Los efectos negativos de la obediencia incondicional –en sus
diversas manifestaciones- han sido enormes y abundan las anécdotas que permiten
adentrarse en la cuestión; Noel Clarasó refiere una de ellas.
Pedro I de Rusia (1672-1725) llamado
Pedro el Grande, fue un verdadero tirano. Parece ser que tenía tanto miedo a
que le asesinaran que, las veces que salía de palacio, obligaba a tener
cerradas todas las ventanas que daban a las calles por donde pasaba. Y si los
soldados de su guardia veían una ventana abierta, disparaban hacia ahí.
Visitó, en cierta ocasión, a Federico
IV de Dinamarca. Los dos monarcas visitaron la Torre Redonda.
Estaban en lo alto de la torre y Pedro le dijo a Federico:
-¿Queréis que os demuestre la fuerza
de mi autoridad?
Llamó a uno de los cosacos de su
séquito, le señaló el borde de la torre y le ordenó:
-¡Salta!
El cosaco hizo un saludo militar al
soberano y saltó al abismo. Y se mató, claro está. Y el zar preguntó al
asombrado Federico:
-¿Tenéis súbditos que os obedezcan en
esta forma?
Y Federico le contestó:
-Felizmente, no.
No dice la anécdota cómo terminó la
visita a la torre, ni la conversación entre los dos soberanos.
Los sistemas de instrucción basados en la denominada obediencia debida, han ocasionado
tragedias de enorme dimensión a lo largo y ancho de la historia (tanto remota
como reciente). A pesar de ello, la
educación (tanto en lo familiar como en lo escolar) ha seguido poniendo énfasis
en enseñar a obedecer cuando simultáneamente, por lo general, ha olvidado
formar en la desobediencia responsable. Pilar Yuste da cuenta de una
experiencia en el aula.
Atribuir a una persona un status
social por sus características físicas es injusto y peligroso. En una ocasión
en que tuve que debatir y analizar un incidente de acoso a una niña, se me
ocurrió con éxito entrar en la clase a modo de comisionada de jefatura de
estudios y ordenar a quienes llevaran el jersey a rayas (pues vi que varios lo
llevaban) que hicieran un examen. La reacción fue la prevista: acatamiento
absoluto por quienes llevaban ese atuendo, desentendimiento y alborozo del
resto; tan sólo un atisbo de solidaridad en una alumna que preguntó si sus
compañeros tenían obligación de obedecerme (un “sí” la hizo callar rápidamente)
y no sé si de solidaridad o de cumplimiento riguroso de las normas en un alumno
que confesó que aunque no su jersey, su camiseta sí era a rayas, y que quizá
debería hacer el examen. No faltó un buen estudiante que se ofreció voluntario
(no sea que de aquí se pueda sacar algo....). El análisis posterior fue
suculento y es que, pedagógicamente, los juegos de roles y de simulación nos
despiertan mucho más que cualquier charla: acatamos leyes sin sentido; la
discriminación –genérica, étnica— es así de arbitraria casi siempre; la
solidaridad podría haber boicoteado esa injusticia pero preferimos zafarnos aun
sabiendo que esa arbitrariedad se puede volver en cualquier momento contra
nosotros; es muy duro que “te toque la china” y ver que los otros en vez de
ayudarnos se alegran de su buena suerte...
Para la buena suerte colectiva siempre han existido (¡que
nunca falten!) quienes filtran las órdenes, cuando menos en base a dos
criterios: el de la justicia y el de la lógica. Nieves Concostrina formula un
ejemplo de ello.
Faltó el canto de un duro para que el
mundo se enfrascara el 26 de septiembre de 1983 en una guerra nuclear. Un
satélite ruso detectó el lanzamiento de cinco misiles balísticos estadounidenses
hacia territorio soviético. Sólo la prudencia del oficial Stanislav Petrov, un
técnico informático que usaba la cabeza para algo más que para rellenar la
gorra de plato, evitó que comenzaran a volar misiles intercontinentales sobre
nuestras cabezas. Aquello se conoció como el incidente del equinoccio de otoño.
La mala pasada la jugaron los
fenómenos astronómicos, porque coincidió una extraña conjunción de la Tierra , el Sol y la red de
satélites rusos que, mezclada con el equinoccio de otoño, tuvo como
consecuencia que se detectaran una serie de señales térmicas que daban a
entender que los yanquis estaban lanzando misiles. Pero el oficial Petrov pensó
para sus adentros: “Qué país empieza una guerra nuclear con sólo cinco misiles.
Mucho menos Estados Unidos, que tiene miles. Algo falla. Si en veinte minutos
no impacta nada en territorio soviético, esto es una falsa alarma”. Y lo era.
Estados Unidos no había lanzado misil alguno, y la Guerra Fría continuó
siendo eso, fría.
Stanislav Petrov fue quizás el héroe
del siglo XX, pero pagó cara su sensatez. El protocolo del centro soviético de
inteligencia militar obligaba a dar la alarma de inmediato para, también de
inmediato, iniciar el contraataque. Petrov no dijo nada a nadie, porque si
comunicaba la emergencia, sabía que se iba a liar. Y ahora viene la parte
absurda: el alto mando soviético amonestó al oficial y lo relegó a puestos inferiores
por pensar por su cuenta.
Menos mal que en 2006 Naciones Unidas
felicitó públicamente a Petrov, hoy retirado del ejército, por haber empleado
la genuina inteligencia militar, términos antagónicos casi siempre, pero que
tuvieron sentido aquel 26 de septiembre de 1983. Porque se mascó la tragedia.
El problema de la obediencia ciega (que por lo general
tanto tiene que ver con el fanatismo, la inseguridad, el miedo, la ignorancia, la
costumbre, etc.) no es cuestión del pasado; alcanza con asomarse a los
acontecimientos de nuestro tiempo para saber que está muy presente.
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