jueves, 27 de julio de 2017

Ningunear


Hace ya unos cuantos años José G. Moreno de Alba se manifestaba sorprendido tanto por la falta de aceptación del término “ningunear” (la Real Academia Española había decidido ningunearlo) como por su restringido nivel de circulación.
Me sorprende que el DRAE no dé cabida al hermoso y utilísimo mexicanismo ningunear (con su derivado ninguneo), y me extraña asimismo que no se haya extendido a otros ámbitos geográficos de la lengua española, pues a mi ver se trata de una voz no sólo perfectamente formada, de acuerdo con las reglas de derivación (se añade simplemente el sufijo verbal -ear al pronombre o adjetivo indefinido negativo ningún, ninguno), sino que además puede verse casi como necesaria, ya que de no emplearse hay necesidad de acudir a largas e inexactas perífrasis.
Desde aquel entonces las cosas han cambiado, el término se ha logrado imponer y el DRAE le dio su beneplácito definiéndolo de la siguiente manera:  
De ninguno.
1. tr. No Hacer caso de alguien, no tomarlo en consideración.
2. tr. Menospreciar a alguien.
Asimismo la expresión ha ido ganando carta de ciudadanía en diversos países hispanoparlantes que la han adoptado como propia.
Ahora bien, sin pretender desautorizar a la RAE parece más acertada la definición propuesta por José Moreno de Alba (“Ningunear es hacer ninguno a alguien”) en ocasión de salir en su defensa. “La expresividad del vocablo es innegable; es enorme la cantidad de matices semánticos que pueden observarse en los variadísimos contextos y situaciones en que aparece; su frecuencia de uso entre los hablantes mexicanos es muy alta y pertenece a todos los niveles sociales.” Cabe precisar que para Moreno de Alba no todos los términos acuñados en la calle merecen permanecer. “Muchos neologismos, hay que reconocerlo, resultan no sólo innecesarios sino vulgares y estúpidos; no deben preocuparnos mucho, pues están condenados a desaparecer.”
Es posible entonces diferenciar a los neologismos de vida efímera de aquellos cuyo descubrimiento ha sido un verdadero hallazgo y están llamados a enriquecer el lenguaje, tal como lo aclara José G. Moreno de Alba. “He aquí un ejemplo (entre muchos otros) de un neologismo o, si se quiere, de un dialectalismo feliz. El español mexicano, los hablantes mexicanos, generan a cada paso, con sorprendente naturalidad, vocablos destinados a permanecer.”
Lamentablemente desconocemos el nombre del orfebre del lenguaje (sería merecedor de un reconocimiento público) que propuso este vocablo pero Moreno de Alba sospecha con sobradas razones que su origen no está en la academia sino en el sector popular.Los neologismos que se quedan son los que, como ningunear, son resultado de la inteligencia y de la sensibilidad de los hablantes, y no necesariamente de los más cultos, ya que con frecuencia es el pueblo el mejor inventor de palabras. Ése es el caso, creo yo, de ningunear.

martes, 25 de julio de 2017

Relaciones públicas, que no propaganda


Fue necesario que me encontrara con un artículo de Martín Caparrós para saber de la existencia de Edward Bernays (Viena, 1891). “Su madre era la hermana de Sigmund Freud; su padre era el hermano de la esposa de Sigmund Freud: era sobrino de Freud por todos lados. Pero sus padres emigraron a Nueva York poco después; su relación con su gran tío fue distante y fructífera.”

Emprendió la lectura reflexiva de la obra de su célebre tío siendo estudiante en Cornell; señala Caparrós que

(…) de esas lecturas heredó la idea de que los hombres reprimen instintos oscuros, peligrosos, siempre amenazantes –y, de otras y de sí mismo, la convicción de que es necesario manejar a los hombres transformados en masa para que esos instintos no produzcan las peores catástrofes. No era que no creyera en la democracia, decía, y el derecho a elegir; suponía que esas elecciones debían ser guiadas por personas con mayores luces. Para eso había que dar con las técnicas que optimizaran este manejo.

Había que encontrar maneras de incidir en las multitudes.

Fue así que –siempre siguiendo a Caparrós- vendió guerra. “Tenía 25 años cuando le propuso a Woodrow Wilson, el presidente americano, que justificara su entrada en la Primera Guerra Mundial diciendo que América quería llevar la democracia a toda Europa.” El resultado superó las expectativas y es por ello que “cuando estalló la paz, imaginó que podría usar su habilidad para otros fines”.

Entonces –señala Martín Caparrós- había llegado el momento de vender más cigarrillos dado que el mercado estaba muy acotado.

En 1920 un fabricante de cigarrillos entendió que se estaba perdiendo la mitad de su mercado –las mujeres no podían fumar en público– y lo contrató; Bernays consultó a un psico­analista, que le dijo que las más audaces veían el acto de fumar como una rebelión contra el machismo. Bernays podría haber diseñado una publicidad pero, en cambio, inventó una noticia: pagó a una docena de chicas para que fumaran en medio de un gran desfile en la Quinta Avenida, les dijo que llamaran a sus cigarrillos “antorchas de libertad” e invitó a periodistas. Al día siguiente sus antorchas estaban en la tapa de todos los diarios.

Los resultados no se hicieron esperar y Edward Bernays –de acuerdo con lo afirmado por Caparrós- “insistió en esa línea, y progresó: montó una empresa, ganó mucho dinero, escribió libros, se convirtió en una figura –y llegó a prestarle dinero a su tío en un momento de zozobra.” Eso sí, tuvo mucho cuidado en que su actividad no fuera identificada como propaganda. “No quiso definir su actividad como propaganda porque el palabro se asociaba con el enemigo alemán; se le ocurrió que podía llamarla public relations.”

Martín Caparrós traza el recorrido ideológico de Bernays que “como es lógico, se fue escorando cada vez más a su derecha; el anticomunismo de la Guerra Fría lo tuvo como gran animador”.

Le había llegado el momento de vender golpes de estado.

En los cincuenta trabajó para una compañía llamada United Fruit, que manejaba como feudos países caribeños –de donde la expresión “republiqueta bananera”–, y consiguió convencer a los americanos de que un presidente guatemalteco, Jacobo Árbenz, que quería recortar sus privilegios, era un peligroso comunista. Estados Unidos mandó derrocarlo.

Concluye Caparrós el perfil de su personaje. “Edward Bernays vivió muchos años más y nunca dejó de escribir, aconsejar, manipular (…) Se murió en 1995, a sus 103, entre perplejo y satisfecho: su invento ya parecía tan natural que nadie recordaba que él, alguna vez, lo había inventado”.

jueves, 20 de julio de 2017

Encuentro de narradores


Cualquier conversación supone un encuentro de narradores que buscan hacerse de la palabra y, en no pocos casos, mantenerla lo más que se pueda. Si bien en este aspecto -como en tantos otros- cada persona es única, es posible identificar algunas agrupaciones de quienes tienen afinidades entre sí.

Una de ellas es la de aquellos que descalifican cualquier cosa, buena o mala (viaje, enfermedad, fiesta, drama…) que narren otros, interponiendo siempre su recurso clásico y preferido que a la letra dice: “eso no es nada…, deja que te cuente lo que me sucedió a mí”. En relación a ellos, Alberto Amato circunscribe su experiencia argentina (si bien hay que reconocer que estamos ante una verdadera multinacional que no respeta fronteras).

Otra de las personalidades apasionadas dedicadas a joderte la vida, son los “Yo, más” o, su variante “A mí, peor”. Te encontrás con el Fulano, cometés el error de decirle que tenés una leve molestia en la boca, tal vez una caries, y el tipo: “Ah, no sabés. A mí tuvieron que sacarme el cuarto molar: catorce cirujanos a mi alrededor, ocho horas de operación…” (…)
O acaso cometas otro error trágico: decir que te rayaron un poquito el auto en el estacionamiento. “A mí, hace unos años, me embocaron de atrás en la Panamericana: baúl destrozado, chasis arruinado, luminarias hechas pelota…” Ni qué decir tiene si incurrís en otro yerro demencial como confiarle al insufrible la nostalgia de un remoto éxito amoroso: el tipo resulta que hace unos años largó a Julia Roberts, harto de que pidiera siempre salmón a la trufa negra en los restoranes de Manhattan.
Los “Yo, más; A mí, peor” son una de las tantas sectas peligrosas que pululan en la conducta social del argentino. El ansia de protagonismo no sólo les impide una vida apacible, les dispara, como al perro de Pavlov, un reflejo que intenta impedir que vos tengas tu propia vida mínima y sosegada.

No faltan tampoco quienes en el momento previo a lo que parece ser la conclusión de su historia, invitan a realizar conjeturas adivinatorias: “y entonces, ¿sabes qué pasó?” o incluso más, provocan apuestas en verdaderas loterías existenciales: “cuánto a que no sabes ¿qué sucedió?”.

Hay otro grupo, a los que mi amigo Nacho identificaba como narradores en tiempo real, que prestan voz a los diferentes personajes de su relato: “entonces me dijo: -….”, “y yo le contesté: -…”, “pero entonces que me dice: -…” Y así uno se puede seguir hasta el final de los tiempos.

No lejos de ellos están los de desenlaces sucesivamente postergados y que cuando todo parece indicar que ahora sí están llegando al final de su inacabable historia, se apresuran a aclarar: “pero eso no es todo” o “ahí no acaba la cosa”.

El peor escenario es cuando dicen: “pero eso sólo es el principio. Deja que te cuente”. ¡A prepararse!

martes, 18 de julio de 2017

Música silenciosa


Existen distintas formas de escuchar música y Simon Leys da cuenta de ello en un artículo titulado “Sonata para piano y aspirador” en el que retoma la historia de Glenn Gould.

Un día en que se ejercitaba al piano, el joven Glenn Gould –contaba a la sazón catorce años- hizo un descubrimiento memorable. La asistenta que estaba limpiando la habitación puso de repente el aspirador en marcha, muy cerca del piano. El ensordecedor ruido mecánico obliteró de inmediato el sonido de la música, pero, para gran asombro del pianista, esta situación no le resultó en absoluto desagradable. Dejó de oír lo que interpretaba; en cambio, le resultó de repente posible seguir su música desde el propio interior de su cuerpo, gracias a una conciencia más aguda de sus gestos; y toda su experiencia de la ejecución adquirió otra dimensión, a la vez más física y más abstracta: la fuga que estaba interpretando se veía transmitida directamente de sus dedos a su cerebro.
Posteriormente, él mismo describió el fenómeno:
(…) Pero lo extraño es que esta nueva forma de música me pareció de repente superior a todo cuanto había precedido a la intervención del aspirador, y los pasajes en los que yo no podía ya oír el menor sonido me parecía los mejores.
(…) He encontrado esta anécdota en la biografía de Glenn Gould escrita por Peter Oswald.

El descubrimiento de Gould fue similar a lo que sucedió a Beethoven cuando “la sordera le obligó a explorar esa dimensión muda de la música”.

Ahora bien, Simon Leys quien es especialista en cultura china afirma que para ellos no era nada nuevo.

Esa música silenciosa (…) era desde hacía tiempo muy conocida por los chinos. Sin duda habían sido llevados de forma más natural a hacer su descubrimiento; en la música clásica china, en efecto, las divisiones son cifras: no indican las notas musicales, sino solamente la sucesión de los movimientos de los dedos sobre las cuerdas. Todavía hoy, los maestros de la cítara (gu qin), en sus ejercicios cotidianos, tocan a veces la “cítara muda”: ejecutan un fragmento entero sin emitir un solo sonido, dejando planear sus manos por encima del instrumento sin tocar las cuerdas con sus dedos.

Para ejemplificar el punto, Leys describe el caso de un ejecutante de música muda que con ello evitaba tanto el cansancio como la estridencia.

A principios del siglo V, un ilustre personaje original, Tao Yuanming –quizá el poeta más querido por los chinos-, iba más lejos aún: se llevaba a todas partes con él una cítara sin cuerdas. Cuando le preguntaron para qué podía servirle un instrumento semejante, respondió: “Únicamente busco la inspiración que duerme en el corazón de la cítara. ¿Para qué extenuarme haciendo ruido con las cuerdas?”

Es por ello que en esto de la música interior, como en tantas otras cosas, hay que reconocer que los chinos llegaron antes.

jueves, 13 de julio de 2017

Amigos de guerra


Hacer amigos en tiempo de paz es cosa relativamente fácil, pero en tiempos de guerra, y en particular cuando se trata de un enemigo, ya cambia mucho las cosas. Sin embargo que sucede, sucede.

Miguel Gila, después de participar en la guerra civil española llevó sus programas de humor por diversos países. No perdía oportunidad de manifestar su anti-franquismo así como de realizar parodias contra la guerra. En sus memorias, bajo el título “Un enemigo amigo”, ante que nada presenta el contexto de la vida en las trincheras.

Llegó el mes de febrero de 1937, los nacionales se habían acercado a Madrid y trataban de rodearlo. Nos trasladaron al frente de La Peraleda, en Aravaca. A la derecha de la cuesta de las Perdices, en la carretera de La Coruña, teníamos nuestras trincheras; en el lado izquierdo de la carretera estaban las de los nacionales, sólo nos separaba el ancho de la carretera. Las trincheras estaban cubiertas con maderas y sacos de tierra, ya que la escasa distancia que las separaba hacía posible lanzar granadas de mano desde cualquiera de ellas a la otra. Las trincheras se extendían a lo largo de toda la cuesta de las Perdices hasta Puerta de Hierro. Explicar cómo estábamos situados unos y otros sería como describir un puzzle gigantesco. En el sector de La Peraleda, hacia Aravaca, habíamos excavado otras trincheras. Delante de ellas, había unos campos cultivados, llenos de fresones. Cuando había un momento de tranquilidad, los más arriesgados salíamos de la trinchera con el casco en la mano (nos habían dado unos cascos, decían que eran franceses) y en medio de los disparos de los fusiles y de las ametralladoras de los enemigos, cubiertos por el fuego de nuestros compañeros, recogíamos fresones a una velocidad de vértigo, que íbamos depositando en el casco; cuando lo teníamos lleno, nos dejábamos caer dentro de la trinchera.

A partir de allí, Gila describe la forma en que fuera entablando amistad con uno de sus enemigos.

Una de las noches que estaba de guardia, escuché a uno que cantaba en la trinchera enemiga. Me sentía tan solo que no pude evitar tomar contacto con él, aunque sólo fuese de palabra. Le di un grito:
-¡Eh, tú, el cantante!
Me respondió:
-¿Qué quieres?
-Nada. Es que te he oído cantar y por tu manera de cantar me parece que eres vasco o asturiano.
-No. Soy de Pamplona. ¿Conoces Pamplona?
-No. No la conozco, pero he oído hablar de los San Fermines. Creo que os lo pasáis bárbaro.
-Muy bien. Cuando termine la guerra te invito a mi casa en Pamplona para que los conozcas. Te vas a divertir.
Le pregunté cómo se llamaba y dijo:
-¿Y cómo quieres que me llame, coño? Fermín.
Y se echó a reír.
-¿Y tú?
-Miguel.
Cada noche, la hora y media que duraba la guardia era un diálogo permanente entre Fermín y yo. Ya se había hecho una costumbre. Yo, desde mi trinchera le preguntaba a qué hora tenía guardia al día siguiente, luego le pedía a mi sargento que me pusiera la guardia a la misma hora que la de Fermín.
Me contó que tenía novia, le dije que yo también, me dijo que le gustaba mucho el fútbol, a mí también. Me contó que trabajaba de camarero en un hotel, yo le conté que trabajaba de mecánico.
Fueron muchas noches de hablar y contarnos cosas. Fue un enemigo amigo, del que sólo llegué a conocer su voz.

Al concluir la evocación de este pasaje de su vida, Miguel Gila envía buenos deseos a aquél soldado que peleaba en el otro bando. “Ojalá que en el momento en que escribo esto aún viva y que al final de la guerra se haya casado con aquella novia de la que me habló y que junto a ella viva rodeado de sus hijos y sus nietos.” Por otra parte expresa su condena a quienes envían a los jóvenes a la muerte. “Creo que de esa situación me nació el gran rechazo hacia los que, con la disculpa de defender una bandera, mandan a los jóvenes a ese matadero que es una guerra” y –citando a Victor Massuk- subraya la manipulación que se lleva a cabo: "La fauna política ha reducido las masas a un soñoliento rebaño unificado estúpidamente en el aplauso, en el slogan y la hipnosis de la propaganda". Concluye con una frase que reiterara en varias ocasiones: "Un país es una nación a la que los militares llaman patria".

martes, 11 de julio de 2017

¿Cómo saber cuándo?


Wislawa Szymborska -poeta polaca cuya obra fuera reconocida con el premio Nobel de literatura- durante muchos años publicó en medios de prensa de su país reseñas de libros de muy diversa índole. En una de ellas se refiere a la novela La invasión de las salamandras (traducida también bajo el título La guerra de las salamandras) de Karel Capek y comienza destacando la vigencia de la obra.

Capek publicó esta célebre novela catastrofista en el año 1936. Fue concebida como una advertencia ante la amenaza del creciente poder fascista de Hitler. Hoy, por lo tanto, debemos considerarla como un benemérito clásico, es decir, colocarla en el estante de las obras que supieron ver esa gran verdad de su tiempo, y dejar de leerlas. Y si se decide leerlas, que sea simplemente por sus virtudes estilísticas y sus ingeniosas ideas. Precisamente por eso, o sea, por diversión, leí La invasión de las salamandras hace aproximadamente veinte años. Ahora [1992], mientras volvía a leerla, un gélido escalofrío recorría una y otra vez mi espalda. Porque, desgraciadamente, el libro no ha envejecido.
A continuación, en pocas líneas, da cuenta del argumento de esta obra de ficción tan próxima a la realidad.
¿De qué trata? A orillas de una diminuta y lejana isla se ha encontrado una pequeña colonia de anfibios pertenecientes a una especie completamente desconocida. Casualmente, se ha descubierto también que estos, en apariencia, bondadosos monstruos son suficientemente inteligentes para, si se les enseña, realizar algunos trabajos subacuáticos; se aclimatan bien a todo tipo de latitudes y, si se les da alimento y se les suministran herramientas, pueden reportar al género humano incontables beneficios. Ese es el prólogo. Pero el epílogo nos relata que las salamandras se han multiplicado de un modo descontrolado y ya no caben en las pequeñas bahías en donde habían sido confinadas a vivir. Como resultado de ello, van apoderándose poco a poco de todos los continentes, sumergiéndolos bajo el mar. El intervalo entre el prólogo, en el que nada augura todavía el peligro, y el epílogo, en el que ya es demasiado tarde para cualquier tipo de reacción, lo llena Capek de ruido informativo.
Es importante considerar que la novela fue publicada tres años antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial; prosigue Szymborska con su reseña
La novela es un montaje paródico que aglutina todo tipo de informaciones. En ella encontramos noticias periodísticas, opiniones de expertos y estadísticas. Entrevistas, informes, conferencias y polémicas. Llamamientos, proclamas y manifiestos. Crece el número de mítines, congresos, conferencias de alto nivel y cumbres. Y todo debido al problema de las salamandras, en relación con las salamandras, en contra de las salamandras y en defensa de las salamandras. Cada vez resulta más evidente la imposibilidad de alcanzar un punto de vista común en este debate. Con el paso del tiempo van apareciendo esas precavidas personas que quieren prestar su servicio a las salamandras.
Las opiniones se dividen entre quienes quitan trascendencia a los hechos invitando a no exagerar la nota, los que procuran apaciguar o priorizan la negociación y aquellos que advierten sobre la enorme gravedad del asunto, tal como lo precisa Szymborska. “Aumenta también el número de gente partidaria de mantener la calma, individuos que ya están más que hartos de oír hablar sobre esas malditas salamandras. Naturalmente, tampoco faltan individuos que prevén, advierten y exhortan antes de que pase nada.”
Esta reseña de Szymborska me invitó, o tal vez me obligó, a leer el libro (lo que recomiendo a quienes aún no lo hayan hecho) que al llegar a su desenlace sostiene que “los periódicos publicaban las más alarmantes noticias, pero, por raro que parezca, esta vez se quedaban cortos” porque “el salamandrismo había triunfado y su ascenso era imparable”. En el último capítulo, titulado “El autor habla consigo mismo”, Karel Capek se refiere a los causas de la catástrofe que se avecina.
El mundo, con toda probabilidad, se desplomará y desaparecerá bajo el agua, pero, al menos, todo esto sucederá por razones políticas y económicas que todos comprenden, y con la ayuda de la ciencia, la tecnología, la opinión general y todo el ingenio humano. No será a causa de una catástrofe cósmica, sino, por las mismas viejas cosas de siempre relacionadas con la lucha de poder y el dinero. (…)
Todos querían tener salamandras, las quería el comercio, la industria y la tecnología, las querían las autoridades civiles y militares; todos las querían tener.
Szymborska concluye la reseña formulando algunas preguntas claves respecto al momento oportuno en que se debe reaccionar frente al acontecer histórico. Antes de que ya sea demasiado tarde.
Y yo me pregunto, Dios mío, ¿qué hay que hacer para poder ver la diferencia entre un pesimista maníaco y un profeta que tiene razón ya desde el principio? El mundo está repleto de fuerzas adormecidas, pero ¿cómo se puede saber de antemano a cuál despertar sin que cause daño y a cuál no liberar bajo ningún concepto? Entre ese instante en el que hacer sonar la alarma puede parecer precipitado y ridículo y ese otro en el que ya es demasiado tarde para todo debe haber un momento perfecto, oportuno, especialmente indicado para impedir la desgracia. Entre todo ese barullo, debe de pasar inadvertido.
En pocas palabras Wislawa Szymborska sintetiza tan trascendente cuestión: “Pero ¿qué momento es ese? ¿Y cómo reconocerlo? Quizá sea esa la pregunta más dolorosa ante la que nos ha puesto nuestra propia historia.”

Con frecuencia nos preguntamos en relación a diversos sucesos del pasado: ¿por qué la gente no reaccionó a tiempo?, ¿por qué permitieron que los hechos se fueran dando de esa manera?, ¿cuáles fueron las causas de tanta ceguera histórica?

Es posible que los cuestionadores de hoy seamos los interpelados del mañana.

jueves, 6 de julio de 2017

Manifiesto contra el ingenio


Desde siempre supuse que decir “es ingenioso” era una forma de halagar a la persona de que se tratara. Pero después de leer a Giovanni Papini tal creencia queda en pausa (por no decir que bajo sospecha). Veamos sus argumentos.

Me dicen los hombres que me rodean que tengo ingenio, y estos buenos amigos creen que así me hacen un gran honor y me colman de placer. Alguno hasta llega a decir que tengo mucho ingenio, un gran ingenio; y precisamente son aquellos  que creen quererme más y gozar de mayor intimidad.

Ante ello la reacción de Papini no se hace esperar y contraataca frente a las “garzas de mal augurio”.

¿No habéis advertido, garzas de mal augurio, que el ingenio es la mercancía más corriente que se encuentra en las ferias de los hombres? ¡Especialmente en Italia!  Vamos a ver: contestadme si os place. ¿Quién carece de ingenio en este dichoso  país, bendecido de los dioses? Si lográis traer a mi presencia uno solo, os lo pagaré a peso de oro. El ingenio, idiotas míos, corre por las calles, llena las casas,  inunda los libros, fluye de todas las bocas, rebosa en todas las tabernas.                             
-¡Vaya muchacho de ingenio! Lástima que no tenga ganas de hacer nada.
-Aquel tipo es de cuidado, pero ¡qué ingenio!
-Ese individuo no dice más que barbaridades, de acuerdo. Pero no se puede  negar que posee mucho  ingenio.
Éstas son las conversaciones que se oyen diariamente en Italia en todas las aceras, en todas las casas y en todos los cafés donde se reúnen los llamados  intelectuales.
Quien logra poner de moda un baile o una canción, con melodía simpática y  versos  pasables,  tiene  ingenio. Tiene ingenio quien sabe pintar a la acuarela  unas florecillas que parecen de verdad. Tiene ingenio quien toca con garbo el piano ante un Beethoven de yeso. Tiene ingenio quien sabe describir con  elegancia sentimental los estragos de un terremoto. Tienen ingenio hasta quienes podan los castaños de Indias; y tienen ingenio quienes disfrutan de la inteligencia ajena, convirtiendo en humo a un mismo tiempo las ideas y los habanos.      
                                                                      
Con vehemencia Giovanni Papini continúa exponiendo sus puntos de vista. “Os lo pregunto otra vez: ¿Quién carece de ingenio entre nosotros? Hasta quienes nada tienen tienen ingenio.” Y si todas las personas (con su habitual dejo de ironía remarca: “hasta los políticos… hasta los periodistas…”) tienen ingenio entonces no ve en ello ningún mérito propio. “Quede bien sentado de una vez para siempre: quien me dice que tengo ingenio me ofende. Y quien me dice que soy un hombre de ingenio me aflige.” Pero allí no concluyen las razones y Papini sigue con su diatriba contra el ingenio.

Yo maldigo vuestro ingenio y lo arrojo con los diarios en las letrinas. (…) El ingenio es la forma superior de inteligencia que todos pueden  comprender, apreciar y querer. El ingenio es aquella mezcla sabrosa de facilidad, búsqueda, espíritu, lugares comunes rejuvenecidos, frases agudas que tanto  gustan a las señoras, a los catedráticos, a los abogados, a los hombres de  mundo, a las personas cultas, en suma, a cuantos son mitad y mitad, a quienes  están entre cielo y tierra, entre el paraíso y el infierno, alejados por un igual de la bestialidad profunda y del genio sublime.

En síntesis, para Papini “el ingenio no es más que el grado sublime de la mediocridad”. Y con ello no alcanza.

martes, 4 de julio de 2017

Paso del tiempo


El tiempo de vida personal es un recurso limitado pero en la niñez, adolescencia y juventud no se tiene mayor conciencia de ello. A medida que pasa la vida, las cosas cambian y la persona adquiere conciencia que, como dice Sándor Márai, “tiene su tiempo, el tiempo designado para ella, (…) el tiempo que le corresponde vivir”.

Dentro de ciertos límites –que por supuesto no son menores- cada quien decide cómo quiere vivir, qué quiere hacer en el tiempo que le es dado, por lo que prioriza su lista de pendientes. Junto con la credencial de adulto mayor es factible que llegue un auto-luto anticipado, con una fuerte carga de nostalgia que deja entrever aquello que puede quedar por el camino. En el caso de Rosa Montero los libros –como no podía ser de otra manera- ocupan un lugar muy importante.

Me angustia demasiado el paso del tiempo, los muchos libros que me quedan por conocer y la porción de futuro que me resta, la cual, por larga que sea, siempre resultará insuficiente. Insuficiente para leer todo lo que ambicionas leer; para vivir todo lo que quieres vivir.

Todavía hay mucho por hacer cuando ya se ha vencido la garantía de fábrica y los materiales con que está hecha la vida –siempre siguiendo a Rosa Montero- hacen más explícitas sus deficiencias.

Porque la existencia está tejida en un material de mala calidad que se encoge con el uso, como esas camisetas baratas que metes inadvertidamente en la lavadora y que salen del tamaño de un pañuelo. Del mismo modo, la vida se nos achica a medida que vamos cumpliendo años, y nos aprieta en la sisa y nos clava las costuras en los lomos, y a poco que crezcas se te convierte en una pizca de nada, en un pañuelito, en un retal.

Ante ello, su sentencia es terminante: “la vida es mucho más pequeña que los sueños”.

Para esta etapa (que Germán Dehesa identificaba como el inicio de la temporada otoño-invierno de la existencia personal) en que por un lado los años por delante se hacen menos y por otra parte el tiempo transcurre más rápido, hay quienes recomiendan estar más atentos a su paso. Sin embargo Mariana Frenk se manifiesta contraria a ello por entender que podría llegar a ser contraproducente. “Se ha dicho que a partir de cierta edad hay que vigilar el tiempo. No estoy de acuerdo. Sintiéndose vigilado, el muy malvado es capaz de apresurarse aún más. Creo que lo mejor es ignorarlo hasta donde sea posible.”

Poco antes de su muerte, don Andrés Henestrosa que ya había sobrepasado los cien años de vida anunció su despedida de esta forma: “ya es tiempo de desandar lo andado, de recoger los pasos, para que cuando llegue la tan temida, nos encuentre prontos a partir, sin nada pendiente”.