Elías Canetti en su libro
“Masa y poder” (México, Random House Mondadori, 2005) dedica un capítulo a
realizar una serie de consideraciones sobre el tema que, subraya, no ha sido
objeto de mayores análisis. “Una orden es
una orden: pueda que el carácter definitivo e indiscutible propio de la
orden sea la causa de que se haya reflexionado tan poco sobre ella.”
En
la relación entre el ser humano y el animal, es usual que el cumplimiento de la
orden tenga su recompensa inmediata.
Se ha creado un estrecho vínculo entre la orden y el
alimento que se dispensa. Este vínculo aparece de forma muy clara en la
práctica del adiestramiento de animales. Cuando el animal ha hecho lo que debe
hacer, recibe su golosina de la mano del adiestrador. La domesticación de la
orden la convierte en una promesa de alimento.
Por otra parte, en el vínculo
ente las personas –y más allá de que existen formas sociales en que el súbdito
asegura que dará cumplimiento de muy buena gana a lo que se le mande (“a sus
órdenes”, “para lo que usted ordene”, “mande usted”, etc.)- según Canetti la
cuestión es compleja.
Toda orden deja un penoso aguijón en quien está obligado a ejecutarla. (…) Quienes reciben
muchas órdenes y están por tanto llenos de esos aguijones, sienten un poderoso
impulso a deshacerse de ellos. Y tienen dos maneras de hacerlo. Pueden
transmitir hacia abajo las órdenes que han recibido de arriba; aunque para eso
tiene que haber, claro está, inferiores dispuestos a recibir órdenes de ellos. Pero
pueden también devolver a sus superiores lo que durante largo tiempo han venido
soportando y sufriendo por su culpa.
Esto
último difícilmente se podrá hacer en forma aislada, pero las cosas cambian
diametralmente cuando aparece la masa.
Un individuo aislado, y por lo tanto débil e indefenso,
raras veces tendrá la oportunidad de hacerlo. Sin embargo, cuando se reúnen
muchos para formar una masa, pueden conseguir lo que individualmente les estaba
vedado. Todos juntos podrán volverse contra aquellos que hasta entonces les
habían dado órdenes. La situación revolucionaria puede considerarse el estado
por antonomasia de semejante inversión.
Elías
Canetti establece un símil entre la orden y la flecha, de tal manera que la
única forma de aliviarse de la herida que la orden produce está en la posibilidad
de descargarla en otro.
Una orden es como una flecha. Es disparada y da en el
blanco. El que da la orden apunta antes de dispararla. Su blanco será alguien
muy determinado, la flecha siempre tiene una dirección elegida. Queda clavada
en el que la recibe; este deberá extraerla y dispararla a su vez, para
liberarse de su amenaza. De hecho, el proceso de la transmisión de órdenes se
cumple como si el receptor la extrajese, tendiese su propio arco y volviera a
disparar la misma flecha. La herida en su propio cuerpo sana pero deja una
cicatriz. Cada cicatriz tiene una historia, es la huella de una flecha
determinada.
El
soldado raso -que en la mayoría de los casos lo es por necesidad y no por
vocación- es el ejemplo más claro de quien ha sido preparado únicamente para
recibir órdenes y darles cumplimiento sin ningún tipo de excusas ni miramientos.
El soldado en activo actúa solo bajo orden. Puede que le
apetezca esto o aquello; pero como es soldado sus deseos no cuentan, debe
renunciar a ellos. Para él no hay encrucijadas que valgan, pues aunque se le
presentase alguna, no es él quien decide cuál de los caminos ha de seguir. (…)
Un centinela que permanece horas y horas inmóvil en su
puesto constituye el mejor ejemplo de la condición psíquica del soldado. No le
está permitido alejarse, dormirse ni moverse, a excepción de determinados
movimientos que le son prescritos con total precisión. Su servicio propiamente
dicho es la resistencia a cualquier tentación de abandonar su puesto, sea cual
sea la forma como esta se le presente. Este negativismo
del soldado, como muy bien se lo puede llamar, es su columna vertebral.
Reprimirá todas las motivaciones habituales que nos llevan a actuar, como el
deseo, el temor, la inquietud, y que tan esenciales son para la vida humana. Su
mejor forma de combatirlas es evitar confesárselas. (…)
Durante su instrucción, al soldado se le prohíben más cosas que al resto de las
personas. Cualquier transgresión, por mínima que sea, es severamente castigada.
La esfera de lo no permitido, con la que todos nos familiarizamos desde niños,
adquiere proporciones gigantescas para el soldado (…) Es un prisionero que se
ha adaptado a las paredes de su celda; un prisionero que está contento de serlo
y se rebela tan poco contra su condición que los muros lo moldean. Mientras que
otros prisioneros solo piensan en una cosa: cómo podrían horadar o escalar esos
muros, él los ha aceptado como una nueva naturaleza, como un entorno natural al
que uno mismo se adapta y el cual acaba transformándose.
Esta
rigidez genera incapacidad de reacción ante órdenes inhumanas e inhibe el
derecho a la desobediencia. (En otra ocasión nos hemos referido a los daños que
puede producir la llamada obediencia debida:
Asimismo
la formación recibida en cuanto al cumplimiento acrítico de las órdenes, se
transforma en un gran problema en el caso de los soldados que se pasan al bando
del llamado crimen organizado y siguen funcionando bajo el mismo esquema.
Como
hemos visto Canetti advierte que la orden clava su aguijón, del que los mandos
intermedios pueden liberarse, así sea parcialmente, emitiendo a su vez órdenes
que serán cumplidas por otros que se encuentran debajo en la cadena de mandos. (Esto
tiene que ver con la llamada ley del gallinero social a la que ya hemos aludido
en otra oportunidad
http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2014/04/el-gallinero-social.html)
Por supuesto que este tema no queda restringido al orden castrense y quien lo
dude no tiene más que dar un vistazo a lo que acontece con los altos mandos
políticos o con quienes ocupan cargos medios en la jerarquía de la burocracia.
Ahora
bien, ¿qué sucede con el soldado raso que no tiene en quien derivar la herida?
Es evidente que estos aguijones tienen que acumularse de
manera desmedida en el soldado. Todo cuanto este hace, lo hace obedeciendo una
orden; no debe ni puede hacer otra cosa; esto es exactamente lo que la
disciplina manifiesta exige de él. Sus impulsos espontáneos son reprimidos.
Encaja órdenes y más órdenes y da igual cómo se sienta al hacerlo: nunca le
está permitido cansarse por ello. Cada orden que ejecuta –y las ejecuta todas-
deja clavado en él un aguijón.
La acumulación en él de estos aguijones se produce con
rapidez. Si sirve como soldado raso, en el peldaño más bajo de la jerarquía
militar, le está negada toda oportunidad de liberarse de sus aguijones, pues él
mismo no puede impartir órdenes a nadie. No puede hacer más que lo que le
ordenan. Obedece, y la obediencia le vuelve cada vez más rígido.
Ante
ello quedan pocas alternativas: el anhelado ascenso que permita la revancha o
desquitarse con civiles, con aquellos
que no pertenecen al orden castrense; Canetti profundiza en la primera opción.
Esta situación, que es en sí algo violenta, solo es posible
cambiarla mediante un ascenso. En cuanto es ascendido, el soldado tiene, a su
vez, que dar órdenes, y al hacerlo comienza a desembarazarse de una parte de
sus aguijones. Su situación se ha invertido, aunque de manera muy restringida.
Deberá exigir cosas que en su momento le fueron exigidas a él mismo. El modelo
de la situación es exactamente el mismo, únicamente ha cambiado su propia
posición dentro de él. (…) La identidad de la situación entera tiene algo de
siniestro; es como si hubiese sido inventada ex profeso. Por fin tiene el
soldado ocasión de disparar aquello que antes le disparaban.
El
epílogo es muy triste cuando al soldado muerto en acto de servicio se le hace
un homenaje como jamás habría soñado en vida y su viuda será quien reciba la constancia
de aquel soñado ascenso.
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