Llama
la atención que en estos tiempos de avances impresionantes en muy diversas
áreas, el paraguas permanezca desde siempre muy parecido a sí mismo. Sí, ya lo
sé, se podría argüir que se le han hecho pequeñas innovaciones, sin embargo no
solucionan sus problemas históricos. Los paraguas -aun cuando nadie puede negar
que en días lluviosos es mejor tenerlo que carecer de él- otorgan beneficios a
su portador muy por debajo de lo esperado. Para Ramón Gómez de la Serna el
asunto inicia en sus problemas de identidad.
Nadie ha sabido clasificar el paraguas
hasta hoy. No es sabe si es un bastón con faldas, o un murciélago inmenso, o un
palio profano, o un aparato de pesca o un bacalao de foca.
La misma academia de la lengua tiene que
distinguirlo como “un utensilio portátil para resguardarse de la lluvia,
compuesto de un bastón y un varillaje cubierto de tela que puede extenderse o
plegarse”.
Quien no conociese el paraguas
familiarmente, ¿podría hacerse una idea de lo que es el paraguas de acuerdo con
esa definición?
El paraguas no es un bastón. Prueba de
ello es que los que llevan un eje de paraguas mondado como bastón, no pueden
presumir más que de puño de bastón, pues todo el mundo nota que no se trata de
una guía dorsal de paraguas.
En cuanto a que el paraguas se extienda
o se pliegue también es un decir. Muchas veces no quiere extenderse y otras
muchas veces no quiere plegarse.
Ahora
sí que, de acuerdo al dicho popular, desde su aparición a la fecha ya llovió.
Homero Alsina Thevenet data su origen en el siglo XVII (aunque en opinión de
Noel Clarasó fue muy anterior: “el
paraguas, lo mismo que la pólvora, es un invento chino”).
Los primeros paraguas registrados como
tales en la historia son de 1637 y figuran en un inventario de efectos
personales dentro de la familia de Luis XIII, rey de Francia. En los dos siglos
siguientes el paraguas fue considerado como un utensilio estrictamente
femenino, quizás por derivar de la sombrilla o quizás porque era un accesorio
para cuidar los complicados arreglos del cabello. Su peso habitual era cercano
a los dos kilos, hasta que en 1852 Samuel Fox (de Yorkshire, Inglaterra)
consiguió acoplar la tela impermeable y las varillas de acero plegables,
creando un formato que se ha mantenido hasta hoy.
Tuvo que pasar más de un siglo –continúa
Alsina Thevenet- para que los varones comenzaran a utilizarlo imitando a Jonas
Hanway quien fuera precursor en la materia.
Entre uno y otro extremo, algunos
hombres se atrevieron a utilizar un paraguas en público, pero fueron
considerados audaces, extravagantes o afeminados. El adelantado en la materia
fue el filántropo Jonas Hanway, en Londres, hacia 1750. Había vuelto de un
largo viaje por Rusia y Persia, de donde trajo la innovación, pero durante unos
treinta años no tuvo imitadores.
Difícil de creer pero según uno de sus
biógrafos -citado por Homero Alsina Thevenet- debido a su osadía Hanway
"se vio obligado a sufrir los insultos de los cocheros y la crítica de las
personas devotas, quienes sostenían que el hombre desafiaba el propósito
celestial de la lluvia que era empapar a la gente".
Con el pasar de los años su uso se fue
difundiendo entre la población, pero de a momentos hizo furor lo que Noel
Clarasó atribuye a la incidencia del cine en el comportamiento colectivo.
Este año [1964], en toda Francia, se ha
puesto de moda, debido al éxito de la película de Jacques Demy “Los paraguas de
Cherburgo”, que ha hecho llorar a muchos franceses y francesas. Ellas, cuando
les preguntan por qué usan otra vez paraguas, dicen: “Porque así se puede
llorar sin que nadie se entere”. En Francia, en 1963, se han vendido 500.000
paraguas, el 90 por ciento paraguas de mujer.
Lo cierto es que perviven severos defectos
en el diseño del paraguas, tal como lo demuestra el hecho de que ante fuertes ráfagas
de viento no sólo no cubre sino que rápidamente queda inservible. Tal vez a
ello alude Rius cuando lo define como un objeto que se utiliza “para
mojarse poco a poco…”, como Ramón
Gómez de la Serna: “El inventor del paraguas inventó una aberración de la
naturaleza. (…) El paraguas tiene los huesos flojos y tiene escalofríos que nos
transmite. (…) Pero llevar bien un paraguas es lo que no se puede. Enseguida
parece uno un desdichado.”
Al colapsar la primera varilla todo será
cuestión de tiempo, el deterioro ha dado inicio y -más pronto de lo que se hubiese
deseado- habrá que adquirir otro, aunque cabe acotar que anteriormente existió
el oficio de paragüero desempeñado por algunas personas que ofrecían sus servicios
a voz en cuello por los diferentes barrios de las ciudades; Gesualdo Bufalino
evoca a uno de ellos que también restauraba platos rotos.
Si una ráfaga tramontana había arruinado
el toldo de un paraguas y averiado su trama de varillas; si un plato se había
roto o agrietado, nada de miedos. Se esperaba oír detrás de la puerta la voz de
Minucu U paracquaru: “Cu ha’ cunzari paracqua e piatti” (“¿Quién
tiene paraguas y platos que reparar?”); y entonces, en pocos segundos, y tras
de una audaz maniobra con pinza y alambre, los paraguas volvían a contener la
lluvia y las vajillas a colmarse de suculentas sopas.
Pero esto es historia.
¿A qué se debe que las grandes
innovaciones de nuestro tiempo no hayan alcanzado al paraguas? ¿Será que habrá
que agregarlo al listado enunciado por Umberto Eco de objetos que son
inmejorables?
El libro es como la cuchara, el
martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se ha inventado, no se puede hacer
nada mejor. No se puede hacer una cuchara que sea mejor que la cuchara. Hay
diseñadores que intentan mejorar, por ejemplo, el sacacorchos, con resultados
muy modestos: la mayoría de ellos no funciona. Philippe Starck intentó mejorar
el exprimidor, pero su modelo (para salvaguardar una determinada pureza
estética) deja pasar las semillas. (…) Podríamos añadir la bicicleta y también
las gafas. Por no hablar de la escritura alfabética. Una vez alcanzada la
perfección, es imposible superarla.
Me niego a creerlo. Si el paraguas que
conocemos es manifestación de perfección, pues esta perfección como que es muy
imperfecta (y sabrán disculpar la redundancia). No se crea que somos muy
originales en nuestra demanda, veamos lo que apuntaba Ildefonso Julio Zavalla
en 1949.
Todavía no se ha inventado un sustituto,
menos antiestético, del paraguas. La gente que transita llevando sobre sus
cabezas esa especie de toldo semiesférico no advierte, por fuerza de la
costumbre, su ridícula figura. El hombre no quiere mojarse en días de lluvia. Y
le basta con proteger la cabeza para hacerse la ilusión de que ha vencido al
mal tiempo. Abre sobre sus hombros la negra cúpula de su paraguas y, desde ese
instante, cree que la lluvia cumple la misión de justificar el uso de aquel
artefacto. En las anchas avenidas la multitud semeja un desfile de lentos
aeróstatos, paisaje grotesco de la ciudad. Cada peatón lleva su techo de tela,
y lo abre y lo cierra, según arrecie o escampe el agua.
Cada día se hace más necesaria una
innovación en esta forma de protección de la lluvia. Y sin embargo, pese a las
modernas maravillas de la ciencia, persiste el adefesio del paraguas que tiene
su origen en el remoto quitasol que usaban los chinos antes de la aparición de
Cristo. Hasta los asirios lo usaban. No sólo lo hemos visto en bajorrelieves de
Nínive, sino también reproducido en sepulcros de Tebas y Menfis. Compréndese,
pues, sin mayor esfuerzo que la humanidad muy poco se ha preocupado por
hallarle al paraguas un sustituto, lo cual parecería demostrar que el hombre,
sin paraguas y bajo la lluvia, debe mojarse, necesariamente.
Por si lo anterior fuera poco, el paraguas
tiene otras dificultades y una de ellas está dada por el gran enigma: ¿cómo saber
cuándo salir de casa con él? Pocos son los elegidos que aciertan con
frecuencia. La mayoría nos la jugamos a portar con él a riesgo de que a la postre
resulte innecesario. A este respecto Bergen Evans dice que quienes llevaban
paraguas tanto antes como ahora eran mirados “con envidia cuando llueve y con
desdén cuando no llueve”. Y claro está, en la lista de problemas no es posible
omitir la facilidad con que se extravían, lo que lleva a que Coco Manto afirme
que “los paraguas se hicieron para ser olvidados”.
Pero no se trata
de ser ingratos, con todos sus asegunes este objeto nos es entrañable por lo
que concluyamos con un apunte nostálgico de Ramón Gómez de la Serna: “El
paraguas tenía grande importancia y era palio de noviazgos nacidos bajo su
luto, ayudando a caminar con la lluvia metida en el bolsillo.”