jueves, 27 de febrero de 2014

Un triste reencuentro con el pasado


Los reencuentros con el pasado siempre se las traen. Ver un álbum de fotos en que visualizamos nuevamente al niño, adolescente, adulto joven que fuimos, no deja de suscitar emociones diversas que, por supuesto, se hacen más tristes si es domingo por la tarde.

Volver a lugares que conocimos en otro tiempo implica severas amenazas de desencanto. Vale correr el riesgo pero a sabiendas de que los fantasmas pululan: “ya no es como era antes”, “en aquellos tiempos era mucho mejor”…

Claro está que el reencuentro con amores del pasado se cuece aparte. Por algo afirma el dicho que “segundas partes nunca fueron buenas” aunque en esto también –como dicen los comerciales- aplican restricciones y hay ocasiones en que la situación se convierte en un verdadero e inesperado regalo de la vida. Pero por lo general las cosas no acontecen de esta manera.
 
Amos Oz nos ofrece un relato a este respecto.
 
Orna tenía unos treinta y cinco años, más del doble que yo aquella noche. Y fue como ofrecer un río de púrpura, carmesí y celeste, y perlas a un cochinillo que no sabe qué hacer con todo ello y por tanto sólo coge y traga sin masticar y casi se ahoga de tanta abundancia. Al cabo de unos meses dejó su trabajo en el kibbutz. No supe adónde había ido. Años más tarde me enteré de que se había divorciado y casado de nuevo, y de que durante algún tiempo tuvo una columna fija en una revista femenina.
Y no hace mucho, en Estados Unidos, después de una conferencia y antes de una recepción, entre un círculo abarrotado de gente que preguntaba y discutía, de pronto se me apareció Orna, con los ojos verdes, radiante, sólo algo mayor de lo que era en mi juventud, con un vestido claro abotonado, sus ojos brillaban con esa sonrisa que conoce los secretos, esa sonrisa seductora, compasiva y tierna, la sonrisa de aquella noche, y yo, como hechizado, me detuve en medio de una frase, me abrí paso hacia ella, empujé a los que se interponían en mi camino, aparté a la anciana aturdida que Orna llevaba en una silla de ruedas, la agarré, la abracé, pronuncié dos veces su nombre y la besé apasionadamente en la boca. Ella me apartó con delicadeza y, sin dejar de otorgarme el favor de su sonrisa, que me hizo enrojecer como un chaval, señaló la silla de ruedas y dijo en inglés: es Orna. Yo sólo soy su hija. Desgraciadamente mi madre ya no habla. Y casi tampoco reconoce.

¡Si será digno de agradecer la benevolencia de la hija de Orna…!

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