martes, 13 de mayo de 2014

Concierto para cuadro a dos manos

Es posible suponer que trabajar bajo pedido no debe ser lo que más agrade a un artista. Y sin embargo en muchos momentos tiene que hacerlo por razones económicas, de amistad o ambas. Y la situación se complica aún más cuando el cliente no sabe bien lo que quiere. Tal lo que le sucedió a David Alfaro Siqueiros y que seguiremos por medio de su propia narración (Memorias de David Alfaro Siqueiros. Me llamaban el Coronelazo. México, Grijalbo, 1977).

No recuerdo exactamente, aunque parezca increíble, cómo se inició mi gran amistad con George Gershwin, el famoso compositor estadounidense. (...)
George Gershwin me pidió que le pintara un retrato. ¿Un retrato de qué tamaño? Me dijo que quería sólo una cabeza. Aceptada la idea, llegué al día siguiente a su elegante apartamiento de Park Avenue, en Nueva York, con una tela de 40 por 60 centímetros, aproximadamente.


Pero para ese entonces el cliente ya había cambiado de idea.

 
Después de observarla un momento, George me dijo: “Anoche he estado pensando, por qué no me pintas mejor un retrato de cuerpo entero.” “En ese caso —le dije— tendré que venir mañana con una tela mayor, cuando menos con una tela de 1.80 metros de alto por algo así como 1.25 de ancho.”
Encargué la tela, cosa que en los Estados Unidos es muy fácil, cualquiera que sea su medida y al día siguiente me presenté con la tela convenida para el retrato convenido.


Cuando Siqueiros disponía del material necesario para comenzar la obra, ocurrió algo inesperado. “Una vez más George había cambiado de opinión. ‘Sabes —me dijo— que me gustaría que me pintaras tocando el piano y de ser posible en el foro del teatro’.” Y así la idea original del retrato había devenido en un pequeño mural.
 

“George —le repliqué— lo que tú quieres ya, en realidad, es un pequeño mural... pero lo haremos.” En una tela de 3 metros de largo por 2 metros de ancho, empecé, por fin, ya definitivamente, el retrato de George Gershwin. Muchos meses me pasé trabajando en una pequeña pieza, por desgracia, de su elegante apartamiento. Pinté al maestro referido tocando el piano en el inmenso foro del teatro ¡y a todo el teatro! El teatro que pinté, teatro excepcional en el mundo entero, tenía capacidad para algo así como unos 50.000 espectadores. “Teatro de masas”, le decía yo a George Gershwin, y él resplandecía de alegría. En efecto, con un procedimiento impresionista pinté multitudes y multitudes y multitudes, de tal manera que no queda un solo lugar de la tela en que no haya un minúsculo puntito correspondiente a un espectador de cuerpo entero, aunque sólo se le viera la cabeza. Naturalmente, en aquel enorme conjunto de pisos y pisos curvos, con palcos y palcos y localidades de todas especies, el retrato mismo de George Gershwin no podía ser más grande que de 10 o 15 centímetros. Y el piano, en su equivalente.
 

Y es así como Siqueiros expresa su satisfacción por la culminación de su obra. Pero aún le esperaba otra sorpresa ya que Gershwin demandó unos pequeñas variantes.

 
Cuando mi retratazo estuvo terminado, George Gershwin, que según mi opinión, fue sin duda el más grande pedigüeño que yo he conocido en mi vida, me dijo: “Tu cuadro es maravilloso, Siqueiros. E indudablemente ya nadie, ni el mejor pintor del mundo, podría hacerle algo más. Pero yo, sin embargo, tu amigo músico, pintor también de talento, según tu amable opinión, quiero pedirte un favor: que en las primeras localidades del lunetaria, pintes a todos los miembros de mi familia, a mi papá ya muerto, al más querido de mis tíos, hermano de mi padre, ya muerto también, a la esposa del más querido de mis tíos, igualmente fallecida, pero también a mi mamá, que vive, y a mi hermano el despilfarrador y a mi primo el tramposo y al otro que, estudiando para cura acabó siendo gigoló. Y si te sobran lugares, por favor pinta también a los dos buenos administradores que he tenido en mi larga carrera musical, porque de hecho todos los otros fueron unos ladrones, y a esos no los pintes, y si los pintas, píntalos de manera inconveniente para ellos”.
 

Pero amigos son amigos y no era cuestión de frustrar los deseos de Geshwin, así que con infinita paciencia –lo que no deja de asombrar ya que Siqueiros era gente de mecha corta- el pintor puso nuevamente manos a la obra.
 

Horrenda perspectiva de trabajo apareció frente a mis ojos. Había que empezar, y así empezamos, por localizar las fotografías de los ya cadáveres que tenían derecho a ser retratados. Después, a fijar fechas para las sesiones de pose de los vivos. Y entre ellos, naturalmente su mamá. Con los retratos de los inexistentes y las periódicas sentadas delante de mí de los existentes, trabajé y trabajé y trabajé, casi con plan de miniaturista, porque son figuras que tienen dos centímetros, cuando mucho, en aquel inmenso conjunto, hasta dejar totalmente terminado y de acuerdo con la opinión al respecto de mi circunstancial patrón, el cuadro.
 

Ahora sí aquello estaba terminado y era tanta la alegría del músico que quiso retribuir en muy buena manera el trabajo de su amigo.

 
La terminación de su retrato casi enloqueció a George Gershwin de alegría. Aquello había que celebrarlo de la mejor manera posible, de acuerdo con nuestro recíproco punto de vista al respecto... y la mejor manera, según ambos, era un banquete con treinta muchachas en el cual sólo George y yo fuéramos los varones. Y así se hizo. El banquete tuvo lugar en el Waldorf Astoria de Nueva York. El prestigio de George Gershwin garantizó, naturalmente, la presencia de treinta mangos trepidantes y deslumbrantes, que se dedicaron a acariciarnos a los dos con la fruición más bien animada por el alcohol que nadie pueda imaginar.
Una bacanal en que nuestra impotencia masculina quedó indiscutiblemente comprobada... pues que empezamos inclusive por no saber en qué dirección encaminarnos.
Casi temblando, George Gershwin me dijo entonces: “Jamás hubo en la historia del mundo dos moscas más ahogadas por la miel que nosotros...” Sin embargo, el entusiasmo de George Gershwin por su retrato no decreció aquella noche.

 
Cuando de esta manera parecía haber caído el telón en la historia del cuadro de aquel conciertazo, surgió una nueva e inesperada vuelta de tuerca.

 
En un momento dado me pidió que solos saliéramos al corredor; yo pensé que se trataba de escaparnos de aquella tan gran felicidad, pero que por su magnitud era necesariamente mayor a la amplitud de nuestros brazos, pero tal no fue el objeto de la indicación que me hizo a base de señas. Ya en el corredor, con voz que me pareció positivamente patética, me dijo: “A ese retrato, Siqueiros, le falta algo”.


Al escuchar semejante despropósito a Siqueiros rápidamente le bajó el efecto de los alcoholes para responder con la mayor sensatez
 

“¿Cómo? —le dije yo con la voz completamente ahogada— George, si hay 50,000 espectadores y como tú ya empezaste a tocar ya cerraron las puertas y no dejan entrar a nadie ¡creo que esto lo prohibirían hasta los mismos bomberos! No, George, no, yo soy el primero en impedir que alguien te interrumpa.”

 
Pero la duda ya estaba sembrada en el pintor. “Yo me preguntaba qué diablos le podía faltar.” Con un poco de trabajo Gershwin aclaró el punto.

 
Después, lentamente, separando cada una de las palabras, con voz cada vez más baja, con voz descendente, me dijo: “¡¡Le faltas tú!!” Al comienzo yo no comprendí lo que quería decir con aquello, y sintiéndome un poco lastimado le dije: “Cómo, ¿tienes la impresión de que no parece una obra mía?” “No —me dijo— le faltas tú mismo, tú, en persona. ¡Le falta tu autorretrato!” Pegando un salto, le dije: “Pero a dónde lo meto, ¡si ahí ya no cabe ni un perro pequinés metido debajo de los asientos!”


Ante este nuevo pedido tampoco habría concesiones por lo que Siqueiros tuvo que ingresar en aquel teatro abarrotado aunque, claro está, ya no le fue posible alcanzar una buena localidad
 

George Gershwin fue implacable: le faltaba yo y yo tuve que pintarme, con violación de los más elementales reglamentos de teatro, metiendo la cabeza en un rincón del foro, y precisamente al lado de los focos, de esos que queman más que una estufa de gas...

 
Siqueiros concluye la crónica de aquel trabajo tan peculiar haciendo una advertencia a quien vea el cuadro. “El que observe el retrato tendrá que trabajar bastante para descubrirme a mí en aquel concierto ultramonumental de George Gershwin, en un teatro inexistente y rodeado milagrosamente de todos sus parientes muertos y de todos sus parientes vivos...”

                                                          

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