jueves, 18 de septiembre de 2014

Elogio a la desobediencia


Los efectos negativos de la obediencia incondicional –en sus diversas manifestaciones- han sido enormes y abundan las anécdotas que permiten adentrarse en la cuestión; Noel Clarasó refiere una de ellas.

 
Pedro I de Rusia (1672-1725) llamado Pedro el Grande, fue un verdadero tirano. Parece ser que tenía tanto miedo a que le asesinaran que, las veces que salía de palacio, obligaba a tener cerradas todas las ventanas que daban a las calles por donde pasaba. Y si los soldados de su guardia veían una ventana abierta, disparaban hacia ahí.
Visitó, en cierta ocasión, a Federico IV de Dinamarca. Los dos monarcas visitaron la Torre Redonda. Estaban en lo alto de la torre y Pedro le dijo a Federico:
-¿Queréis que os demuestre la fuerza de mi autoridad?
Llamó a uno de los cosacos de su séquito, le señaló el borde de la torre y le ordenó:
-¡Salta!
El cosaco hizo un saludo militar al soberano y saltó al abismo. Y se mató, claro está. Y el zar preguntó al asombrado Federico:
-¿Tenéis súbditos que os obedezcan en esta forma?
Y Federico le contestó:       
-Felizmente, no.
No dice la anécdota cómo terminó la visita a la torre, ni la conversación entre los dos soberanos.

 
Los sistemas de instrucción basados en la denominada obediencia debida, han ocasionado tragedias de enorme dimensión a lo largo y ancho de la historia (tanto remota como  reciente). A pesar de ello, la educación (tanto en lo familiar como en lo escolar) ha seguido poniendo énfasis en enseñar a obedecer cuando simultáneamente, por lo general, ha olvidado formar en la desobediencia responsable. Pilar Yuste da cuenta de una experiencia en el aula.


Atribuir a una persona un status social por sus características físicas es injusto y peligroso. En una ocasión en que tuve que debatir y analizar un incidente de acoso a una niña, se me ocurrió con éxito entrar en la clase a modo de comisionada de jefatura de estudios y ordenar a quienes llevaran el jersey a rayas (pues vi que varios lo llevaban) que hicieran un examen. La reacción fue la prevista: acatamiento absoluto por quienes llevaban ese atuendo, desentendimiento y alborozo del resto; tan sólo un atisbo de solidaridad en una alumna que preguntó si sus compañeros tenían obligación de obedecerme (un “sí” la hizo callar rápidamente) y no sé si de solidaridad o de cumplimiento riguroso de las normas en un alumno que confesó que aunque no su jersey, su camiseta sí era a rayas, y que quizá debería hacer el examen. No faltó un buen estudiante que se ofreció voluntario (no sea que de aquí se pueda sacar algo....). El análisis posterior fue suculento y es que, pedagógicamente, los juegos de roles y de simulación nos despiertan mucho más que cualquier charla: acatamos leyes sin sentido; la discriminación –genérica, étnica— es así de arbitraria casi siempre; la solidaridad podría haber boicoteado esa injusticia pero preferimos zafarnos aun sabiendo que esa arbitrariedad se puede volver en cualquier momento contra nosotros; es muy duro que “te toque la china” y ver que los otros en vez de ayudarnos se alegran de su buena suerte...

 
Para la buena suerte colectiva siempre han existido (¡que nunca falten!) quienes filtran las órdenes, cuando menos en base a dos criterios: el de la justicia y el de la lógica. Nieves Concostrina formula un ejemplo de ello.
                                                                                            

Faltó el canto de un duro para que el mundo se enfrascara el 26 de septiembre de 1983 en una guerra nuclear. Un satélite ruso detectó el lanzamiento de cinco misiles balísticos estadounidenses hacia territorio soviético. Sólo la prudencia del oficial Stanislav Petrov, un técnico informático que usaba la cabeza para algo más que para rellenar la gorra de plato, evitó que comenzaran a volar misiles intercontinentales sobre nuestras cabezas. Aquello se conoció como el incidente del equinoccio de otoño.
La mala pasada la jugaron los fenómenos astronómicos, porque coincidió una extraña conjunción de la Tierra, el Sol y la red de satélites rusos que, mezclada con el equinoccio de otoño, tuvo como consecuencia que se detectaran una serie de señales térmicas que daban a entender que los yanquis estaban lanzando misiles. Pero el oficial Petrov pensó para sus adentros: “Qué país empieza una guerra nuclear con sólo cinco misiles. Mucho menos Estados Unidos, que tiene miles. Algo falla. Si en veinte minutos no impacta nada en territorio soviético, esto es una falsa alarma”. Y lo era. Estados Unidos no había lanzado misil alguno, y la Guerra Fría continuó siendo eso, fría.
Stanislav Petrov fue quizás el héroe del siglo XX, pero pagó cara su sensatez. El protocolo del centro soviético de inteligencia militar obligaba a dar la alarma de inmediato para, también de inmediato, iniciar el contraataque. Petrov no dijo nada a nadie, porque si comunicaba la emergencia, sabía que se iba a liar. Y ahora viene la parte absurda: el alto mando soviético amonestó al oficial y lo relegó a puestos inferiores por pensar por su cuenta.
Menos mal que en 2006 Naciones Unidas felicitó públicamente a Petrov, hoy retirado del ejército, por haber empleado la genuina inteligencia militar, términos antagónicos casi siempre, pero que tuvieron sentido aquel 26 de septiembre de 1983. Porque se mascó la tragedia.

                                                                      
El problema de la obediencia ciega (que por lo general tanto tiene que ver con el fanatismo, la inseguridad, el miedo, la ignorancia, la costumbre, etc.) no es cuestión del pasado; alcanza con asomarse a los acontecimientos de nuestro tiempo para saber que está muy presente.

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