jueves, 8 de agosto de 2013

En búsqueda de nuestro lugar

Con mucha facilidad los seres humanos nos desubicamos en relación al lugar que ocupamos en el espacio y en el tiempo. En el decir popular, nos enfermemos de importancia. Ni se diga en quienes ejercen el poder en sus diversas variantes. Tanto oropel, protocolo, ceremonial y elogios a la carta, terminan inexorablemente haciendo perder piso al más sensato. En ocasiones nos conducimos con una especie de bipolaridad existencial al manifestar la consabida forma de: “no somos nada”, tan presente en los ritos fúnebres.
 
 
Hay autores que comparten sus inquietudes por resituarse en el Universo. Tal es el caso de James Joyce.
Abrió la Geografía para estudiar la lección, pero no se podía acordar de los nombres de lugar de América. Y sin embargo, todos ellos eran sitios diferentes que tenían diferentes nombres. Todos estaban en países distintos y los países estaban en continentes y los continentes estaban en el mundo y el mundo era el universo. Pasó las hojas de la Geografía hasta llegar a la guarda y leyó lo que él había escrito allí. Allí estaban él, su nombre y su residencia.
              Stephen Dedalus
              Clase de Nociones
Colegio de Clongowes
              Sallins
              Condado de Kildare
              Irlanda
              Europa
              El Mundo
              El Universo

La soledad, el encuentro con la naturaleza, la contemplación de un cielo estrellado, se constituyen en circunstancias que invitan a poner en su justa dimensión el lugar que ocupamos. Ello le aconteció a Arturo Pérez-Reverte en una de sus tantas noches de navegación.
(…) Y es así, en tu cuarto de guardia, mirando ese cielo en apariencia impasible que parece burlarse de tantas cosas de aquí abajo, cuando recuerdas que la luz recorre 300,000 kilómetros por segundo y que Altair, por ejemplo, a la que miras en este momento, es una luz que salió de ella hace dieciséis años, y que tal vez a estas horas haya estallado en el espacio y ya no exista, y sin embargo aún seguirás viéndola allí arriba durante unos cuantos años más. Y vuelves los ojos a tu estrella maestra, la Polar, cuya distancia es de 470 años luz, y caes en la cuenta de que estás calculando tu rumbo y posición por la luz que salió de una estrella a principios del siglo XVI, y que ha tardado casi cinco siglos en llegar hasta ti, como un fantasma que saliera de la tumba para guiarte en la noche.
Entonces sientes un vértigo singular, pues comprendes que nada garantiza que cuanto ves allá arriba exista todavía, y que tal vez en este momento infinidad de cosas, de soles y planetas hayan cambiado, estén muertos o hayan nacido otros nuevos. (…)
Y bebes otro sorbo de café y te dices: hay que ver. Tantos siglos, tantos miles de millones de años, colega, con todo ese tinglado girando allá arriba, y aquí nos creemos alguien porque hemos conseguido pudrir y llenar de tumbas prematuras, y de plástico, y de mierda, nuestro minúsculo trocito de firmamento en unas pocas centurias de nada. (…) Ignoro si habrá vida inteligente allá arriba; pero como la haya y nos miren por un telescopio, tienen que estar partiéndose de risa.
Una vez en sintonía con la humildad existencial ya las cosas no son iguales, advirtiéndose notables cambios de conducta. Así, se descubre la futilidad que revisten situaciones a las cuales previamente se otorgara una gravedad que estaban muy lejos de tener. Ejemplo de ello es lo señalado por Harry Golden, citado por Edmundo Valadés. 
         Yo nunca insulté a las meseras.
Tengo por norma no quejarme jamás en un restaurante, porque sé perfectamente que hay más de cuatro billones de soles en la Vía Láctea, que es una de los tantos billones de galaxias. Muchos de esos soles son miles de veces mayores que el nuestro y son ejes de sistemas planetarios completos, que incluyen millones de satélites que se mueven a velocidad de millones de kilómetros por hora, siguiendo enormes órbitas elípticas. Nuestro propio sol y sus planetas, incluida la Tierra, están en el borde de esta rueda, en un diminuto rincón del universo. Sin embargo ¿por qué tantos millones de soles en constante movimiento no acaban chocando unos contra otros? La respuesta es que el espacio es tan inconmensurable que si redujéramos los soles y los planetas proporcionalmente a las distancias entre ellos, cada sol, siendo del tamaño de una mota de polvo, estaría a dos, tres o cuatro mil kilómetros de su vecino más próximo. Y ahora, imagínese usted, estoy hablando de la Vía Láctea -nuestro pequeño rincón-, que es nuestra galaxia. ¿Y cuántas galaxias hay? Billones de galaxias esparcidas a través de un millón de años-luz. Con la ayuda de nuestros precisos telescopios se pueden ver hasta cien millones de galaxias parecidas a la nuestra, y no son todas. Los científicos han llegado con sus telescopios hasta donde las galaxias parecen juntarse, y todavía quedan billones y billones por descubrir.
Cuando pienso en todo esto, creo que es tonto molestarse con la mesera si trajo consomé en lugar de crema.
Así andamos, entre las galaxias y el consomé.

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