Hay momentos en que como país, como
sociedad, enfrentamos un conjunto de situaciones muy dolorosas, aún más:
terriblemente dolorosas. El desánimo y el desaliento se respiran en el clima
social y no se tienen rastros de la esperanza. Las razones para ello abundan,
las noticias desoladoras se suceden, la palabra escándalo ya no es suficiente
por lo que se habla de mega-escándalos. Claro que todo esto no es de a gratis
dado que es el resultado de haber convivido durante mucho tiempo con problemas
de corrupción, injusticia, impunidad, arbitrariedad, etc., cuyos efectos se han
venido facturando al futuro. Y tal como lo han afirmado diversos autores, el
futuro tiene una rara costumbre y es la de que un día llega. Y ese futuro tan
descuidado llegó con mayor carga de amenazas que de esperanzas.
Comenta Mamerto Menapace que en un momento
muy difícil para el campo, escuchó a un humilde productor rural afirmar: “guardemos
el desánimo para tiempos mejores”. Y sí, en estos tiempos aciagos de eso se
trata: sin proponer el optimismo iluso y voluntarista que niega las
dificultades del presente, es importante defender el derecho a que las cosas
puedas ser muy diferentes a lo que hoy son. En síntesis, no debemos dejarnos
robar la esperanza. Al decir de Santiago Kovadloff
Creo que la esperanza se funda en la
convicción de que la adversidad, por más que hoy nos paralice y dañe, no tiene
por qué contar con la última palabra (…)
El “escándalo” de la esperanza consiste
en ocupar los sitios donde, en apariencia, nada la invita a germinar.
La esperanza no soslaya el trato con el
dolor ni deja de frecuentar el desencanto: los atraviesa, los sobrepasa. Es un
gesto de indignación y firmeza ante los horizontes clausurados por la
arbitrariedad de la fuerza o la obstinación de la pesadumbre. (…)
Esperanzado es quien no deja de
proseguir y, por lo mismo, de recomenzar, allí donde no pareciera haber lugar
para hacerlo; es el hombre que busca, que quiere, que intenta (…)
Al estar esperanzados no negamos que las
cosas sean como parecen; negamos que, en esa apariencia, se agote lo que ellas
son. Hemos ensanchado el campo de lo significativo sin apartarnos del presente.
Las culturas indígenas tienen mucho que enseñar a este respecto
y Ramón Vera Herrera da cuenta de ello.
Los marakate (o
sabios) wixárika (huicholes) han soñado que son tiempos oscuros los que se
viven y que las velas de vida se están apagando en los cuatro puntos
cardinales. Que sólo en el corazón de los pueblos “hay un cabito de vela
titilando”. Pero también sueñan con que hay un resplandor inexplicable que
asoma por muchos rumbos no muy precisos y emprenden, como el resto de pueblos
indígenas mexicanos, un intento frontal por decidir su destino. No confían en
que ocurra algún milagro, se dedican a provocarlos.
¡Que así sea!
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