martes, 10 de diciembre de 2013

Pueblo de artesanos

El oficio de artesano cuenta en México con larga tradición. Joaquín Antonio Peñalosa alude al testimonio de algunas crónicas antiguas a este respecto.
 
Los cronistas e historiadores del siglo XVI, sin que ninguno disienta, se muestran acordes y emocionados ante las manos industriosas de los indios, manos inteligentes y silenciosas que supieron arrancar de la materia dura y arisca, perdurables destellos de vida y color.
Don Juan de Palafox y Mendoza escribe en ese pequeño gran Libro de las virtudes del indio que "tienen grandísima facilidad para aprender los oficios, porque en viendo pintar, a muy poco tiempo pintan; en viendo labrar, labran; y con increíble brevedad aprenden cuatro o seis oficios. En la obra de la Catedral trabajaba un indio que le llamaban Siete Oficios, porque todos los sabía con eminencia. Yo no dudo que aventajen a todas las naciones en hacer cosas con tal brevedad y sutileza".
 
El oficio de artesano ha llevado con mucha dignidad el paso del tiempo al combinar la sabiduría de lo ancestral con la valentía de la innovación. En relación a ello señala Peñalosa

Cuanto aquellos varones dijeron hace siglos, continúa siendo válido para el artesano de ahora.
El mexicano lleva por herencia o por naturaleza, ese poder de transformación, esa capacidad creativa, esa flexibilidad y finura de unas manos mágicas, sensibles y hacendosas.
Ningún material es pobre y refractario cuando esas manos lo tocan. El barro espeso, el cartón opaco, la rama de árbol, el hirsuto ixtle, el vidrio quebradizo, la liviana paja, cualquier materia por oscura y deleznable que parezca, en las manos del artesano habla y esplende, como una voz o como una llama. Efímera y eterna.
Pero no son las manos solas, ellas al fin un instrumento inútil si no estuvieran al servicio de la imaginación y la fantasía.
Cuando un pueblo, en medio del caos, todavía puede soñar, señal que está vivo.
(…) La dicha de vivir, la plenitud espiritual se desborda por estas artes populares, pequeñas de apariencia, humildes de cuna, ricas de significados humanos y artísticos.
 
Puede que exista pero aún no lo conozco. Me refiero a esa ciudad, pueblo, localidad de México en la que no se encuentre un mercado de artesanías. Hay acuerdo que en este rubro el sur es más próspero que el norte (aun cuando allí  también se hacen maravillas), sin embargo a lo largo y ancho del territorio nacional es posible apreciar extraordinarios trabajos en metal, madera, textil, vidrio, cerámica, etc.
 
Es muy difícil cotizar en su justa medida el trabajo del artesano. ¿Qué contempla el pago realizado? ¿La belleza del producto, la sabiduría del artista, la materia prima utilizada, las horas que insumió...? Existe la costumbre del regateo (término hecho como a medida para iluminar el concepto al que alude). El regateo habitual consiste en que una vez que conoce el primer precio, el cliente pregunta: ¿cuánto es lo menos?, ¿cuál es el último precio? Este intercambio es de rutina por lo que el artesano suele tenerlo contemplado en su primer precio. Tan es así que Beatriz Sarlo comenta una experiencia que tuvo en otras regiones pero que aplica a lo que venimos considerando.
 
(...) en los mercados, el proceso de compra-venta tenía un implacable formalismo en varios pasos: oferta, precio, regateo, falsa retirada del comprador, nuevo regateo, falso enojo del vendedor, regateo final, acuerdo de precio. Una vez, en un pueblo de Cochabamba, cansada de una larga conversación, desistí de la compra. Se trataba de una canasta de higos y quesos, algo que íbamos a consumir allí mismo. La vendedora, en tono altanero, me dijo: “Lléveselos pues, pero aprenda a comprar”.

Por cierto que este formato ha sido adoptado por las grandes casas comerciales que marcan el precio al producto y allí mismo aplican el porcentaje de descuento y remarcan con su último precio. Nada nuevo bajo el sol.
 
Pero también existe un regateo de mala entraña. Me refiero a aquel en que el comprador al percibir la necesidad de vender que tiene el artesano lleva la negociación a un precio final muy por debajo del costo real del producto en cuestión. Esta actitud subestima el valor del producto que en sí mismo expresa una labor muy cuidadosa; ejemplo de ello es una nota de Arturo Jiménez que describe la labor de una artesana de rebozos.
 
Reyna Martínez Cayetano, cuya comunidad (San Pedro Cajonos) se ubica en la sierra norte de Oaxaca, cuenta que ahí se hacen rebozos, huipiles, blusas, bufandas y joyería con seda, además de otras manualidades, como alebrijes. Dice que las técnicas para los rebozos son ancestrales, que las aprendió de su madre y que incluyen la crianza de gusanos, el hilado con máquina de pedal o con malacate, el tejido en telar de cintura y el teñido con tintes naturales. (...)
Los gusanos de seda se crían durante mes y medio en estantes o charolas, y debe cuidarse que no se los coman hormigas, pájaros o arañas. A los gusanos se les da de comer tres o cuatro veces al día hojas del árbol de mora, que también siembran en la comunidad.
El gusano pega en hojas de encino su capullo de seda, del que desenredan el hilo. Tras una semana sale del capullo una mariposa, la cual pone jebecillos, de los que nacerán nuevos gusanos. Tras poner los jebecillos la mariposa muere.
Tras el hilado, viene el tejido, al que se le hace el flequillo o rapacejo mediante nudos con figuras. Queda un rebozo de tono blanco, que luego se pinta con colores naturales, de corteza de árboles o flores, sin dibujos. Entre el hilado, el tejido, el rapacejo y el teñido, se llevan más o menos un mes trabajo por rebozo. (...)
El rebozo es una prenda de vestir característica de México, así como la pashmina de la India o los mantones de Manila o de España. Aunque hay especialistas que afirman que, pese a no ser tan conocido en el mundo como las prenda mencionadas, el rebozo llega a tener mayor complejidad y calidad en su elaboración.

No falta el comprador que en lugar de avergonzarse de su denigrante regateo expresión de desprecio hacia el valor del trabajo artesanal, presume del gran negocio que hizo. La desvergüenza en acción.

Por supuesto que también existe el abuso de la parte vendedora. Conocida es la existencia de vendedores en los alrededores de las zonas arqueológicas que ofrecen copias de piezas prehispánicas. Su habilidad como merolicos es tal que el desprevenido turista acaba pagando por ello una pequeña fortuna y se va muy feliz por haber adquirido una pieza auténtica. Y es que a la hora del regreso a su lugar de origen, tal como lo afirma Joaquín Antonio Peñalosa,  los turistas quieren llevarse una parte de México.  
 
En el equipaje de los turistas que regresan a su país, jamás falta una generosa dotación de estos objetos mal llamados folklóricos, por el desprestigio que va teniendo esta etiqueta.
El extranjero busca lo diferente. Es decir, aquello que nos es propio. Por eso busca nuestras artesanías, que reflejan el fulgor y el colorido de México, sus dignas y fieles embajadoras. Esas cajas de maderas incrustadas, esos pájaros de tornasoles vidrios soplados, esas máscaras hieráticas de hoja lata, esos rebozos de seda que caben por un anillo.     

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