martes, 6 de mayo de 2014

Las gringas de la taquería


No deja de llamar la atención que entre la variada oferta de las taquerías (pastor, costilla, alambre, suadero, frijoles charros, etc.) haga su aparición esa rara especie, menos requerida pero nunca extinguida, que son las gringas. Nicolás Alvarado alude a su origen.


Las gringas deben su nombre, precisamente, a las gringas. O, para ser más precisos, a dos ciudadanas estadounidenses, Jennifer Anderson y Sharon Smith, quienes, acaso encandiladas por el éxito del que gozaban ya sus compatriotas en estas tierras, habían decidido instalarse en la Ciudad de México, so pretexto de estudiar español.
 

Seguramente estas chicas integraban las huestes reivindicadas por el célebre lema, citado por Alí Chumacero, de: “¡Yanquis no, gringas sí!”. Por su parte Juan Villoro evoca el día y hora en que era más factible poder ligar con alguna de estas féminas.

 

Por aquel tiempo (fines de la década de 1960), el hermano mayor de un vecino me explicó que el mejor día para ligar en México era el lunes. En mi ignorancia, pregunté si las discotecas hacían descuento al inicio de semana. Nada de eso: el lunes cerraban el Museo de Antropología pero muchas gringas no lo sabían; al ver las puertas cerradas, se quedaban tristísimas junto a la estatua de Tláloc. El momento de presentarse ante ellas y ofrecer una ruta alterna por la mexicanidad. Solían estar tan decepcionadas de no ver ídolos que se conformaban con sus descendientes.

 
Regresemos al tema que nos ocupa, a la historia de Jennifer y Sharon narrada por Nicolás Alvarado.


Las gringas vivían en una de las muchas casas de estudiantes que entonces albergaba la colonia Anzures. Un poco por pobres y otro poco por folcloristas, comían con frecuencia en una pequeña taquería de la calle de Leibnitz -sucursal de otra más grande enclavada en Mixcoac y llamada, como aquélla, El Fogoncito- en la que cabe imaginarlas suspender la masticación de los parroquianos no bien hacían su entrada, ya sólo por su buenura.
Las gringas, sin embargo, por sabrosas que estuvieran, no dejaban de ser gringas. Así, se mostraban tan ignorantes de la prosapia y los rituales del taco que cometían el sacrilegio de pedir los suyos de pastor en tortilla de harina y bañados de queso fundido. Tanto les brillaban los ojitos azules cuando entregaban la comanda que los meseros las complacían.
Pasadas las semanas, los comensales de otras mesas comenzaron a pedir “lo de la gringa”, con tal frecuencia que el establecimiento terminó por consignar el invento en su menú y por bautizarlo, en honor a Jennifer y a Sharon, como gringa. (…)

                                              
Es frecuente que al confrontar la historia de México con la de Estados Unidos haya quienes, descalificando a los güeritos del norte, concluyan que “los gringos no tienen historia”.

 
Ante ello cabría acotar que, cuando menos, las gringas sí.

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