jueves, 15 de agosto de 2013

El bullying antes del bullying

Muchos son los testimonios que demuestran la presencia de la violencia escolar a lo largo de la historia. Según J. García Marcadal la situación a este respecto que tenía lugar entre los estudiantes universitarios en los siglos XVI y XVII representaba un problema mayor (lo que seguramente habrá dado lugar al desarrollo de diversos programas preventivos, antecedentes del actualmente conocido como “mochila segura”).          
                           
(…) aunque los estatutos de todas las Universidades tuvieran prohibido el uso de armas, tanto defensivas como ofensivas, todos las llevaban y ninguno hacía caso de prohibición semejante, siendo entre muchos de ellos tal la destreza en manejarlas, que habrían podido dar lecciones a los mismísimos Carranza y Pacheco, maestros de esgrima de quienes hacen elogiosa mención Lope de Vega, Cervantes, Quevedo, Espinel y otros varios (…)
Cosa nada extraña, porque rara vez el estudiante se desplazaba sin armas, y aun muchas veces éstas eran su único equipaje (…)
Cuando había registro, Mateo Alemán nos dice cómo ocultaban las armas: “La cota entre los colchones, la espada debajo de la cama, la rodela en la cocina, el broquel con el tapadero de la tinaja.” Se castigaba la infracción del precepto prohibitivo con diez días de cárcel y pérdida de las armas.
(…) no había cuchilladas en que ellos no se hallasen, ni se cometía delito en el que ellos no anduviesen mezclados, siendo como dice Jerónimo de Alcalá, “mejores para escuela de Marte que para las de Bártulo y Baldo”; en no pocas ocasiones el ruido de los broqueles convocaba en las encrucijadas salmantinas a centenares de alumnos, los cuales, abanderizados y revueltos, trababan descomunales peleas con las rondas del Corregidor y del Municipio, consiguiendo a veces incluso apoderarse de las espadas que contra ellos esgrimían los oficiales mantenedores del orden. (…)
El 16 de febrero de 1653 se dio una Real Provisión para que el corregidor no tomase a los estudiantes las armas permitidas, que eran tres: espada, daga y puñal.
En un libro del jesuita P. Andrés Mendo, que con el título De Jure Academico publicó en Lyón en el año 1668 (…) hay todo un apéndice dedicado a las riñas y desafíos entre estudiantes (…) Así pudo decir un estudiante de Salamanca del siglo XVI, llamado a ser el venerable y glorioso humanista sevillano Juan de Malara:
“Acontesce en España que los hombres nacen armados y se matan sin razón unos a otros por muy livianas causas y paresce que es verdad lo que dice Justino de España, que si no tiene guerra fuera, la busca dentro de casa.” Y al contemplar lo que en su tiempo sucedía en la Universidad salmantina, exclamaba: “¡Más libros y menos violencia!”
Aunque los estatutos universitarios fuesen rígidos en materia disciplinaria y no se permitiese el asistir con armas a las aulas, es lo cierto que se permitía al escolar tener una espada en su aposento, cuya mara era de cinco cuartas de vara, según la Pragmática de 1563, y en aquella centuria la salida de la Universidad que daba al Patio de Escuelas llamábase ya Puerta del Desafiadero. (…)
Cualquier nimia cuestión, de etiqueta o preferencia, se dirimía a cintarazos en las calles de Salamanca, lo mismo que en las otras ciudades universitarias de España (…)
Tales y tan frecuentes eran las muertes, los desafíos, los desafueros y motines de todas clases y calañas ocurridos entre estudiante, que muchos de ellos parecían haber ido a Salamanca, según dijo el autor de La tía fingida (obra atribuida a Miguel de Cervantes), “no a aprender leyes, sino a quebrantarlas”.

Dando un gran salto en el tiempo nos encontramos con la estremecedora narración de Edmundo de Amicis en su famoso libro Corazón (cuya primera edición es de 1886) referente a lo que acontecía en niveles de educación básica.                             

Miércoles 26
Y cabalmente esta mañana se dio a conocer Garrone. Cuando entré en la clase –un poco más tarde, pues me había parado la maestra de primero superior para preguntarme a qué hora podía ir a casa a vernos-, el maestro aún no estaba, y tres o cuatro chicos atormentaban al pobre Crossi, el pelirrojo que tiene un brazo muerto y cuya madre vende verduras. Lo pichaban con las reglas, le tiraban a la cara cáscaras de castañas, y lo motejaban de tullido y de monstruo, imitándolo, con su brazo en cabestrillo. Y él, solito al fondo del pupitre, descolorido, los oía, mirando ora a uno ora a otro con ojos suplicantes, para que lo dejase en paz-. Pero los otros se chanceaban cada vez más, y él empezó a temblar y a ponerse rojo de rabia. De pronto Franti, ese malencarado, se subió a su pupitre y, fingiendo llevar dos cestas en los brazos, remedó a la madre de Crossi cuando venía a esperar a su hijo a la puerta, porque ahora está enferma. Muchos se echaron a reír a carcajadas. Entonces Crossi perdió la cabeza y, agarrando un tintero, se lo arrojó a la cara con todas sus fuerzas; pero Franti hizo un quiebro, y el tintero fue a darle en el pecho al maestro, que entraba.

Para el caso de México, y ya en el siglo XX, optamos por la descripción de una escena de violencia escolar narrada por Ricardo Garibay con su habitual maestría.

Durante un tiempo largo, la tromba regresando del recreo, se hizo costumbre poner de cara a un rincón a los apacibles y simular con ellos coitos colectivos, multitudinarias violaciones entre carcajadas y silbidos. Cueto se reía cuando le hacían esto, parecía disfrutarlo. Por eso decidieron castigarlo a fuerza de burlas y zarandeos. Le arrojaron tinta a los cabellos y a la cara, le desgarraron la blusa, le metieron en la boca pedazos de lápices, empezaron a bajarle los pantalones, a coro gritaban “¡puto Cueto, Cueto puto, puto Cueto, Cueto puto!” Entonces Cueto, sin ninguna convicción, ahogándose, golpeándose las piernas, comenzó a mentar madres y a retar a la clase entera.
-¡A la salida, a la salida! —gritaba.
-¿Conmigo también?
-¡A la salida, a la salida!
-¡También conmigo, cabrón Cueto, conmigo!
-¡A la salida, a la salida!
Se arrebataban la oportunidad, desenfrenados. Las dos horas hasta la salida se llenaron de júbilos, señas y recados de pupitre a pupitre. Habitualmente El Güero Córdoba y yo no nos enterábamos de los consensos o planes de ataque; un poco se nos hacía de lado con cierto desdén. De modo que Cueto me lanzó con muchas precauciones un papel. “¿Me acompañas a la salida?” Y yo me sentí valiente y le lancé la respuesta: “Sí. Yo voy contigo”. Porque insensatamente creí que iba a pelear y me daría prestigio acompañar al perdedor. Los padrinos eran intocables. Pero le habían preparado una trampa, y él tenía pensada una trampa para todos. Salimos juntos, y trasponiendo la gran puerta verde emprendió una carrera enloquecida, gritando: “¡Vámonos, Garibay!” Se le habían adelantado tres o cuatro y le cortaron carrera. Seguro pensaba llegar al templo, pero tuvo que torcer hacia la Avenida Revolución, interminable y recta. Allí no había escape, lo alcanzarían forzosamente. Ya corríamos todos. Cueto casi volaba. Se veía de alambre. Sus zapatones. Su mochila azotándole la espalda. Recuerdo, estoy viendo a Cueto recibiendo el brutal empujón, maromeando, cayendo boca arriba, y su mochila muy lejos. Era febrero o marzo. Había mucho viento en la Avenida Revolución, sonaban los fresnos, los oigo, un gruñido helado, enorme. Y Cueto está boca arriba, electrizado, mudo, desorbitados los ojos, hundido en el herbazal, bajo una lluvia de puntapiés, tirones de cabellos, escupitajos, gritería sin fin, varazos y cachetadas. Entré en la piña, tiré varias patadas, de propósito al aire, sí, pero era necesario que me vieran tirar varias patadas. No sé cómo se levantó y ayudé a tumbarlo de nuevo. Y la corretiza se hizo costumbre de toda una semana. Cueto andaba metido entre sus hombros, como aterido, bizqueaba. Salía despacio, y cuando iba media cuadra adelante explotaban los gritos: “¡El puto, el puto Cueto, allá va el puto Cueto!” Y a correr, y a alcanzarlo, a derribarlo, a romperle las narices. Hasta que fue su madre a ver al maestro Román. Larga y jorobada, en la miseria, sin dientes, estregándose la cara con los puños, y manoteando luego hacia todos nosotros, acusándonos a todos.
-¿Tú lo volviste a ver, Faustino? Siempre lo recuerdo con pena, o más bien... no sé, éramos... nueve años...

No hace muchos años que se dio a conocer la expresión “bullying” y en forma inmediata pasó a ocupar un lugar destacado en el vocabulario básico para encarar temas educativos. Ello ha dado lugar a la proliferación de foros y especialistas en cuestiones de bullying. Sin embargo, como hemos visto el problema de la violencia en las escuelas viene de larga data, lo que no quita trascendencia al tema ni cuestiona a los profesionales que abordan la cuestión (si bien como dice Salvador Cardús “nunca se sabe con exactitud si los problemas suscitan la aparición de los expertos, o si por el contrario son los expertos quienes se inventan los problemas…”)

No hay duda de que la violencia entre alumnos dentro y fuera de las instituciones escolares alcanza niveles preocupantes, tanto en lo que hace a su frecuencia como a la gravedad de sus manifestaciones “reales” como “virtuales”. Son muchos los factores que explican esta coyuntura, entre ellos que la violencia social -como no podía ser de otra manera- llega a las escuelas. Asimismo el desarrollo de las nuevas tecnologías permite difundir imágenes e informaciones degradantes a quienes se amparan en el anonimato de la red.

Violencia escolar, acoso, bullying, diversos nombres para identificar situaciones muy dolorosas que encuentran terreno fértil en la impunidad, la cultura de la prepotencia, el imperio de los poderosos y muchos etcéteras.

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