esa foto cuando ya tenía el tumor en la cabeza”.

El haber tenido que permanecer despierto durante la cirugía le permitió hacer una precisa descripción de la misma.

Veamos: estoy despierto, sé dónde me hallo, me están operando. Sin duda, ahora están abriendo las meninges: incisión, pinza… (…)
¿Cuánto tiempo más podrá durar esto? Empiezo a no prestar atención, es inútil tratar de comprender esos movimientos, ruidos, incisiones, sacudidas. Sólo registro que lo hacen todo con gran rapidez. Imagino escalpelos y bisturíes, tijeras y pinzas moviéndose con endiablada velocidad, pero es imposible esperar con paciencia a que esto acabe. De vez en cuando se hace un silencio que dura largos minutos. Es inevitable sobresaltarme en esos casos, aunque me doy perfecta cuenta de que todavía no hemos llegado al final, porque todos permanecen a mi alrededor. A los mejor estamos en el momento culminante, como cuando en el circo la música calla, el foco de luz ilumina al artista y se corta la respiración del público. 
Tal vez el profesor está vacilando, con la frente fruncida, contemplando distintas estrategias. ¿Será posible extirpar todo el tumor? ¿O tal vez esté tan profundamente expandido por debajo que no valga la pena tocarlo? Puede ser que ya haya hundido su escalpelo y esté rodeándolo por los lados. Me siento lleno de angustia. ¿A qué se debe que no oiga ni una sola palabra? Hasta hace un instante me molestaba oírlos hablar; ahora temo que hayan tocado el nervio acústico y me hayan dejado sordo. No, eso es imposible, sin duda he ofendido al profesor por no contestar y por eso no pregunta nada más.
Me esfuerzo por decir algo, pero estoy demasiado cansado. De pronto parece como si oyera bajísima y sollozante, mi propia voz. ¿O es una alucinación? Debo prestar toda mi atención para saber por qué estoy sollozando; por lo menos yo debería comprenderlo, aunque los demás no comprendan. No puede consolarme el hecho de que el dolor brille por su ausencia. Al contrario, me parece más aterrador. Hay allí una amenaza horrible, sorda e irónica; una especie de preámbulo al desenlace fatal: ese interminable plazo durante el cual el verdugo ultima los preparativos. Es absolutamente imposible que estén trabajando en mi cerebro sin que esto me haga daño; es muy raro, o significa precisamente que… (…)
Sépanlo, caballeros: tengan cuidado y acaben su tarea de una vez. Aunque debo confesar que los movimientos se hacen cada vez más rápidos y hábiles. Hay que reconocerlo. Ese hábil cocinero se mueve con una velocidad que nos deja admirados, sus cortes toman forma; hace una minúscula cavidad e imperceptiblemente, con la otra mano, aparta lo que hay que apartar; una sacudida, el globo rosado parece tener vida propia pero está perdiendo la batalla contra el bisturí… Es admirable. Es imprescindible no dormirme.

Después de varias horas la operación llegó a buen término.

La recuperación llevó semanas y durante algunas jornadas perdió la noción del tiempo transcurrido, esa conciencia de temporalidad fue regresando mientras su estado de ánimo presentaba altibajos.

Los días ya son normales y reconocibles: cada uno tiene nombre y número, duran veinticuatro horas y van enlazándose con continuidad y sin interrupción ni saltos, como antes. Frío y calor, tristeza y alegría, inquietud y fe van alternándose en el engranaje de las horas. Cada jornada tiene su tortura y su delicia peculiares. Esta mañana ha empezado divinamente: durante el desayuno, la comida volvió a tener gusto (¡ah, los gratos sabores de antaño!), incluso con variedades inéditas… Por ejemplo, un queso con comino que nunca en mi vida había probado, y hasta fui capaz de aventurarme con el lenguado a la mermelada, una de las tantas variedades del smorgasbord. Felicidad de la lengua y del paladar, las saludo como el recién nacido celebra el primer sorbo de leche tibia y espumosa que pasa por su garganta.
Pero, como es natural, después de la euforia viene el desengaño. Pocas horas después del desayuno estaba pensando en el suicidio, a causa de la vergüenza y de la ira que me había producido una lavativa aplicada en condiciones degradantes, y sin éxito alguno en su propósito. Era la primera lavativa de mi vida; estaba ya de por sí avergonzado, pero lo peor fue la presencia de todo el personal femenino con sus trenzas rubias y sus rostros inescrutables.
Pasado un rato me recupero del trance (…) 

Todavía deberá enfrentar situaciones muy difíciles.

martes, 17 de marzo de 2020

Frigyes Karinthy. Entre el desaliento y el humor/4


Con la certeza de saber lo que tiene ahora se trata de emprender el camino señalado por los especialistas. El período que aquí empieza no estará exento de sinsabores y desesperanzas, tal como los que describe Karinthy.

Estoy harto, estoy harto de toda esa historia. Me aburre la enfermedad; me aburre la muerte; no tiene nada de terrible ni de conmovedor ni de sublime o aterrador: no es más que aburrimiento, un aburrimiento que me sigue a cada paso como un infecto perro cobarde y gruñidor.
Me aburre mi modo de caminar con los pies apuntados hacia adentro para no desviarme continuamente hacia el medio de la calle o contra la pared. Me aburren las largas horas en el retrete, donde siempre hace frío; me aburre el chofer que me mira con compasión al verme bajar de su coche (…)

De acuerdo a su relato en un momento en que estaba de tertulia con sus amigos, el dolor llegó a ser tan intenso que consideró la idea de poner fin a su vida.

Desprendo el reloj de mi muñeca y lo coloco ante mí, sobre la mesa. (…)
Me miran desconcertados, vacilantes o inquietos; nadie se mueve. (…)
No le he revelado a nadie, y tampoco lo haré más tarde que, transcurridos los tres minutos, estaba realmente dispuesto, por primera y última vez en mi vida, si en el lapso de diez minutos no se desvanecía mi jaqueca, a tirarme delante del primer tranvía que pasase. Nadie podrá saber si hubiera sido capaz de hacerlo o no, porque el dolor cesó inesperadamente, como un relámpago.

Aun tomando en cuenta lo anterior, hay que destacar que por lo general prevalecía el humor irónico, a veces sarcástico, con que asumía las adversidades. En la estación de Viena antes de emprender el viaje decisivo a Estocolmo recurre al humor negro.

En mi último día siento orgullo de mi comportamiento. No molesto a los que me rodean; me guardo de proferir frases extraordinarias o memorables de las que más tarde se pueda decir: "Ya lo presentía, el pobre...". Empiezo a creer que puedo sortear el mal trance sin ninguna clase de últimas palabras, de las que siempre he tenido una pésima opinión. Observo mi con conciencia y todo cuanto tengo que reprocharle es una pequeña broma de mal gusto al pie de la horca, cuando la amable mujer de un amigo pregunta si costará muy caro el viaje: “La ida cuesta bastante cara, pero la vuelta será barata; parece que las urnas con cenizas no pagan pasaje”.

Aun en el trance que vivía, tenía el ánimo suficiente para cuidar y proteger a los demás por medio de pronósticos desgarradores con los que pretendía alejar todo mal.

A la estación nos acompaña sólo el fiel Joska. Son asquerosas las estaciones de tren: sucias, malolientes, sombrías, siempre hace frío, siempre llueve, siempre hay poca luz, ¡y cómo gritan todos! Hasta Joska anda cabizbajo, no lo resisto. El humor no nace en mí de las contingencias del momento, sino que es una necesidad vital, un narcótico. Doy perpetua rienda suelta a mi humor, por antipático que eso resulte en ciertos momentos.
-Cuando vuelva de Estocolmo todo será distinto, ¿sabes? –le digo a Joska-. Iremos a ver a Pötzl, será un poco difícil, subiré a gatas por la escalera de la clínica, llevaré en las manos y rodillas unos cepillos como los de los mendigos sin piernas que piden por los senderos del Ring. Pötzl saldrá a saludarme con mucha cortesía y hará como si no notara nada especial; con gran tacto me dirá: “Veo que todo ha salido bien”. Yo me despediré amablemente y bajaré la escalera como un cangrejo, apoyándome en los cepillos.
La nariz de Joska empieza a temblar, anticipando la carcajada explosiva. Bueno, bueno, no nos pongamos sentimentales, nada de balbucear palabras lamentables. ¡Adiós, adiós, hasta la vista!, y el tren se pone en marcha.

Tiene tiempo para imaginar la manera es que puede ser recibida la noticia de su operación, de la que daba cuenta pormenorizada la prensa en Budapest.

En el depósito de la calle Szvetenay, los cadáveres yacen en cajones de hojalata. El hielo sobre el cual están colocados se va derritiendo muy lentamente. Sus semblantes expresan indiferencia, la misma que exhibe el ordenanza sentado en el umbral que mastica una rodaja de tocino. Tiene el diario abierto en la página que habla de mi operación. “¿Y este tipo quién es?”, pregunta a sus inertes compañeros de almuerzo.

Y el último ejemplo en relación a su peculiar sentido del humor aun en tiempos difíciles, tiene lugar durante su estadía en Suecia.

A media mañana suelo bajar a la pequeña pastelería llamada Röden Stugan (cabaña roja) para tomar un café. La fröken va colocando en la mesa el jarrito, el plato, la taza y yo voy pronunciando el único vocablo sueco que conozco: “Tak (gracias)”. De tanto tak, tak, tak, me siento un viejo reloj despertador. Como mi conversación resulta pobrísima, estimo indispensable establecer otro tipo de contacto (…) Intento expresarme con las manos y los pies, cuando comprendo que son inútiles las palabras que profiero en alemán e inglés. Por fin señalo la ventana y mi corazón, con ambas manos.
Lo que quiero expresar es que se trata de una primavera maravillosa, y que son igualmente maravillosos el mar y los veleros y las montañas. Puede que mis manos hayan señalado más hacia mi barriga que a mi corazón. La fröken parece reflexionar, luego exclama: “Hyassó! (¡ah, sí!)”, y tras soltar un suspiro sonoro, como es costumbre en esta tierra, señala el final del pasillo donde se puede ver en la puerta la figura que designa el sexo al que pertenezco. Pago enfurecido y me voy murmurando en mi lengua vernácula, sin el menor eufemismo, mi opinión acerca del grado de inteligencia de aquella fröken (…)

Aranka, la esposa de Karinthy, jugó un papel decisivo en el proceso que venimos describiendo. Lo acompañó amorosamente y apoyó en toda circunstancia.

(…) dejo que mi mujer me conduzca (…) Me apoyo en todo momento en su brazo, pero de pronto ella me pide que me detenga un momento y desaparece un momento. Veo que nos hallamos delante de una iglesia. Ella reaparece enseguida sin hacer el menor comentario. A los pocos pasos, no resisto a la curiosidad y pregunto:
-¿Entraste a rezar por mí? ¿Qué le prometiste a los santos?
-No es asunto tuyo –contesta Aranka y seguimos el paseo en silencio.

Por algo se refería a ella como su esposísima.

viernes, 13 de marzo de 2020

Frigyes Karinthy. El diagnóstico/3


Hemos visto que los diagnósticos amigables fueron erróneos mientras que los malestares seguían; en algún lugar Karinthy era consciente de lo que se estaba jugando.

Mientras (…) allí adentro, en las tinieblas de mi cráneo, continúa su lento y laborioso trabajo el destino, afuera vibra misteriosamente el mundo circundante. 
Algo ocurre dentro de las paredes de mi cráneo. ¿Qué será? Yo lo sé menos que nadie; los demás sólo sospechan. En alguna parte de esa sustancia blanda cuya forma nos recuerda el interior de una nuez, y cuyo color es idénticamente blancoamarillento, algo ocurre, no se puede saber todavía adónde. (…) es un juego de azar macabro (…)

Después de unas semanas en Budapest fue necesario nuevamente emprender viaje hacia Viena, ciudad triste al parecer de Karinthy. “Y de nuevo Viena. (…) Nos alojamos en el Hotel de France. Qué triste es esta ciudad; todo el mundo parece malhumorado, desconfiado.” Le atormenta pensar que el autodiagnóstico fue quien pudo haber llamado a la enfermedad.

A las diez de la mañana siguiente nos presentamos en la clínica Wagner von Jauregg. Ya desde el momento de subir la escalera, con muchas dificultades, arrastrándome penosamente, pongo trabas a todo, aplazando lo inevitable con toda clase de excusas y pretextos, y de repente me doy cuenta, con profunda desesperación, de qué es lo que me repele de este lugar. En esta misma escalera estaba parado hace tres semanas, junto a Aranka –es increíble; ese breve período me parece tan largo como toda mi vida anterior- cuando solté como una broma la idea absurda, ridícula, de que tenía un tumor cerebral.
Me tortura la tenaz sospecha de que todo comenzó al pronunciar aquellas palabras: la criatura nació cuando la llamé por su nombre. Las cosas existen porque les damos nombre; con eso las reconocemos como posibles. Y todo cuanto nos parece posible se realiza: la realidad es una creación de la imaginación humana. En el caso que nos ocupa fue así, y cada paso posterior lo confirma.

Ahora sí, es el momento de los especialistas, de los profesores, de los expertos de renombre internacional.

(…) ya está el profesor Pötzl con nosotros. Cabeza interesante: la expresión, la mirada, los ademanes revelan al artista nato; cada uno de sus rasgos irradia inteligencia, talento, sufrimiento y autodisciplina, el infalible cuarteto de síntomas de todos los artistas verdaderos, de la clase que sean, de poeta a acróbata de circo. Su cortesía no tiene nada de desagradable, está hecha de respeto y compasión; su aire distraído es simpatiquísimo, de conocedor de hombres. (…) Por lo demás, sabe perfectamente quién soy, así como yo no ignoro que su padre fue uno de los humoristas más populares de Viena. Ni siquiera hemos tocado el tema médico y ya empiezo a experimentar la misma sensación de reaseguro del pasajero de un buque sacudido por las olas cuando se entera de que el capitán acaba de encargarse personalmente del timón.

Juan Forn proporciona detalles del descubrimiento poco propicio realizado por el oculista y la posterior consulta entre especialista.

Hasta que un oculista accede a revisarlo, y descubre una papila edematosa en el fondo del ojo, y convoca de urgencia a colegas de otras disciplinas (están en el Hospital Mayor de Budapest) y se decide dejarlo internado para una batería de análisis. No sólo le revisan la vista, el oído y la coordinación, también el olfato: le dan a oler ajos y frutillas, le piden que diga la diferencia. Le preguntan cuál es su situación económica. La de siempre, contesta jocosamente Karinthy. Una enfermera lo reprende: “No debería mostrar buen humor en su estado”. Recién ahí le cae la ficha a Karinthy: “De pronto no hay punto fijo en ninguna parte. Aún me encuentro en la mitad de ese instante, tan largo como una noche entera, cuando comprendo que todos me tratan demasiado bien, es decir que algo está mal”.
Ese algo es su cerebro. Karinthy padece un tumor, en una época en que los tumores cerebrales tenían más de un 80 por ciento de mortalidad. Si no se opera urgente, quedará ciego (y ése es sólo el primero de los síntomas que le esperan), pero nadie en Hungría está capacitado para operarlo. El único capaz de salvarlo en toda Europa es una eminencia sueca, el profesor [Herbert] Olivecrona, con quien ya se han comunicado y quien lo espera con el quirófano listo en su clínica de Estocolmo. Todo esto es relatado en tiempo real porque Karinthy ha comenzado a contar en sus columnas lo que le sucede desde que oyó por primera vez los trenes fantasmas. Sus amigos inician una colecta para pagar viaje y operación: sobres anónimos con billetes arrugados llegan desde todos los rincones de Hungría. Los lectores siguen paso a paso el trayecto del coche cama que parte de Budapest a Viena y cruza luego toda Alemania con rumbo norte, cada vez más al norte. En cierto momento Karinthy siente que el tren está bailando y sale en pijama al pasillo y abre la puerta al final del vagón y ve mar a su alrededor. No está alucinando. El coche cama va en un transbordador: están cruzando a Suecia.
“Desde los cinco años preferí las fábulas de Kepler y Newton a las de los hermanos Grimm. Siempre quise saber cómo funcionan las cosas”, le dice a Olivecrona al llegar a la clínica, pero el cirujano prefiere de interlocutora a Aranka, la esposa médica de Karinthy, que también es la encargada de tomar al dictado el folletín de su marido y repetirlo después por teléfono al diario de Budapest. “No van a dormirte durante la operación porque eso aumenta los riesgos. Pero no temas, el cerebro no siente dolor”, le dice.

Se acercaban momentos difíciles de futuro incierto.

jueves, 12 de marzo de 2020

Frigyes Karinthy. Algo raro está pasando/2


Todo transcurría con normalidad hasta que –como dice Juan Forn- sucedió lo inesperado. “Un día, en el Café Central, Karinthy estaba haciendo un crucigrama y delineando mentalmente una de sus comedias teatrales cuando empezaron a partir los trenes”. Aquello que en principio no tendría nada de raro, en realidad era muy extraño y el protagonista da cuenta de ello.

En ese mismísimo momento empezaron a partir los trenes. Con una exactitud ferroviaria, a las siete y diez minutos.
Levanté la cabeza extrañado. ¿Qué había sido eso?
Era el inconfundible gruñido de esfuerzo cuando las ruedas de una locomotora se ponen en movimiento de a poco, y empiezan a chirriar, y los vagones van pasando lentos a nuestro lado, con una trepidación que va disminuyendo a medida que el tren adquiere velocidad y se aleja.
Tal vez habría sido el motor de un camión. Volví al (…) crucigrama. Pero un minuto después, salió el segundo tren, con la misma trepidación y estridencia. Giré nerviosamente la cabeza hacia la calle. ¿Desde cuándo pasaban trenes por ahí? ¿O era que estaban probando algún vehículo nuevo? El último tren que vi por las calles de Budapest fue cuando tenía siete años: era un tren de vapor que pasaba por la calle Baross, donde vivíamos en aquella época. Desde entonces, sólo existían tranvías eléctricos, y el más próximo pasaba bastante lejos, por la calle Egyetem. Miré por la ventana: tan sólo circulaban unos cuantos automóviles y los peatones habituales. Volví al crucigrama pero levanté bruscamente la cabeza tres veces más: recién con el sexto tren, me di cuenta de que estaba alucinando. (…)
Puesto que no experimentaba ningún otro síntoma, no me asusté en lo más mínimo; sólo encontré el fenómeno de lo más extraño. Y me dije que no había perdido la cabeza, no estaba alucinando, porque en ese caso sería incapaz de pensar que se trataba de alucinaciones. El problema era otro.

Así fue como quiso restarle importancia al acontecimiento pero -continúa Juan Forn- se fueron presentando otras situaciones extrañas.

Como la trepidación ferroviaria cesó a los quince minutos, Karinthy siguió con su vida cotidiana (“Estamos haciendo vida de solteros con mi hijo porque mi esposísima está estudiando freudismo en Viena”), que ese día consistía en ir a los mataderos a hacer una nota (“Al recibir el mazazo, el buey se desploma como un montón de ropa al que se le quita la percha”), de ahí al cementerio para otra nota, sobre cremación (“El cadáver no es algo tan muerto como suponemos”) y luego al ensayo de una de sus obritas (“He decidido titularla Enfermos sonrientes, me convencieron los actores”). Pero, a su paso por el Café Central, nota que en el gran espejo las figuras ondulan, y cuando lleva a su hijo a la escuela éste le dice: “¿Por qué te desvías a la derecha todo el tiempo?”, y por la noche recibe una carta de su esposa Aranka que dice: “¿Y a ti qué te pasa? Has cambiado tu caligrafía, no puedo descifrar tu letra”.

Alucinaciones auditivas, deterioro en la visión, dificultades para escribir…, los síntomas se iban acumulando sin embargo, señala Forn, los médicos amigos (tal vez precisamente por serlo) le restaban importancia. “Los médicos amigos que encuentra a su paso lo toman a la chacota: “Es una intoxicación de nicotina. Deja los cigarrillos egipcios y la vida de café por unos días. No confundas enfermedad con malas costumbres.” El propio Karinthy lo cuenta de esta manera.

El médico al que voy a consultar (…) ni siquiera me ausculta. No alcanzo a explicarle ni la mitad de los síntomas cuando me interrumpe con ademanes de suficiencia: “Querido amigo, no tiene usted ni inflamación del oído ni apoplejía. Y dejemos por el momento a aquel buen señor psicoanalista. Lo que usted padece es una intoxicación de nicotina. Alcanza con que deje inmediatamente de fumar esos cigarrillos egipcios que tanto le gustan”.

Los diagnósticos equivocados, tal como narra Karinthy, se suceden.

Después de mucho aplazar para el día siguiente lo que debiera haber hecho ahí mismo, me presenté en la clínica de un conocido especialista en oído. (…) colocó en mi nariz un largo hilo metálico provisto de un algodoncito que se deslizó a través de mi trompa de Eustaquio hasta lo más recóndito de mi oído. (…)
El facultativo diagnosticó como al pasar que yo padecía una inflamación del conducto auditivo, lo que explicaba suficientemente el traqueteo alucinatorio.

Entre que él evitaba o posponía la visita a los médicos y que los galenos amigos no querían encontrar nada malo, continuaron –dice Karinthy- los diagnósticos equivocados.

Así van pasando los días. De tanto en tanto voy a hacerme limpiar el oído, pues los trenes no dejan de ponerse en marcha en mi cabeza desde aquel famoso día, todas las tardes, a las siete y diez en punto. Ya me he acostumbrado y me importa poco; a veces casi me divierte y me tiene sin cuidado que no cese el asunto. A alguna parte irán esos trenes, algún día acabarán por llegar a su destino. 
Cenamos en casa de H, con mi viejo amigo el noble poeta y un curioso médico neuropsiquiatra que acaban de presentarme. (…) Después de cenar, ya en la calle, me quedo solo con el neuropsiquiatra. (…)
El neuropsiquiatra y yo nos sentamos en un bar; estamos los dos solos en el salón. Bebemos vino tinto. (…)
Me quejo entonces de los “trenes de las siete” y confieso que, desde hace algún tiempo, padezco frecuentes jaquecas. Esto le interesa mucho, me formula misteriosas preguntas y luego, de modo inesperado, me ofrece un atrevido diagnóstico psicoanalítico, en el que aparecen orgánicamente relacionados el zumbido de mis oídos, la jaqueca, mis anhelos, mis decepciones, mis recuerdos infantiles y hasta cierto cuento mío escrito veinte años atrás, en el cual hablaba de una pala para juntar basura. Regreso a casa de buen humor. “El psicoanálisis sirve para algo”, me digo, no sin cierto remordimiento por haberme burlado tanto de sus fanáticos.

Karinthy, como tantos otros pacientes, insiste en ir con aquellos médicos que seguramente le dirán lo que él espera.

Me di cuenta entonces de que desde hacía tiempo me encontraba practicando esa extraña estratagema que los locos ejercen a veces cuando, en vez de quejarse, prefieren negar la existencia de los síntomas de su mal, sobre todo a sí mismos. Tuve que reconocer que evitaba a los médicos serios, dignos de confianza, porque  me molestaba que no quisieran aceptar mis hipótesis más bien fantásticas. Buscaba, en cambio, el contacto de quienes se prestaban a charlar de temas “trascendentes” adaptándose a mi lógica: halagaba mi vanidad que lograra interesarles más que un paciente vulgar. A unos y a otros les iba sugiriendo lo que debían decirme, y salía contentísimo de la consulta, orgulloso de poseer un instinto médico tan bueno. De esta manera, se fue formando en mi fuero interno la convicción absoluta de que la intoxicación de nicotina se había complicado con un nerviosismo del estómago, y que bastaría una escapada a las termas de Karlsbad, en cuanto tuviera tiempo y dinero.

No deja de llamar la atención que el primer diagnóstico certero provino del propio Karinthy en ocasión de acompañar a su esposa médica en una visita a una clínica en Viena.

(…) acompaño a Aranka, mi mujer, a la clínica Wagner de Jauregg. (…)
El pasillo huele espantosamente a éter y desinfectante, nuestros pasos resuenan contra las paredes desnudas. Pasamos a la sección neurología (…) 
Mi mujer me está llamando con impaciencia desde la puerta, pero yo sigo delante de una cama como si hubiera echado raíces. ¿Qué me pasa? Llegaremos tarde.
-Y este, ¿qué tiene? –pregunto por tercera vez.
-Déjalo, no tengo tiempo para explicártelo. Es un caso grave, ¿no lo ves
-No veo gran cosa. Tiene una expresión muy rara.
-Está en fase terminal. Le quedan pocos días de vida. Tumor cerebral, inoperable.
-¡Como mi amigo Havas! Él murió de un tumor así. ¿Por eso tiene la cara…?
-¡Por Dios! –murmura mi mujer-. ¿Cuántas veces debo rogarte que no demuestres tus sentimientos delante de los enfermos? Está terminantemente prohibido; puedes provocarles trastornos anímicos.
-Pero si no comprende, estamos hablando en húngaro –contesto en susurros.
-Es igual. Comprende la mímica, sólo que simula que no ha comprendido. Hay que tener más tacto. Vámonos ya.

Pero a Karinthy le había quedado marcado el rostro del enfermo de la cama 3 y no lo olvidaría.

Aranka me precede por la amplia escalera. Yo la sigo lentamente. Afuera nos cruzamos con un médico amigo de ambos, hablamos de cosas de Budapest, nos reímos. Seguimos nuestro camino. De repente me interrumpo. ¿En qué pensaba un momento antes? ¿Qué era lo que no debía olvidar? ¡Ah, ya sé! La expresión de aquel enfermo, el de la cama número 3, a la derecha. ¿A quién me recordaba?
-¡Vamos, apresúrate!, ¿por qué caminas arrastrando los pies?
No sólo arrastro los pies, sino que me he detenido por completo, como el buey que se resiste a entrar en el matadero. Porque en ese mismísimo instante, como un relámpago, brota la idea: la expresión de aquel enfermo me hizo pensar en mi propia cara, pálida y distraída, tal como se me aparece cada mañana en el espejo, al afeitarme.
Doy dos pasos, me detengo otra vez y le digo a mi mujer, simulando ligereza:
-Aranka, creo que yo también tengo un tumor cerebral.

El diagnóstico fue rápidamente desestimado y Karinthy -tal como él mismo lo narra- regañado.

-No digas sandeces, ¿no te da vergüenza? Eres tan tonto como uno de esos estudiantes de medicina de primer año.
-¿Qué quisiste decir con eso de “estudiante de medicina de primer año”?
-Es una experiencia clásica. El alumno de medicina cree padecer inevitablemente todas las enfermedades que estudia durante la carrera. Se descubre síntomas de viruela, de cólera, de tuberculosis y de cáncer, en el mismo orden en que va estudiando esas enfermedades en los libros de texto y en sus horas de clínica. Se trata de una “hipocondría profesional” muy frecuente, es una fase que forma parte de la carrera casi, nadie la toma en serio. Tú también podrías ser víctima de ella, no  olvides que estudiaste un semestre de medicina.

Lamentablemente el diagnóstico del estudiante de primer año de medicina en esta ocasión sería preciso.