jueves, 26 de septiembre de 2013

Contra las fábulas


Actualmente existen diversas asociaciones que luchan por la desaparición de los circos así como también -aunque en menor medida- de los zoológicos, dado que consideran que unos y otros mantienen a los animales sometidos cautiverio en malas condiciones.

Ahora bien, se cometería un equívoco si se pensara que estas son las únicas manifestaciones en pro de la libertad de los animales. Nada más lejos de la realidad, ya que desde hace varias décadas hubo quienes lucharon por la misma causa si bien apuntaron a otro tipo de prisión.

Durante mucho tiempo las fábulas constituyeron un recurrido medio educativo que permitió trasmitir, particularmente a los niños, diversas enseñanzas morales. Orientados por esta finalidad, los fabulistas obligaron a los animales a comportarse a la altura de lo que se esperaba de ellos, por absurdo que fuera.

Aún cuando las fábulas contaron con buen prestigio, no faltaron quienes las hicieron objeto de sus severas críticas; Bergen Evans fue uno de estos autores.

La zoología era sirvienta de la ética. Se estudiaban los animales, no para observar sus verdaderas características, sino para encontrar ejemplos morales en su índole o comportamiento. La Historia de las bestias cuadrúpedas, de Topsell, un libro popular sobre animales, publicado en 1607, confesaba su propósito de encaminar a los hombres hacia “celestiales meditaciones sobre terrenales criaturas”, y se recomendaba particularmente para lecturas dominicales. (…)
Todo animal era así dedicado al servicio de la virtud. Decíase que la ballena fingía ser una isla y se sumergía traicioneramente cuando los desprevenidos marineros desembarcaban sobre su “escamoso pellejo”. Al hacerlo, simbolizaba al demonio que nos induce a una falsa seguridad para poder destruirnos. El castor, al ser perseguido para aprovechar sus testículos, los corta con sus dientes y los arroja a sus perseguidores, demostrando a los hombres que deben desdeñar la riqueza para salvar sus almas. (Debe explicarse que los testículos de castor eran altamente apreciados: facilitan el aborto, dice Ogilby, curan el dolor de muelas, y, picados, añaden un delicado sabor al tabaco.)
Por curiosas que parezcan ahora estas fábulas, su idea fundamental, la de que la naturaleza y conducta de los animales es una glosa de las normas morales humanas, es aún poderosa y conduce, de cuando en cuando, a extrañas tergiversaciones. Los animales son todavía, para muchas personas, pequeñas parábolas peludas, y existe el difundido propósito de encontrar la prueba de un orden sobrenatural en sus costumbres. Ernst Thompson Seton (…) llegó a escribir un libro integro para demostrar que todas las cosas vivientes obedecen a los Diez Mandamientos. Utilizó incidentes de la vida animal para ilustrar por lo menos el peligro por robo, asesinato, codicia, adulterio y desdén por la sabiduría paternal, pero encontró alguna dificultad en lograr que la zoología apoyara al monoteísmo y se opusiera al perjurio. (…)
Los hombres poseen un extraño hábito culpable de conferir sus propios ideales imposibles a los animales, y luego se mortifican de vergüenza con la idea de su inferioridad frente a los brutos. La declaración sobre de que “los seres peludos cumplen honorablemente sus deberes domésticos”, encuentra eco en millares de mentes que se acusan a sí mismas.
                                                                                             
Por su parte Manuel Gutiérrez Nájera afirma que la fábula “es la moral disfrazada de animal doméstico”, mientras que Artemio de Valle-Arizpe sostiene que “los animales han preferido enmudecer desde que los fabulistas los han hecho decir tantas necedades”. Por el contrario, Álvaro Yunque -citado por Edmundo Valadés- da voz contestataria a los animales lo que le permite enunciar una nueva versión de una de las más conocidas fábulas.
                                                                                            
Otra vez “le corbeau et le renard”
El Cuervo, subido a un árbol, estaba no con un queso según dice la fábula clásica, sí con un sangriento pedazo de carne en el corvo pico. Llegó el zorro. El olor lo hizo levantar la cabeza, vio al cuervo banqueteándose, y rompió a hablar:
-¡Oh hermoso cuervo! ¡Qué plumaje el tuyo! ¡Qué lustre! ¿No cantas, cuervo? ¡Si tu voz es tan bella como tu reluciente plumaje, serás el más magnífico de los pájaros! ¡Canta, hermoso cuervo!
El cuervo se apresuró a tragar la carne, y dijo al zorro.
-He leído a La Fontaine.

En nuestros tiempos las fábulas han perdido vigencia. Sin embargo siempre será recomendable, siguiendo el ejemplo del cuervo, leer a La Fontaine por aquello de estar sobre aviso.

martes, 24 de septiembre de 2013

Firma de desplegados


No tengo idea de cuándo surgió la costumbre de firmar desplegados (¿por qué se llamarán así?) en la prensa ya sea para denunciar situaciones de injusticia dentro o fuera de fronteras así como para solidarizarse en la defensa de causas nobles. En relación a ello Román Gubern evoca sus recuerdos de lo que aconteciera en la España gobernada por Francisco Franco.

Los años sesenta fueron años de recogidas frecuentes y nutridas de firmas contra el régimen, que a diferencia de lo que dicen que ocurría con Primo de Rivera, no parecían impresionar en absoluto a Franco. A pesar de ello, la disidencia testimonial grafológica se erigió en una de las plataformas de oposición al franquismo, lo que dio lugar a que el régimen nos llamara despectivamente “los profesionales de la firma”. Uno de los primeros manifiestos políticos que recuerdo haber firmado fue, en mayo de 1962, una carta de adhesión de 130 intelectuales catalanes a otra anterior encabezada por Ramón Menéndez Pidal, con motivo de las huelgas de Asturias. A ésta siguieron otras y, en octubre de 1963, con motivo de la muerte del minero Rafael González por presuntas torturas, 102 intelectuales dirigimos una carta a Fraga Iribarne pidiendo que tales hechos fueran investigados y se informara de ellos. Esta vez la lista de firmas estuvo encabezada por José Bergamín, quien, por temor a represalias, buscó luego... asilo en la embajada de Uruguay. Joaquín Jordá me pidió la firma, sospecho que más por el abolengo de mis apellidos que por otra cosa. La respuesta del régimen a esta carta -tanto en su periódico El Español de la época, como en las posteriores memorias de López Rodó- fue que la mayor parte de los firmantes eran desconocidos. La guerra de firmas tuvo sus escaramuzas, pues siempre procurábamos comprometer a nuevos nombres, preferentemente de la burguesía y políticamente impolutos. Yo conseguí la firma de Mercedes Salisachs, por proximidad familiar, para un texto contra los consejos de guerra después de la ejecución de Julián Grimau.
                                            

Para el caso de México, Jorge Ibargüengoitia manifiesta sus reparos ante esta forma de lucha política. 

El domingo en la noche suena el teléfono, descuelgo y oigo la voz de un antiguo amigo que me dice:
—Oye, Jorge, ¿cómo te sientes para hacer algo con respecto a Vietnam?
Si digo que al oír esto pasó por mi mente la imagen de mí mismo con brazalete de la Cruz Roja sacando muertos de entre los escombros, diría una mentira. Por mi mente no pasó nada absolutamente. Contesté pues que me sentía muy bien para hacer algo con respecto a Vietnam.
Se trataba de agregar mi firma a las de los demás miembros del Parnaso Mexicano, al pie de una petición que le estamos haciendo al presidente Echeverría, en el sentido de que durante la entrevista que tendrá en breve con el presidente Nixon se ponga firme y le diga que o suspende los bombardeos o... nos defrauda.
Esta actitud de salir en defensa de los débiles, continúa el documento, es perfectamente consistente con la que siempre ha tenido nuestro país en sus relaciones internacionales y además, constituiría una manera admirable de celebrar el Año de Juárez.
Después de leerme el texto, mi amigo me dio los nombres de algunos de los firmantes, la flor y nata de nuestro raquítico medio.
—Como verás, son buenas firmas.
—Óyeme —le dije— ese documento lo firmo yo aunque no estuviera suscrito más que por Boris Karloff y el conde Drácula.
Así que mi firma quedó agregada y de esta manera contribuiré dentro de mis posibilidades, a aliviar los sufrimientos del pueblo vietnamita.
Pero suscribir una adhesión, una protesta, una denuncia o una petición es un acto que tiene varios aspectos de interés. Por una parte al suscribir algo, hace uno pública su posición personal. Con un simple telefonazo censuro las actividades de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, me enfrento metafóricamente a su poderío, me adhiero desde mi casa y les brindo mi apoyo moral a los vietnamitas que están siendo bombardeados, etcétera.
Pero no sólo quedo en paz con mi conciencia. Por abundantes que sean las ventajas morales que se deriven de echar una firma, no son las únicas. Hay otro aspecto que es casi tan importante como el anterior. Al firmar no sólo quedará constancia para la posteridad de que ante el conflicto del sureste asiático conservé una actitud limpia y no me doblegué ante el imperialismo yanqui, sino que además me solidarizo y con cierto sentido, me igualo a los demás firmantes. Es decir, dejo constancia de que estoy “in”. En nuestro medio, no firmar un manifiesto es casi tan grave como quedar fuera de una antología.

 
Por esta misma línea transita Víctor Roura para quien los firmantes más que expresar un acto de solidaridad muestran su voluntad de ser políticamente correctos y socialmente visibles. “(…) ese fervor intelectualista que radica en apoyar cualquier cosa, a veces de manera impensada, con tal de no quedarse fuera de la fotografía cultural. Con una firma, desde el escritorio de sus respectivas residencias, los intelectuales resuelven el mundo.”

El tema fue abordado también por  José Revueltas –preso político en diversas ocasiones como consecuencia de su compromiso social-. En carta dirigida a Andrea en diciembre de 1971, citado por Carlos Monsiváis, trasmite un notorio desencanto ante la actuación de los miembros de su generación. “Mi vida personal transcurre un tanto vacía, de no ser por los camaradas jóvenes. Nada me dice, nada tengo que ver, yo no puedo tolerarla siquiera, a mi estúpida, oportunista generación. Están hundidos en la merde, aunque de vez en cuando la rocíen de lociones aromáticas (firman manifiestos) (…)”

Por su parte Luis Buñuel se sumó al grupo de reacios a la firma de desplegados: “(...) me niego siempre a firmar las peticiones que me presentan. Los pliegos de firmas no sirven más que para tranquilizar la conciencia.” No deja de reconocer que la cuestión es polémica al tiempo que expresa su voluntad en cuanto a que nadie estampe su firma por causa de él. “Ya sé que mi actitud es discutible. Por ello, si me ocurre algo, si me meten en la cárcel, por ejemplo, o desaparezco, pido que nadie firme por mí.”

En años recientes, acordes a las innovaciones tecnológicas, se solicita la firma de desplegados por medio de Internet. En un mismo día llegan invitaciones para sumarse a una larga lista (que circula por diversos países) en la que se invoca el derecho a la vida de una mujer condenada a muerte por incumplir con cierta tradición que impera en su país; o se solicita al presidente de una nación centroafricana la preservación de cierta región que amenazada por tala-montes; o se condena la matanza de miles de animales en cierto país desarrollado.

Cuando recibo convocatorias de este tipo, por una parte, me resisto a agregar mi nombre a la lista por diversos motivos. Uno de ellos tiene que ver con la facilidad descomprometida que implica tal acción para un perfecto desconocido como el de la letra. Asimismo mantengo fundadas reservas en cuanto a la eficacia o logros concretos que se pudieran alcanzar con este tipo de iniciativas. Pero por otro lado pienso que no se pierde nada si agrego mi nombre. Sí, ya sé que algo es mejor que nada pero es que a veces ese algo es tan poca cosa…

Así, cada nueva invitación deja abierta la polémica entre los diferentes inquilinos que me habitan.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Tarzán


Para los niños y jóvenes de aquellos entonces, la figura de Tarzán fue un referente de consideración. Edgar Rice Burroughs (quien nació en Chicago en 1875 y murió en 1950) fue su creador en tiempos próximos al inicio de la Gran Guerra (que luego sería conocida como Primera Guerra Mundial). Noel Clarasó narra el comienzo de esta historia en la que Edgar Rice Burroughs (quien antes de escritor fue cowboy, buscador de oro, vendedor ambulante y profesor por correspondencia) hacia 1912   
 

(…) escribió la primera aventura de Tarzán, el hombre de las selvas africanas. El editor lee un trozo y se echa a reír.
-¡Vaya disparate mayúsculo! Elija otra profesión, créame.
Durante dos años E. R. Burroughs le sigue visitando. Y, al fin, el editor, vencido por tanta insistencia, publica el libro. Es en 1914. Y así empieza la fortuna de autor y editor a la vez.
Un dato curioso de este autor que debió en parte al paisaje su inmensa fortuna: nunca había estado en África. Siempre decía que quería ir; pero escribía tantas aventuras en África, que no le dio tiempo de ir a conocer África jamás.  
                     

Gregorio Doval afirma que hubo un personaje real en quien el autor de Tarzán de los monos pudo haberse inspirado.


Según algunos estudiosos, el caso de William Mildin (o Russell, que por ambos apellidos fue conocido), decimocuarto conde de Streatham, pudo servir de inspiración (…) En efecto, este aristócrata inglés desapareció a los once años de edad, al naufragar el barco en que viajaba con su familia frente a la costa occidental de África. Sin embargo, por la extraña coincidencia de distintas circunstancias, logró sobrevivir conviviendo durante quince años con una familia de monos de la selva. Finalmente, fue descubierto casualmente en 1883. Conducido de nuevo a Inglaterra, nunca logró adaptarse por completo a su nueva condición de hombre civilizado.

                       
Las aventuras de Tarzán fueron protagonizados en el cine por diferentes actores. José de la Colina hace un recuento de ello.


A lo largo de los años, a lo largo de las décadas, en blanco-y-negro o en color, el personaje de Tarzán ha sido interpretado en el cine por muchos, sucesivos, forzudos y casi encuerados hombres con más músculos que dotes actorales (que, al fin y al cabo, ninguna falta hacían en este caso). Pasando por el personaje de Tarzán han actuado, es un decir, desde Elmo Lincoln en 1918 hasta Casper Van Dien en 1999, y todavía se supone que habría que contar últimamente a Tony Goldwyn y Alex D. Line... aunque éstos yo diría que no valen, porque en 1999 sólo pusieron sus voces para la versión, o la degradación, de Tarzán en los dibujos animados de la fábrica Disney.
Pero ninguno de los intérpretes de Tarzán vive de modo tan inmarcesible en la mitología cinematográfica como Johnny Weismuller, quien con una notable figura apolínea y una poderosa y muy conveniente nulidad actoral interpretó al protagonista en más de una docena de películas de calidad variable, de las cuales las mejores, sus dos primeras, fueron Tarzán el hombre-mono, de 1932, dirigida por Van Dyke, y Tarzán y su compañera, de 1934, dirigida por Gibbons y Conway (...)
Tres veces campeón en los Juegos Olímpicos de París, 1924, y de Ámsterdam, 1928, Johnny Weismuller (Basnat, Rumania, 1904-Acapulco, México, 1984) fue el sexto y el más célebre Tarzán de la pantalla. Su impresionante musculatura y su habilidad de nadador, más una poderosa incapacidad de emitir sus líneas verbales muy adecuada al personaje tal como la Metro Goldwyn Mayer lo concibió, le permitieron silabear elementales frases en lengua inglesa durante las primeras de una docena de películas que van desde 1932 a 1948, el año en que la creciente grasa en la cintura ya lo descalificaba como Tarzán y lo relegaba a papeles más arropados (como el de Jim de la Selva) en películas de producción cada vez menos generosa y más bajamente rutinaria, hasta que, retirado a un asilo de ancianos, aterraba a sus vecinos despertándolos por las noches lanzando el ondulante alarido que había sido su rúbrica sonora.


Y es que no son pocos los casos en que luego de llegar a cierto nivel de fama y reconocimiento, en el momento del inevitable declive las cosas se complican; difícil que el personaje abra paso a la persona. Otra anécdota cuenta que en ocasión de una fiesta al notar en determinado momento que no era suficiente reconocido, Weismuller se levantó de su asiento y comenzó a gritar: “¡Yo soy Tarzán!, ¡Yo soy Tarzán!”
 

Pero Weismuller no fue el único que sufrió la orfandad luego de haber sido Tarzán. Es así que Cristina Pacheco rescata la historia de un acapulqueño que también estuvo vinculado al personaje.
 

De no haber sido por la pérdida del habla y varias agresiones físicas, Tarzán seguiría deambulando —con sus camisas rojas y amarillas— por la jungla de edificios y estacionamientos. Durante años fue de un lugar a otro contando la historia que envejeció hasta casi morir, como los trópicos: “Johnny Weismuller vino a Las Estacas para filmar una película. A mí me contrataron de su doble. Nos parecíamos tanto que luego, cuando vimos los primeros rushes, era difícil saber quién era quién...” —y para dar mayor verosimilitud a su historia, que provoca risitas y codazos, el hombre se abre la camisa, exhibe el pecho formidable y lanza un grito: la firma de Tarzán.
No hubo intolerancia, lo que pasa es que el mundo cambió. Cada día resultó más pesada la historia, hubo menos tiempo para escucharla, menos interés por un héroe que si bien había luchado contra leones y cocodrilos, no conoció aventuras espaciales ni guerras galácticas. Al principio el anciano se valió de obsequios y generosidades —“Yo pago el café”, “Yo invito la cerveza”— con tal de mantener cautivo a su auditorio. Luego, cuando el dinero se acabó y la voz comenzó a cascarse, fue casi imposible llegar hasta el final de los relatos con tan siquiera un interlocutor.
Tarzán —como han terminado por llamarlo sus escasos familiares y amigos— un día se impacientó ante la indiferencia de su auditorio y al descubrir la burla optó por la violencia justiciera, argumento en toda selva ¿por qué no en ésta, de edificios y estacionamientos? Una consulta al médico a la fuerza; una mínima estancia en una clínica, luego en otra. Más tarde, el asilo, las visitas dominicales, mensuales; hasta llegar a las ausencias.
 
Y es que una cosa es hacer de Tarzán y otra muy diferente, creerse Tarzán.                                                                

martes, 17 de septiembre de 2013

Ciudad de México


Durante mis primeros tiempos de residir en ella, como a tantos, la ciudad de México me resultaba extraña, inabordable y muy poco agradable. Con el pasar de los años llegó la reconciliación y actualmente mantenemos un vínculo muy amigable. Sin embargo, y creo no ser muy original en ello, hubiese preferido que se encontrara más cerca del mar. Cierto día, leyendo a Jorge Ibargüengoitia entendí por qué la ciudad quedó donde quedó.

La ciudad de México fue fundada hace siete siglos por una de las tribus más agresivas de que se tenga noticia, en el centro de un lago. El agua circundante servía de defensa en tiempo de guerra, de vía de comunicación en tiempo de paz, y de alimentación en cualquier tiempo. Si no hubiera habido lago, a nadie se le hubiera ocurrido fundar una ciudad aquí, y si no hubiera habido tribus hostiles alrededor, no hubiera tenido caso fundarla en el centro de un lago. Ahora bien, con el tiempo, el lago se secó y las tribus circundantes se mezclaron y perdieron su hostilidad. Lo único que quedó fue el lodo, el hundimiento y las tolvaneras. Así que, como primera conclusión podemos decir que la ciudad está aquí, porque aquí la pusieron, pero que con su presencia en este lugar no obedece a ninguna necesidad real.       
 
El mismo autor especula acerca de cómo pudieron haber sido las cosas si el escenario se hubiese presentado en forma diferente.
 
Si los aztecas no hubieran tenido un imperio, los españoles hubieran fundado la ciudad cerca de la costa del Golfo, para quedar más cerca de casa. Esto hubiera hecho de los mexicanos grandes navegantes y, por consiguiente, buenos comerciantes, jarochos, muy alegres, mirando hacia el altiplano como quien ve el desierto. La historia hubiera sido diferente. Pero no fue así. Los españoles se internaron en el continente y con ese solo hecho determinaron una de las características fundamentales del México moderno, que es su egocentrismo.
  
Finalmente las cosas fueron como fueron y en ella nos reunimos casi en partes iguales aquellos a quienes aquí les tocó nacer aquí y quienes procedentes de diversos rumbos de cerca, lejos y muy lejos, elegimos avecindarnos en esta gran urbe. La región más transparente fue dejando de serlo y la agenda de problemas urbanos crece sin parar: zona sísmica, sobrepoblación, parque vehicular gigantesco que parece no tener fin, problemas de abastecimiento de agua, contaminación, y muchos etcéteras. Sin embargo, con todo y todo la ciudad ejerce una extraña atracción sobre sus quién sabe cuántos millones de habitantes. En una de esas porque como dice Juan Villoro aquí “la costumbre no es algo que se repite sino que se improvisa” (tal vez fue esta cualidad citadina la que llevó a Carlos Monsiváis a comentar que quien se aburre en ciudad de México se puede suicidar tranquilo porque será difícil que en otro lugar pueda encontrar suficientes estímulos para la existencia).
 
Tal vez sea por el vértigo en el ritmo de vida que con frecuencia se nos olvida nada menos que la presencia del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl; a ello alude Fernando del Paso.
 
Los que vivimos en esta Ciudad de México –yo siempre he vivido en ella, o mejor, ella siempre ha vivido en mí-, ya no vemos, casi nunca, a nuestros volcanes, y nos olvidamos que están allí. Sólo cuando el Popocatépetl hace escuchar sus bramidos o lanza a las alturas sus densas columnas de humo negro, sólo cuando escupe piedras y arena, sólo cuando amenaza con regurgitar fuego y hacer temblar la tierra hasta sus cimientos, es cuando nos acordamos de su existencia y volvemos a respetarlo y a temerlo. Al Iztaccíhuatl lo tenemos aún más olvidado: es una mujer, y está dormida.

El Zócalo es su centro indiscutible, obligado lugar de referencia en donde coinciden el poder civil y el religioso.  Monsiváis se refiere a la pluralidad de manifestaciones que coinciden en ese lugar.
 
En el Zócalo, que la hinchazón de la megalópolis reduce día a día, se han alborozado o exaltado tlatoanis y virreyes, obispos y presidentes de la República, caudillos y gobernantes de la ciudad, emperadores y plebe liberal, multitudes y turbas, tenderos del Parián y vendedores ambulantes, dictadores al mando de un ejército de medallas y visitantes ilustres, el barón de Humboldt, Charles de Gaulle, John F. Kennedy, Enrico Caruso y el papa Juan Pablo II, aliado de cobradores de la línea Zócalo-San Lázaro y usuarios del Metro, radicales y granaderos, escritores y lumpen proletarios...
(…) el Zócalo no discrimina y de todos los espacios nacionales es con mucho el más renuente a la privatización.
(…) Desde 2001 el Zócalo es el recinto o el lugar sin límites de las concentraciones únicas (las que defienden en contra del fraude el voto a favor de López Obrador son las mayores en la historia de la Ciudad de México), de los desfiles del Ejército, de las misas fuera del atrio, de las concentraciones lésbico-gays en un sábado de junio, de las Ferias del Condón, de las marchas de los de Atenco que protestan por la detención de sus líderes, de la llegada del Ejército Zapatista de Liberación Nacional ("Nunca más un México sin nosotros"), de grupos de la diversidad religiosa, de los contestatarios frente al Gobierno del DF, del plantón a favor del Voto por Voto, Casilla por Casilla, de los miedos muy pertrechados del gobierno federal, de conciertos incesantes, de la instalación artística de Spencer Tunick, de los mosaicos de flores, de las escenas de lucha libre (Tlaloc, el primer luchador científico contra Huitzilopochtli, el primer rudo), de los ritos aztecas (ya son otra cosa, como también lo son los ritos católicos).
 
No sabemos con precisión cuántos somos los que aquí vivimos; las cifras son aproximaciones con un más menos considerable. Juan Villoro relata una singular experiencia a este respecto. “Cuando el novelista Günter Grass estuvo en (ciudad de) México a principios de los años ochenta, preguntó con rigor teutón: ‘¿cuántos habitantes tiene la ciudad?’ El vértigo llegó con la respuesta que entonces se juzgaba apropiada: ‘entre 12 y 16 millones’. El margen de error, era del tamaño de Berlín Occidental, donde vivía Grass.” Esta misma cuestión es abordada por Carlos Monsiváis.
 
¿Cuál es el mapa visible o concebible de la ciudad conformada de disciplinas imprevistas y rebeliones casi rituales? ¿De dónde provienen, el orden y el desorden de la ciudad? ¿Qué disidencia se advierte en los 19 millones de habitantes de la Zona Metropolitana del Valle de México (ZMVM), constituida por el Distrito Federal, 58 municipios del Estado de México y un municipio del estado de Hidalgo? (La cifra es, engañosa por las deficiencias de los censos y el nomadismo, y el auge de las ciudades-dormitorio bien puede ocultar tres o cuatro millones más, la diosa de los Recuentos Exactos es la Conjetura.)       

Y es que la ciudad se ha transformado en el centro de peregrinación en el que se quedan muchos migrantes que proceden de todos los estados en búsqueda de mejores condiciones de vida. Una vez más recurrimos a Monsiváis.
 
Son las características del centralismo, las que imponen la gran transformación urbana. Provenientes de todos los sitios del país, los migrantes colman vecindades y azoteas, originan con rapidez colonias y hacinamientos (llamados un tiempo "ciudades perdidas"), y queriéndolo o no, diluyen sus hábitos rurales. ¿Qué familia sigue igual luego del cine, la radio, los deportes, los electrodomésticos, los momentos de celebración citadina, los viajes por la ciudad y, ya desde mediados de la década de 1950, la televisión?

Y es que como dice José Joaquín Blanco, “(…) detrás de todo chilango, hay un provinciano que ha progresado, o que ha escapado de un lugar o de una situación peores de las que la Ciudad de México ha terminado por ofrecerle. Mamasota fea y terrible –si se quiere-, pero madre que no discrimina, la capital.”
 
La ciudad sigue creciendo a pasos agigantados. Vicente Leñero retoma la definición habitual de mancha urbana y profundiza en los distanciamientos inevitables que produce vivir en esta ciudad.
 
Todos vivimos ahora sí rete lejos porque esta incontrolada ciudad se nos ha derramado como la mancha de un tintero abierto que se volcó en el valle y que dejó salir, salir, salir, el imparable flujo de la vida en común.
Tiene forma de mancha esta ciudad, toda ciudad.
Y vivas donde vivas, cada año siempre estarás más retirado de los demás. Se desparraman todos. Se te van a otra parte. Se te distancian y no los puedes tocar como otros años en que bastaba un breve viaje, diez o quince minutos en bicicleta o en autobús, para estar otra vez conviviendo con ellos.
Cómo te va.
Es cada día más arduo decir: cómo te va. Es más exacto: cómo te fue, o cómo te ha ido en tanto tiempo que ha pasado sin vernos. ¡Qué milagro! Ésa es precisamente la frase de la ciudad: ¡Qué milagro! (…)
Gorda y gigante, la metrópoli tiene fajado un cinturón –cinturón de miseria- que se revienta a cada rato. Revienta y sangra. Sangra y se infecta. Como hinchados de pus, se inflan de gente los barrios miserables. Los barrios bajos que ahora son barrios lejos: es lo mismo, igual de fastidiada vive su gente, pero también igual de esperanzada cundo de su pobreza surge una forma de existir con la cara en pregunta, una forma que se vuelve lenguaje indescifrable, argot para unos cuantos.

El trabajo de taxista requiere de alta especialización y aun los más veteranos en el oficio ante el señalamiento del destino al que desea ir el pasajero, contestan con un “ahí usted me dice por dónde” o con el más terminante de “disculpe que no lo lleve, pero no es mi rumbo”. El vínculo de los habitantes con su ciudad es bipolar: de a momentos se le ama y en otros se le odia. Así la define Maira Colín. “La ciudad de México, caótica y entrañable. Espectacular e incoherente. Fastidiosa y adorable. Sí, esa es la ciudad de México y sus absurdos son una de las grandes razones por la que nos sentimos fascinados y condenados a vivir entre sus fauces, entre sus ruidos, entre su aliento, entre su gente.”
                                                                                             
En relación a los cambios en la fisonomía urbana, Juan Villoro narra las vicisitudes que debió afrontar en su traslado a uno de los extramuros de la ciudad y la función tan importante que desempeñaron los anuncios comerciales en tanto puntos de referencia.
 
Hace algunos años me invitaron a dar una charla en la nueva sede del Colegio Alemán, situado en un fraccionamiento del que sólo conocía su bucólico y engañoso nombre, Lomas Verdes. Recorrí la ciudad hacia el norte y constaté que en las periferias urbanas no hay mejor seña de orientación que los centros comerciales. De acuerdo con Tom Wolfe, las anodinas ciudades norteamericanas sólo te indican que cambiaste de suburbio cuando encuentras una nueva tienda 7-Eleven. Algo similar ocurre en el extrarradio del D.F.
Los profesores que me invitaron al colegio me habían dado un pista clave: “pasando la Comercial”. Me tranquilicé al ver un logotipo familiar: el pelícano que empuja un carrito de supermercado de Comercial Mexicana. Avancé en pos del colegio hasta encontrar otra Comercial Mexicana, es decir, otro suburbio. Cuando ya me sentía en la frontera última, encontré... ¡una Comercial Mexicana! La urbe seguía existiendo más allá de todo cálculo, en afueras que se multiplicaban sin fin. […]  
Cuando era niño, nuestro finis terrae hacia el norte se llamaba, en forma apropiada, Ciudad Satélite. Sus pobladores conformarían una tribu marcada por el desarraigo: los satelucos, primeros mexicanos del espacio exterior. Millones de capitalinos después, Ciudad Satélite es el inicio de una vasta urbanización donde las únicas señas de identidad son las cinco o diez o quince Comerciales Mexicanas que encienden sus pelícanos de neón hacia el inescrutable horizonte. Al regresar de esta travesía, le dije a un amigo que estaba harto de ver propaganda: “No te quejes –respondió-, si quitaran los anuncios sería peor: se vería la ciudad”.
 
No se crea que la capacidad de transformación de la ciudad es algo reciente sino que muy por el contrario está en los propios genes de la ciudad y Salvador Novo se refiere a ello. “Desde Tenoxtitlán —y a diferencia de Mitla, de Chichén, de Teotihuacán, conservadas en el frigorífico de los siglos—, ha sido el destino de México sobrevivir a costa de transformarse.”
 
No obstante en esta ciudad en que el cambio es constante, es posible encontrarse con unidades habitacionales gigantescas cuyo departamentos son idénticos como clones edilicios que pudieran conducir a situaciones chuscas como la que comenta Carlos Monsiváis. “(...) Y ahora recuerdo al señor de la unidad habitacional donde todos los edificios son a tal punto iguales, que un día se equivocó de apartamento, halló una puerta abierta y como nadie le dijo nada lleva cinco años viviendo allí, así de vez en cuando se extrañe de que su mujer no recuerda nada de la luna de miel en Cuernavaca.”

Las diferentes colonias que conforman la ciudad son expresión de la desigualdad económica prevaleciente. En este escenario se han ido conformando colonias muy exclusivas a las que describe el mismo Monsiváis.
 
En los "paraísos de la exclusividad” las residencias cuestan dos, tres, siete millones de dólares, y los testigos de excepción son las legiones de asistentes domésticos, jardineros, entrenadores de perros, hacedores de imagen, guardaespaldas. El status se mide por las medidas de protección, y un megamillonario con veinte guardaespaldas aprende a vivir en el populoso aislamiento de la jerarquía. Esto modifica el rostro de la ciudad de los privilegios. En México existen 900 compañías de seguridad privada, amuletos contra la industria del secuestro y la tentación de la insignificancia, y el (no tan) pequeño ejército del recelo armado informa del traslado de la lucha de clases a la guerra de nervios y bandas feudales.         
 
Algunas de estas zonas exclusivas en un principio se hallaban apartadas, en lugares un tanto inaccesibles pero que con el crecimiento de la mancha urbana, se han convertido –al decir de Monsiváis- en ghettos en los que “la minoría próspera se considera sitiada por la mayoría insolvente”. Y es que “antes era fácil ubicarlos y arrojarlos periódicamente de la vista (redadas de limosneros, de comerciantes, ambulantes, de prostitutas). Ahora ya es inútil, son demasiados y están en todas partes.”
 
Con todos sus asegunes somos muchos quienes tenemos un profundo agradecimiento hacia esta maravillosa y compleja urbe que ha sido tan generosa con quienes nos hemos convertido en chilangos por adopción.                                             

jueves, 12 de septiembre de 2013

El ángel de las piernas torcidas


Haber sido contemporáneo de Pelé pudo opacar parcialmente su trayectoria sin embargo, por extraordinario que fuese o Rei, no se ha inventado aún la sombra que pudiera ocultar a Garrincha.

Sus orígenes, al igual que el de tantos futbolistas, no fueron fáciles. Al respecto comenta Eduardo Galeano “Alguno de sus muchos hermanos lo bautizó Garrincha, que es el nombre de un pajarito inútil y feo. Cuando empezó a jugar al fútbol, los médicos le hicieron la cruz: diagnosticaron que nunca llegará a ser un deportista este anormal, este pobre resto del hambre y de la poliomielitis, burro y cojo, con un cerebro infantil, una columna vertebral hecha una S y las dos piernas torcidas para el mismo lado.” Y sin embargo –siempre de acuerdo a lo que sostiene Galeano- el genio se impuso a los muchos diagnósticos. “Nunca hubo un puntero derecho como él. En el Mundial del 58, fue el mejor en su puesto. En el Mundial del 62, el mejor jugador del campeonato.”

El célebre poeta y músico Vinicius de Moraes, gran aficionado al fútbol, como la totalidad de sus paisanos sufría cuando las cosas se complicaban. “Mi Seleccionadito de Oro de la Copa del Mundo de 1962, yo les suplico que no jueguen más fútbol internacional porque mi pobre corazón no aguanta tanto sufrimiento (…) no me hagan más aquello del primer tiempo con España porque si no va a haber un poeta menos en el mundo (…)” Y es que en aquel partido entre España y Brasil las cosas se complicaron hasta que llegó la inspiración de Garrincha acerca de quien decía Vinicius “elogio a la santa naturaleza por haberle dado aquellas piernas chuecas con las que puso a España entre paréntesis”. A él dedicó un poema.

A un pase de Didí, Garrincha avanza
Pegado el cuero al pie, mirar atento
Dribla a uno, a dos, después descansa
Calculando el pase más perfecto.


Tiene un presentimiento: allá se lanza
Más rápido que el propio pensamiento
Dribla a uno más, a dos; la globa danza
Feliz entre sus pies -¡un pie de viento!


De repente la multitud contrita
En un acto de muerte se alza y grita
Al unísono un canto de esperanza.


Garrincha, el ángel, oye, espera: ¡Goooool!
Es pura imagen: la “G” tira uno “O”
Que entra al arco, una “L”. ¡Es pura danza!

Quien quiera ver la obra de arte del futbolista en que se inspiró el poeta, puede asomarse a aquella jugada que quedara registrada para la historia. http://www.youtube.com/watch?v=iRvlc-JUcwQ

Y fue así que quien parecía condenado a la tristeza se convirtió en motivo de alegría y celebración para sus compatriotas. Prosigue Eduardo Galeano

(…) él fue el hombre que dio más alegría en toda la historia del fútbol.
Cuando él estaba allí, el campo de juego era un picadero de circo; la pelota, un bicho amaestrado; el partido, una invitación a la fiesta. Garrincha no se dejaba sacar la pelota, niño defendiendo su mascota, y la pelota y él cometían diabluras que mataban de risa a la gente: él saltaba sobre ella, ella brincaba sobre él, ella se escondía, él se escapaba, ella lo corría. En el camino, los rivales se chocaban entre sí, se enredaban las piernas, se mareaban, caían sentados. Garrincha ejercía sus picardías de malandra a la orilla de la cancha, sobre el borde derecho, lejos del centro: criado en los suburbios, en los suburbios jugaba. Jugaba por un club llamado Botafogo, que significa prendefuego, y ése era él: el botafogo que encendía los estadios, loco por el aguardiente y por todo lo ardiente, el que huía de las concentraciones, escapándose por la ventana, porque desde los lejanos andurriales lo llamaba alguna pelota que pedía ser jugada, alguna música que exigía ser bailada, alguna mujer que quería ser besada.

Pero esta historia, como muchas otras, no tiene final feliz. A ello se refiere Galeano. “¿Un ganador? Un perdedor con buena suerte. Y la buena suerte no dura. Bien dicen en Brasil que si la mierda tuviera valor, los pobres nacerían sin culo. (…) Garrincha murió de su muerte: pobre, borracho y solo.” Se cuenta que al final de su vida, en oportunidad de ganarse el sustento cuidando carros en las proximidades del estadio de Maracaná se reencontró con un periodista que al reconocerlo afirmó: “Pero Garrincha, ¡usted ya no es usted!”

Sin embargo, y más allá de todas las adversidades, Garrincha continuará siendo siempre –como lo llamara Vinicius- “el ángel de las piernas torcidas”.

martes, 10 de septiembre de 2013

Vendedores ambulantes


La venta ambulante es una actividad sumamente difundida, prueba de ello es que no existe oficina pública, empresa privada, transporte público o crucero de cierta importancia, que esté libre de oferta de cachitos de lotería, dulces varios, periódicos, joyería de fantasía, productos de cosmetología, enciclopedias, pastillas para adelgazar, paraguas… en una amplia gama que incluye todo lo que algún día se pueda llegar a requerir y también aquello que no. 


Como la necesidad es canija hay personas que en rol de vendedores se sitúan en lugares insólitos. Recuerdo que hace años regresaba de Tlayacapan al D.F. en una de esas camionetas naranjas en las que había que ser muy valiente o inconsciente para subirse. Veníamos transitando por un camino rural en que no existía población alguna a varios kilómetros a la redonda, sin embargo allí bajo un árbol de sombra generosa estaba una señora muy viejita con una carretilla en la que ofrecía pastillas, muéganos, pepitas y chicles. Desconozco de dónde podrían surgir los potenciales clientes.

 
El centro histórico de Ciudad de México es un lugar privilegiado para los vendedores ambulantes que hacen su agosto en pleno diciembre con la proximidad de la Navidad, el año nuevo y el día de los Santos Reyes. Los vendedores establecidos -muchos de los cuales comenzaron siendo ambulantes- con argumentos tan reiterados como predecibles (pagan impuestos, tienen empleados, no venden mercancía de fayuca, caen sus ventas, etc.) exigen a las autoridades que acaben con la venta irregular. El problema no es sencillo dado que los ambulantes tienen organizaciones combativas, generalmente dirigidas por mujeres, que mantienen estrechos vínculos con los poderosos de turno en un intercambio de prebendas por compromisos electorales. Una de las lideresas más famosas fue Guillermina Rico; a través del testimonio de su hija Guillermo Osorno presenta la semblanza de su vida.

 
Silvia recordó: que su madre era una mujer pobre que cantaba en las calles mientras sus tíos tocaban las maracas. Que en 1957 ó 1958, poco después de que el regente de la ciudad Uruchurtu inauguró el mercado de La Merced para reubicar a los vendedores del centro, su madre regresó a la parte vieja a poner un puesto. Que se trajo algunas amigas con ella. Que se convirtió en una feroz defensora de los ambulantes frente al asedio de los granaderos. Que tenía una mano especial para defender a las mujeres frente a sus maridos. Que en los sesenta pasó a constituir una asociación formal que tenía unos 500 miembros de inicio. Que todos los políticos se querían fotografiar con ella. Que siempre andaba de un lado para el otro apoyando a los políticos del PRI en sus mítines. Que no es cierto que fuera una mujer rica y que tuviera un palacio de cristal en el sur de la ciudad. Que los únicos cristales que tenía eran los de su casita que se compró en La Merced. Que Guillermina Rico murió de un derrame cerebral que le provocó uno de tantos asuntos del gremio, que para entonces tenía 16 mil integrantes.

 
La mayoría de los ambulantes tienen una situación económica precaria, pero también están los privilegiados que poseen varios puestos, por no hablar de algunos prósperos comerciantes establecidos que manejan nutridas nóminas integradas por quienes atienden sus muchos puestos callejeros.

 
Ahora bien, la queja contra los vendedores ambulantes no es exclusiva de tiempos recientes tal como lo consigna una nota –con claros tintes xenofóbicos- publicada en el periódico El Nacional el 14 de marzo de 1932.
 
Entrevistamos, la tarde de ayer, al señor Rodrigo Montes de Oca, quien ha venido luchando desde hace varios años, en contra de los aboneros y comerciantes polacos, armenios, rusos, etc.
El señor Montes de Oca llamó nuestra atención sobre el desastre en que han sumido a las casas mexicanas las actividades de los vendedores, que con una petaquilla al pecho, ofrecen todos los útiles de ferretería, a precios bajísimos, dadas las facilidades con que cuentan para hacerse de la mercancía. Es obvio comprender la razón por la que un individuo extranjero, generalmente haraposo, pueda dar los artículos a menor precio que las casas mexicanas constructoras o importadoras. Existe en las calles de la Academia un gran almacén, denominado “Rosenthal”, sucursal secreta de una casa judía de Nueva York. Este almacén surte a todos lo ambulantes, dándoles la consigna, a cambio de la baratura en los precios, de ir a estacionarse o rondar cerca de las casas mexicanas del ramo. De 1926, año en que se desencadenó sobre México una gran corriente inmigratoria de indeseables, han quebrado no menos de doce ferreterías que venían operando desahogadamente.


Algunas décadas después reaparece la queja contra los ambulantes esta vez en voz de Sara Moirón, reconocida periodista, que escribe el 16 de julio de 1971

Desde hace varias semanas o meses —pero obvio que se ha hecho mucho más notable en las últimas semanas— la ciudad entera sufre una verdadera invasión-plaga-avalancha de vendedores ambulantes (…)
No hay avenida importante, calle céntrica y aun el propio Zócalo en donde no hagan su aparición esta nube de vendedores de las cosas más insólitas e insospechadas (…) La proliferación increíble del comercio ambulante es algo que hay que detener también, como dé lugar, sin brutalidades, obviamente. (...)
Es como si, de pronto, toda la ciudad se hubiese vuelto tianguis pueblerino.


La venta ambulante no sólo no está llamada a desaparecer sino que dadas las condiciones económicas actuales todo hace suponer que el gran tianguis callejero seguirá creciendo. Por otra parte, no creo que exista quien esté libre de haber comprado algo en el comercio ambulante.

jueves, 5 de septiembre de 2013

¡Y todo por culpa de Chaplin!


Hay desempleados que van de un lado a otro guiados por anuncios de periódico en busca de ese tan evasivo como anhelado trabajo que les daría el ingreso necesario para la manutención familiar. También están quienes prefieren ofrecer su especialidad (plomería, electricidad, carpintería…) en un lugar fijo de la ciudad con la esperanza que de un momento a otro llegue el cliente que requiera de sus servicios.

Nunca han faltados aquellos que optan por una estrategia más activa al convertirse en defensores del autoempleo. Emprendedores que optan por crear un nicho de mercado adecuado a sus habilidades. Homero Alsina Thevenet reseña una situación de este tipo. “En 1921 Chaplin escribió y dirigió The Kid (El chico), donde se mostraba una curiosa combinación comercial. El niño protagonista (Jackie Coogan) recorría barrios tirando piedras contra las ventanas. Detrás venía el vidriero Chaplin, que conseguía trabajo inmediato de reparación.” Y el mismo Alsina Thevenet cita otro caso que ya no procede del cine.

Entre setiembre 1996 y mayo 1997, Jason Harte (28 años) y dos cómplices rompían cristales en las tiendas más caras de Manhattan. Según el telegrama de Reuters (...) lo hacían para vender su mercancía, o sea cristales de inmediata colocación. Se estima que la maniobra les había rendido más de 155.000 dólares. La justicia condenó a Harte a cinco años de prisión.
El caso expresa una vez más la perniciosa influencia del cine sobre la ola contemporánea de delitos. Empezó en 1921.

Esta tradición no ha cesado y seguramente serían muchos los casos que se podrían traer a colación. Por lo pronto una nota de prensa del 14 de febrero de 2012 refiere un evento que presenta ligeras modificaciones.

Los Mossos d'Esquadra han detenido a dos cerrajeros de Barcelona como presuntos autores de romper cerraduras y candados de una veintena comercios para acabar haciendo las reparaciones, según ha informado la policía catalana.
Los detenidos, que regentaban una cerrajería en el barrio de Sant Antoni de Barcelona, presuntamente realizaban daños en las cerraduras y candados de los comercios de la zona, y creaban un estado de necesidad a los propietarios que, para poder continuar con su actividad, contrataban sus servicios ya que su negocio era el más próximo y conocido del barrio.
Los sabotajes sucedían desde hace dos años y simulaban ser actos vandálicos, pero los Mossos identificaron un nexo entre los diferentes hechos: aislaron la zona donde actuaban los autores de los daños y fueron identificados mediante las grabaciones de seguridad de los establecimientos. Una vez realizaban la reparación de los daños, los dos detenidos, Juan Carlos S.P., de 50 años, y Ricardo S.P., de 47, emitían una factura por los servicios realizados donde destacaban titulares publicitarios como “Gracias por confiar en nosotros” y “Se ha aplicado el 10% por ser cliente de la zona, se aplicará siempre en cualquier tienda suya”, que pretendían fidelizar al cliente.
La policía imputa a los dos cerrajeros 40 hechos delictivos entre daños y estafas diversas, y hasta 24 comercios del barrio de Sant Antoni tuvieron que solicitar los servicios de los dos arrestados.

Es de esperar que esta costumbre no haga escuela en otros oficios y profesiones: que los electricistas dañen los enchufes para luego arreglarlos, las costureras rompan la ropa para luego zurcirla, los policías sean quienes roban al tiempo que dicen perseguir al supuesto delincuente, los arquitectos construyeran con errores de estructura para luego volver a ofrecer sus servicios, etc.

¡Qué bueno que los médicos no lo hacen…! aunque por ahí andan algunas versiones de operaciones innecesarias que fueron indicadas para ganarse los emolumentos que pagan los seguros o el dinero que sale del bolsillo del paciente- cliente. Variaciones sobre un mismo tema.

¡Y todo por culpa de Chaplin!

martes, 3 de septiembre de 2013

Los acarreos

El diccionario define el término acarreo con la “acción de acarrear”. Con obediencia consulté acarrear: “llevar o conducir [animales o raro, personas a un lugar]”, “hacer que [animales o, raro, personas] se congreguen en un mismo lugar”. No pretendo discutir la sabiduría del diccionario pero entre nosotros, y en lo que tiene que ver con actos políticos, como que no está tan raro eso de que sean personas las que formen parte del acarreo. Por su parte Guadalupe Loaeza formula su propia definición.
(El acarreo) es una práctica socorrida donde la gente es convocada al ritual de las promesas, de la fe ciega y las necesidades. El acarreo es el viaje en autobús de las ilusiones y las esperanzas, es el tour ilusorio de los cambios que los políticos aprovechan a su favor sin necesariamente hacer ninguno.
Los beneficios del acarreo es que los convocados asumen el acto como un día de fiesta, como un paseo familiar, vecinal e incluso municipal que no pagan, aunque el costo resulta ser muy alto. Como el fin justifica los medios, ser acarreado puede traer la posibilidad de un viaje en autobús con alimentos incluidos para conocer zonas alejadas en su vista o deseos por venir, pero que nunca llegan.
                                                                                 
Es pertinente dejar en claro que los acarreos no son producto de la inventiva autóctona; veamos lo que comenta Noel Clarasó al respecto.
Napoleón, durante su imperio, era recibido con grandes manifestaciones de entusiasmo popular en todos los lugares por donde pasaba en sus traslados, y mucho más en los sitios donde se quedaba a pasar unas horas o una noche. Y, por documentos encontrados después, parece ser que aquellos recibimientos estaban siempre previamente organizados, incluso con una tarifa de precios establecida según la cantidad y el fervor del entusiasmo popular.

Y para que no queden dudas en cuanto a la familiaridad que tenían los franceses con estas costumbres, citemos a W. Bienstock y Curnonsky.

Esto ocurrió en tiempos de Félix Faure.
De acuerdo con la costumbre, el ministro del Interior rendía cuentas al presidente de la República del empleo de los fondos secretos.
Félix Faure escuchaba el informe de su secretario sin pronunciar una palabra. De pronto exclama:
-¿Quince mil francos para gastos de mi viaje? ¿Acaso los pasajes del ferrocarril se pagan con los fondos secretos?
-No, señor presidente; pero las aclamaciones, sí.

Así las cosas, aun cuando los acarreos no constituyen un aporte originario a la cultura universal, es posible reconocer que se han incorporado a la vida política nacional dando lugar a situaciones que van de lo trágico a lo cómico. Cabe destacar que a este tipo de prácticas recurren todos los partidos políticos.
Fabrizio Mejía Madrid rememora una ocasión en que el acarreo terminó en forma muy dolorosa.
El 24 de octubre de 1962, la CTM, la FSTSE y la CNC reciben órdenes desde la secretaría general del PRI para organizar una "apoteótica" recepción al presidente Adolfo López Mateos después de su viaje por Oriente.
"El pueblo se desbordó entusiasta para recibir al Presidente en el Zócalo." Los entusiastas de Pachuca toman Avenida Insurgentes Norte en forma de caravana de campesinos apoyadores. A la altura de los Indios Verdes, uno de los camiones de redilas, se vuelca. Sólo en el instante de la muerte, los acarreados son distinguibles, tienen nombres: José Oliver Ortiz, Leoncio Oliver González, Catarino Fernández y Guadalupe Godínez mueren en el accidente. Treinta y tres campesinos resultan heridos. "El hecho ocurrió apenas dos horas y media antes de la congregación en el Zócalo, lo cual propició que el convoy de camiones se detuviera sólo unos instantes a brindar ayuda a los accidentados y después continuara su ruta."
La foto en primera plana de El Universal: López Mateos, Emilio Uruchurtu y Manuel Tello en un coche descubierto rebosante de confeti. El Zócalo a reventar. En páginas interiores la fotografía de la volcadura: pegado al parabrisas del camión un retrato de Adolfo López Mateos de cuerpo entero: "La Constitución es nuestro discurso". Al lado, otro cartel: "traslado de contingentes" y un emblema del PRI. (...)    
¿Por qué millones de silenciosos se han vendido por una camiseta, unas tortillas y un refresco durante más de setenta años? ¿Por qué prospera, a la vista de todos y sin más remedio, el acarreo masivo de pobres a los mítines y el voto comprado? ¿No es cierto que lo que ha construido los sucesivos triunfos del PRI no son las promesas sino lo que se reparte en las campañas electorales desde leche hasta lápices? ¿No es el voto alquilado Ia relación principal entre los pobres y la política? ¿Existirá algún candidato que no sepa que en una campaña los electores se acercarán sólo a preguntarle: "Y qué nos van a dar"? ¿No es ese abismo el punto cero de la política, ahí donde los gobernantes corruptos y los electores alquilados se miran en lo que los unifica: su asco mutuo, su desprecio indiferente, su pesimismo frente al otro?         

Existen “operadores” (curiosa expresión de la jerga política) que se encargan de todas las acciones que se deben coordinar para un exitoso acarreo. No siempre ha sido fácil organizar a las masas aplaudidoras que en ocasiones se han prestado –tal como apunta Jorge Mejía Prieto- a equívocos y confusiones.
En 1964, invitados por el gobierno de México y para corresponder a la visita hecha por (Adolfo) López Mateos a Holanda, la reina Juliana y el príncipe Bernardo visitaron nuestro país. Según tradición protocolaria, los soberanos hicieron una guardia frente a la columna de la Independencia. La Confederación Nacional de Organizaciones Populares envió contingentes para que, durante el trayecto de los soberanos, les tributaran aclamaciones. No lejos del monumento patrio, un grupo de acarreados empezó a gritar al ver aproximarse a la real pareja:
—¡Vivan los reyes de la República de Holanda!
Sobresaltado, uno de los controladores corrió a decirles:
—¡Carajo, no sean brutos! ¡Holanda no es república, es reino!
Se disculparon los gritones, y dispuestos a no equivocarse esta vez, prorrumpieron a coro:
-¡Qué vivan los presidentes del reino de Holanda!
También se organizan acarreos en algunos actos culturales y de ello da cuenta Antonio Acevedo Escobedo.
Hallamos un tanto desconcertante en el libro Gabriela Mistral, de Arturo Torres-Rioseco, cierto comentario del autor al aludir a una ceremonia en la cual el maestro Antonio Caso pronunció un elevado discurso en homenaje a la poetisa chilena, allí presente:
-A la salida del teatro, centenares de indios trataban de besar las ventanillas del automóvil que llevaba a la escritora, cálido homenaje de la gente humilde y analfabeta a la cultivadora de la belleza…

Siempre de acuerdo a la versión de Acevedo Escobedo, la cita de Arturo Torres-Rioseco concluye con un comentario descalificador. “¿Quién habrá llevado allí –nos preguntamos-, a altas horas de la noche, a esas decenas de “indios analfabetos” y fetichistas?”
                                              
Es importante reconocer que han existido verdaderos maestros en el oficio. Entre los casos que más han llamado la atención destaca el que comenta Fernando Orgambides.

Cuenta un testigo que en el mitin de fin de campaña de Carlos Salinas de Gortari, el año 1988, en Veracruz, era tal el número de acarreados los que fueron llevados en autobús para hacer masa, que los funcionarios priistas, temiendo que se pudieran volver a sus casas, les regalaban un par de zapatos a cada campesino que llegaba al recinto. Lo asombroso fue que un zapato se lo daban al inicio del mitin y el otro al terminar.    
Es tal la sofisticación que exigen acciones de esta naturaleza que para Guillermo Sheridan “quizá ha llegado la hora de que alguna universidad pionera funde la licenciatura en movilizaciones y la maestría en acarreo”.

Los actos en tiempos electorales son muy predecibles y constituyen un gran mercado de promesas y compromisos de los políticos ante poblaciones que por lo general sospechan su incumplimiento. Para Fernando Savater aquí se presenta una verdadera paradoja, “por un lado no queremos ser engañados por los políticos, pero a la vez exigimos que lo hagan”. Todo esto se ha transformado de alguna manera en un juego pre-electoral del que dan cuenta diversos episodios. Uno de ellos lo narra Eduardo Galeano.

Un candidato de las fuerzas de izquierda llegó al pueblo de San Ignacio, en Honduras, durante la campaña electoral de 1997.
El orador trepó a la escalera que hacía las veces de estrado y ante el escaso público proclamó que la izquierda no soborna al pueblo, no vende favores a cambio de votos:
-¡Nosotros no damos comida! ¡No damos empleos! ¡No damos dinero!
-¿Y qué mierda dan, entonces –pregunto un borrachito, recién despertado de su siesta bajo un árbol de la plaza.

Sería un error suponer que los acarreados siempre se conducen con una actitud sumisa y resignada. Por el contrario, dentro de estos grupos han participado también quienes han dejado escuchar su inconformidad y protesta, tal como lo narra Eva Makívar.

Ayer (26/3/2003) fue el cuarto informe del gober de Quintana Roo, Joaquín Hendricks Díaz.
Clásico en los chicos y chicas priistas, llevaron en camiones unos cientos de acarreados, pues en la Cámara de diputados local no había suficiente quórum de diputados de oposición (PAN, PRD y PVEM estaban afuera haciendo un informe paralelo, y disfrutando de la batucada de la CROC, y los gritos de “¡Jendrics!, ¡Jendrics!”).
Mientras, dentro del recinto legislativo, el gober decía que entre los quintanarroenses van a dominar el imperio de la ley, y se iba acomodando toda la gente acarreada con sus respectivos líderes de colonia.
El orquestador les recomendaba:
“¡Vamos! ¡A aplaudir! ¡Griten Hendricks!, ¡Hendricks!”
Sin embargo, los acarreados gritaban: “¡Henrich! ¡Henrich!”
Muy enojado, el orquestador los corregía, hasta que una señora se paró y le replicó, fuerte para que la oyeran:
“¡Chingao, por una pinche torta y un refresco, quieren que hablemos inglés...!”
Por su parte Gabriel Zaid describe la existencia de una simbología que es propia de los acarreados. “(...) De ahí la importancia de una simbología transparente. No hay mexicano acarreado a las manifestaciones populares de hace veintitantos años, que no sepa lo que era hacer con los dedos la V de la Victoria: cerrar el trato por dos pesos que pagaba el Partido a cada manifestante popular.”
No es fácil permanecer muchas horas al sol, primero en espera de la llegada del candidato y posteriormente soportando al conjunto de oradores (o jilgueros como se les llamaba en el pasado). Por si fuera poco, no faltó el caso en que los alimentos ofrecidos estaban en mal estado ocasionando problemas que no es difícil imaginar, como los que da cuenta la siguiente nota de prensa.
En un informe preliminar dado a conocer hoy (10 de febrero 2012), la Secretaría de Salud del estado de  Guerrero informó que la bacteria de estafilococo aureus fue la que provocó la intoxicación de aproximadamente 600 personas que ingirieron tacos de arroz con huevo durante un mitin del PRI en Guerrero.
El titular de la dependencia, Lázaro Mazón Alonso, señaló que estos primeros resultados vienen del análisis que se realizó a las muestras fecales de algunas de las personas que se enfermaron, las cuales recibieron atención médica en el Hospital de Chilapa y en clínicas particulares de aquella localidad.

Los mítines tradicionales van contracorriente con el momento histórico que se vive al exigir la unanimidad pasiva de las masas lo que no condice con la llamada sociedad civil cada vez más diversa y que exige espacios de participación. Hace algunos años Rafael Sánchez-Ferlosio, para el caso de España, expresaba su punto de vista a este respecto.
El mitin electoral reaviva mis prejuicios contra la democracia de partidos. Todos ven la abyección de los oradores, pero nadie la del público. Si éste en los toros es El Respetable tan sólo porque puede aplaudir o pitar y abuchear, se vuelve el despreciable allí donde no caben más que los aplausos y las aclamaciones. Si a una frase del orador alguien dijese ¡No, eso no!, sería acallado o tal vez hasta expulsado como intruso. El supuesto forzoso de la unanimidad incondicional convierte todo mitin en una práctica fascista: el local se transfigura en una Piazza Venezia, donde cualquier partido es partido único.

Para concluir cabe resaltar que no faltó quien en algún acto político se deslindó de toda sospecha de acarreo y –de acuerdo a lo que narra Carlos Monsiváis- con conciencia militante portara un letrero que proclamaba: “No vine por tortas ni por tamales, vine por mis huevos.”