El concepto de “desarrollo” mantuvo
vigencia y una aceptación generalizada durante mucho tiempo; de acuerdo con
ello los países se dividieron en desarrollados y subdesarrollados. Para que
éstos últimos pudieran integrarse al grupo selecto de privilegiados, tan solo debían
implementar una serie de medidas, ajustes y cambios culturales que, una vez
implementados, los guiarían por el buen camino. Al pasar de los años comenzaron
a surgir cuestionamientos a esta forma de ver las cosas. No faltó quien
preguntara: ¿cómo comparar y poner a competir entre sí, a países que
manifiestan grandes asimetrías en sus condiciones de partida? Otros descalificaron que los criterios de
comparación no tuvieran en cuenta diferencias históricas ni entornos culturales.
Hubo también quienes señalaron que el poderío de los países desarrollados se
sustenta precisamente en la propia existencia de los subdesarrollados y, por lo
tanto, no tienen el menor interés de que abandonen tal condición (cabe recordar
que la polémica entre desarrollismo y teoría
de la dependencia no fue ajena a todo esto). Fueron apareciendo nuevas
categorías como la de países “en vías de desarrollo”, lo que no cambió el fondo
del asunto.
Uno de los indicadores tradicionales para
medir en este contexto la riqueza de las naciones es el producto interno bruto.
Frente a ello alza la voz Robert Kennedy –citado por Zygmunt Bauman en El arte de la vida- en su discurso del
18 de marzo de 1968 cuando estaba en plena campaña presidencial (y pocos días
antes de que lo asesinaran).
Nuestro PIB tiene
en cuenta, en sus cálculos, la contaminación atmosférica, la publicidad del
tabaco y las ambulancias que van a recoger a los heridos de nuestras
autopistas. Registra los costes de los sistemas de seguridad que instalamos
para proteger nuestros hogares y las cárceles en las que encerramos a los que
logran irrumpir en ellos. Conlleva la destrucción de nuestros bosques de
secuoyas y su sustitución por urbanizaciones caóticas y descontroladas. Incluye
la producción de napalm, armas nucleares y vehículos blindados que utiliza
nuestra policía antidisturbios para reprimir los estallidos de descontento urbano.
Recoge (…) los programas de televisión que ensalzan la violencia con el fin de
vender juguetes a los niños.
Llegado a este punto, el discurso de
Robert Kennedy –siempre citado por Bauman- da un giro considerable.
En cambio, el PIB
no refleja la salud de nuestros hijos, la calidad de nuestra educación ni el
grado de diversión de nuestros juegos. No mide la belleza de nuestra poesía ni
la solidez de nuestros matrimonios. No se preocupa de evaluar la calidad de
nuestros debates políticos ni la integridad de nuestros representantes. No toma
en consideración nuestro valor, sabiduría o cultura. Nada dice de nuestra
compasión ni de la dedicación a nuestro país. En una palabra: el PIB lo mide todo
excepto lo que hace que valga la pena vivir la vida.
En estos tiempos de incertidumbre es
conveniente recordar que hace ya casi cincuenta años hubo quienes, desde las
mismas entrañas del capitalismo, criticaron duramente al modelo social vigente.
Al mismo tiempo esta cuestión se encuentra estrechamente ligada a lo que se
entienda por “felicidad”; Zygmunt Bauman profundiza en ello.
Los observadores
señalan que aproximadamente la mitad de los bienes cruciales para la felicidad
humana no tienen precio de mercado y no se venden en las tiendas. Sea cual sea
la disponibilidad de efectivo o de crédito que uno tenga, no hallará en un
centro comercial el amor y la amistad, los placeres de la vida hogareña, la
satisfacción que produce cuidar a los seres queridos o ayudar a un vecino en
apuros, la autoestima que nace del trabajo bien hecho, la satisfacción del “instinto
profesional” que es común a todos nosotros, el aprecio, la solidaridad y el
respeto a nuestros compañeros de trabajo y a todas las personas con quienes nos
relacionamos; tampoco allí encontraremos la manera de liberarnos de las
amenazas de desconsideración, desprecio, rechazo y humillación. Más aún, ganar
el dinero suficiente para poder comprar aquellos bienes que sólo se encuentran
en las tiendas supone una pesada carga sobre el tiempo y la energía que
podríamos invertir en la obtención y disfrute de los otros bienes no
comerciales citados hace un momento y que no están a la venta. Bien puede suceder,
y sucede con frecuencia, que lo que se pierda supere lo que se gane y que la
infelicidad causada por la reducción del acceso a los bienes que “el dinero no
puede comprar” supere la capacidad del aumento de los ingresos de generar
felicidad.
Tal vez a ello se daba la existencia
de gente exitosa que es muy poco feliz.
Desde siempre el ser humano ha buscado
orientar su vida hacia la conquista de la felicidad y ello no es nada fácil.
Muchos autores señalan que en tiempos recientes la felicidad ha dejado de ser
un derecho para convertirse en una obligación. Por último hay quienes conciben
a la felicidad como un estado permanente mientras que otras voces se oponen a
ello, tal como la de Elena Poniatowska que considera que “la felicidad es de a
ratitos”.
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