Ilustración: Margarita Nava |
Tema recurrente el del ritmo acelerado con que vivimos nuestra vida en los tiempos que –hoy más que nunca- corren. Varios autores, Eduardo Giannetti entre ellos, sostienen que lo que sucede al hombre contemporáneo hace recordar al hámster que gira velozmente hacia ningún lado. El propio ritmo vertiginoso actúa como sedante y es posible que si se le quitara la rueda de la felicidad, esa pobre criatura podría llegar a experimentar un profundo desasosiego. Pasando a lo que acontece a las personas, se nos dificulta mucho apretar el botón de “pausa”, bajar las revoluciones, detener el paso o colocar el aviso tan conocido de “cerrado por inventario” mientras nos damos tiempo para evaluar cómo estamos en relación a nuestro proyecto de vida.
Es importante aclarar que en
pequeñas ciudades así como en el medio rural es posible encontrar personas que continúan
viviendo con el ritmo del pasado, en una especie de cámara lenta. Y de esta
forma se toman su tiempo para las diversas actividades dejando entrever que no
tienen mayor apuro, que todo puede esperar, que no hay que comer ansias. Para
ilustrar el punto basta con recordar el clásico relato –algunos lo presentan
como un hecho real, otros como un cuento- del turista que ofrece comprar todos
los productos que un artesano tiene a la venta pero éste se niega bajo el
argumento de en qué se ocupa al quedarse sin mercancía que ofrecer.
Una vez puntualizado lo
anterior, regresemos a la cultura de la prisa. Estamos habituados a vivir en el
carril de alta velocidad, sin poder estar plenamente en un sitio cuando ya
debemos ir a otro, con dificultades para disfrutar el aquí y el ahora por estar
pendientes del allá y el después. Por otra parte no es posible desconocer la
presión que ejercen los medios para acelerar los tiempos, para que se viva en
forma apresurada; los ejemplos al respecto se multiplican. En septiembre ya se
ponen a la venta los productos navideños. Hay niños con nutrida agenda de
actividades y que a los 8, 9 o 10 años de edad manifiestan conductas adolescentes.
Una educadora de pre-escolar me comentó que en la etapa de desarrollo en que
los niños juegan al “como si” fuera doctor o estuviera en la escuela o en el
mercado, observó a un grupo de niños que caminaban muy rápido de un lado a otro.
La educadora les preguntó a qué estaban jugando. La contestación a coro no se
hizo esperar: “a como si estuviésemos apurados”. Concluía la maestra diciendo
que es lógico que esto suceda porque en cuanto se despiertan, una de las
primeras frases que escuchan los niños es: “vamos, apúrate que se nos hace
tarde”.
Fernando Savater aborda este
tema refiriéndolo a la adolescencia cuando enuncia (en su libro Ética para Amador) los diversos modelos
de imbecilidad que todo adolescente (y adulto) deberían evitar. En uno de ellos
se centra en la confusión existente entre querer vivir a fondo, plenamente, con
intensidad para terminar haciendo polvo la propia vida. Es el caso del
adolescente que quiere adelantar sus tiempos y que a los 14, 15, 16 años
procura tener la experiencia de una señora de 45 o de un señor de 50. Savater
sostiene que la vida tiene sus etapas y no es conveniente agotarlas en forma
prematura para no terminar siendo uno más de esos jóvenes viejos que no le
encuentran chiste a la vida, que andan en búsqueda de diversas sustancias
porque pareciera que para ellos la existencia no tiene los suficientes efectos especiales que la pudieran hacer
atractiva.
Por su parte Michel Ende da
cuenta de un caso que tuvo lugar en una nación centroamericana. Un equipo de
investigadores franceses contrató a un grupo de indígenas mayas para que los
fueran orientando en una excursión de investigación arqueológica que se habían
propuesto realizar. Al cabo de unos días de marcha aquellos indígenas se
sentaron y no había manera de hacerlos caminar, se negaban terminantemente.
Luego de mucho tiempo y cuando los franceses comenzaban a desesperar porque no
se cumpliría con los tiempos previstos en el cronograma, los guías indígenas
retomaron su marcha y aquello concluyó bien. Luego de que se diera un mayor
conocimiento entre ellos, los investigadores preguntaron a sus guías acerca de
por qué se habían resistido en aquel momento a avanzar y expusieron sus
hipótesis en forma de preguntas: ¿alguien los había tratado mal?, ¿la comida no
era de su gusto?, ¿la paga acordada era poca?, etc. Finalmente uno de los guías
contestó: “No, nada de eso. El problema es que nuestra marcha era muy rápida,
muy veloz, por lo que nuestra alma se quedó atrás. Entonces debimos sentarnos
para que ella pudiera darnos alcance. Y cuando ello sucedió, retomamos el camino”.
Son muchos los expertos que
desde diferentes áreas del conocimiento han venido alertando sobre los costos
de la aceleración en el ritmo de vida actual. Afirman que los efectos no se hacen
esperar y ya están a la vista de todos: estrés, depresión, pérdida de tiempos
compartidos con la familia, ausencia de espacios lúdicos y de momentos de ocio,
síndrome de insatisfacción permanente, etc.
No todas las personas están
dispuestas a que esto siga ocurriendo en sus vidas y es así que en diversos
países han aparecido una amplia gama de iniciativas en el sentido de recuperar
la lentitud, de bajar la velocidad, de darse el tiempo necesario para vivir las
situaciones que así lo requieren. En esta línea es que Carl Honoré publicó hace
pocos años un libro titulado “Elogio de la lentitud” en el que da cuenta de sus
propias vivencias.
(...) Y es entonces cuando tropiezo con el artículo que acabará por inspirarme para escribir un libro acerca de la lentitud.He aquí el titular que me llama la atención: “El cuento para antes de dormir que sólo dura un minuto”. A fin de ayudar a los padres que han de ocuparse de sus pequeños consumidores de tiempo, varios autores han condensado cuentos de hadas clásicos en fragmentos sonoros de sesenta segundos. Hans Christian Andersen comprimido en un resumen para ejecutivos. Mi primer reflejo es gritar ¡eureka! Por entonces estoy trabado en un tira y afloja con mi hijo de dos años, a quien le gustan los relatos largos leídos despacio y con muchas digresiones. Pero todas las noches procuro echar mano de los cuentos más cortos y se los leo con rapidez. A menudo nos peleamos. “Vas demasiado rápido”, se queja. (...)Así pues, a primera vista, la serie de cuentos para antes de ir a dormir reducidos a un minuto parece demasiado buena para ser cierta. Sueltas de carrerilla seis o siete “cuentos” y terminas antes de que hayan pasado diez minutos: ¿podría haber algo mejor?
Honoré pensó haber
encontrado algo que le solucionaría la vida pero será precisamente en ese
momento, y a partir de una serie de interrogantes, cuando su vida de un vuelco
decisivo. Sigamos con su relato.
Entonces, cuando empiezo a preguntarme con qué rapidez Amazon podrá enviarme toda la serie, aparece la redención en forma de interrogante: ¿acaso me he vuelto loco de remate? (...) Mi vida entera se ha convertido en un ejercicio de apresuramiento, mi objetivo es embutir el mayor número posible de cosas por hora. (...) Y no se trata sólo de mí. Todas las personas que me rodean, los colegas, los amigos, la familia, están atrapados en el mismo vórtice.En 1982, Larry Dossey, médico estadounidense, acuñó el término “enfermedad del tiempo” para denominar la creencia obsesiva de que “el tiempo se aleja, no lo hay en suficiente cantidad, y debes pedalear cada vez más rápido para mantenerte a su ritmo”. Hoy, todo el mundo sufre la enfermedad del tiempo. Todos pertenecemos al mismo culto a la velocidad.
Las reacciones se
multiplican frente a lo que Honoré identifica como enfermedad del tiempo y
culto a la velocidad. Alejandro Dolina integra este grupo de quienes invitan a
resistir, a navegar contra corriente, y lo primero que hace es sugerir la
necesidad de conducirse en la vida con más de una velocidad “premura en lo que
molesta, lentitud en lo que es placentero”. En el caso de Dolina le interesa particularmente
el vínculo entre la prisa y el conocimiento.
En los últimos años han aparecido en nuestro medio numerosos institutos y establecimientos que enseñan cosas con toda rapidez: "....haga el bachillerato en 6 meses, vuélvase perito mercantil en 3 semanas, avívese de golpe en 5 días, alcance el doctorado en 10 minutos....." (…)
¿Por qué florecen estos apurones educativos? Quizá por el ansia de recompensa inmediata que tiene la gente. A nadie le gusta esperar. Todos quieren cosechar, aún sin haber sembrado. Es una lamentable característica que viene acompañando a los hombres desde hace milenios. (…)
Tales actitudes no deben ser alentadas, me parece. Y sin embargo eso es precisamente lo que hacen los anuncios de los cursos acelerados de cualquier cosa.
Emprenda una carrera corta. Triunfe rápidamente.
A
Alejandro Dolina le parece que plantear las cosas de este modo constituye
un profundo error. “No
me gusta. No me gusta que se fomente el deseo de obtener mucho entregando poco.
Y menos me gusta que se deje caer la idea de que el conocimiento es algo
tedioso y poco deseable. ¡No señores: aprender es hermoso y lleva la vida
entera!” Es por ello que Dolina concluye su análisis invitando a modificar
radicalmente este modelo de la rapidez aplicado al conocimiento.
Yo propongo a todos los amantes sinceros del conocimiento el establecimiento de cursos prolongadísimos, con anuncios en todos los periódicos y en las estaciones del subterráneo.
"Aprenda a tocar la flauta en 100 años".
"Aprenda a vivir durante toda la vida".
"Aprenda. No le prometemos nada, ni el éxito, ni la felicidad, ni el dinero. Ni siquiera la sabiduría. Tan solo los deliciosos sobresaltos del aprendizaje".
Finalmente es importante
aclarar que aun cuando la aceleración de la vida es tan notoria en la sociedad
de nuestros días, es posible encontrar algunos de sus indicios desde hace mucho
tiempo. Muestra de ello es uno de los principios de la orden de los dominicos:
“contemplar y dar de lo contemplado”; es decir que el fraile que se da tiempo
para la contemplación debe compartir esa riqueza con quienes, dadas sus
actividades y obligaciones, no disfrutan de ese privilegio (por cierto que el
monje y el ejecutivo se sitúan en las antípodas en cuanto a la administración
del tiempo personal). Otro tanto acontece con la reducción del tiempo destinado
a la comida así como la proliferación de locales de comidas rápidas que
constituyen uno de los sitios más representativos de la cultura del acelere.
Sin embargo, esto no es novedad; en el caso de México ya era denunciado por el
cronista Rafael López en un artículo periodístico de septiembre de 1916 en el
que afirmaba: “Ahora se vive más aprisa. (…) Y hasta el puchero ha cedido el
paso al ‘lunch comercial’.”
Es decir que, contrariamente
a lo que se podría suponer, en plena Revolución Mexicana el tema de la comida
rápida ya estaba sobre la mesa. ¿Será que no hay nada nuevo bajo el sol y que,
como tanto se ha repetido, la Historia cambia más de personajes que de
argumentos?
1 comentario:
Y me quedé pensando.... es tan cierto todo lo que dices. Mientras no tengamos una filosofía como la que tienen los mayas y nos sentemos a esperar a nuestra alma cada vez viviremos más rápido y con la tecnología que nos ayuda a ser todavía más veloces pues el turbo ya queda incorporado a la vida cotidiana. ¿Habrá un límite? o ¿de repente llegaremos a un punto en el que volveremos al inicio y nos olvidaremos de todos los inventos para ser veloces?
Como siempre ¡un gran artículo! Ya lo comparto.
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