martes, 23 de diciembre de 2014

La ciudad en que nacimos


Todo un tema (o mejor dicho varios) el de la identidad, ya que como decía Ortega y Gasset uno es uno y sus circunstancias. Y circunstancias fundantes son la familia, la ciudad y el país que “nos vieron nacer” (como lo señala el modismo con marcado egocentrismo). Nos detendremos en las dos últimas.

Parecen ser minoría aquellos que reniegan del país en que nacieron. Por el contrario, las mayorías se agrupan en torno al nacionalismo y no son pocos los que llegan al patriotismo (cuestiones a las que nos referiremos en otra ocasión). Esta apropiación del país en que se nació, que se va formando con diferentes ritos de lealtad desde la más tierna infancia, impide que la mirada sea objetiva; José García Mercadal ilustra el punto.

Inacabables soledades de hermosa tristeza, secos campos de patética languidez, abandonados caminos de polvoriento suelo, raquíticos arbolejos desnudos de hoja y vestidos con grisáceo ropaje polvoriento, míseros hacinamientos de terrosas viviendas, a las que el orgullo nacional llama pueblos, villas y ciudades, con la petulancia donairosa de un hambriento hidalgo fanfarrón.

Ni qué decir de lo que acontece, por lo general, en relación a la ciudad en la que uno nació; en este caso es Rosa Regás quien ejemplifica el tema.

(…) Algo así ocurre con el lugar donde hemos nacido. Se diría que lo juzgamos de otro modo y no podemos aplicarle los criterios de belleza o de fealdad que aplicamos a los demás lugares del mundo. Todos hemos conocido personas que han nacido en pueblos siniestros. Unos sin árboles, con los campos yermos por falta de agua, sin ríos cercanos, ni comunicaciones, abatidos por la miseria o por los especuladores; otros con las casas en ruinas por las lluvias con los hierbajos asomando entre las tejas; o pueblos agostados por un sol de justicia y unas sequías bíblicas que no tienen ni gracia ni sombra. Y, sin embargo, el que ha nacido allí, aun viendo todos esos desastres no sabe aplicarles la crítica que lo llevaría a considerar inhabitable otro pueblo en las mismas condiciones. Por el contrario, se le agrandan los ojos al pensar en él y no le caben las palabras en la boca para describirlo. “¡Oh!, mi pueblo! Eso es un pueblo, si lo viera usted. Mire lo que le digo, si este pueblo tuviera agua…”

(Entre paréntesis cabe señalar que la misma autora añade que otro tanto ocurre con los hijos dado que “somos incapaces de verlos como los vería otro y aplicarles los criterios de valoración física y moral que aplicamos, incluso sin malicia, a los demás”).

Para un final feliz en este proceso de valoración de la ciudad en que uno nació, es fundamental que se la pueda caracterizar, singularizar, distinguir, etc. por algo que la convierta en única y, por tanto, digna de ser recordada. Manuel Cruz lo deja en claro  

Ser de una u otra ciudad no es algo anecdótico. Ser de una u otra ciudad imprime carácter. Ello no significa, claro está, que todos los habitantes de una misma ciudad sean iguales (ni tan siquiera parecidos), sino sencillamente que no hay una ciudad igual a otra. O, mejor dicho, que no debiera haberla.

Mala cosa, muy mala, cuando ello no sucede; dice Cruz: “Pobre de la ciudad que no se distingue de otra. Tal vez el más triste destino que le puede aguardar a una urbe sea el de que, sistemáticamente, nos recuerde a otra.” Pero no es así –se corrige el mismo Manuel Cruz-; aun es posible que el panorama sea menos alentador: “Y el peor de todos, el de que ni siquiera alcancemos a precisar a qué otra nos está recordando.

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